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25/12/2018, 09:50

Información sobre Persefone

Notas

Erase una vez... la historia de lo que le sucedió a Perséfone pero no lo relataré sin antes comenzar por la de su inseparable...

HADES

El Olimpo, la residencia de los dioses. Un lugar que los mortales no podían ni siquiera imaginar, ni mucho menos alcanzar, reservado para los seres inmortales, las divinidades. Rodeado de nubes, en la cumbre de esta montaña se encontraban sus residencias, con unas construcciones sencillas pero espectaculares, pues daba la sensación de que las edificaciones levitaban directamente en los cielos, suspendidas en el aire. Todas ellas poseían patios porticados, con numerosos jardines, fuentes de aguas cristalinas, plantas desconocidas para los humanos que se reservaban para el disfrute de los inmortales, calles impolutas y enlosadas de mármol, tan pulidas que se podían ver los reflejos de los viandantes. Todas las residencias se encontraban articuladas en base a la sala central, donde se guardan las sillas de los 12 dioses más importantes, los olímpicos, dispuestas en círculo rodeando una representación del mundo mortal. Sentados en sus aposentos, los dioses omnipresentes podían ver cualquier obra que se realizara en la tierra, además de enviar, con un simple movimiento de la mano, las plagas o las mejoras a la vida de los mortales. Perséfone no era una diosa mayor, por lo que no tenía trono propio en ese espacio, pero su madre sí que era una de las diosas más importantes, y por ello estaba allí.

Nada más llegar, tuvo que separarse de Atenea, puesto que ella, como diosa perteneciente a los doce olímpicos al igual que su madre, debía de atender unos asuntos. Pero la prometió que nada más terminar la reunión se rencontrarían. Perséfone llevaba la corona de flores, como regalo a su madre, mientras caminaba por ese lugar saludando al resto de los dioses con los que se encontraba. Siempre que acababa allí recordaba por qué lo odiaba tanto: demasiada gente, una naturaleza atada a los designios de los dioses y que no podía crecer a su antojo; en resumen, se sentía como un pajarillo en una jaula, muy hermosa eso sí, pero atrapada, sin libertad.

Andaba tan distraída en sus pensamientos, que no se dio cuenta ya ni a qué dioses saludaba, hasta que, sin querer, chocó contra alguien. Debido al choque, la corona se le cayó de las manos. Entonces salió de sus pensamientos, y lo primero que la vino a la cabeza fue la vergüenza por lo que acababa de suceder.

- Lo siento mucho. Estaba tan ensimismada con mis pensamientos que no veía por donde iba –mientras lo decía, tenía la cabeza agachada por la vergüenza, y poco a poco la fue alzando para ver al dios con el que se había chocado-.

- No te disculpes de esa manera, no es para tanto. - le contesto su interlocutor-.

El dios con el que se había chocado era Hades, el señor del inframundo. Uno de los dioses más misteriosos, que en raras ocasiones hablaba o se presentaba en las reuniones del resto de sus compañeros olímpicos. Su pelo negro como las prisiones del Tártaro (que con solo pensarlo un escalofrío de puro terror recorría el cuerpo de la diosa), en contraste con los ojos azules que poseía, claros como el cielo, que le daban cierto atractivo. Perséfone se quedó durante unos segundos ensimismada mirando los ojos del dios, preguntándose cómo alguien con esos ojos tan hermosos podía ser malo.

- ¿Ocurre algo? –preguntó Hades, algo molesto por la mirada penetrante de la diosa-.

- ¡Oh, disculpadme! No quería ofenderos… estaba buscando a mi madre, y... no sé que me ha sucedido. tengo la mente en blanco – y comenzó a reírse nerviosamente-.

- Entonces esta corona de flores es tuya –y Hades le mostró la corona que se le había caído, pero estaba cambiada: ya no tenía los colores llenos de vida, sino que se encontraban apagados, tirando a negro-, lo siento, es lo que pasa cuando toco este tipo de cosas de la tierra.

- No te preocupes, para eso estoy yo –dijo con una sonrisa Perséfone, que con el solo contacto de sus manos la corona volvió a tener los colores vivos y frescos. -¡Ya está! – sonrió y se la colocó en la cabeza de Hades-.

- Eso veo –y Hades se quedó mirando detenidamente a Perséfone con un brillo especial en sus ojos azules, se acercó a ella y la cogío de la barbilla pero de repente en ese mismo instante una voz llamó a Hades-.

 

Una voz profunda llamó a Hades: era su hermano el dios de las aguas, Poseidón, que lo reclamaba para la reunión de los 12.

- Lo siento, pero debo irme ya. Ha sido un placer conoceros - le dijo a Persefone -.

Y dicho eso se marchó con caballerosidad. Perséfone quedó muda, en blanco, mientras veía como Hades se iba alejando a la sala central, y a sus espaldas se cerraron las puertas de mármol blanco, dejando así de ver a aquel caballero de impresionante porte y elegancia. De repente, una súbita corriente caliente le recorrió toda la cara, volviéndose a cada segundo más roja, al recordar la estupidez que había hecho.

- ¿Cómo he podido dar al dios del inframundo una corona de flores? La corona que estaba destinada a mi madre… ¡se la he dado a Hades, el dios más frío y sin corazón de todos los inmortales! Pero… esos ojos tan profundos y claros, esa actitud indiferente. He notado que no estaba a gusto en este lugar, siente lo mismo que yo, y no parecía tan oscuro y malo como dicen los demás.

Mientras tanto, en las reunión de los 12 olímpicos…

Cada dios se encontraba sentado en su trono, algunos hablando entre ellos y otros en silencio. Entre los dioses silenciosos, se encontraba Hades, que se había retirado la corona de flores de la cabeza y se quedó mirándola fijamente. El color de las flores se había apagado, pero seguía conservando en parte su belleza seguramente por el influjo de la bella diosa de la primavera, aunque más apagada y mustia.

Tendrás que quitarte esas ideas de la cabeza, se decía a sí mismo Hades, porque sois muy distintos. Ella es una diosa de la vida, de la esperanza… mientras que tú eres todo lo contrario. Lo que ella transforma en vida, tú lo vuelves muerte y se quedó mirando de nuevo la corona.

El ruido de los dioses cada vez iba en aumento, hasta que el sonido de un bastón chocando con el delicado suelo marcaba ya el comienzo de la reunión. El señor de los dioses, Zeus, había llegado a la sala, dándose así por comenzada la convocatoria. Los dioses se dispusieron en sus asientos, y todos dirigían sus miradas al señor de los dioses. Zeus, de cabellos y barba blanca, muy poblada, y con unos ojos casi cristalinos, miraba a todos los dioses con un semblante serio, como siempre, por lo que nadie se alarmó.

- Os doy la bienvenida a la reunión de los 12 olímpicos. Espero que en este periodo en el que estamos reunidos podamos resolver los problemas que nos afligen a todos.

En ese momento, el dios de los mares, Poseidón, levantó la mano para poder intervenir.

- Te concedo la palabra, hermano –y dicho eso Zeus se sentó en su trono dorado, el más elaborado y bello de los que había en la sala -.

- Queridos compatriotas de sangre, divinos compañeros, hay un problema que debemos resolver de inmediato, y son los hombres. Se han vuelto demasiado mezquinos, egoístas y crueles; ya no nos adoran y utilizan nuestros nombres en juramentos llenos de mentiras, haciendo así más grave la ofensa hacia nuestras figuras. Por ello, propongo a la asamblea divina que castiguemos al ser humano eliminándolo.

Dicho eso, los dioses empezaron a vociferar, algunos a favor y otros en contra.

- Veo demasiado excesivo el castigo que ha propuesto Poseidón –comenzó a hablar Atenea-, pues los hombres, no voy a negarlo, en su mayoría son buenos y amables de corazón. ¿Acaso deben pagar justos por injustos?

- Si son justos como dices, nosotros los dioses los escogeremos para que pasen la otra vida en los Campos Elíseos –contestó tajantemente Poseidón-.

- ¿De verdad merece la pena destruir todo lo que tanto nos ha costado crear? –dijo Dionisos, el dios del vino y de alegría-, es cierto que los humanos son traicioneros y poco respetuosos, pero sin ellos la vida no tiene sentido en la tierra. Construyen hermosos templos en nuestro honor y, en mi caso, despampanantes fiestas donde el vino y las canciones corren sin cesar. Creo que Poseidón está exagerando las cosas.

- Obviamente, un dios de las fiestas como tú está encantado de esta situación –decía Hera, señora del Olimpo y diosa de la fidelidad en el matrimonio-, pero no podemos dejar pasar por alto las cada vez más prominentes ofensas que nos hacen. Si ven que no actuamos por ello, considerarán que no somos lo suficientemente poderosos como para vencerlos, y se creerán que se encuentran en la cumbre de la Creación, por encima de nosotros –en ese momento, un nuevo estruendo de voces de indignación inundó la sala-.

- ¿Pero qué solución podemos llevar a cabo? Ya dejamos pasar la situación cuando Prometeo nos robó el fuego para dárselo a los hombres. Creamos a Pandora y soltamos los males en el mundo, pero vemos que no ha hecho absolutamente nada. Los mortales ya no respetan nada, y aunque muchos justos caerán, es la única manera de cambiar las cosas –sentenció Apolo-.

A partir de ese momento, el tono de la conversación fue aumentando poco a poco.

- Silencio – la voz de Zeus sonó clara y poderosa, como un enorme estruendo de relámpagos-, ya he escuchado suficiente. No somos seres incivilizados, no caigamos en una pelea a ver quién alza más la voz. –y señaló a Deméter, diosa de la agricultura y de la naturaleza, madre de Perséfone-, Deméter, ¿cuál es tu postura ante este dilema? Yo sé que, como diosa paciente y amante de la Tierra, tu opinión será una de las más valiosas.

- Gracias por tu gran consideración hacia mi sabiduría y buen juicio, señor Zeus –comenzó a decir Deméter-, no puedo estar más de acuerdo con todos los dioses que han intervenido. Los mortales se alejan del camino correcto que nosotros les marcamos, y me llena el corazón de angustia ver cómo destruyen los campos y maltratan la naturaleza. Pero, por otra parte, son la creación más perfecta que hemos hecho, y desarrollan los dones que les dimos para construir enormes templos y desarrollar las ramas del conocimiento. Debemos sopesar si queremos que el ser humano siga en su deriva de excesos e injusticias, creyéndose superiores a nosotros, los inmortales; pero, si por el contrario, decidimos exterminarlos y crear una nueva humanidad, hay que tener en cuenta que nos volveremos unos asesinos. Quedará sobre nuestras conciencias.

Todos los dioses se quedaron en silencio, meditando sobre las palabras que la diosa había expuesto a la asamblea. Un discurso sencillo, directo y cargado de razones.

Zeus, el portador de la égida, aprovechando el silencio de la sala y meditando cada una de las intervenciones de los dioses, se levantó. Su voz, clara y penetrante, se escuchó por toda la sala.

- ¡Basta! Creo que todos los puntos de vista han sido expuestos. No puedo dejar pasar por alto que los humanos se han vuelto mezquinos y rebeldes, que destruyen el mundo que tanto nos ha costado crear; pero tampoco veo conveniente eliminarlos, puesto que sus ofrendas nos alimentan, y no pretendo crear al ser humano de nuevo.

- Entonces, ¿qué sugieres que hagamos, esposo? –preguntó Hera-.

- Muy sencillo. Enviaremos una enfermedad mortal que haga perecer en poco tiempo a muchos humanos; conociéndolos lo atribuirán como un castigo divino, y a partir de ese momento medirán mejor sus actos. Esa es mi última palabra, y ¡doy por terminada ya la asamblea!

De esa forma acabó la reunión de los dioses. Cada uno abandonó la sala, dirigiéndose hacia sus respectivas viviendas del Olimpo. Atenea, preocupada por la decisión de su padre Zeus, decidió acercarse a él con sagrado respeto para hablarle, pues albergaba una pequeña esperanza de hacerle cambiar de opinión.

- Padre, ¿puedo hablar contigo? –preguntó Atenea, respetuosa-.

Los ojos de Zeus, de un azul claro, casi etéreo, se clavaron en la mirada de la diosa, obligándola a bajar la cabeza, intimidada-, sé lo que vienes a decirme, y no puedo cambiar la decisión.

- Pero, si llevas a cabo eso, morirán humanos justos… ¿esa es la justicia de la que presumes, padre? -.

- En ocasiones, los justos tienen que pagar por los que no lo son. Aquellos que mueran y sean puros irán al paraíso eterno, los Elíseos. Es lo único que puedo hacer por ti y por tus humanos. –En ese momento, se percató de que Hades, su hermano, estaba a punto de salir, y lo llamó-, Hades, ven!, tengo algo de lo que hablar contigo. Si nos disculpas, Atenea.

Despidió rápidamente a la diosa, que no pudo contener una mirada de tristeza por lo que iban a desencadenar los dioses. Zeus, adoptando una mirada más dura e imperiosa, borrando la dulzura con la que trataba a Atenea, para dirigirse hacia Hades.

- Supongo que sabrás por qué quiero hablar contigo -.

- Seguramente querrás que haga el trabajo sucio por ti, Zeus –respondió Hades, indiferente-.

- Quiero –empezó a decir Zeus, haciendo caso omiso al comentario de Hades-, que envíes al mundo humano la peste, que tú mismo encerraste en las profundidades del inframundo. Que durante unos meses se distribuya a sus anchas por la tierra, arrasándolo todo; una vez pasados los tres meses, vuelve a encerrarla. Esa es mi orden-.

- La peste… suponía que la mantenías todavía por algo. Haré lo que me ordenas, puesto que me veo beneficiado de ello. La laguna Estigia se llenará de almas, y eso siempre es bueno para mi mundo – y dicho eso, se despidió de Zeus con una pequeña y eñegante reverencia-.

Mientras se alejaba, Zeus pensaba solo en una cosa- es frío y sin corazón. El dios del inframundo es así por naturaleza, y no cambiará nunca…

 

PERSÉFONE

El día 21 de Diciembre se inicia oficialmente el invierno. En las floreadas praderas de Nisa vivía la joven y bella Perséfone, rodeada de animales y frondosa flora. Su madre, Deméter, diosa de la agricultura y la fertilidad, amaba a su hija por encima de todas las cosas y la protegía con gran celo. Allá por donde Deméter pasaba brotaba, abundante, la vida. Convertida en una grulla blanca, la diosa iba a visitar a su hija cada día para llevarle todo aquello que pudiera necesitar.

Un día, el rey de los dioses del Olimpo, Zeus, indicó a su hermana Deméter, que su joven sobrina debería contraer matrimonio pronto. La diosa, enfadada, se negó obstinadamente a acceder ante tal petición, alegando que su hija era demasiado joven y que jamás consentiría que la apartaran de su lado. Zeus, enojado, ordenó a Cupido lanzar una flecha a la joven Perséfone para que se enamorara de la primera persona que viera. Deméter intentó pararla, haciendo que esta rebotara en las columnas del templo y desviando su dirección original. La flecha acabó hundiéndose en el lago junto al que Perséfone solía sentarse.

Al poco rato, un narciso brotó de la tierra. Esa flor, desconocida para Perséfone, llamó su atención y se acercó a olerla. De repente, la tierra se abrió y apareció Hades, dios del Inframundo, a lomos de un enorme caballo negro.

 

Perséfone, huyó despavorida, pero el dios del Averno la alcanzó fácilmente, la subió a su caballo y se hundió con ella en las profundidades de sus dominios. Mientras tanto, Deméter, presintiendo que algo pasaba, se acercó a ver a su hija, encontrando tan solo su corona de flores en la zona, ahora carbonizada, por donde Perséfone y su raptor habían desaparecido en dirección al Infierno.

Deméter, desesperada e ignorante de lo ocurrido, adoptó la forma de una anciana e inició la búsqueda de su hija por todos los rincones de la tierra sin éxito en su misión. Un día, en los confines del mundo, junto a un acantilado, se encontró a la diosa Iris, que, apiadándose de ella, le explicó lo que habia visto y era que su hija estaba en el Averno, junto a Hades y la consoló diciéndole que sería un buen matrimonio. Después de todo, Perséfone sería la reina del Inframundo.

Mientras tanto en el Infierno, Perséfone recriminaba a Hades su acción, dándole a entender su confusión ante el amor que este la profesaba, ella se había enamorado de él cuando le vió hacia tiempo en el Olimpo pero no le conocia bien. Este, en un intento de conciliación con su amada, le contó el por qué de su enamoramiento.

Hades le contó - Estaba contemplando vuestro reflejo desde aquí, en el lago junto al que soleis sentaros, cuando la flecha de Cupido me alcanzó -. Aun así, Perséfone no podía disimular su rabia y tristeza al saberse en un lugar tan distinto a sus luminosas praderas llenas de vida. A pesar de todo, con el tiempo se resignó y Hades supo ganarse su corazón, hasta que, finalmente, la joven le correspondió y aceptó su propuesta de matrimonio.

Deméter, absolutamente furiosa a la vez que desconsolada por las noticias de Isis, se dirigió al Olimpo adoptando la forma de una grulla negra para hablar con Zeus. Una vez allí, le amenazó con deja de fertilizar la tierra con la consecuente muerte de toda la naturaleza y también de los humanos, si no le devolvía a su hija y la sacaba del Inframundo. Zeus, alarmado ante la perspectiva, envió a Hermes, el dios mensajero, a informar de lo sucedido a Hades. Perséfone debía volver.

 

Una vez en el Averno, y justo después de las nupcias de Hades y Perséfone, Hermes informó a Hades de las intenciones de Deméter y las órdenes de Zeus. Hades le respondió que le importaba poco lo que sucediera en la tierra, pero el mensajero le dijo que si desaparecía el mundo de los vivos también el infierno dejaría de existir. Aun impotente y furioso ante la perspectiva de perder a su amada, escuchó el plan de Hermes. Le daría a su esposa una granada crecida en el Averno. A riesgo de perder la vida, Perséfone tendría que permanecer un mes en el reino de Hades por cada grano de granada que tomara. Hades le contó a su esposa que Zeus había ordenado su regreso junto a su madre.

Perséfone se negó en rotundo exclamando apasionadamente que ella era feliz junto a él. No quería seguir siendo manipulada ni mandada por nadie. “Si vuelvo, mi madre jamás me permitirá regresar junto a ti”. Hades le contó entonces su plan. La joven reina aceptó y tuvo tiempo de tomar cuatro granos de granada antes de acatar la orden de Zeus. Cuando volvió a su jardín en la tierra, su madre que la esperaba allí, dejó su apariencia de anciana y se tornó en la bella diosa que siempre fue. Pero Perséfone le dijo que tenía que volver al Inframundo como mínimo durante cuatro meses. Ante los lamentos de Deméter, la joven le dijo que no debía preocuparse puesto que cada año regresaría junto a ella durante unos meses.

Cuando Perséfone se reunió con su esposo que la esperaba en su caballo negro para dirigirse a su reino del Inframundo, Deméter proclamó que durante el tiempo en que su hija estuviera ausente, el viento soplaría frío y la tierra se cubriría de un manto de nieve hasta su regreso, momento en que de nuevo todo volvería a florecer.

Y de esta leyenda nace el origen de las estaciones. Así pues, en estos momentos, nuestra bella Perséfone se encuentra en el Averno, feliz, junto a su amado esposo Hades, mientras que su madre Deméter cubre la tierra de frío y espera la vuelta de su hija para volver a llenar el mundo de brisas cálidas y exuberante vegetación.

Frikipuntos y Carisma

Frikipuntos:
5131.7
Carisma:
21
Positivos:
21
Neutrales:
0
Negativos:
0

Partidas en juego

  • Jugador (activas): 0
  • Jugador (en pausa): 0
  • Director (activas): 0
  • Director (en pausa): 0

Partidas finalizadas

  • Jugador: 22
  • Director: 3

Partidas abiertas

  • Jugador: 0
  • Director: 0

Total partidas: 25