Partida Rol por web

Lo ocurrido con Tanka había dejado al padre Regnard sin capacidad de reacción alguna, simplemente se limitó a contemplar toda la escena cuando su compañero se derrumbó tras devorar su propia mano. Había intentado impedirlo pero no había llegado a tiempo. Con una sonrisa feliz y bobalicona, Tanka cayó al suelo. No estaba muerto, pero Mathieu sabía que jamás volvería a levantarse. Había visto aquel estado antes en personas que sufrían un grave accidente, aunque jamás lo había visto en alguien que lo sufría por un shock emocional tan fuerte como el que ellos habían vivido en los últimos momentos. No obstante, supo reconocerlo de inmediato. Tanka no volvería a ser él.

Desmond se arrodilló junto a él para despedirse, el profesor también sabía que jamás volvería a levantarse y acto seguido sacó un arma y le voló la tapa de los sesos. El cura, ante tal acto, finalmente reaccionó alzando una mano para pedirle a Desmond que se detuviera, mas fue demasiado tarde. El ensordecedor disparo resonó en aquel mundo extraño y siniestro donde se encontraban antes de que el padre pudiera siquiera hablar. Miró apenado a Desmond, con una expresión de profunda tristeza desdibujando su rostro. Había sido un acto duro, contrario a las creencias de cualquier buen cristiano, como pronto expresó Tristán horrorizado. Pero el padre comprendió que tenía que haber sido demasiado duro para el propio Desmond.

Mientras ambos discutían, el padre Regnard se arrodilló junto al cadáver de Tanka y le dio las últimas bendiciones como pudo. Rezó por él y deseo que su alma se reencontrara con Dios a pesar de estar en un lugar tan remoto. -¿Podría la mirada de Dios llegar hasta allí? - Pensó para si mismo. Deseaba que así fuera.

A continuación se levantó y colocó una mano en el hombro de Tristan, como había hecho tantas veces, aunque esta vez el consuelo que quería transmitir estaba dirigido tanto a él como al propio padre Regnard.

-Lo que ha hecho ha sido un acto de compasión. - Dijo tan sorprendido de sus palabras como debía estarlo Tristán o el propio Desmond. Miró a este último y asintió lentamente con la cabeza. El padre Regnard no sería capaz de hacer aquello, pero comprendía perfectamente que había sido la generosidad de evitar el sufrimiento a Tanka lo que había movido la mano del profesor. Quiso transmitirle con la mirada que Dios sabría comprender aquel acto y le perdonaría.

El disparo resonó, turbando la aparente calma de Carcosa. El lago vibró con expectación. Las ruinas, columnas y extraños monolitos permanecieron impasibles, como si ya conociesen de sobra el amargo manto de la muerte. Pero los tres hombres que quedaban en pie se reunían junto a su compañero caído, solemnes y embargados por una tristeza que los atravesaba fría y dolorosamente.

La canción que provenía de la ciudad se detuvo unos instantes, antes de continuar todavía con más insistencia. Una cuarta figura se alzó entre los investigadores, a sus espaldas, tambaleándose como una rama seca en invierno.

—Camille… —susurró el inspector LeGrille a su espalda.

El inspector estaba pálido. Su rostro se había congelado en una expresión impertérrita, vacía. Los ojos parecían tan nublados e inertes como el resto de su cuerpo, que se mecía suavemente ante ellos.

—Está en la ciudad, huyendo de los fantasmas… Huyendo de mí.

El padre Regnar se quedó de piedra cuando se vio que LeGrille llegaba por la espalda. Completamente paralizado como estaba quiso preguntar si acaso el inspector no estaba muerto, si no había sido asesinado por Vytauras como todos habían visto antes, pero de su boca sólo salió un balbuceo tembloroso que no llegó a conectar palabra alguna. Un terrible escalofrío recorrió el cuerpo de Mathieu y de un sudor frio comenzó a perlar su frente de gotas.

Pero cuando escuchó el nombre de Camille ser pronunciado, el reverendo fue incapaz de moverse más que para persignarse a toda velocidad, aunque con tan poco acierto que en ocasiones hizo la cruz invertida, en otras cambió el sentido del ritual cristiano y en otras llegó a realizar símbolos que poco o nada tenían que ver con la Santa Seña. Regnard sintió que el sudor se deslizaba a sus ojos e intentó enjuagarse los ojos con las manos, pero cuando volvió a abrir los ojos ya no podía ver nada. Pestañeó varias veces, meneo la cabeza a un lado y a otro pero no lograba ver nada. Había perdido el sentido de la vista completamente. Como en el milagro en que Jesús había devuelto la vista al ciego, pero con una resolución totalmente contraria en este caso. Comprendió entonces que sólo podía rezar, así que junto las palmas de las manos y empezó a pronunciar un "Ave María" en un penoso latín que poco o nada tenía que ver con la oración original y que sin duda horrorizaría a cualquier cristiano.

-Ave Maria, mulieris meretricis, episcopi peccatorum. Benedicta Tu in hominimus, et benedictus fructus ventris Tui, Luciferis.

 Pasaron dos cosas que le sorprendieron y dañaron personalmente a Tristán. Quizá una más que la otra, pero a esa altura era difícil determinarlo. La primera era ver como el padre Mathieu, hombre de fe como él y moralista de pies a cabeza, cedía ante las palabras del profesor y concebía a la muerte de Patrick como un "acto de compasión". La mueca de desconcierto en la cara de Tristán era enorme. Podía esperar dudas y flexibilidad de si mismo... pero, ¿que el mismo representante de Dios perdonara aquello? No podía... no estaba bien... no era... cristiano... La mano del padre en su hombro pesaba enormemente. Por un lado quería quitársela de encima del enojo, y por otro lado le recordaba a Tristán que el ser humano... humano era. Y que cuando el tiempo llegara, Tristán tendría que ver que tan humano podía ser.

 Lo segundo que pasó fue dañino en el sentido de que... perdían a otra persona del grupo. El inspector LeGrille, el cual ya creían haber perdido. Pero solo confirmaban que no estaba con ellos. Perdido en aquella presencia fantasmagórica que en nada se parecía al vigor detectivesco que poseía aquel hombre.

 El subastador, sin poder hacer nada por el hombre, rompe en llanto. Como ya había hecho incontables veces. Cada vez lloraba más. Era un llorón. Algo que nunca hubiera querido ser. Siempre soñó con ser un hombre valiente y estar a la altura de cualquier obstáculo que se le presente. Mas el destino aguardaba otras cosas para su lacrimosa alma.

- _{Oh Dios...} ^{por qué... Camille...} _{Tanka, Vyaturas...} Rose...Oh Rose, Rose... ¡Vámonos de aquí! ¡A la ciudad! Quiero alejarme de los _*sniff* espectros y de los fantasmas. Que ^*sniff* ellos pueden olvidar y yo... yo estoy obligado a recordar... _*sniff*

El canto de Camille atravesaba los campos como un rayo de sol que se cuela entre las rendijas de una persona, flotando sobre el lago de Hali.

Parecía indicarles el camino a tomar, antes de que lo que quedaba de LeGrille se percatase de su presencia. Si rodeaban el lago, no tardarían en alcanzar la ciudad, aunque la atmósfera de irrealidad que envolvía aquella orilla invitaba a perderse para siempre entre las ruinas.

-¡A la mierda!- Exclamó de pronto el padre Regnard, que ya se había cansado de intentar adivinar como seguía aquella oración que tanto se le atravesaba. Era la primera vez en sus casi treinta años de servicio religioso que se olvidaba de una oración.

El padre estaba harto. Harto de toda aquella situación, de la que las circunstancias les acabaran arrastrando hacía donde no querían, de no poder salir de aquel lugar, de que Desmond tomara por ciertos aquellos rituales paganos y desprestigiara los rezos de Dios, de que Tristán no dejara de llorar, de que Tanka no hubiera dejado de comer ni en el último suspiro de su vida... en definitiva, estaba harto de poner la otra mejilla.

Una ira como no había sentido nunca hasta entonces le recorrió el cuerpo y le hizo salir de su aletargamiento. Cerró los puños con tanta fuera que sus nudillos se quedaron blancos y súbitamente comenzó a gritar como un loco endemoniado. Inclinó ligeramente la cabeza hacia delante y rompió a correr hacía el inspector LeGrille, o lo que quedaba de él, con la intención de pegarle un puñetazo directo a su cabeza. Una forma de violencia inconcebible hasta aquel momento en el reverendo.

Quiso gritarles a sus compañeros que salvaran a Camille mientras él les hacía ganar algo de tiempo con LeGrille, pero lo único que salió de su boca fue una especie de alarido incontrolable semejante al de aquellas tribus africanas que se relataban en las historietas que alguna vez había leído como pasatiempo.

 El subastador ya tenía la mente en Carcosa, queriendo ir a ese lugar para terminar de una vez y para siempre aquel capítulo tan doloroso de su vida como la perdida de la sanidad y el resquebrajamiento de su moral. Dos cosas que le tomarían mucho tiempo volver a sanar. Más el padre Mathieu había entrado en un estado colérico y violento nunca antes visto, y Tristán no podía entender bien por qué.

- ¡Padre! ¿Por qué ataca a Le Grille? ¡Deje a los espectros en paz! No les provoque disturbios...

 Casi tímidamente pero con disposición a plantarse entre ellos, Tristán se acercó al padre e intentó alejarlo del inspector, interponiéndose entre los dos hombre y empujándolo para atrás.

Tristán logró interponerse justo a tiempo, antes de que el padre pudiese abalanzarse contra LeGrille. Por desgracia, el estrépito que armaron cuando empezaron a forcejear fue suficientemente escandaloso como para captar la atención del inspector.

La triste sombra de lo que había sido antes LeGrille les dedicó una mirada vacía mientras extendía sus manos hacia ellos.

—¡Vosotros! Tristes marionetas. Siervos del monarca harapiento. ¡Devolvedme lo que es mío! ¡Mi nombre, mi rostro, mi vida! 

Tanto el viudo como el padre esperaron sentir el tacto frío de sus dedos, pero las manos de LeGrille les atravesaron como si las hundiese en un tanque de agua. 

No sintieron frío, pero sí como todo se apagaba lentamente a su alrededor. Como la vida se marchitaba y sus cuerpos perdían solidez.

Aquel fantasma los estaba consumiendo.

 Aquel dolor indescriptible y jamás experienciado estaba empezando a consumir al padre y al subastador, el último que sollozaba como marrano al encontrarse en semejante situación. Su acto de valentía al intentar separar a aquellos dos hombres sería devuelto con la más cruel ironía que aquella tierra de misterios podía entregarle. No se esperaba esa clase de jugarretas del destino en Carcosa, la tierra de los sinsentidos. Pero no podía pensar mucho más, puesto que el dolor era tremendo.

- ¡AHHHHHH!

El Padre Mathieu se quitó de en medio a Tristán sin mucho esfuerzo y corrió preso de la furia incontrolable que le dominaba para, tal vez por primera vez en su vida, cruzar unos golpes con otro individuo. Aunque lo que realmente deseaba el sacerdote era darle la paliza de su vida a LeGrille, o lo que quedaba de él.

-Maldito demonio, hijo de Lucifer. -Espetó antes de llegar a su encuentro y arremeter contra él.

El profesor se gira, llamado por un eco, como si escuchase los gritos de sus compañeros desde el interior de una bañera llena hasta rebosar.

No podía más. Otro contratiempo más, otra piedra en su camino, que en vez de hacerles tropezar, trataba de abrirles el pecho a pedradas y arrancarles el corazón para dejarlo secar a los soles negros y el viento árido de dondequiera que estuviesen. 

- ¿¡Quién eres!? ¿Cual es tu nombre y por qué crees que te lo hemos robado?

Desmond levanta la punta del revólver con lentitud, listo para volarle la cabeza a cualquiera de sus compañeros si las palabras no bastaban y el sufrimiento se les hacía insoportable. Ya le daba igual todo, él solo quería encontrar a Camille. O al menos es en lo único en que podía pensar.

- ¿¿¿¡¡¡QUIÉN ERES!!!??? ¿POR QUÉ CREES QUE LO QUE RECLAMAS TE PERTENECE?

El profesor se desgañitaba, vistiendo las vibraciones de su garganta con un sonido ronco, mezcla de laringe de fumador con emociones al límite. Una gota se le acumulaba en cada lacrimal, reviviendo el disparo que hace un momento se vio obligado a efectuar.

Patrick... si no te equivocaste, quizá aquel a quien clamabas pueda protegerme...

Hastur...

Frío.

Tristán y el padre sintieron un frío terrible a medida que las manos de LeGrille se hundían lentamente en sus pechos. Desmond vio cómo el color se desvanecía lentamente en sus compañeros, como hasta sus trajes perdían consistencia.

Regnard había notado un tirón. Tristán trataba de apartarlo de la sombra del Inspector, pero había sido inútil. Ambos estaban sin fuerzas. El padre se limitó a golpear inútilmente al aire, acertando ocasionalmente a su compañero. Cada vez que parecían acertar a LeGrille, simplemente seguían su camino. Era como tratar de ajustarle las cuentas a un jirón de niebla. 

No obstante, las preguntas de Desmond lograron llamar la atención del espectro.

—Yo… no lo sé. Pero vosotros sí lo sabéis. ¡TENÉIS QUE SABERLO! Por esta tierra solo caminan sombras y traidores. Sombras y traidores.

-¡Blasfemias! ¡Infamias! ¡La luz del Señor te guiara de nuevo al camino correcto, vil criatura hijo de puta! -Exclamó el ya poco coherente y cuerdo padre Regnard.

El camino que había elegido, el de la Iglesia y los votos sagrados que había jurado cumplir para defender a Dios, no le permitían meterse en peleas y utilizar la violencia. Jesús decía que si alguien te golpeaba en una mejilla había que poner la otra mejilla, pero el padre Regnard ya estaba harto de tanta mejilla. Normalmente repartía hostias consagradas, pero en esta ocasión decidió que debía darle a LeGrille una buena ración de hostias de sus puños. No obstante, sus manos traspasaron al inspector una y otra vez como si el sacerdote estuviera peleando con la niebla del fumadero de Madame Yao en lugar de con un hombre.

Desmond se quedaba sin ideas.

- Inspector LeGrille -dijo con rabia-. Es usted el maldito inspector LeGrille y ha venido con nosotros para buscar a Camille. Somos sus compañeros, ¡suéltelo!

El profesor dispara al aire. Un método bastante disuasorio para una pelea de borrachos y que impresionaría cuanto menos al más duro de los contendientes.

Una bala menos. Otra estupidez sin sentido. Fantástico, Aurélien. No es la mordedura del plomo lo que teme esta criatura.

¿Hastur...?

Sus pensamientos casi notaban la palabra formándose en sus labios y, de hecho, no tenía claro si la había dicho en voz alta o no.

 Cada vez dolía más. Un dolor extraño, realmente. Diferente a cualquier dolor que hubiese experimentado en su vida. Preso del pánico y lidiando con una de las experiencias más traumáticas de su vida (y eso que había tenido bastantes experiencias de ese estilo en las últimas 24 horas), a Tristán se le hacía imposible darse el lujo de escaparse de aquel espectro con la agilidad y la maestría necesaria. Estaba demasiado confundido y desesperado.

 Solo podía atinar a seguir lanzando golpes al vacío, intentar sacar a Regnard de las manos del inspector y gritar cual niño pequeño que recibía su primera inyección.

- ¡AHHHH! ¡Mon Dieu! ¡MON DIEU!

El inspector se detuvo en seco y, por primera vez, miró fijamente a Desmond. Tristán, por su parte, logró reducir al padre con éxito y apartarlo de la refriega tirando de su sotana.

—Camille… —balbuceó el fantasma del inspector—. Camille no es un fantasma. Yo…

Se detuvo de pronto. A su espalda, atravesando el polvo con pasos lentos y pesados, una miríada de almas en pena se aproximaban hasta ellos. Todavía estaban cubiertos por una sutil bruma, pero Desmond y Tristán pudieron distinguir largas túnicas de colores apagados y máscaras de porcelana. Muchas de ellas les recordaron al carnaval veneciano, pero otras poseían un aspecto todavía más exótico.

 Tristán, a puro tironeo y sollozos, logra liberar al padre y a si mismo de las garras de aquel ser nefasto. Una vez que lo tiene sano y salvo, intenta darle un par de palmadas en los mofletes para que Regnard entrará en razón y se calmase. Viendo que necesitaba un poco más para que el cura volviera a sus cabales, decidió utilizar sus académicos conocimientos en el psicoanálisis para intentar sacarle "la histeria" a su compañero.

- ¡Mathieu! ¡Escúchame bien! Aléjate de estos pensamientos deprimentes que te agobian. No pienses en el absurdo que nos rodeas. Enfócate en tu infancia... retrata en tu cabeza esos días felices en los que las únicas preocupaciones eran tener un recreo largo para jugar con los amigos y descubrir las maravillas del mundo. Imagínate al pequeño Matt, tirando piedras en el Río Sena. Feliz, lleno de curiosidad y de fe. Con la mente tranquila... tranquilo, Mathieu, tranquilo...

 Intentaba hacer que el padre tuviera un momento de paz mental antes de tener que seguir con todo aquel calvario. Freud decía que la infancia marcaba la adultez; seguramente los buenos recuerdos de la infancia podían calmar el alma de un hombre abrumado por el presente. Tristán estaba tan ocupado con esta tarea, que ni se fijó en las figuras que se asomaban por detrás del inspector.

Regnard recordó, poco a poco, que sí tenía algo por lo que luchar. Si no era por Camille, lo haría por salir de allí con vida. Por sobrevivir. 

Pero no así. No como un animal, tratando de arañar al fantasma de su derrota.

Todavía quedaba algo por lo que merecía la pena seguir de pie. Tristán se lo había recordado. Sus palabras habían actuado como un bálsamo, ayudándole a ver las cosas con perspectiva. En unos instantes era un salvaje. Al siguiente, un niño feliz y sin preocupaciones.

Regnard forcejeaba por libarse de los brazos que le apresaban y le impedían ir a golpear al inspector una vez más. Un bofetón le hizo girar la cara, pero su rostro apenas se recompuso, volviéndose hacía LeGrille hasta que escuchó una voz sosegada que le invitaba a calmarse, a recordar su infancia en aquel colegio católico donde le habían hablado por primera vez de la bondad de Dios. Recordó los buenos momentos junto a Phillip, Gerard y Nico, sus viejos amigos de la infancia a los que hacía lustros que había perdido la pista. Aquella imagen le sosegó, recordó cuando jugaban a la pelota en el patio deseando que nunca acabara aquel momento hasta que el timbre del padre Armand marcaba el final del partido. Recordó cuando Phillip y él cargaron a Gerard con la culpa del cristal de la ventana que ellos habían roto y que el pobre estuvo un mes sin hablarles, lo mismo que duró su castigo. También recordó cuando el padre Armand le tiró con tal fuerza de las orejas por pelearse con otro niño que le desgajó los lóbulos, cicatriz que aún conserva. Luego se recordó tirando piedras al Sena, donde conoció a Camille, su primer y único desamor, y lo que le llevó a decidirse por el seminario cuando años después ella se casó con Phillip.

-No, espera... Ella se llamaba Florence. - Murmuró extrañado.

Se descubrió entonces en los brazos de su amigo Tristán, quien lo sujetaba con firmeza y le pedía tranquilidad con voz serena. Aquello logró calmarle, miró a su lado extrañado, sin reconocer dónde estaba ni qué estaba pasando.

-Tri... Tristán... ¿Qué...? - Recuperó el sentido en ese preciso momento, antes de llegar a terminar de formular la pregunta. -Tenemos que irnos. - Dijo al fin.