Mirasteis a la espesura y la espesura no tardó en devolveros su silenciosa mirada, su cada vez más oscura mirada. La podíais sentir; quizás os decíais que solo era el bosque, que solo era la habitual penumbra del crepúsculo; pero, en el fondo, sabíais que esos ruidos y el posterior y sepulcral silencio no eran habituales. Quizás, si hubierais llegado al interior rápidamente, os podríais haber convencido de que ni esa penumbra ni esos ruidos ni ese silencio significaban nada. Quizás.
Pero nunca llegaríais a saberlo, pues antes de que llegarais al interior, los ruidos se reanudaron.
Todo sucedió muy rápido. Fue un ruido de hojarasca removiéndose —no, ya no era el suave sonido que pintaba el aire con su ocre otoñal—, casi salvaje por lo repentino. A continuación, escuchasteis los pasos rápidos de alguna criatura que salió enseguida de la espesura a paso rápido, pero torpe, casi a trompicones, con ojos brillantes como si recogieran la poca luz que todavía le quedaba al crepúsculo.
Era un cervatillo.
Tras correr desesperado en vuestra dirección, sus patas delanteras flaquearon hasta fallarle, haciéndole caer de bruces muy cerca de vosotros. Tan cerca… tan espantosamente cerca que pudisteis verlo en detalle, allí, a un par de metros de vosotros, en el suelo, retorciéndose de costado.
En el silencio del crepúsculo moribundo, pudisteis escuchar unos muy sutiles jadeos saliendo de entre sus belfos. Sus mandíbulas se movían, como buscando algo de aire que dentro de poco ya no tendría. Sus patas se agitaban como si quisiera seguir corriendo, pero lo único que golpeaban era el aire, un aire que a su alrededor empezaba a palpitar con el espesor de la inquietud y la angustia. Pudisteis entonces percibir algo más: su cuello. De su musculoso cuello brotaba, con una placidez sosegada, un manantial de sangre que regaba su pelaje hasta ir a caer al suelo, al lecho boscoso de hojarasca, donde empezó a crear una silenciosa, pequeña y oscura laguna.
Por último, aunque era lo primero que, a la distancia, había llamado vuestra atención, pudisteis ver el brillo tenue de sus ojos. Tenue, cada vez más tenue, como si la sangre que se le escapaba por el cuello se llevara con ella su luz de vida. Esos ojos se movieron silenciosos, pero rápidos, de uno a otro lado. Parecían buscar algo que no encontraban, parecían destellar con preguntas vanas dirigidas a un cielo mudo y perdiéndose en el aire sin una respuesta, parecían saber lo que venía a continuación y, también, parecían querer resistirse a ello. Inútilmente.
Y esos ojos os miraron.
Schmetterling había ladrado cuando el cervatillo se había acercado. Había emitido tres, cuatro ladridos y luego simplemente había gruñido un rato, al ver que la criatura caía. A continuación, había quedado mudo, observando, como si hubiera comprendido que esa criatura no suponía en apariencia una mayor amenaza. ¿O quizás el miedo le había arrancado las fuerzas? ¿O quizás —solo quizás, pero no, no podía ser, un perro no entiende de esas cosas, no puede entender de esas cosas— había comprendido lo que estaba a punto de ocurrirle a ese cervatillo y había decidido unirse a su silencio en un acto de empatía final con un ser moribundo?
Cuando la doctora realizó su afirmación sobre el cuestionamiento del resto con respecto a su metodología la observé con una curiosidad inquisitiva; pero, en ese momento, no le dije nada y proseguí, esperando escuchar sus respuestas al resto de cuestiones que pretendía plantearle.
Ella lanzó una duda muy importante con respecto a lo que estoy dispuesto a aceptar que haga con mi hijo. Una pregunta que, aunque me incomodaba, sabía que ella debía hacerme teniendo en cuenta todo lo que le había dicho y la forma en la que lo había hecho. Pensé que me había metido yo mismo en camisa de once varas; pero decidí dejar la respuesta para más adelante.
—Por favor, continuemos conversando; habrá tiempo después para puntualizaciones. Me gustaría continuar con la conversación antes de responder sus dudas.
Tras esto, sin dejar que me respondiera, continué intercambiando pensamientos con ella.
Asentí ante su afirmación sobre el interés de ocultar la existencia de estos seres sobrenaturales o con un poder demasiado grande para ser controlado. No pude evitar pensar y reír en mi interior al recordar todas esas conspiraciones sobre reptilianos y masones que, de alguna manera, parecía encajar en el mismo baremo.
Cuando respondió con una última duda referida a la idea de «crear monstruos», me mantuve en silencio durante unos instantes, roto segundos después por el ladrido de Schmetterling, el cual hizo que me diese cuenta de que la noche comenzaba a encontrar su lugar en el exterior. Miré la ventana sin darle demasiada importancia y continué observando a la doctora. Me crucé de brazos, apoyándolos en la mesa, inclinándome un poco hacia ella.
—Todos creamos nuestros propios monstruos a partir de los miedos y el desconocimiento que nos afecta, doctora, supongo que estará de acuerdo conmigo. Entiendo que afirma que lo sobrenatural existe a partir de sus investigaciones y su curiosidad. No quiero pensar que mi hijo es un monstruo, ¿acaso yo mismo no lo soy para cualquier observador que haya sido o sea capaz de analizar mi forma de actuar para con mi familia? ¿No es usted un monstruo para aquellos que afirman que ha cometido actos horribles? ¿Qué diferencia tenemos nosotros de esos monstruos del folclore y la fantasía que campan a sus anchas destrozando los sueños de sus víctimas? ¿No serán ellos... como nosotros? ¿Acaso los vampiros no podrían ser llamados enfermos cuya cura no ha sido hallada?
» El comentario sobre monstruos pasados y actuales lo he hecho debido a que, a lo largo de toda la historia y escudriñando a través de decenas de mitos y leyendas es perfectamente posible afirmar que cada cultura posee un conocimiento y una comprensión diferente sobre los mismos. Véalo en las diferencias entre los vampiros más actuales, tal como son retratados en el material audiovisual al que todos tenemos acceso, y las strigga1 eslavas. En unos, la maldición que poseen es incurable y en los otros esa misma maldición podría tener algún tipo de solución; pero, en el fondo, ambas culturas confirman que el fuego es la solución más rápida. Si nosotros creamos nuestros propios monstruos, ¿no son estos fruto de la incomprensión sobre posible gente enferma y la sugestión de aquellos que cuentan la historia? ¿Cómo son los monstruos actuales, más allá de ordenadores o inteligencias artificiales fuera de control?
Suspiré. Sentí que quizá había sido demasiado intenso, demasiado profundo, demasiado incongruente. La doctora acababa de llegar y la estaba avasallando con un montón de dudas y cuestiones que se alejaban de cualquier afirmación lógica, aunque la buscaban con ahínco. Era la primera vez en años que me sentía con la suficiente comodidad como para dejar que mi mente desarrollara todos estos pensamientos... ¿pero realmente tenían como objetivo mantener una conversación o no eran más que el monólogo de alguien cuyas habilidades sociales se habían visto tremendamente perjudicadas con el tiempo y el polvo?
Me levanté y le di la espalda a la doctora, dirigiéndome a la vitrina que se hallaba tras el despacho. Me rasqué la mandíbula con la mano derecha y me froté ligeramente los ojos, el cansancio y el insomnio estaban comenzando a hacer mella en mi estado demasiado pronto... y el ambiente cargado del despacho tampoco me ayudaba. No permití que ella pudiera ver las dudas que se mostraban en mi expresión.
—Decidí no dar mayor importancia a los rumores que circulan a su alrededor porque, sinceramente, me gustaría conocerlos por sus propias palabras y entenderlos bajo su punto de vista —carraspeé—. Desde luego, puedo imaginar que debió hacer algo que incomodó a sus congéneres y, al mismo tiempo, entiendo que es algo que le gustaría compartir con alguien que esté dispuesto a escucharla y no juzgarla... aunque no es mi intención hacerla sentir presionada para hablar sobre aquello que la acongoja —giré mi cabeza para mirarla severamente durante unos instantes tras los cuales mi gesto se transformó en una sonrisa amable—. Desde luego, su historia podría ser un perfecto token de confianza y podría dar luz a ciertas inquietudes que se encuentran en mi interior. Espero que sea capaz de valorar correctamente la confianza que he depositado en usted al no inmiscuirme en sus asuntos y dejar que sea su propia voz la que arroje luz sobre sus cuestiones más íntimas y relevantes para nuestro trabajo juntos.
Dirigí mi mirada después hacia los dosieres que se encontraban frente a ella. No quise especificar si esas inquietudes estaban relacionadas con ella o con mis propios pensamientos. Al mismo tiempo, necesitaba crear un ambiente lo suficientemente seguro como para que ella pudiera ofrecerse a contarme sobre sus anteriores actos. No estaba seguro de que lo estuviera haciendo correctamente... quizá si hubiera podido tener una buena noche de descanso mis palabras podrían haber sido más adecuadas. Volví a mirar en dirección a la vitrina, dándole de nuevo la espalda.
—Como padre no puedo permitirle pensar que tiene carta blanca para realizar cualquier tipo de prueba con mi hijo. Este castillo no es un campo de concentración, ni yo soy Hitler ni usted es el doctor Mengele. Simplemente quiero que esté dispuesta a ver más allá, sin ponerle en peligro y, si tiene algún tipo de teoría o ha llegado a algún tipo de conclusión extraña, podamos conversar al respecto con franqueza.
Observé las figuras del interior de ese amplio armario de cristal. No pude evitar acercarme al armario izquierdo, mirándolo también de reojo.
—Dígame, doctora —me giré, de nuevo, hacia ella y caminé hasta apoyarme con las manos en el escritorio—: pongamos que, efectivamente, los seres sobrenaturales existen tal como cree. Disculpe mis reticencias a aceptar ese hecho de forma tajante, ya que mis esfuerzos se encuentran dedicados a buscar explicaciones racionales, como ya sabe. Hábleme de ellos. ¿Cómo se alimentan, cómo se relacionan con la gente? Ha hablado usted de vampiros, así que podría empezar por ahí. Más allá de las lecturas que he devorado, con mayor o menor esmero, me gustaría conocer su versión más especializada de primera mano, más allá de vídeos o artículos.
Ella había dicho, exactamente, que creía en la existencia de todos estos seres sobrenaturales; sin embargo, por muy segura que sonara, sus palabras dejaban entrever que su conocimiento se hallaba tan limitado como el de cualquier tipo de intento de religioso. No es lo mismo creer algo que saber que existe. Sin embargo, necesitaba comprobar hasta dónde llegaba su conocimiento y si algo de lo que me pudiera decir pudiera... ¿servirme?
Comencé a caminar hacia la ventana y la abrí, dejando que el aire fresco renovara el ambiente recargado del interior. Me apoyé, observando al exterior por si podía ver qué estaba pasando, aunque no me importaba demasiado en un principio. Si algo hubiera sucedido el servicio habría acudido raudo a ponerme sobre aviso. Miré la oscuridad del exterior e, inclinado hacia la ventana, con los brazos entrelazados sobre ella, esperé a que la doctora rompiera el silencio.
Después, cuando tratase de ordenar en mi mente los sucesos de aquel crepúsculo, me costaría recordar con precisión qué había sido antes, si el silencio gélido o la carrera del cervatillo. Como en una pesadilla cruel, todo sucedía en un tiempo extraño, que avanzaba rápido o lento según su conveniencia, sin pensar en agujas o relojes. Mi corazón latió muy rápido cuando el silencio se quebró, tanto que sentí en mi pecho cómo se lanzaba a una galopada repentina. Pero después, cuando mis ojos se encontraron con la mirada brillante del cervatillo, se paró en seco, como si se saltase un latido, para luego retomar su palpitar mucho más pausado en aquel instante suspendido en el tiempo.
Mis dedos seguían rodeando el brazo de Lycius, aunque ya no hacía fuerza. Simplemente estaban apoyados sobre él, lánguidos. Mi otra mano se había detenido en la base de mi cuello, con los dedos recogidos en un nido que guarecía guarecer mi aliento contenido. Mis ojos estaban clavados en los del animal. Pensé en ese momento que me era imposible físicamente apartar la mirada; que daba igual el esfuerzo que hiciera, no era capaz de girar sobre mis talones para aporrear la puerta, como me había pedido Lycius. No podía moverme, no me atrevía a respirar y mis ojos se habían anclado a los de aquel cervatillo, acompañándolo en sus últimos momentos.
Y entre todo el miedo que cosquilleaba por la superficie de mi piel erizando el vello con su estela, encontré cierta belleza atroz en el modo en que la sangre se deslizaba por el cuello del animal para formar un charco oscuro sobre la hojarasca. Un cuadro, tan hermoso como terrible, se pintaba ante nuestros ojos, rojo intenso sobre ocre anaranjado. Mientras mi mirada seguía capturada por aquella escena hipnótica, las sombras se alargaban desde el bosque hasta acariciarnos con el filo helado de sus uñas y el cielo se iba convirtiendo en terciopelo.
Tardé una eternidad en ser capaz de volver a moverme. O quizás apenas fue un suspiro. No puedo saberlo, pues me parecía que mi mente había abandonado el discurrir de los segundos para fluir con el tiempo de las emociones. Fueron los párpados del cervatillo —quizás en un pestañeo, quizás al cerrarse para siempre— los que cortaron esa conexión entre nuestros ojos. No me detuve a comprobar si respiraba, ni tampoco a vigilar por lo que pudiera perseguirlo desde el bosque. Tan solo giré y, ahora sí, me aferré al picaporte como si me fuera la vida en ello.
El interior del palacio se me antojaba de repente como una suerte de paraíso; una isla en medio de un mar de hojas que se extendía hasta el infinito; un rayo de sol abriéndose paso entre las nubes de la tormenta. Al abrir la puerta, mi corazón volvió a acelerarse, frenético, desbocado.
Y chillé.
Lo que había sido una amenaza para mi hermano, tomó forma como un grito desesperado de auxilio. No hubo esa vez el quejido tenue desenroscándose con aspereza en la garganta. No hubo un crescendo de sonido. Mi voz salió en un alarido desgarrado, brusco y fuerte.
—¡BERNHARD! —grité fuera de mí, con una lágrima furtiva escapándose por la comisura de mis ojos empañados—. ¡BERNHARD! ¡AYUDA!
La forma en que evadió la cuestión sobre las pruebas que podría hacer sobre su hijo me desconcertó. ¿Es que no le importaba lo que le pudiera pasar? Al fin y al cabo, no me conocía en absoluto. Por lo que él sabía, bien podría ser una persona sin escrúpulos.
A continuación, la conversación derivó por derroteros inesperados. Lo observé atentamente mientras hablaba sobre monstruos, tanto sobrenaturales como mundanos, planteando el tema desde un punto de vista cuanto menos inusual. Una de mis cejas se contrajo un poco cuando mencionó la opinión que podían tener otras personas sobre mí. Pero, a excepción de ese momento puntual, mi rostro mostró admiración en todo momento. Mis ojos se iluminaron especialmente ante la idea de que los vampiros podrían ser víctimas de una enfermedad. Me sorprendieron asimismo sus amplios conocimientos sobre leyendas, incluyendo las strigga del folclore polaco. Sin duda, estaba ante un hombre de lo más interesante. Una de esas pocas personas con las que valía la pena tener una conversación.
—Veo que está convencido de que la enfermedad de su hijo no es explicable por medio de conceptos convencionales —comenté con ojos bien abiertos—. Debo decir que me sorprende su conocimiento sobre leyendas de seres sobrenaturales. Es usted un hombre de cultura —dije con sincera admiración—. Me plantea usted una cuestión cuanto más interesante: efectivamente, las historias siempre han planteado a los vampiros como criaturas despiadadas, pero podrían ser personas corrientes, como usted o yo, que han sido víctimas de una enfermedad que no les deja más remedio que atacar a otras personas. En ese caso, lo mejor que podríamos hacer es comprenderlas y ayudarlas a encontrar una cura para su enfermedad.
Continué observándolo con amplio interés mientras se levantaba y se dirigía a la ventana. Entonces, comenzó a hablar sobre un tema que me incomodaba sobremanera. Tragué saliva.
—La mayoría de los rumores son falsos —afirmé contundentemente—. Lo que ocurrió fue que llevé a cabo investigaciones por mi cuenta. Quizás haya oído hablar de una epidemia que se dio en Estiria: varios jóvenes fallecieron debido a lo que se consideraba una especie de anemia que se atribuía a la dieta local. Pero esa explicación no me convencía, y además el parecido entre esa enfermedad y las leyendas sobre el vampirismo era considerable. Por eso decidí investigar por mi cuenta. —Agaché ligeramente la cabeza y me retorcí un poco en el asiento—. Realicé autopsias sobre algunos de los pacientes, sin autorización. Lo hice porque quería encontrar la verdad. Si descubría algo, podría ayudar a más personas. —«Y porque así podría demostrar la existencia de los vampiros», pensé.
Luego, volvió al tema anterior, sobre su hijo. Era lógico pensar que no aceptaría que hiciera cualquier cosa sobre su hijo.
—Entiendo. Por supuesto que no realizaré ningún tipo de práctica cuestionable sobre su hijo. Y por supuesto que miraré más allá. Siempre lo hago. —Cuando me preguntó si tenía alguna teoría, cerré los ojos por unos segundos, pensativa—. No se me ocurren muchas teorías, ya que la situación particular de su hijo contradice la mayoría de los conocimientos que tengo sobre los vampiros —admití, a mi pesar—. Solamente se me ocurre una teoría. Dígame: ¿alguna vez alguien de su entorno ha sufrido alguna herida inusual que no tuviera explicación? Particularmente, me refiero a antes de que naciera Lycius —pregunté mientras observaba atentamente su reacción.
Después, me cuestionó acerca de mis conocimientos sobre seres sobrenaturales. Una incómoda sensación de frustración recorrió mi cuerpo. Ojalá pudiera decirle que disponía de mucha información, pero no era así.
—Lamentablemente, señor, no puedo responder con seguridad a esas preguntas, ya que la mayor parte de la información de la que dispongo es contradictoria y no es contrastable, pero creo que los vampiros muerden a sus víctimas, para alimentarse, preferentemente en el cuello. Pienso además que son personas que fallecieron, y luego volvieron a la vida. No estoy segura de cómo es eso posible, pero creo que se mantienen con vida a través de la sangre, gracias a una fuerza inexplicable. Sin embargo, hay algo que sí puedo afirmar. —Tragué saliva e hice una pausa. Aquello era algo que me incomodaba, y no podía confiárselo a cualquiera, pero gracias a esa conversación sentía que podía confiar en él. Mi voz se acalló hasta ser apenas más audible que un susurro—. He visto un vampiro con mis propios ojos. Durante una de las autopsias que realicé, el paciente volvió a la vida. Pude ver sus enormes colmillos, y estaba dispuesto a morderme con un ansia desesperada.
¿Cuál sería su reacción ahora? ¿Me creería? ¿Pensaría que estaba loca, o que lo estaba engañando? Lo observé con total seriedad, a la espera de ver cómo reaccionaba.
Al asomarte a la ventana, viste que Schmetterling le estaba ladrando al bosque que, con la cada vez más tenue luz del crepúsculo, empezaba a ser una espesura en la cual nada se podía distinguir. Pero el perro no estaba solo. Laura y Lycius estaban cerca y el muchacho tenía al perro agarrado del collar, tratando de calmarlo. Ambos jóvenes miraban desde lejos la espesura del bosque, siguiendo la mirada de Schmetterling. Te diste cuenta de que había en ellos inquietud, especialmente en Laura, que parecía decirle algo apresuradamente a su hermano.
Pudiste darte cuenta de pronto de un silencio que se hizo en el exterior. A pesar de que las palabras de la doctora Vordenburg rompían el silencio en el interior a tus espaldas, el exterior parecía muy callado: incluso Schmetterling había dejado de ladrar.
Entonces, todo ocurrió muy rápido: viste algún animalillo saliendo con velocidad del bosque hacia tus hijos, pero sus brincos torpes terminaron abruptamente cuando cayó a escasos metros de ellos. Schmetterling dio un par de ladridos y luego se quedó en silencio. El animalillo salido del bosque, desde tu ventana, parecía algo así como un cervatillo, pero no estabas seguro y perdiste visión de él una vez caído en el suelo.
Fue apenas una fracción de tiempo insignificante que, sin embargo, pareció durar una eternidad sin que pudieras hacer nada: Laura se dio vuelta y salió corriendo hacia la puerta del Schloss; su cara, pudiste ver, estaba pálida y tenía un gesto de desesperación frenética. Entonces, escuchaste su grito mientras entraba por la puerta, un chillido intenso en el que se filtraba miedo.
—¡BERNHARD! ¡BERNHARD! ¡AYUDA!
Una vez que Richard abrió la ventana, los ladridos del perro se escucharon con más fuerza hasta que, de pronto, cesaron. Desde su asiento, la doctora no llegaba a ver lo que ocurría fuera. Sin embargo, sí pudo escuchar un chillido que procedía a medias del exterior por la ventana y a medias al otro lado de la puerta del despacho, como si lo estuviera emitiendo alguien que estaba entrando al palacio desde el exterior. Era el grito de una voz femenina y joven y se podía apreciar el miedo y la desesperación en él.
—¡BERNHARD! ¡BERNHARD! ¡AYUDA!
La tensión había llegado a un punto bastante extremo, donde casi podía cortarse con un cuchillo de lo densa que se había vuelto y de la sensación de peligro inminente.
— Laura...¡Laura! — llamé su atención para que reaccionara, con el tronco inclinado, sosteniendo la impulsividad de Schmetterling que se revolvía inquieto.
Los crujidos y las pisadas se sobreponían, cuando de repente, casi me entra una risa nerviosa. ¡Sólo era un cervatillo herido! Estuve a punto de soltar al perro, sosegado, pero mi mano, agarrotada, se retuvo, aferrando el collar y observando alternativamente al animal herido y a mi hermana como si de una sola alma se tratasen.
Al igual que aquel grito que expiró en el fondo de mi garganta, lo mismo lo hizo la broma sobre un estofado de venado que podría hacer las delicias de la invitada. También sobre la conveniencia de la posibilidad de estar intoxicado y llevársela de este lugar, una inconveniente descomposición.
Al contrario. Ver el espanto en los ojos de mi hermana, conectado al del agonizante corzo herido, no me hizo empatizar con la expiración del mismo aunque sí con una paralizada Lala, absorta en algún pensamiento aterrador interno que había congelado todo su cuerpo. Tal como la vida se esfumaba fragante y cálida en esa sangre enfriándose a cada instante que goteaba, sentí su piel como la piel se endurecía en este trance, evaporándose en cada jadeo un trozo de su ánima que se volatilizaba en el helor de la noche, perdiéndose en el infinito, como todos los espíritus que se unían en comunión a la eternidad de Madre Tierra.
Una vez en el interior, los alaridos perturbados de mi hermana, me removieron el cimiento de la serenidad, dejando escapar al perro y acercándome a abrazarla. No podía perderla otra vez y su reacción me había gustado tan poco como a ella ver el animal moribundo.
— Estamos seguros — susurré — Tranquila Lala, aquí nada ni nadie nos puede dañar. Es sólo un ciervo —reconforté esperando que al alarido de mi hermana le siguiera la aparición del hombre por alguna esquina — Debe haber cazadores furtivos — tranquilicé, no se si tratando de convencerla a ella o a mí mismo — Por suerte, ninguna flecha nos alcanzó. Le diremos a Berhard que hay alguien ahí fuera — como toda explicación mientras las manos frotaban sus brazos y finalmente con el índice, recogí la lágrima, conservándola para mí mismo, a sabiendas, que como si fuera uno de los recuerdos del mundo mágico, imbuido dentro llevaba todos los resquemores y zozobras acumulados a lo largo de estos años de no ver la claridad y esperando que al expulsarlo, parte de ello pudiera ser velados, como custodio permanente de su tranquilidad.
Tras sentir el sonido de la puerta cerrándose a mis espaldas con el pavor restringido al otro lado de la madera, pensé que había sido muy raro todo. No por Laura. No. ¿Por qué no me había removido algo en mi interior ver martirio agónico de una bestia salvaje ¿Es que acaso es ese el destino que se esperaba de todo aquello que habita en lo agreste? ¿Había interiorizado cruelmente la abrumadora realidad de la ley de la selva?
Inspiré, tranquilizando los nervios causados por la incertidumbre del momento, tirando de Laura hacia el interior, alejándola de aquello que la había hecho encontrarse vulnerable.
En un primer momento me revolví al notar los brazos de Lycius tratando de apresarme. Los ecos de mi propia voz aún vibraban en mis oídos, me notaba los labios temblorosos y mis ojos se movían rápido, buscando con inquietud al hombre al que había llamado a gritos. No podía pararme, no hasta sentir que estaba completamente a salvo.
Pero hubo algo en el susurro tranquilizador de mi hermano, algo que calmó mis movimientos y mi garganta. Me dejé abrazar tras ese primer impulso, y escondí el rostro en su cuello. Nadie ni nada podía dañarnos allí, eso era justo lo que necesitaba escuchar. Nadie ni nada… salvo quizás nosotros mismos, pero en aquel momento eso no se me pasó por la cabeza. Lo que sí lo hizo fue la impresión de que el mundo estaba al revés. ¿Por qué era Lyc el que me consolaba y me protegía? ¿No era yo la que debía protegerlo a él? Tantas veces lo había arropado con mis brazos, había secado sus lágrimas o lo había abrazado hasta que se había quedado dormido… Yo era la hermana mayor, eso era lo que me correspondía por esa posición, una responsabilidad agravada por la salud delicada de Lyc, que necesitaba de unos cuidados extra por parte de todos, también por la mía.
Me sentí vulnerable y un poco culpable por serlo y por dejárselo ver. Quería ser un pilar al que él se aferrase, mantenerlo resguardado bajo mi ala. Pero mi ánimo había resultado ser tan frágil que era mi hermanito el que tenía que reconfortarme a mí.
Suspiré bajito cuando se llevó mi lágrima en el dedo y sorbí por la nariz para que esa fuese la única. Pestañeé rápido varias veces y volví a suspirar. Todavía me temblaban las manos y me sentía las rodillas flojas, pero la calma inusitada de Lycius empezaba a traspasarme.
Asentí con la cabeza a sus palabras.
—Sí. Sí, le diremos a Bernhard… ¿Cazadores, dices? No sonaron disparos. —Apreté los labios, considerando esa idea—. Quizás un lobo, Lyc. Había algo ahí… en el bosque. Lo sentí. Yo… En las sombras… —Me callé un brevísimo segundo. Me temblaban también los labios—. Había algo.
Ni siquiera el golpe seco de la puerta al cerrarse sacó a mi hermana de su trance. A nuestro alrededor, en la inmensidad de la entrada, ni un paso se escuchaba rompiendo la inquietud de Laura. Apenas lo consiguieron mis manos alrededor suya, mientras Schmetterling se revolvía aún tan inquieto como ella. ¿Es que iba a terminar siendo yo el único inhumano?
Un impulso a mi cabeza, cavilando sobre la realidad del momento, me llevó a reflexionar sobre este cambio tan extraño, donde Laura es la vulnerable. ¿Es que cuando de tinieblas hablamos, las roscas se tornan y el débil se vuelve seguro? No podría volver a perderla otra vez y menos por algo tan nimio como el pánico a la oscuridad, a lo que habita ahí fuera. ¿Por qué le ha afectado tanto?
— Claro que hay algo, sis — con ese tono arrogantemente suficiente que me salia, al tratar de enmascarar las ocultables flaquezas y los momento tensos, donde no sabía apenas cómo podía reaccionar, o si ni siquiera sabía cómo hacerlo — Hay en camino un delicioso gulash de Bambi. Mañana vamos a comer algo sustancioso, por fin — apostillé socarronamente agregando una sonrisa pícara, preparado para recibir un cogotazo de mi hermana — ¡Bernhard! — miré fastidiado a mi alrededor — ¿Dónde se habrá metido este hombre? Para una vez que vamos a disfrutar de algo delicioso. Démosle ideas, no sea que quieran ponernos coliflor de nuevo — elevando las cejas, de forma cómplice.
Prefería darle motivos para pensar que era un niñato insensible a que su mente, ahora frágil, se concentrase en otras cosas que alteraban su ánimo hasta evocarle dolor físico.
— Schmetterling, busca — esperando que trajera al hombre ante nosotros.
No alteraría más a Laura pero además de traer al corzo, deberían de revisar el entorno. No quería sacar tan pronto el comodín de papá, no tuvieramos la suerte de que desease hacerse el héroe que no era.
Las pisadas de las patas del can, resonaban, arañando el piso de la entrada y seguramente la señora Per le soltaría una buena a alguien, tras ver las marcas de huellas mugrientas por toda la alfombra
No pasó mucho rato hasta que escuchasteis unos pasos procedentes del exterior. La puerta se abrió y por ella entró Bernhard con prisa. En cuanto se hubo abierto la puerta de nuevo, Schmetterling salió corriendo nervioso. En el rostro del hombre que cuidaba los establos había preocupación y os miró con ojos interrogantes y un poco confundidos mientras se acercaba hasta vosotros.
—¡Laura! —Su voz se notaba alarmada—. ¿Qué ha pasado?
Alzó su mano y la alargó como si fuera a posarla sobre el hombro de la chica abrazada a su hermano, pero dudó en el último momento, la mano quedó un par de segundos suspendida en el aire y luego la retiró despacio.
—¿Estás… bien? —preguntó, dudando al decir esa última palabra—. ¿Estáis? —rectificó, mirando también a Lycius.
Abrí la ventana y observé la extraña escena del exterior. Traté de escuchar a la doctora mientras hablaba, dificultosamente debido a la semilla de preocupación que estaba surgiendo en mí.
La doctora comenzó a intervenir, dudosa, mientras el perro ladraba. No parecía que la doctora se estuviera preocupando demasiado por los ladridos del exterior.
«¿Por qué está ladrando, así, al bosque?»
Regina continuó hablando sobre cómo los vampiros se alimentaban, mordiendo a sus víctimas en el cuello. El silencio se adueñó de mis alrededores excepto por la voz de la doctora, cada vez más lejana para mí, que había empezado a hablar sobre si eran personas que habían fallecido...
«¿Qué demonios ha sido...?»
... cortada, poco después, por un grito desgarrador que me hizo agarrar fuerte el marco de la ventana para no brincar por la impresión.
El grito retumbó en mi mente. Lo que había visto me llamó extremadamente la atención y aumentó mi preocupación de golpe, sobre todo al notar el miedo desgarrador que su voz describía.
Dejando la ventana abierta comencé a moverme rápidamente hacia la puerta. Miré a la doctora y le lancé unas palabras lo más rápido que pude. No estoy muy seguro del nivel de palidez que debía tener mi piel pero tras lo que había visto en la ventana sentía bastante frío, algo que la doctora debió percibir de alguna manera.
—Lo siento, doctora, deme unos minutos, continuaremos la conversación a mi regreso. Por favor, no salga del despacho y asegúrese de que nadie más entra, siéntase libre de revisar cuanta documentación vea necesario; sin embargo, no abra el armario izquierdo de la estantería tras el escritorio.
No di más explicaciones, tenía demasiada prisa. Fue la primera vez en cinco años que salía del despacho y no me encargaba de cerrarlo con llave, algo que me hizo estremecer ligeramente. Salí de la estancia cerrando la puerta tras de mí, visiblemente consternado y preocupado.
No pude evitar preguntarme si la confianza que intentaba transmitirle a la doctora habrían sido suficientes para que contuviera su posible interés y curiosidad, obedeciendo la primera orden que me encargaba de darle desde que llegara al Schloss. Quién me habría dicho que me iría a comportar de una manera tan descortés, aunque justificada, ante alguien a quien yo mismo he llamado y tanto esperaba que me pudiera ayudar.
Sabía que había dejado a la doctora a medias y sabía que la conversación era extremadamente importante; sin embargo, mientras caminaba rápidamente hacia las escaleras, no pensé en la necesidad que tenía de haberlas podido escuchar. Con el tiempo retomaríamos esa conversación.
Quizá era lo mejor.
Intenté avanzar lo más rápido que pude hacia el exterior y, al llegar, me esforcé por observar la escena y no acercarme a mis hijos de golpe en un momento tan extraño. Me acerqué lo que pude y me mantuve cubierto por las esquinas para ver si podía escuchar a mi hija hablar sobre lo que había visto y su estado... al fin y al cabo era a Bernhard a quien había pedido auxilio, no a mí. Quizá debería haber sido el primero en plantarme ante ella, abrazarla, decirle que ya había pasado todo... pero el miedo en su expresión parecía haber profundizado tanto en mí que no era capaz de sobreponerme a él y hacer del padre que soy.
O, quizá, todo esto fueran excusas de alguien que no sabía lo que estaba haciendo.
La insensibilidad que mostraba Lycius me desubicó. Lo miré con una nota de confusión, tratando de entender por qué actuaba como si no le importase nada. ¿No le importaba de verdad o estaba tratando de ocultarme el miedo que sentía también él? Eso era lo que trataba de leer en su rostro y en la inflexión de su voz. Porque por muy inconsciente que fuese y muy mayor que quisiera parecer, debía haberse asustado. Quizás estaba proyectándome en él, pero no me cabía en la cabeza otra posibilidad.
—Tienes que estar de broma, no podemos comérnoslo…
Lo miré más profundamente, decidida a encontrar cualquier rastro que me confirmase que no hablaba en serio. Pero, de algún modo, aquella bravuconada de mi hermano me había sacado del bucle en el que me estaba sumergiendo. Sin que me diese cuenta, había frenado el desbordamiento de emociones y había puesto a trabajar el cerebro.
Al ver aparecer a Bernhard, me giré hacia él con un movimiento rápido. Vi su mano —cómo no verla— acercándose a mí y de inmediato noté cómo me cosquilleaba la piel del hombro, en el lugar donde casi me había tocado, pero no. Un contacto electrizante incluso siendo inexistente. Esa sensación tiñó mis pómulos con un tono rojizo y su preocupación calentó mi pecho diluyendo parte del frío que se había instalado en mis venas.
—Estamos bien. —Asentí con la cabeza como si ese gesto pudiese reafirmar mis palabras—. Pero hay algo. Fuera. En el bosque. —Me callé un instante al darme cuenta de que no estaba explicándome demasiado bien. Tomé aire y volví a empezar—. Se oyeron ruidos y Schmetterling ladraba muy nervioso. Entonces salió de entre los árboles un cervatillo y estaba muy herido. Se ha muerto ahí, en el patio. Y… y… hay algo en el bosque. Lycius dice que pueden ser cazadores, ¿pero y si es un lobo? —Sacudí la cabeza—. Creo que es algo malo.
No iba a explicar por nada del mundo que había sentido las sombras del bosque mirándonos fijamente, así que me mordí el labio y me callé ahí. Con eso debería ser suficiente para que el hombre se encargase de ir a mirar. O de avisar a las autoridades forestales. O lo que hiciese falta.
Pese a lo relevante de la conversación, el señor von Galler parecía cada vez más distraído y ausente. Toda su atención estaba enfocada hacia la ventana, al exterior. Un perro no paraba de ladrar. ¿Sería eso lo que le inquietaba?
—¿Ocurre algo, señor von Galler?
De pronto, un grito aterrador llegó a mis oídos. Inmediatamente me levanté, con una mueca de sorpresa dibujada en el rostro. A juzgar por el horror que se percibía en la voz, debía de haber ocurrido algo muy grave. La expresión del señor con Galler y la palidez de su semblante denotaban una preocupación extrema, lo que no hacía sino confirmar la gravedad del asunto.
Hice ademán de acompañarlo, pero, para mi sorpresa, me instó a que me quedara allí.
—Señor von Galler, debo insistir en acompañarlo. Es posible que alguien necesite atención médica. No puedo quedarme aquí sabiendo que alguien podría estar en peligro.
Mi tono de voz era firme y la expresión en mi rostro era decisiva, indicando que no tomaría un no por respuesta. Mis principios éticos no me permitían ignorar aquel grito. Iría con él, quisiera o no.
Me pareció escuchar que la doctora decía algo tras ordenarle que se quedara en el despacho, pero no llegué a escucharla. La voz retumbaba en mi cabeza mezclándose con otras del pasado, con imágenes que no podía permitir que se dieran de nuevo. No la miré mientras salía del despacho, inmerso en mi propia inquietud, ni le respondí de ninguna manera.
Salí rápidamente del despacho en dirección a la entrada, sin mirar atrás.
El señor von Galler salió de su despacho sin detenerse por las palabras de la doctora, la cual siguió al señor de la casa, considerando que quizás su presencia fuera más necesaria allí de donde provenían los gritos.
Richard no percibió la salida de la doctora hasta que se detuvo en el pasillo junto a una esquina, poco antes de llegar al vestíbulo de entrada. Regina Vordenburg lo alcanzó entonces y, desde allí, ambos pudieron ver la escena sin ser observados.
Viste a Laura y Lycius abrazados en el vestíbulo de entrada. Tu hija parecía alterada, aunque el joven tenía aspecto tranquilo. Justo cuando estabas observando, entró por la puerta con prisa Bernhard y alargó una mano hacia Laura, aunque la retiró antes de llegar a posarla en su hombro. El mozo de los establos les preguntó con preocupación si estaban bien y entonces te llegaron las palabras de Laura, quien soltó el abrazo de Lycius.
—Estamos bien. —Asintió con la cabeza—. Pero hay algo. Fuera. En el bosque. —Se calló un instante. Tomó aire y volvió a empezar—. Se oyeron ruidos y Schmetterling ladraba muy nervioso. Entonces salió de entre los árboles un cervatillo y estaba muy herido. Se ha muerto ahí, en el patio. Y… y… hay algo en el bosque. Lycius dice que pueden ser cazadores, ¿pero y si es un lobo? —Sacudió la cabeza—. Creo que es algo malo.
Viste a una muchacha que debía tener entre diecisiete y veinte años, no más, abrazada a un muchacho algo más joven en el vestíbulo de entrada. La chica parecía alterada, aunque el muchachito tenía aspecto tranquilo. Ella parecía frágil y temerosa; él, por el contrario, transmitía una apariencia de dureza y cinismo adolescente. Te llamó la atención que el chico, con un cuidado pelo largo y muy liso, tenía una piel muy pálida; no era extremo, pero a tu ojo clínico no se le podía escapar el aspecto ligeramente enfermizo de ese tono de piel.
Justo cuando estabas observando, entró por la puerta con prisa un hombre que aparentaba alrededor de treinta años, bien parecido y de aspecto fuerte. Se acercó a los adolescentes y alargó una mano hacia la muchacha, aunque la retiró antes de llegar a posarla en su hombro. El hombre les preguntó con preocupación si estaban bien y entonces te llegaron las palabras de la chica, quien soltó el abrazo del joven muchacho.
—Estamos bien. —dijo la muchacha mientras asentía con la cabeza. Aunque ya mucho más tranquila, reconociste la voz como la que había gritado—. Pero hay algo. Fuera. En el bosque. —Se calló un instante. Tomó aire y volvió a empezar—. Se oyeron ruidos y Schmetterling ladraba muy nervioso. Entonces salió de entre los árboles un cervatillo y estaba muy herido. Se ha muerto ahí, en el patio. Y… y… hay algo en el bosque. Lycius dice que pueden ser cazadores, ¿pero y si es un lobo? —Sacudió la cabeza—. Creo que es algo malo.
¿Que ha sido eso?
Me las componía con el estofado de ciervo, como si fuese la cosa estúpida que más me importaba en este momento, comer un fragante y sabroso gulash. Concentrándome en ese pensamiento, no me pasó desapercibidas varias cosas.
La primera, la cara de mi hermana. La realidad escondida y constreñida alrededor de las paredes translúcidas del invernaderos, no es la imperante en el mundo.Y nos lo ha recordado lo que quiera que habitase en la espesura del bosque y que atacó a un pobre y desvalido córvido. Es la ley de la maldita selva, donde si no te comen eres comido. Petra y Martha lo sabían. También Katharina. Es justa e injusta. Todos tenían que pagar ese precio según en el escalón en el que te hallases. Y eso lo percibí también en la mirada de Laura. Ahora parecía que el suyo, había descendido un poco.
El año que había transcurrido escuchando apenas el resonar de mis pasos en el eco de los pasillos, me había dejado un sensación de desamparo que se había traducido en un enfriamiento y frialdad emocional. El miedo podía venir de cualquier lugar pero en ocasiones, el físico, empezaba a ser el que menos me preocupase.
Demostrado quedaba que sólo la sugestión había hecho temblar y convertir a mi hermana en un manojo de nervios agazapado, soltando lágrimas, donde nunca la vi hacerlo. Y estaba en mi papel (no, papá no lo dijo esa noche pero debió hacerlo) cuidar de ella en estos momentos. La familia estaba demasiado fragmentada como para hacer añicos de lo añicos punzantes.
Cuando sólo hay una gran laceración, es más sencillo cerrar la herida, pero es la sangre peor, cuando los fragmentos de los fragmentos, causan múltiples sangres que no se pueden abarcar, ya que al restañar una, otras oculta se drenan sin ser notadas y con la seguridad de haber hecho tu trabajo, se olvidan esas otras fuentes.
Otra cosa que obviamente no se escapó de mi percepción, fueron las miradas entre Bernhard y Laura. La mano alzada. El arrepentimiento. El tono quedo y los ojos bajos. ¿Y que podría decir, sino esbozar una leve sonrisa comprensiva? Todos teníamos nuestros secretos. Yo las mariposas....y Mina; Laura, los caballos y...Bernhard.
— Esta ya muerto, Laura — susurré a su oído — ¿Por qué aprovecharíamos su carne? No sería justo que su sacrificio fuese en vano — traté de convencerla sin que el mozo estuviera al tanto.
Separé el abrazo de Lala, que tras la presencia del empleado, parecía más recompuesta y alterada en otro de los sentidos que nada tenía que ver con lo acaecido fuera de los ladrillos del Schloss
— Parece que hay algo fuera — escueto — Podríamos aprovechar esa pieza, pero lo importante es avisar al señor Galler que hay cazadores furtivos o animales salvajes en los alrededores. Y al resto de habitantes. No sería nada conveniente tener ninguna desgracia con nuestra invitada en la casa — sonando esto ultimo, algo resabiado y con un toque de sorna — ¿Te encargas? — a lo que señalé el perro — Está muy nervioso, supongo que también necesitará que se le tranquilice — implícito en la afirmación llevaba la aseveración de que yo haría lo propio con la joven
Crucé los brazos, escrutando a mi hermana mientras mi cabeza buscaba la manera de hacer volver las aguas a su cauce.
—¿Qué te parece si nos relajamos un rato en la cocina y cotilleamos que hay en el menú? — agregué sugerente rezando por que la señora Perrodon estuviera revoloteando por esa estancia y pudiera dar a mi hermana alguna de sus estupendas galletas que la reconfortasen.
Mientras observabais, la conversación entre los chicos continuó. El muchacho miró a la joven y luego al hombre y le dijo a este último:
—Parece que hay algo fuera. Podríamos aprovechar esa pieza, pero lo importante es avisar al señor Galler que hay cazadores furtivos o animales salvajes en los alrededores. Y al resto de habitantes. No sería nada conveniente tener ninguna desgracia con nuestra invitada en la casa. —Esa palabra, «invitada», sonó algo resabiada y con un toque de sorna—. ¿Te encargas? —Señaló hacia la puerta—. Está muy nervioso, supongo que también necesitará que se le tranquilice.