Me vi ligeramente sorprendido por la repentina presencia de la doctora, que en realidad debía haber caminado detrás de mí teniendo en cuenta lo cerca que estaba. Pensé en el despacho sin la llave echada y en la ventana abierta, suspiré y me mantuve lo más oculto posible a observar la escena en la puerta.
Las palabras de Laura me preocuparon. ¿Cómo es posible que haya cazadores en la hacienda? No, no era posible, si algo así hubiera podido darse habría sido el primero en saberlo. Sí, era época de caza; pero me había encargado de mantener protegida la zona de cazadores y demás en su momento, temiendo que pudieran presentar algún peligro para mis hijos o para mí. Por supuesto, ese tipo de detalles ellos no los conocían... ¿qué vio Laura en el bosque?
La intervención de Lycius, sin embargo, me afectó de una manera que no esperaba. Pensaba que el estado de Laura me afectaría enormemente; pero, aunque estaba nerviosa, parecía estar bien. Lycius, sin embargo, demostraba una serenidad y una madurez en sus palabras que jamás habría imaginado que tendría. Esa manera de ordenar, de mandar... ¿la habría heredado de mí o de Katherina? La forma en la que me llamó, a mí, a su padre, como "señor Galler" me hizo estremecer, no dándole importancia a la manera en la que hablaba refiriéndose a la doctora Vordenburg, la invitada que acababa de llegar.
Me quedé petrificado y juraría que más pálido, si cabe, al pensar en lo poco que conocía a mis hijos.
Al llegar a la esquina y ver a la doctora le hice un ademán para que se mantuviera oculta, tal como yo estaba haciendo, escuchando y observando la escena. La miré, sin embargo, con una expresión de incomodidad y juicio, ya que no había hecho lo que le había pedido; pero no le dije nada.
A medida que los niños hablaban, sobre todo con la intervención del muchacho, la palidez que había comenzado a teñir mi rostro se hizo más intensa y me quedé fijo en el sitio, apoyando la espalda contra la pared con expresión cansada, sorprendida y triste.
Bernhard arrugó un poco el entrecejo al escuchar que Laura decía que había algo fuera, quizás cazadores. Negó un poco con la cabeza.
—No, no creo que haya cazadores. Y menos a esta hora.
Su rostro seguía mostrando preocupación y su mirada se fue un momento hacia la puerta por la que había salido Schmetterling, aunque luego miró hacia el interior, como si buscara algo o a alguien. Se volvió hacia Lycius y, al escucharle decir que podrían «aprovechar esa pieza», lo miró un poco sorprendido. Notasteis que ese comentario le pareció extraño, probablemente fuera de lugar. Se quedó todavía mirando extrañado a Lycius con el resto de cosas que decía y apretó un poco los labios.
Miró de nuevo a Laura.
—No te preocupes, seguro que no es nada —dijo antes de llevar su mano al brazo de Laura y hacerle una breve caricia con una sonrisa tranquilizadora—. Voy a llamar a…
Antes de que Bernhard pudiera terminar esa frase, por un pasillo apareció la señora Perrodon y un par de sirvientes con ella. La mujer parecía agitada, como si hubiera llegado muy rápido. Debía haber escuchado algo de los últimos intercambios, pues se frenó y empezó a caminar en dirección a otro pasillo.
—Voy a buscar al señor von Galler para que esté al tanto. Vosotros —les dijo a los dos sirvientes con un movimiento de la mano imperioso— id con Bernhard afuera.
Añadió algo más en ese dialecto local ininteligible para vosotros y, cuando llegó a la esquina del pasillo, se detuvo en seco.
—¡Oh, señor von Galler! Precisamente iba a buscarlo a usted. Parece que —dijo un par de palabras en dialecto que usaba cuando se refería a «los niños»— han encontrado un animal muerto.
Efectivamente, en una esquina al final del pasillo, visteis a vuestro padre, acompañado de una mujer de pelo rubio y muy corto, con una mirada vivaz e inquisitiva.
Visteis que el hombre que estaba con los dos muchachos los tranquilizó diciendo que no creyera que hubiera cazadores en el lugar y menos a aquella hora, tras lo cual llevó su mano al brazo de la jovencita y la acarició un poco mientras la calmaba:
—No te preocupes, seguro que no es nada. Voy a llamar a…
Antes de que el hombre pudiera terminar esa frase, por un pasillo apareció la señora Perrodon y un par de sirvientes con ella. La mujer parecía agitada, como si hubiera llegado muy rápido. Debía haber escuchado algo de los últimos intercambios, pues se frenó y empezó a caminar en dirección al pasillo en el que os encontrabais.
—Voy a buscar al señor von Galler para que esté al tanto. Vosotros —les dijo a los dos sirvientes con un movimiento de la mano imperioso— id con Bernhard afuera.
Añadió algo más en un dialecto local ininteligible para vosotros y, cuando llegó a la esquina del pasillo en que estabais, os vio y se detuvo en seco frente a vosotros.
—¡Oh, señor von Galler! Precisamente iba a buscarlo a usted. Parece que —dijo un par de palabras en dialecto que usaba cuando se refería a «los niños»— han encontrado un animal muerto.
Era evidente que ya no erais tan invisibles para el resto.
Bernhard miró un momento hacia donde estaba Richard, pero luego hizo un gesto a los dos sirvientes que habían llegado junto a la señora Perrodon. Le dirigió una sonrisa tranquilizadora a Laura y, a continuación, se dirigió hacia la puerta. La abrió y salió, seguido de los dos sirvientes.
Estáis juntos. Laura y Lycius están en la entrada, a unos metros de Richard y la doctora, que están un poco más apartados, al fondo de un pasillo.
Miré a la señora Perrodon sin tratar de ocultar mi estado actual: preocupado y bastante pálido. No era algo demasiado extraño, ya que mi piel había ido adquiriendo mayor palidez conforme el tiempo pasaba y mi encierro se hacía cada vez más grande; pero sí que era posible notarme con incluso algo menos de color.
—Gra... gracias, señora Perrodon —le dije, en voz baja—. Al escuchar el grito no pude evitar venir lo más rápido que pude.
Dediqué una mirada de soslayo a la doctora y continué hablando a Perrodon en bajo volumen.
—Por favor, continúe con sus quehaceres, yo me encargo de la situación. Muchas gracias por su presteza y su buen hacer.
Comencé, después, a caminar hacia la entrada, viendo que los niños ya se habían percatado de nuestra presencia. Supuse que la doctora no se quedaría quieta, tal como no lo había hecho en el despacho.
Tendría que hablar con Bernhard en algún momento; pero ahora los niños eran el centro de atención.
Tras dedicarle unas palabras a Perrodon avancé hacia la entrada, el lugar donde se encontraban los niños.
Vestía con un pantalón cómodo, negro, una camisa blanca, desgastada y un batín de terciopelo, morado suave. El largo del batín acariciaba mis tobillos y su color contrastaba con los detalles rojo oscuro de la mayor parte del castillo y con mi calzado, unas sandalias las cuales se veían rellenadas por mis pies con unos finos y cortos calcetines. El color de mi piel era bastante pálido, demasiado, quizá tras tanto tiempo sin salir de día.
Mi semblante mostraba una preocupación bastante acentuada al mirar a Laura y, cuando posaba mis ojos sobre Lycius, supongo que mi mirada pasaba a ser algo más... inexpresiva.
Sentí como si estuviera siendo juzgado, algo que traté de apartar de mi mente tan pronto como llegué hasta los niños. Me mantuve a un par de pasos de Laura, sin hacer ningún ademán de acercarme demasiado que la pudiera incomodar.
—¿Qué ha pasado, Laura? ¿Estás bien? —le pregunté, inclinándome hacia ella, analizando su estado buscando cualquier tipo de herida que pudiera tener.
Mi voz sonaba ligeramente temblorosa, algo grave, demostrando una preocupación mayor de la que podría haberse percibido en un principio.
—¿Y si la cosa que le ha atacado le ha contagiado la rabia? —cuchicheé en el oído de mi hermano, convencida de que comerse ese cervatillo era algo insensato.
Ese convencimiento, en realidad, no estaba tan fundamentado en razones como quería creer yo misma. Lo cierto era que había sentido esa conexión con el animal, como si nuestras miradas se enlazasen unidas por la hermosa belleza de la muerte, por la sangre brotando de la carne y derramándose hasta formar un charco en el suelo. Yo había sido ese cervatillo hacía un año, esa era la verdad. Y con cada pestañeo podía ver sus ojos grabados en el telón de mis párpados tan nítidos que estuve segura de que me acompañarían para siempre.
Fue al escuchar a Lycius mencionar a la invitada que sentí cómo se erizaba la piel de mis brazos. No me preocupaba la doctora, solo era una doctora más que aún no era consciente de su inevitable fracaso. No, la que me preocupaba era otra invitada. Mi invitada. Carmilla. Qué momento más inoportuno el del bosque para mostrar sus colmillos, justo cuando quería mostrarle la amabilidad de mi mundo a mi única amiga.
La sugerencia de mi hermano de ir a pasar el mal trago a la cocina me pilló pensando en ella; en lo imperativo que era solucionar aquel asunto y peinar el bosque antes de que Carmilla quisiera salir a pasear por él. Siendo así, la caricia de Bernhard en el brazo me pilló desprevenida esta vez y sentí cómo el calor subía a mis mejillas de inmediato.
—Ah… sí… la cocin…
A Dios gracias, la llegada de la señora Pe me libró de seguir balbuceando y aproveché que ella daba órdenes a todos para cerrar la boca y no hacer el ridículo. Lo que no esperaba era que en ese momento apareciesen mi padre y la nueva rarita del palacio.
Cuando mi padre y la doctora llegaron por el pasillo, seguramente notarían que estaba algo azorada. Mi rostro estaba en su mayor parte muy pálido, más de lo habitual, pero mis mejillas tenían una nota de color rojizo que se hizo más notoria cuando me di cuenta de que mis gritos desmedidos habían atraído mucha más atención de lo que esperaba.
Tenía la cara lavada, no solía usar maquillaje nunca, y el pelo recogido en una coleta baja que dejaba algunos mechones sueltos, que caían alrededor de mi rostro. Llevaba un jersey granate más grande de lo que debería y un pantalón gris oscuro, con deportivas negras en los pies. No era, desde luego, la ropa más elegante para recibir invitados, pero parecía mucho mejor de lo que era al lado del esperpento de mi padre con esa bata y esos calcetines.
A pesar de la vergüenza ajena que me daban sus pintas, logré dejar de mirarlo con ojo crítico para notar su preocupación por mí. Eso por un lado me abochornó, y el calor que notaba en mis mejillas subió al menos un grado más. Pero por otro, también se calentó un rinconcito de mi pecho, ese en el que atesoraba cada pequeño gesto que me hacía sentir importante para alguien.
Miré hacia la puerta por la que acababa de salir Bernhard con los dos sirvientes y un suspirito muy quedo escapó de mis labios. Fue apenas un instante brevísimo antes de que me centrase en lo que decía mi padre.
—Estamos bien —aseguré incluyendo a Lycius en mis palabras—. Estábamos paseando fuera y oímos ruidos raros en el bosque. Había algo, algo malo allí.
Lo miré a los ojos nerviosa pero con seriedad, para transmitirle que no era una de mis pesadillas, sino la simple realidad, y seguramente notó —porque para algo era mi padre— que había una humedad reciente en ellos.
—Salió un cervatillo herido, lo que fuese le había atacado, y se murió en el patio… creo que se murió… —Apreté los labios y sacudí la cabeza al centrarme en lo importante—. Había algo malo en el bosque. Creo que puede ser un lobo o algo así. Y estaba muy cerca, Schmetterling estaba histérico.
De reojo, miré a la mujer que había llegado con mi padre y que yo había catalogado de inmediato como la invitada que esperábamos para esa noche. La contemplé de arriba a abajo, fijándome en su pelo y también en sus pies, para asegurarme de que ella no siguiese la moda rarita de mi padre. Luego lo volví a mirar a él, a la espera de que nos la presentase.
El señor von Galler estaba completamente absorto. Tan absorto que me ignoró completamente. Lo que había ocurrido debía de ser significativo, teniendo en cuenta cómo lo estaba afectando. No podía quedarme allí esperando, ajena a lo que pasaba, de modo que fui tras él, hasta que se detuvo junto al vestíbulo. Pude notar en sus ojos cómo me reprochaba el no haber hecho lo que me decía. Sin embargo, yo le sostuve la mirada, sabiendo que había hecho lo correcto.
Sus gestos me indicaron que permaneciera oculta, al igual que él. Aquello era sin lugar a dudas extraño: ¿qué razones podía tener para mantenerse escondido dentro de su propia casa? Además, la expresión y palidez de su rostro eran cuanto menos preocupantes, como si su sangre se estuviese debilitando enormemente.
Observé disimuladamente desde la puerta y alcancé a ver a los dos jóvenes que allí se encontraban. Con tan solo un breve vistazo, llegué a la conclusión de que se trataba de aquel por el cual había decidido ir hasta allí. La otra chica debía de ser su hermana, quien parecía agitada. Junto a ellos había un hombre joven que no llamó apenas mi atención.
Desde el pasillo, pude escuchar la breve conversación. Enseguida reconocí la voz como la que había gritado. En cuanto a lo que decía, me sorprendió que toda aquella conmoción se debiera tan solo a un cervatillo muerto. Considerando que el palacio se encontraba rodeado de bosque, no sería extraño que hubiese algún lobo merodeando por las inmediaciones. Y además se encontrarían todos a salvo dentro de la casa. Entonces… ¿por qué estaba tan preocupada? En cuanto al hombre que estaba con ellos, no me pasó desapercibida la forma en que se refirió a mí. Fruncí ligeramente el ceño, preguntándome cuál era el motivo.
No pudimos permanecer desapercibidos mucho más tiempo, ya que el ama de llaves se percató de nuestra presencia. Le dediqué una sonrisa cordial, tratando de aparentar normalidad, mientras observaba cuidadosamente el comportamiento del señor de la casa. Pese a que sus hijos se encontraban a salvo, seguía notablemente alterado. Me preguntaba por qué…
Me adentré en la estancia junto al señor von Galler. Mis azules ojos estaban clavados en ambos niños, observándolos con sumo interés. Mi cabello era rubio y corto, y estaba peinado hacia atrás, dejando mi frente despejada. Llevaba una pequeña cantidad de maquillaje, sutil y discreto, creándome un ligero rubor que disimulaba la palidez de mi rostro.
Dada la importancia de la ocasión, había escogido vestir un atuendo serio y elegante, consistente en un traje de chaqueta de color negro, con finos ribetes blancos. Debajo, llevaba una blusa de seda de color blanco. En mis orejas colgaban unos pequeños pendientes de perlas, discretos pero elegantes. Mi calzado consistía en unos zapatos de tacón de color negro, que añadían unos centímetros más a mis 1,75 metros de altura.
Desde cerca, el estado de agitación de la joven era incluso más patente. Pude percibir además cierta humedad en sus ojos, lo que denotaba que había llorado recientemente. Su forma de expresarse era tímida y retraída. En general, su aspecto y conducta manifestaban una clara fragilidad en su sangre.
—No hay de qué preocuparse. Si se trata de un lobo u otro animal salvaje, estaréis a salvo tras las paredes del palacio. No os sucederá nada malo —dije con calma, en un intento de apaciguarla.
No sabía mucho sobre la mayor de los niños, pero con ese pequeño encuentro podía llegar a la conclusión de que a la joven le convendría algo de ayuda. Sin embargo, no era ella la que acaparaba mi atención. Mis ojos se clavaron de forma penetrante en el pequeño que allí se encontraba, recorriéndolo de arriba abajo, fijándome particularmente en el color de su piel.
Como si fuese un elefante en una cacharrería, no había mejor forma de entrar que por la puerta grande, tras unos críos gritando y el mozo de cuadras mostrando lo mucho que se iba a preocupar .... de Schmetterling. Volví la cara a mi hermana, meditando sus palabras. Definitivamente, no habría estofado. Cachis.
— Bien pensado — susurré al tiempo que aparecían los suponiblemente adultos en cuestión, asintiendo posteriormente a la explicación de Lala. Ya lo había hecho a la máxima perfección, mis aseveraciones silenciosasç, solo le transmitían fuerza a sus palabras.
El gesto adusto, para una personilla tan joven, pasó de uno a otros. Primero a papá, desde la camisa, pasando por el batín — donde me detuve más de unos minutos, elevando una ceja — hasta finalmente, reparar en la ultima moda de calzado. Durante unos segundos muy largo, los ojos parecían sopesar algo, tras esbozar una mueca sardónica y terminar exhalando sin mucha más contemplación. Había repasado concienzudamente la lista de youtubers, ticktokers, instagramers y hasta twitteros, tratando de buscar la referencia que hubiera puesto de nuevo en boga esa moda, llegando a la conclusión que era una de las múltiples excentricidades de mi padre. Nunca nadie se le ocurriría jugar tan insultantemente con el sentido estético.
Alisé la sudadera gris de los Mistfists, que por lo ajado, podía hacer una competición directa con el atuendo del señor von Galler, quedando por encima de unos jeans desgastados. Las converse rechinaron al moverme y cambiar de postura, cuando, a diferencia de Laura, tuve que apartar el pelo encrespado y suelto de alrededor de los ojos, con una mezcla de bufido y desdén en el movimiento.
Pero tal como entendí la chispa que corrió de los ojos del cervatillo a la de Laura, también estudiaba a la doctora, como un depredador a su presa o un pedante, a un mosquito que debiera de aplastar a toda costa. Aunque no tenía bien claro en este dueto, quién era ella y quien yo.
— No tendría tan claro ese hecho — con una mirada torva y desconfiada a la recién llegada, acercándome de nuevo a mi hermana, mientras ponía mis manos en jarra en un intento de hacer de mi volumen y mi escasa estatura (aún no la definitiva, esperaba) un valor añadido.
Esto tendría que contárselo luego a Petra. Y vigilar las crisálidas que ya colgaban de la morera. Quizás tuvieramos una inesperada sorpresa aguardando a la vuelta.
La tez pálida de Laura iba a juego, supuse, con la mía. Al principio, conforme me acercaba a ella para preguntarle cómo estaba, pude notar su mirada incómoda ante mi presencia sin tener muy claro si esa sensación provenía del hecho de que hubiera aparecido ante ella o de mi atuendo, el cual para cualquiera que se hubiera esforzado un poco en mirar más allá comprendería como una consecuencia de mi estado que, desde luego, era por completo mejorable.
Sus palabras me provocaron muchas dudas que ya venía planteándome desde que salí del despacho. Sabía que hacía unos años se dio aviso de la existencia de una comunidad lupina la cual el gobierno del país decidió "proteger" debido a que los animales de caza se hallaban en números tan altos que amenazaban el ecosistema, como un mal necesario que al pueblo, sin embargo, no le agradaba en absoluto. Ninguna de estas bestias debería encontrarse en el interior de la hacienda que cubría el castillo y un par de hectáreas alrededor y su mención de los mismos me hizo estremecer. No podía permitir que mis hijos corrieran peligro, tendría que hablar con Bernhard y con Theodor para que se encargaran.
Iba a tener que hablar con el mozo de cuadras igualmente ya que él sería quien se encargara de recoger el cuerpo del cervatillo. Si, de alguna manera, Laura se había equivocado y no fue atacado por un lobo sino por algún otro tipo de bestia, debía saberlo.
Percibí a la doctora caminando a mi espalda, acercándose. Me quedé mirando a Laura hasta que la doctora llegó, momento en el cual me erguí y me ajusté el batín, que se me había removido al inclinarme hacia mi hija.
Escuché las palabras de Regina girando la cabeza levemente hacia ella, no estando del todo seguro de que fueran suficientes —aunque eran las más adecuadas para el momento—. Noté en Lycius la misma incomodidad que yo había sentido ante ellas.
Lycius. No me había preocupado por él en ningún momento sabiendo que era demasiado orgulloso y solemne como para verse perjudicado por una escena como la que habían vivido. Fue Laura la que gritó de esa manera tan desesperada, lo que me hizo pensar que él o no vio nada o no le pareció relevante... y más bien lo primero. Sus palabras en respuesta a la doctora fueron escuetas pero su mirada mostraba una gran desconfianza y, quizá, un mínimo toque venenoso. Él era la razón por la que había traído a la doctora —en un principio—, ¿cómo podría ser tan injusto como para comportarse de esa manera? Ella no tenía la culpa de que ese cervatillo hubiera aparecido ante ellos perseguido por esa bestia que podría ser un lobo u otra cosa y, para colmo, su voz intentaba transmitir un apoyo que podía notarse a la legua.
Me quedé mirando al muchacho unos instantes. Mi mirada, seguramente, transmitía la decepción que en ese momento sentía, aunque no quedaba claro si era ante o hacia él. Miré después a Laura y, tras un suspiro de tranquilidad después de los nervios —aunque no podía ocultar la excesiva palidez de mi rostro—, intenté calmar un poco el ambiente.
—No te preocupes, Laura. Haré lo que esté en mi mano para encontrar a esa bestia y mandarla a un lugar donde pueda vivir cómodamente sin presentar ningún peligro para... vosotros —iba a decir, de forma inconsciente, un "para ti" que ya me había dado cuenta de que quizá habría crispado aún más a los niños. Me corregí tan rápido como pude.
Miré a la doctora con gesto cansado.
—Doctora Vordenburg, permítame presentarle a mis hijos. Laura, excelente estudiante y tanto mejor artista cuyas cualidades presentan el mayor orgullo de nuestra familia —afirmé, orgulloso, haciendo un gesto con la mano hacia mi hija— y... —dirigí mi gesto hacia mi hijo— el señorito von Galler —hice un énfasis bastante llamativo al "von" de von Galler—, Lycius, no tan excelente estudiante ni artista pero cuya profundidad describe un afán latente por la comprensión de la vida. Estoy seguro de que le parecerá fascinante aquello a lo que dedica la mayor parte de su tiempo.
» Espero que ambos apoyéis —enuncié, dirigiéndome a Laura y a Lycius— a la doctora en su labor ya que su objetivo no es otro que encontrar la manera de que Lycius pueda disfrutar de una... de la vida que merece.
Diciendo esto último no pude evitar mostrarme pensativo. ¿"El objetivo de la doctora"? Ni siquiera yo lo tenía del todo claro, tras tanto tiempo y tantos muros, obstáculos y silencio. El silencio del castillo, el de los médicos y... ¿el mío?.
«Tiene que ser esta vez, no creo que pueda soportarlo mucho más...».
La intervención de la doctora me hizo fruncir el ceño. No vestía como una rarita, pero me pareció que nos hablaba como si fuésemos niños pequeños. Mi gesto no fue por eso, sino por su intención de mantenernos encerrados y a salvo tras las paredes del palacio. Cautivos en una jaula de piedra, como lo estaba siempre Lycius en una jaula de luz. Había estado un año encerrada y a salvo y apenas acababa de recuperar la libertad de movimiento hacía nada, así que la obligación de tener que permanecer en el interior no me hacía ninguna gracia. Menos aún cuando al día siguiente llegaría Carmilla.
Aún tenía el ceño fruncido cuando noté a mi hermano colocándose a mi lado, haciéndose fuerte con una actitud que solamente podía entender como de apoyo hacia mí. Lo miré con gratitud, pero fue una mirada fugaz, porque mi atención regresó enseguida a mi padre. Lo taladré con la mirada mientras esperaba su respuesta. Él era el responsable y necesitaba que me tomase en serio con lo sucedido.
—Ni para Carmilla —maticé después de las palabras de mi padre—. Hemos planeado muchos paseos fuera del castillo, es importante resolverlo cuanto antes. Llegarán mañana por la mañana. Lo recuerdas, ¿verdad?
Era esa pregunta completamente retórica, pues me habría parecido inconcebible que no lo recordase cuando me había encargado de comentarlo cada día durante la última semana. A esas alturas todos en el castillo debían saber que mi amiga estaba al caer y que me importaba la imagen que le pudiéramos darles a ella y a su madre.
Miré a la doctora de nuevo cuando nos la presentó. Pero no tardé en mirarlo a él de nuevo, con sorpresa al escuchar lo que decía de mí. Me pilló desprevenida que dijese que yo era una artista, ¿artista de qué?, y el orgullo con el que hablaba de mí hizo que mis mejillas se calentasen de nuevo, junto con algo en mi pecho.
Arqueé un poco las cejas al oír lo que decía de Lycius y alargué discretamente la mano para frotarle el brazo a mi hermano. Pero mis ojos enseguida regresaron a la doctora.
—Es un placer conocerla —respondí educada, aunque sin calidez—. Espero que pueda hacer algo para ayudar a mi hermano. Lycius se lo merece.
Había cierta decepción anticipada en mi tono, una desesperanza adquirida por la experiencia. Ojalá pudiera hacer algo, pero no creía que fuese a lograrlo. En mi deseo de éxito habitaba también la certeza del fracaso que tantos habían sufrido antes que ella.
Me había desconcertado que mi padre hablase de mí como una «artista». Mi madre se había encargado de dejarme bien claro siempre que era mediocre. Mediocre en mis estudios, mediocre mi talento para el piano. Muy lejos de la excelencia que esperaba de mí y que le habría hecho sentirse orgullosa de que fuese su hija.
Me pregunté cómo me habría presentado ella. Solo una sola vez en la vida había hablado de mí como lo acababa de hacer mi padre. Seguro que no habría dicho que era una artista, porque no lo era. Al menos, si no se tomaba en cuenta el blog en el que vertía en secreto pensamientos, sueños y pesadillas. Esa idea me hizo sentir un atisbo de suspicacia hacia mi padre. ¿Habría él encontrado mi blog? Solo de pensar que podría leer mi pecho abierto, mostrando todas sus sombras, me daban escalofríos.
Y también me sorprendió el modo en que habló de Lyc. Él sí era un artista, uno de verdad, pero eso solo yo lo sabía. Solo yo había visto sus hermosos dibujos de acuarela. Qué triste era un padre que conocía tan poco a sus hijos como para confundir quién tenía el arte dentro con quien solo era un fracaso envuelto en mediocridad.
El intercambio de miradas entre mi padre y yo, no debió pasar desapercibido para absolutamente nadie, así como la aparente carga eléctrica con la que se había embotado la atmósfera del recibidor, como preludio de la atronadora tormenta que tendría lugar en algún punto del interior y en algún momento de la noche.
Tras el posicionamiento, terminé bajando las manos, con una sonrisa sardónica, y con una mirada de reojo a mi mano derecha, donde aún aferraba, ahora con algo más de fuerza, el bloc y el móvil, testigos y medios de todas mis pasiones. Tras eso, relajé el cuerpo, divertido ante la forma de presentar a mi hermana ¿Habría picado con el halago? Suponía que no ya Laura era extremadamente inteligente, aunque ahora estaba también extraordinariamente sensible.
La altura que alcanzó la ceja izquierda al escuchar la forma en la que me presentó mi padre, era proporcional al pertinente saludo que se merecía la doctora, ya que no era de buen recibo, no corresponder las excentricidades del palo con un desdén de la astilla.
— Encantada, doctora. Lycius que viste y calza - con voz meliflua y un amago de burlesca reverencia en el tono - Cierto que no tan aplicado, pero sin dudarlo especialista en lenguas muertas y y dos manos izquierdas con lo que a las musas se refiere — casi riéndome de mi propia broma — Bienvenida a ....la mansión — me quedó por añadir una palabra y aunque ganas no me faltaban esta quedó en el aire — Seguramente estemos más seguros aquí — recalcando el comentario anterior con un tono gemelo al de la introducción.
Tras la escueta y sardónica presentación, metí mi mano izquierda en el canguro de la sudadera, asiendo con aún más firmeza, el pack formado por el cuaderno y el teléfono, mientras mis dedos jugueteaban con algo en el bolsillo.
Como si con esa actuación, mi papel en escena hubiera concluido, pasé la mirada, abúlico, por las entradas del recibidor, esperando ver aparecer a esa cara amiga que me había prometido en no una, sino dos ocasiones, que su presencia paliaría el golpe.
Bestias rondando por el Schloss a todo su alrededor. Dentro, fuera, en el invernadero, entre las paredes, bajo los cuadros que nos observan. Todo tipo de bestias que nadie es capaz de reconocer. Algunas disfrazadas de fragilidad, otras de robustez, las menos con prendas ajadas y las más y muy frecuentes de esperanza falsa vestida de chaqueta.
Comprendía a Laura, su inquietud y su azoramiento. Parecía que la visita de su amiga era algo tan realmente importante, que había comenzado a aparecer un brillo cegador en su mirada húmeda y tener un agonizante animal arrojando una sombra de duda oscura, no era la idea de recepción de alguien con quien pretendía pasar tiempo lejos de este pútrido lugar, infesto de vívoras, mentiras y dolor.
Por que eso es lo que me esperarían los próximos días sin remedio. Falsas sonrisas, falsas promesas, rabia. Sobre todo rabia. ¿Por qué la habría traído? ¿Para limpiar la conciencia de atender al no tan estupendo señorito von Galler? ¿Para que pueda por fin salir de esta cárcel de sombras?
Lo que hubiera en la espesura, no parecía que fuese a atacarnos, al menos, no mientras seamos el depredador primario. Quizás el cobarde de Schmetterling podría morder el trasero del engendro escondido en el follaje. O el de la doctora sonrisitas-pagada-de-si-misma.
Sentía en mi cogote — y eso que estábamos prácticamente de frente — el impacto de su escrutinio casi pudiendo oír alto y claro en modo hilo musical, el engranaje de sus pensamientos y el restañar de máquina registradora, haciendo caja con sus nuevos videos del niño mariposa y su condena a la lobreguez.
Bienvenida.... a la mansión de Arkhram.
Editado para marcarte en los destinatarios.
Antes de haber entrado en la mansión, había esperado que el vestuario de la familia von Galler fuese acorde con lo lustroso e imponente de la mansión. Sin embargo, ahora me encontraba con una realidad muy distinta: todos ellos vestían de forma ciertamente descuidada, tanto que yo me sentía incluso fuera de lugar. Bien era cierto que se encontraban en su casa, por lo que era lógico que no se preocupasen en exceso por su apariencia, pero la dejadez era notable, especialmente en el caso del señor. Además, los muchachos lanzaron miradas cargadas de reproche a su padre, probablemente debido a su aspecto.
Al encontrarme al fin frente al muchacho al que había venido a ver, no pude disimular mi enorme curiosidad. Por su parte, él reaccionó con una mirada hostil y actitud defensiva. No era una primera interacción de lo más idónea, pero yo ya había lidiado en numerosas ocasiones con adolescentes o niños poco colaborativos, por lo que sabía cómo actuar. Por el momento, simplemente sonreí cordialmente, ignorando su hostilidad. Tendría que ganarme su simpatía poco a poco.
Ambos niños mostraron rechazo hacia mis palabras sobre la supuesta bestia. Había tratado de describir un escenario optimista para tranquilizarlos, pero eso no les había gustado. Ciertamente, tener una bestia merodeando por los alrededores era algo preocupante, y más considerando que no había ningún vallado que protegiera el lugar. No obstante, había algo extraño en la forma en que hablaban sobre el suceso. Debía de haber algo que yo desconocía al respecto.
—Seguro que todo sale bien. Aquí nadie permitiría que os ocurriese nada malo. —Ladeé la cabeza con curiosidad al oír mencionar un nuevo nombre—. ¿Quién es Carmilla?
El señor von Galler procedió a presentarme a sus hijos, y la relación de la mayor fue cuanto menos… peculiar.
—Encantada, Laura. Espero que podamos ser buenas amigas durante mi estancia aquí. —dije amablemente—. Y sí, no te preocupes. Haré cuanto esté en mi mano por ayudar a tu hermano.
En cuanto a Lycius, la forma en que se presentó estaba cargada de socarronería. Ya fuese porque estaba harto de doctores, o porque no le había causado una buena primera impresión, no estábamos comenzando con buen pie. No obstante, me agradó la agudeza del joven a la hora de comunicarse. Me fijé además con interés en el cuaderno que portaba.
—Debo decir que es una grata sorpresa ver que hay alguien tan joven interesado en lenguas muertas. No es algo habitual en los tiempos que corren. Espero que podamos aprender mucho el uno del otro —dije con educación, ignorando el tono con el que me había hablado—. Prometo que no me detendré hasta descubrir la razón detrás de tu condición. Yo nunca me doy por vencida —aseguré con firmeza.