Carmilla soltó una risita mientras se tapaba la boca con una mano después de escuchar que no podrías negarte. Sin embargo, la pregunta que le dirigiste al final hizo que la muchacha negara con la cabeza varias veces, sacándose la mano de la boca. Apretó los labios muy finos, con una sonrisita apretada.
—Ay, Laura. Esa respuesta es tan… perfecta. Solo te lo pregunto… mmm… pues para ver qué decías. —Soltó otra vez una risita mientras encogía un hombro—. Y tu respuesta ha sido la mejor. ¿Sabes qué? Yo tampoco podría negarme si tú me pidieras que yo te pinchase. O quizás lo haga… ¡sin que me lo pidas!
Al decir esto último, abrió mucho los ojos y la mano con que se había tapado la boca un momento buscó tu brazo y te dio un pellizquito, buscando la piel a través del grueso jersey de rayas blancas y negras.
—¡Pincho! ¡Pincho! ¡Pincho! —decía con cada pellizquito que volvía a darte.
Esa risa de Carmilla era contagiosa y yo misma solté una risita al sentir que me había puesto demasiado seria al responder. Aunque ahora sabía que aquella pesadilla no lo era en realidad, sino que había sido un instante mágico en que nuestros tiempos se habían unido de un modo imposible.
Me reí otra vez cuando confesó que solo lo había preguntado para ver qué decía yo. Me sentí otra vez un poco tonta respondiendo con tanta gravedad, y me encogí de hombros. Abrí más los ojos sorprendida cuando dijo que me pincharía sin que se lo pidiera, y cuando efectivamente lo hizo di un respingo, porque, a pesar de la advertencia, no me lo esperaba.
—¡Ay! ¡Ay! —protesté mientras apartaba el brazo entre risas—. Estás loca, no te he dado permiso para pincharme.
Había esperado que fuese genial tenerla allí, y me había hecho muchas ilusiones sobre lo bien que íbamos a conectar, pero aquello superaba todas mis expectativas. Carmilla se mostraba cómoda, cómplice, divertida; y, aunque aún me sentía un poco tímida, a mí me relajaba tenerla cerca. Su risa en ese instante se me antojó mejor terapia que cualquiera de las sesiones en la clínica.
Me di cuenta de repente de que me la había quedado mirando y sacudí la cabeza mientras me ponía en pie.
—Venga, vamos a hacer la cama. ¡Que aún tengo que enseñarte todo!
Así era la vida: lo que en otro tiempo había sido una pesadilla podía convertirse de pronto en un sueño idílico y perfecto, gracias al sedoso efecto de una crisálida en forma de Carmilla. Claro que eso dejaba también en el aire la cuestión justamente contraria: cómo los sueños más idílicos podían convertirse de pronto en pesadillas; y de eso sabías un poco, pues lo habías vivido en tus carnes con Bertha Rheinfeldt y tus… «amigas».
Pero de momento ese segundo pensamiento quedaba enterrado bajo las risas y los pinchazos de Carmilla, bajo el aura encandiladora que había extendido a vuestro alrededor.
—Bueno, bueno, vale —dijo, rodando los ojos un poco en un gesto gracioso—. Vamos a hacer la cama.
Se puso en pie de un salto y se fue al lado opuesto de la cama. Llevó sus manos a las sábanas y empezó a estirarlas.
—Y cuando terminemos de verlo todo, podemos darles un ratito más su merecido a esas arpías de mierda. En internet. —Con un golpe de cabeza, señaló tu ordenador.
De pronto, su tono de voz se había vuelto mucho más crudo y sus ojos destellaron con una amenaza; no hacia ti, desde luego, sino hacia Bertha Rheinfeldt y sus amigas, las que habían convertido tu vida en un infierno y a las que desde hacía unos meses les estabais devolviendo un poco de acoso en las redes.
Ya habías notado que Carmilla oscilaba entre dos extremos estados de ánimo: o la euforia más divertida como la estabas disfrutando hasta ese momento, o una rabia casi atávica que parecía desbordarse de pronto en ideas repentinas y un poco macabras. Con la pantalla por delante había sido más difícil identificar el ánimo exacto que había en las palabras, pero ahora con ella delante, te diste cuenta de que podía pasar de un estado al otro con suma facilidad.
Si había algo que me gustase menos que la visita de alguien inesperado tratándome apenas como un experimento o peor, como un niño, era el hecho de esa promesa que te hace sentir especial para luego, repentinamente, arrastrarte por el fango cuando la realidad y la indiferencia te demuestra duramente que no lo era. Que ni tan siquiera llegaba a ser una insignificante mota de polvo en su fingido interés, peón de un no más que juego sucio donde te dan la espalda para tirar de la cuerda cuando tratas de alejarse en un perverso acto de manipulación ególatra.
De espaldas aún a ella, con el puño aún crispado al punto de tensar las ampollas henchidas de líquido, detuve el caminar, para contener la respiración, antes de responder llamando a toda la compostura que mi soberbia ( e inmadurez ) agraviada me permitió.
- Buenas noches, señora Ines - dejando en el aire la última ese de su nombre, al cerrar la puerta tras de mi, como un cierre de muchas otras puertas que ya no estaban abiertas.
Peter y Petra hablaban, pero apenas les presté atención imbuido en un sentimiento de agravio. Sus palabras se perdían susurradas a mi oreja pero mis pasos, intuitivos, al igual que me sacaron de ese dormitorio, me dirigieron a buscar consuelo, hasta el invernadero, donde los susurros de Katharina me devolvieron a la realidad.
Al salir de la habitación y caminar por los pasillos del Schloss, Lycius no se encontró con nadie. Sin embargo, en la planta baja le pareció escuchar a lo lejos la voz de la señora Perrodon hablando con alguien. Cuando llegó a la puerta lateral por la que se llegaba al invernadero, de pronto se hizo consciente de que fuera era de día. El invernadero era de cristal, así que meterse en él habría supuesto exponerse a la luz solar y quemarse más aún.
Aunque no habría hecho falta ese recordatorio, sin embargo acordarse de eso le hizo sentir con más dolor las punzadas de los brazos y la cara, magullados por la luz que le había dado en la habitación de la señora Ines. A esas alturas, su piel debía estar enrojecida y cualquiera que se cruzara con él se iba a dar cuenta de que se había quemado. A pesar de la frustración y la rabia que sentía, esas heridas le escocían en la piel con una particularidad distinta, como si en ese dolor pudiera escuchar la voz de Ines: «El dolor te acerca un poco más a la oscuridad. El dolor es tu amigo, mi niño».
Mis ojos se abrieron de par en par mientras veía que el hombre se ponía más y más nervioso. ¿Por qué se ponía así? Había dicho que no sabía si creer o no en las criaturas sobrenaturales, pero ahora estaba actuando como un hombre aterrorizado. Me quedé desconcertada por unos segundos antes de responder.
—No es habitual que las criaturas asalten lugares habitados por numerosas personas. De lo contrario, nadie sería capaz de encubrir su existencia. La probabilidad de que algo ataque una casa tan grande y con tantos habitantes es mínima —dije, ligeramente agitada debido a su comportamiento—. Lo que usted propone sería eficaz, pero probablemente serían medidas demasiado drásticas.
Al hablar de Laura, enseguida me percaté de los grandes prejuicios que tenía sobre la psiquiatría. Algo que, por desgracia, era muy habitual.
—La medicación que estoy sugiriendo no sería en absoluto potente. Hablo de inhibidores de recaptación de serotonina, que simplemente ayudarían a evitar los pensamientos negativos. No estaría «drogada», como usted dice —expliqué con calma, ocultando mi irritación—. Y sí, estoy de acuerdo en que merece ser libre. Me alegro de que haya salido de ese centro psiquiátrico.
Su estado de nerviosismo y exasperación alcanzó su culmen mientras hablábamos sobre los posibles escenarios que pudiese dejar tras de sí una criatura sobrenatural. Enseguida me di cuenta de que no había comprendido bien lo que me quería decir. Me mordí sutilmente el labio, frustrada por mi desliz.
—Lo siento, señor. No le había comprendido bien.
No podía evitar preguntarme por qué me describía una escena como esa, tan cruenta en detalles. Acababa de decirme que no sabía si creer y, sin embargo, me planteaba los peores escenarios posibles. Cuando se lo pregunté, su reacción me dejó boquiabierta y sobresaltada. Me levanté de mi asiento justo después de él, preocupada por su comportamiento.
—Se encuentra bien, ¿señor von Galler? —pregunté con tono grave, alarmada a la vez que intrigada—. ¿Hay algo que debería saber?
Por fortuna, no tardó en calmarse. Y enseguida dijo algo que me agradó.
—Efectivamente, siempre he estado abierta a todas las posibilidades, y a conocer toda la verdad. A descubrir lo oculto. A comprender todo lo que la gente no quiere comprender, sin importarme la opinión de la mayoría. Así he sido toda mi vida. Y por eso dedico tanto tiempo a la investigación de lo popularmente considerado como paranormal.
La conversación dio un giro inesperado cuando pronunció aquellas palabras. Sonreí. Esta vez no era una sonrisa amable y cordial, como en otras ocasiones, sino una sonrisa auténtica. Todavía estaba confundida por su actitud, pero eso no hacía sino incrementar mi interés. Ya me había percatado de que no estaba frente a un hombre común y corriente, y cuanto más hablábamos más consciente era de ello. Eso me gustaba. Sabía que con él podría mantener conversaciones sustanciales, no como las aburridas charlas que habitualmente tenía que soportar.
—Me alegro de oír eso. Yo también deseo poder conocerlo mejor. Creo que es usted una persona interesante —dije sin dejar de sonreír—. En cuanto a su pregunta, lo que usted describe podría corresponderse con un licántropo, o quizás con un vampiro que haya perdido el control, aunque esto último me parece menos probable —le expliqué, sin dejar de preguntarme a qué se debía todo aquello.
Ni siquiera eso me había quedado.
Estaba tan ensimismado en mis propios pensamientos que ni yo mismo había reparado en mi propia trampa pues no era aún de noche. Por suerte recordaba que hoy no tendría lección de latín, ni de matemáticas, ni de alemán, puesto que se me había permitido cancelarlas debido a la promesa de unas incómodas visitas. Unas que se dedicaban a quitar la miel y poner el premio o incluso al revés o quizás tampoco nada.
Ya no tenía ni claro que es lo que se me había pasado a mí por la cabeza.
No poder entrar a mi santuario había empeorado aún el humor con el que me hallaba y tras recibir el mazazo de la luz haciendo heridas sobre las heridas, al menos sobre las del orgullo, comencé a deambular por la casa evitando ciertas estancias donde pudiera estar la doctora, papá y obviamente la señora Ines.
Me sentí tentado de bajar a las mazmorras y buscar un poco de tranquilidad en ese lugar pero por una parte quería darle algo de privacidad a mi hermana y su novieta, así que mis pies, otra vez intuitivos, me llevaron de vuelta al lugar donde había escuchado a la señora Perrodón en conversación con alguien.
Me detuve unos instantes tras la puerta como un pequeño espía de pacotilla tratando de dilucidar si con quién andaba en charlas, era alguien con quien a mí también me apetecería conversar. Bajo ningún concepto me apetecería pasar de la sartén al fuego.
Cerré el cajón, suspirando de nuevo, algo más calmado tras toda la conversación pero igualmente inquieto. No podría haber dejado a un lado esa inquietud aunque lo hubiera intentado, ya había pasado demasiado tiempo conviviendo con ella y pensé que esa vez por fin iba a poder hallar respuestas.
Me giré hacia la silla y volví a sentarme, haciéndole un gesto a la doctora para que no te preocupara y se sentara de nuevo. Tenía la sensación de que la conversación, pese a durar ya su tiempo, acababa de empezar por fin.
—No se preocupe con respecto a la medicación de mi hija, doctora. De momento los médicos no me recomendaron nada, al fin y al cabo ya había estado recibiendo el correspondiente tratamiento en el centro. Entiendo que si pasara algo o mostrara algún tipo de comportamiento extraño sería lo primero que me dirían que tomara —me pasé la mano por el cabello, desde la frente hacia atrás, para luego dejar ambas manos reposar sobre mis muslos, apoyando los codos en los reposabrazos—. Por ahora, tenga en cuenta que mi hija prácticamente acaba de llegar a casa y todavía desconozco cómo va a evolucionar su estado en la... pequeña franja que todos podemos entender como mundo real de la que disponemos. Más allá de esto, teniendo en cuenta que está usted aquí, será mucho más rápido, si podemos contar con su experiencia, el utilizar un tratamiento eficaz y lo menos intrusivo posible... si fuera necesario.
Puse las manos encima de la mesa y acerqué la silla. Después entrecrucé los dedos de ambas manos frente a mí.
—Entiendo, a partir de sus palabras y de la lógica, que estas... criaturas se esfuerzan por encubrir su existencia. Así mismo, comenta que un acto tan horrendo como el que le describo no encajaría con la idea de un vampiro, a menos que este haya perdido el control, sino con un licántropo. De cualquier manera, dígame, ¿cómo llega una criatura de estos tipos a realizar tal acto? ¿Qué puede ocasionar que un vampiro pierda el control de esa manera, por qué un licántropo actuaría así?
Carraspeé, pestañeando rápidamente. Noté que mi mejilla izquierda se elevaba varias veces, supuse que a consecuencia de que con respecto a licántropos tampoco sabía mucho más que que eran personas que se transformaban en lobo de maneras extrañas, debido a la influencia de la luna. Lo poco que podía saber a partir de la cultura general. Suspiré.
—No sé demasiado sobre licántropos, doctora —admití, ligeramente apesadumbrado por mi ignorancia—. ¿Qué podría contarme de ellos?
En realidad, pensándolo ahora con mayor claridad, lo cierto es que mi orgullo me impedía aceptar de forma sana que no tenía ni la más remota idea de ninguno de los seres de los que la doctora Regina hablaba más allá de lo que podía haber leído o visto en películas o series. Es decir, estaba lleno de clichés y creía que lo que sabía era suficiente, pese a que ni siquiera creía del todo en la existencia de los mismos. No me di cuenta de que estaba comenzando a profundizar en la conversación, sin embargo, hablando sobre ellos como si hubiera aceptado que existen.
No se me pasó por alto, tampoco, que la doctora afirmó que yo era una persona interesante. No le respondí; sin embargo, a medida que hablábamos, esas palabras vinieron un par de veces a mi mente y... bueno, se me escapó alguna leve sonrisa y alguna que otro ligero rubor, me parece.
«Vampiros, licántropos... ¿cuántas de estas malditas cosas hay? ¿Todos los mitos y leyendas en realidad son historias verídicas que se han convertido en fantasía? Se supone que creamos monstruos porque no queremos aceptar que nosotros lo somos... ¿no? Si todas esas historias fueran verdad y esos seres estuvieran ahí fuera... ¿qué demonios somos nosotros?», pensé. Empecé a darle vueltas, sin decir nada al respecto, a la pregunta de la doctora sobre si había algo que debiera saber. No estaba... seguro, en ese momento.
Allí, de pie en el lado opuesto de la cama, estirando las sábanas con las manos, mis ojos se escapaban una y otra vez hacia la chica que tenía frente a mí. Esa dualidad entre divertida dulzura y rabia vengativa me había asustado en el pasado. Sin embargo, ahora era un motivo más para encandilarme con ella. Y nunca esa palabra fue más cierta, porque era eso exactamente lo que me sucedía. Como si Carmilla fuese un candil y yo una de esas mariposas nocturnas pardas y feas a las que les había robado la identidad.
Un escalofrío se deslizó por mi espina dorsal, placentero e incómodo al mismo tiempo. ¿Quería vengarme? Claro que quería. Al principio había dudado, pero cuando las dudas habían aparecido, ahí había estado Carmilla para mandarlas lejos de un soplido.
—Sí. Eso haremos. Les daremos su merecido.
Lo acepté con naturalidad, con una pequeña sonrisa. Era sencillo dejarme arrastrar por el ímpetu de Carmilla, era sencillo autoconvencerme de que eso era lo que quería. Quizás lo quería más porque era lo debía querer que por un rencor bien arraigado, pero eso era lo de menos en ese momento. Lo quería, Carmilla me ayudaría y yo no volvería a ser un cervatillo herido en medio de un charco de sangre.
Me di prisa para terminar de hacer la cama y, cuando estuvo lista, enderecé la espalda y la miré sonriente.
—¿Dónde vamos ahora? ¿Qué te apetece?
Las quemazones de tu piel se sintieron como una señal de vergüenza y, otra vez —como tantas otras veces te había pasado—, darte cuenta de que afuera había luz y eso te convertía en un animalito encerrado, hizo que las quemazones picaran como una burla. Era difícil no volver a sentir el aroma de Ines, que te había resultado tan embriagador, entre esas marcas en tu piel; no literalmente, pero sí en tu imaginación.
Al llegar al recodo tras el cual se escuchaba la voz de la señora Perrodon, te asomaste y viste a la mujer hablando con Mina, quien la escuchaba tranquila. Justo en ese momento, la señora Perrodon había dejado de hablar y Mina respondía.
—Me preocupa, señora Perrodon. Quiero creer que esa extraña doctora le ayudará, pero quién sabe ya. Además, creo que él está un poco fuera de sí. Se comporta…
Puso un gesto de suave tristeza mientras torcía los labios.
—Se comporta de una manera que no ayuda en nada, la verdad. Yo lo intento, pero… me temo que está en esa edad en que por más que una lo intente, él seguirá afirmando su individualidad y su libertad por encima de todo y de todos. No sé. Es difícil.
—Claro que sí —respondió con suavidad y con una sonrisa cuando confirmaste que eso sería lo que haríais al final.
Con sus manos ágiles ahuecó un poquito el último cojín que quedó sobre la cama y luego te miró, sonriente y cándida. Se llevó un dedito a los labios y miró un poco hacia arriba, en un gesto pensativo.
—Mmmmm, pues… Creo que me gustaría ir al mirador de la torre, para ver toooodo lo que se extiende alrededor.
Se acercó hasta ti, bordeando la cama, y te tomó el brazo con ambas manos mientras acercaba su rostro mirándote desde abajo.
—Quién sabe —te dijo en un susurro—, quizás desde allí se ve ese lobo tan malvado que está en el bosque.
Soltó una risita, tapándose al mismo tiempo la boca con una mano. Esa risita era dulce, pero al mismo tiempo sabía amarga, como si alguien hubiera introducido en tu boca unas gotas de limón ácido después de haber introducido una bocanada de miel. La risita era suave como la seda, pero también estaba oculto en su sonoridad el chirrido de unas largas uñas arañando una pizarra. La risita era juvenil como una muchachita que toma a su amiga del brazo para bromear, pero escondía notas de ancianidad decrépita que habla desde el otro lado de la vida.
A veces sentía como si el destino tuviera una necesidad imperiosa de burlarse de mí para sentirse mejor con los destinos que planeaba para cada uno, porque, si bien no era alguien a quien no desase ver - peor habría sido encontrarla platicando con la Dra. Mengele o Daddy sugar - lo mismo no era lo más conveniente enfrentarme a la enfermera con el caos hecho piel y enfatizando, sin querer queriendo, esa idea que la mujer, con no cierta falta de razón, verbalizaba.
O quizás, simple y llanamente era Karma en su más pura versión.
Sea lo que fuere, algo para picar, antes de la "cena" y un bálsamo de fierabrás no le sentaría en absoluto mal, ni a mí pellejo, ni a mi orgullo.
Y con la irreverencia que me caracterizaba, tras unos segundo prudenciales, traspasé las jambas de la cocina con un delator gesto de inocencia que engañaría a muy pocos y menos a las dos personas que me conocían desde que calcé los primeros zapatos ortopédicos.
— ¿Cómo están esta mañana las dos mujeres más guapas del Schloß? — el tono dicharachero contrastaba con el tormento por el que me hacían pasar las incipientes ampollas — ¿Hay algo para el pequeño Lyciutastico? — zalamero
Lo observé con atención mientras cerraba el cajón, percatándome de su suspiro y su cambio de expresión. Pese a que se encontraba más calmado, aún podía percibir la inquietud que lo acompañaba. Tras su gesto, tomé asiento nuevamente, manteniendo la compostura, pero con la curiosidad brillando en mis ojos.
—Si muestra algún comportamiento extraño, tendríamos que analizar la situación de forma apropiada y tomar una decisión adecuada, que podría consistir en prescribirle una medicación o no. Dependiendo de lo que le suceda exactamente, el apoyo psicológico podría ser suficiente —expliqué con serenidad, de forma rigurosa y precisa—. No obstante, la medicación debería utilizarse de forma preventiva, no reactiva, para evitar que vuelva a recaer en una depresión. Pero, si esa fue la decisión de sus médicos, yo no soy quién para cuestionarla. A no ser que desee que me convierta en su nueva doctora.
A medida que la conversación avanzaba, su interés por comprender las criaturas sobrenaturales era cada vez más notable. Escuché sus preguntas con rostro imperturbable, al mismo tiempo que en mi interior bullía una curiosidad latente. Seguía preguntándome por qué tendría tanto interés por las criaturas sobrenaturales.
—Las criaturas sobrenaturales son seres sumamente complejos con sus propias motivaciones y desafíos. Una de las teorías sobre el origen del vampirismo es que se trata de una maldición. Una que les implanta una incontrolable sed de sangre, una extrema debilidad al sol e inmortalidad. Normalmente son capaces de actuar como seres humanos, pero una sed extrema puede reducirlos a instintos animales y llevarlos a una total pérdida de control, con lo que harían lo que fuera por alimentarse.
Noté su honestidad al admitir su desconocimiento sobre los licántropos, y sonreí comprensiva, satisfecha porque mostrase tanto interés.
—Los licántropos, son unas criaturas marcadas por una dualidad única: una fusión de lo humano y lo salvaje. La transformación que experimentan está profundamente arraigada en su conexión con la luna. Durante la luna llena, el licántropo experimenta una metamorfosis intensa. Su cuerpo adopta un pelaje grueso y erizado, y sus huesos se reestructuran, adoptando la estructura ósea de un lobo. Sus sentidos se agudizan, pudiendo alcanzar niveles sobrenaturales. Es como si el alma humana se fusionara temporalmente con la esencia salvaje de un lobo.
»Durante esta transformación, experimentan una lucha interna entre su naturaleza humana y animal. Algunos son capaces de mantener el control sobre sus acciones, mientras que otros se ven consumidos por el instinto animal, perdiendo temporalmente la razón. Debido a su parte animal, les resulta difícil controlar sus emociones. Sería posible que una emoción intensa, como un profundo sentimiento de rabia, llevase a un licántropo a provocar la escena que usted describe.
La mirada de Richard revelaba un cúmulo de pensamientos. Incluso me pareció percibir alguna sonrisa cuyo significado no llegué a comprender.
—Todo mito y toda leyenda tiene una base de verdad. Nunca van a ser completamente fantasía. Es solo que la gente tiene miedo de estas criaturas y, por lo tanto, prefiere negar su existencia. Yo he dedicado casi toda mi vida a ello y le puedo asegurar que estas criaturas existen.
»Dígame: ¿hay alguna razón por la que tenga tanto interés en saber si existe una criatura capaz de provocar la situación que me ha descrito? ¿Es que acaso ha presenciado una escena como esa? —pregunté observando su reacción con atención.
De nuevo escuchaba esa risa llena de capas, esa risa fascinante, joven y anciana al mismo tiempo. ¿De dónde sacaba Carmilla la sabiduría que vibraba en su risa y que solo podía llegar tras una larga experiencia? Quizás debería haber prestado más atención a lo que se ocultaba tras la superficie, a las sombras afiladas que podían esconderse detrás de una risa alegre, a la amargura que cambiaba el sabor ligeramente, casi como si no estuviera ahí; pero sí lo estaba. Quizás debería haber escuchado en los dobleces en lugar de quedarme solo con la superficie que quería oír.
Pero no lo hice.
En lugar de eso, arropé las manos de Carmilla en mi brazo con mi propia mano y me incliné un poco hacia ella, cómplice.
—Si vemos al lobo podrás hablar con él a gritos desde la torre.
Antes de salir de mi cuarto, tomé el móvil y lo guardé en el bolsillo. No esperaba que nadie se comunicase conmigo, las únicas personas que podrían hacerlo estaban en ese momento dentro del palacio. Pero lo había cogido por el impulso repentino de hacerle algunas fotos a Carmilla en lo alto de la torre. Fotos que esperaba que a ella le gustase tener, pero que también me darían a mí la certeza de que ese día era real, de que Carmilla estaba ahí conmigo, de que «¡Mañana!» ya había llegado y se había convertido en Hoy.
Al verte aparecer, Mina alzó un poco las cejas, sorprendida, y carraspeó un poco. Notaste una nota de vergüenza en su rostro, como si temiera que le hubieras pillado hablando de ti. No es que hubiera dicho nada malo, claro, pero siempre resulta embarazoso cuando alguien es descubierto hablando de otra persona a sus espaldas.
Sin embargo, su rostro cambió enseguida a uno de sorpresa y casi terror al ver las heridas de tu piel. Esas heridas que te punzaban, por más que trataras de hacer como si no pasara nada.
—¡Lycius! —exclamó mientras acudía a ti a grandes pasos—. ¿Pero qué ha pasado? ¿Por qué has salido al sol?
Al llegar junto a ti, te tomó uno de los brazos con cuidado y empezó a mirar las heridas.
—Vamos a la enfermería, hay que curarte.
La señora Perrodon fue mucho menos efusiva, pero también pudiste ver la preocupación en su rostro. En su caso, era una preocupación más severa, como si al mismo tiempo te estuviera preguntando «¿Qué te ha pasado?» y «¿Qué demonios has hecho, chiquillo?».
—Suerte has tenido de que hoy está nublado —comentó, con una pizca de preocupación, otra de alivio y otra de reproche.
Carmilla volvió a reír al escuchar tu broma, quizás feliz de arrastrarte poco a poco hacia su mundo, hacia esas bromas que tenían disimulados matices macabros. Dirigió una mirada de reojo al móvil cuando lo tomaste, una mirada suspicaz, una mirada desconfiada, pero enseguida su rostro volvió a mostrar la jovialidad de su sonrisa.
—Y tú también —te respondió mientras salíais del dormitorio—. Le vamos a gritar las dos a ese lobo malo y feroz.
Mientras caminabais en dirección a la torre, Carmilla seguía mirando todo con muchísima atención: cada detalle y, sobre todo, cada pintura. Cuando veía alguna persona en un cuadro era cuando más se detenía. Y te transmitía aquello una sensación extraña, pues parecía que se detuviera a mirar a las personas del cuadro con una nota de reconocimiento en sus ojos, como si supiera a quién miraba o como si estuviera haciendo un esfuerzo de memoria por recordar, hasta que lo hacía y entonces sonreía. Una sonrisa en los labios, pero un fuego extraño en la mirada.
—Es un sitio encantador este Schloss —comentó tras haberse parado a mirar uno de esos cuadros—. Sí. Me encanta. Creo que esa sería la palabra. Me encanta. ¿Te has fijado, a veces, cuando una dice una palabra y la repite mucho, que luego suena como… no sé, como rara? Me encanta. Encanta, encanta, encanta, encantaencantancantancanta… Me. En. Can. Ta. Es una palabra bonita: encantar.
Al llegar al pie de las escaleras que subían a la torre, Carmilla las miró y luego te miró de reojo, traviesa, con anticipación.
—¿Qué te parece si…? ¡Carrera hasta lo alto de la torre!
No esperó tu respuesta, sino que salió corriendo escaleras arriba mientras soltaba enormes carcajadas que resonaban broncíneas contra las paredes.
Asentí a la doctora con respecto a su opinión sobre la posible necesidad de medicación de Laura y las opciones, no comentando nada más al respecto. Para mí, ese tema había quedado más bien zanjado. Su comentario sobre ser su nueva doctora me tuvo pensativo durante unos instantes, sin embargo. No sabía, de todas maneras, hasta qué punto podía ser una buena doctora, todavía, más allá de los conocimientos que me había transmitido y, desde luego, la parte psicológica diría que... se me escapaba. Si luego la doctora venía y me sorprendía convirtiendo a Lycius en alguien un poco más cabal tras sus encuentros quizá hasta le ofrecía estancia permanente en el castillo, pensé.
Luego continuamos hablando sobre vampiros y licántropos.
Los detalles que comentó sobre los primeros, los vampiros, me hicieron asentir a modo de comprensión. Su explicación no se alejaba demasiado de lo que había podido comprender y, supuse, si acaso existían los mitos iban a dejar de ser mitos. Agradecí, sin embargo, que continuara hablando de estos temas desde un punto de vista tan formal.
Cuando habló sobre los licántropos, sin embargo, mi interés fue aumentando a medida que comentaba sobre su relación con la luna llena y la idea del salvajismo lupino.
—Deme un segundo... —le dije, cogiendo el móvil y mirando algo rápidamente en él.
Suspiré pesadamente y sentí, de nuevo, la desesperanza que ya me caracterizaba como un término completamente anclado a mi persona. Sin poder evitarlo, negué con la cabeza un par de veces frunciendo el ceño, arrugando la nariz y apretando los labios. Dejé el móvil de nuevo encima de la mesa, con la pantalla hacia abajo.
Su seguridad al decir que esas criaturas existen me incomodó. No porque no la creyera, porque estaba empezando a tomar esa posibilidad como existente... sino porque, precisamente, estaba empezando a creer en ello. No sabía qué sentir, si felicidad porque no tenía ni la más remota idea de lo que se movía más allá de mis retinas o pavor porque lo que se encontraba fuera de mi visión podía...
En fin. Ya no tenía mucho sentido que continuara evitando responder a la pregunta que seguramente la doctora tenía desde que empecé a interesarme por sus conocimientos.
—La hay, doctora —le afirmé, asintiendo, mirando hacia la ventana—. Sí, viví una escena así. Lo que soy es la consecuencia de haberla vivido... y de la falta de respuestas —suspiré, de nuevo, y volví a mirarla—. Cuando supe de su existencia, doctora, al principio fui completamente escéptico y, a medida que veía sus vídeos, mi interés comenzó a crecer, como pudo comprobar. Tras hablar con usted vi que... podía, quizá, ayudarme, de alguna manera, a encontrar unas respuestas que nada ni nadie parece tener ni ofrecer, tanto con respecto a mi hijo como...
Apreté los dientes. Las palabras que estaba pronunciando me dolían. Sentí como mi corazón se aceleraba, notaba el intenso pálpito en mi pecho. Apreté ambos puños, crujiendo mis nudillos, y luego me llevé las manos a la cara, las palmas en las mejillas y los dedos frotándome los ojos.
—Como a mi mujer.
Me quedé, en ese momento, en silencio. No sabía cómo romperlo y el nudo en mi garganta era tan grande como la intensidad del pálpito en mi pecho. Después de tantos años le estaba contando esto a un desconocido y, pese a la conversación que habíamos tenido hasta ese momento, el temor porque pensara que estoy completamente loco también estaba ahí.
Arqueé ligeramente las cejas cuando consultó el móvil en mitad de la conversación. Me preguntaba qué podía ser tan importante para interrumpir nuestra conversación. ¿Tendría relación con lo que estábamos discutiendo o sería algo completamente diferente? Observé atentamente sus ademanes, tratando de descifrar qué estaba pasando por su cabeza. Sin embargo, la pausa fue breve, y enseguida pudimos retomar la conversación.
Yo ya sospechaba que habría un motivo de gran importancia para que me estuviese haciendo esas preguntas, pero al oír su respuesta sentí un vuelco en el corazón. ¡Estaba frente a un testigo de un fenómeno sobrenatural! Puede que no fuera moralmente correcto alegrarse porque hubiese tenido que presenciar una escena como la que describía, pero lo cierto es que debí hacer un esfuerzo por mantener la compostura.
Me incliné hacia adelante, observándolo con sumo interés, pero dejé que continuara. Entonces, mencionó a su mujer, y sentí que se me helaba la sangre. Su dolor resonaba en cada palabra y gesto. ¿Sería posible que la escena que había descrito estuviese relacionada con su esposa?
Se hizo un incómodo silencio, que yo acabé por romper.
—Lamento profundamente que haya tenido que pasar por algo así, señor von Galler. Y también lamento lo que le sucedió a su esposa. Puedo imaginar lo terrible que habrá sido para usted vivir sin encontrar respuestas, y sin nadie que le ayude a encontrarlas. Pero le aseguro que ahora está hablando con la persona indicada y que llegaré al fondo de este asunto. —Tomé mi cuaderno y me dispuse a escribir en él—. Por favor, cuénteme todo lo que sepa. Descríbame con todo el detalle que pueda lo que sucedió.