Cuaderno de notas de Martin Hesselius, doctor metafísico
He tardado años de arduas investigaciones en darme cuenta de una verdad tan perenne como infinitamente inmutable: el roce de un pensamiento de lo que podría haber sido tiene mucha más fuerza que el golpe de lo que realmente es.
Entiéndase este axioma en su desnudez, querido lector: una metáfora real. Para los humanos, la realidad no es ajena a cuanto construimos con las palabras, si bien la realidad es al mismo tiempo una tirana que nos impone códigos de los que no podemos escapar. En esa lucha incesante, la metáfora es la verdad más pura, pues atrapa la realidad —esa realidad que nos circunda, que nos tiraniza y nos quiere atontar hasta reducirnos a pura materia inservible, siempre mutable y odiosa, desgastada y siempre camino a su fin, siempre-muerte— y la convierte en palabras que van más allá de la simple, triste y tiránica denotación. Atrapan la connotación y la transforman en significado real, no solo de la palabra, sino de la realidad misma que designan.
Un pensamiento acerca de lo que podría haber sido, por tanto, gracias a la metáfora, se convierte en un roce. ¡Y lo es! ¡Es un roce! Un roce capaz de hacer temblar la realidad con ondulaciones, transformándola en algo doloroso, una navaja punzante, filosa también. Una navaja que secciona nuestra piel. ¡Un roce! Un roce. Solo un roce. Pero un roce que tiene mucha más fuerza que el golpe tiránico de la realidad denotativa. ¡La victoria de la connotación! ¡La victoria de la metáfora! ¡La victoria del pensamiento humano sobre la realidad tirana!
¿No lo entiendes ahora, querido lector? ¿No lo sientes también… en tu piel?
No sé cuál de las dos debería sentir más miedo de la otra.
— Sheridan Le Fanu, Carmilla.
Dímelo tú.
Esas palabras volaron como un cuchillo de hielo que saliera de bajo el terruño frío, duro y congelado en que el árbol de hojas rojas parecía tenerte preso. Un cuchillo de hielo también rojo, con un rojo de adentro, que quisiera rasgar la realidad. Un cuchillo que estuviera a punto de tocar con su punta una verdad única, una verdad más allá de toda duda, una verdad cuya certeza haría temblar los cimientos del mundo tal y como lo conocías.
Sus ojos, los ojos de Ines, parecieron decirte algo en silencio. Las palabras pueden ponerse sobre la tabla de disección, analizarse, estudiarse con la ayuda del uso y del diccionario, para así atrapar los conceptos que encierran; las palabras, podríamos decir, intentar encerrar los conceptos. Los silencios, en cambio, solo tienen conceptos, sin límites, sin palabras que los definan y delimiten. Conceptos. Voladores, escurridizos y difusos conceptos.
Así, sus ojos silenciosos parecieron responderte con algo que cabalgaba entre el reproche, la decepción, la insinuación, la invitación a ir más lejos, la dominación, el trueno y el relámpago, la lluvia incesante, el rugido de la tormenta y la blandura inerte del follaje que sufre esa tormenta.
Te soltó. Se separó de ti. Empezó a caminar, alejándose de ti.
Dímelo tú.
Y entonces tu móvil vibró en el bolsillo, mientras ella se alejaba despacio. Su espalda fría lanzándote silencios que son conceptos inabarcables e indefinibles.
Y un nuevo relámpago acompañado seguidísimamente de un trueno, casi como si fuera un eco de la vibración de tu móvil, casi como si fuera un presagio, apareció a través de la ventana aún abierta.
Vuela conmigo.
Las palabras vibraron. Tus palabras. Revolotearon a vuestro alrededor y luego, como con alas propias o quizás como llevadas por el aleteo de las mariposas que acariciaban tu rostro en su vuelo, se elevaron por encima de ti. Y allí arriba, sobre tu cabeza, se transformaron en algo nuevo: en una crisálida, una crisálida gigante que colgaba de los vidrios del invernadero, una crisálida que latía con un rojo intenso. Por un momento, te pareció que dentro de la crisálida eras tú misma la que latía.
Y sus labios, sus labios latían allí, contra tu cuello, mientras le pedías que te enseñara a volar. Latían con un rojo intenso. Latían contra tu piel, al mismo ritmo que latía arriba la crisálida. Y, entonces, notaste que en la crisálida sobre tu cabeza se abría una pequeña grieta. Esa pequeña grieta se abrió con un mordisco en tu cuello; esa pequeña grieta se abrió bajo tu pantalón con unos dedos fríos que alcanzaron tu oscuridad. Dolor. Placer.
Esa pequeña grieta se abrió al mismo tiempo que el mundo volvía a brillar con el destello de un relámpago que atravesaba la humedad del vidrio y lo bañaba todo con una luz azulada y blanquecina, del color de la muerte y del renacimiento; se abrió al mismo tiempo que el rugido del trueno que lo siguió hacía temblar los cimientos del mundo bajo tus pies y dentro de ti, con el sonido del terremoto y del más allá.
Vuela conmigo.
Te oigo.
Y ya no sabías si te estabas volviendo loco, si estabas hablando con una cortina o con algo más. Pero debía haber algo más, las heridas de tu piel parecían decir algo más. ¿Qué era? ¿Te responderían?
Fue el universo el que pareció hacerlo. No, no las cortinas. El universo entero, desde el cielo hasta la tierra, como un rayo que atraviesa los cuerpos para quemarlo todo a su paso antes de tocar suelo.
Un fuerte viento abrió de golpe la ventana tras la cortina y ese viento, al entrar, sacudió la cortina de tus manos, dejando que la mortecina y grisácea luz del oscuro día entrara a raudales por la ventana. Pero no, no fue esa luz la que te habló. Fue el siguiente relámpago, que destelló para iluminar el mundo con una luz nueva. Esa luz no estaba destinada al exterior: estaba destinada para ti.
Mientras el trueno empezaba a rugir, notaste que la luz del relámpago entraba en tus heridas. Conocías esa sensación: era muy parecida, casi la misma, que cuando los rayos de sol azotaban y laceraban tu piel; pero había algo distinto. Esta luz, la luz del relámpago, la luz de la tormenta, la luz de la oscuridad, se metió por tus heridas y sentiste que te atravesaba la piel con una nueva sensación: placer.
De pronto, era como si esas heridas abrieran su boca para arrojar sobre tu piel mil besos. Era como si el sueño que habías tenido la noche anterior, con los labios de Mina en tu virilidad, se extendiera de pronto por todo tu cuerpo, por toda tu piel. Y ya no podías decir si el temblor del trueno era realmente el del trueno o el de tu cuerpo.
La mariposa, asustada, levantó el vuelo y salió por la ventana aprovechando ese espacio. Parecía estar indicándote el camino y, entonces, te diste cuenta de que, a pesar de la altura, esa ventana era una salida abierta para ti. De algún modo, sentías que la luz del relámpago, la luz de la tormenta, la luz de la oscuridad, te hacía inmune a esa caída de unos cuantos metros. Tu cuerpo ahora era distinto y tus heridas ya no eran heridas, sino señales de una nueva fuerza que anidaba en tu interior.
De pronto, del dolor nacía el placer y del placer una nueva identidad, un nuevo cuerpo, un nuevo Lycius. El mundo estaba abierto para ti a través de esa ventana. La lluvia, el bosque, la tormenta. El día era tuyo, el mundo era tuyo. Tú eras la tormenta. La habías oído y ella te respondía dándote su ser.
Te oigo.
El mundo era nuevo y antiguo a mi alrededor. El mundo se había convertido en una extensión de la nada que habitaba en mi interior.
Oía al mundo. Pero no escuchaba lo que deseaba transmitir con esos medios tan poco ortodoxos.
Si el día resultó ser extraño, la mortecina luz de la tarde encapotada lo había tornado en un regusto de incomprensión y surrealismo.
Los opuestos encontraban su débil conexión en la frontera entre lo posible y lo imposible. Allá donde lo no esperado se hace tangible, la luz que oscurecía las tinieblas se convertían en el catalizador de la energía que el universo robaba a la veracidad. Impulsado por un motor invisible, la duda corroía mis entrañas tal como el sol lo hacía con mis extrañas. Y en ese Big Ben de primeras implosiones una evidencia golpeó mi pensamiento: los barrotes de contención se habían esfumado y lo que antes era jaula ahora es titubeo. Lo que antes fue prisión, ahora es dudosa libertad y donde el dolor fue creado, el parche se sanaba en vicisitudes efímeras.
La mariposa voló. Y con ella transformada una nueva percepción de mi alma.
Era aire.
¿Deseaba volar?
Los miembros se antojaban livianos y libidinosos. Una nueva sensación henchía no solo aquello que se enardecida, sino cada poro lúbrico del hedonismo dérmico que cauterizaba las llagas de la sumisión fisica.
No podía volar y la errónea creencia me anclaba en el piso tan firme como la esclavitud del yugo solar. Saberme incapaz no me hacía menos deseoso
Le oía. A mi cuerpo. Al aleteo de la mariposa libre.
Era aún transformación. Era aún larva de crisálida sin creer en las alas invisibles que nacían de mi contención.
Mis palabras se convirtieron en algo... más, algo diferente, algo cortante, algo capaz de atravesar tanto la realidad como la irrealidad. Ni siquiera había llegado a comprender dónde estaba hasta que las dije... en ese momento me di cuenta de que ese árbol me tenía preso con sus ramas y sus hojas rojas, que me cubrían. Era... era como si estuviera en la realidad, en una irrealidad donde no era nada más que una piedra hundida en la nieve y otra, mucho más profunda, donde estaba dentro del árbol; pero, tras hablar...
Todo terminó con más silencio, con los ojos de Ines diciéndome algo en completo silencio.
El mundo tembló, resquebrajándose, como si hubiera dejado de tener sentido para mí. El silencio de esa mujer, dándome la espalda, no solucionó el intenso pálpito en mi pecho, los nervios y la incomprensión. Y mi móvil sonó, casi como si el destino hubiera decidido darme una oportunidad de escapar al mundo real una vez más. ¿Una más? ¿Cuántas veces había huido del real y cuántas lo había hecho del irreal a lo largo de todos estos años? ¿Cuántas más tendría que hacerlo?
Pero esa vez decidí que no quería escapar, quería volver y, para hacerlo, debía hacer algo más.
Antes de coger la llamada alcé el móvil rápidamente y puse la cámara para grabarla. El vídeo anterior se veía negro, ¿este iba a hacerlo también? Ella era quien estaba en el panteón y... la vi entre los tres rostros que diferenciaba. Necesitaba respuestas e iba a conseguirlas. Mis manos se movían de forma casi inconsciente, como si mi mente se hubiera dividido en dos y una supiera algún tipo de conocimiento o verdad que la otra no.
Después salí de la enfermería cogiendo el teléfono sin siquiera haber mirado quién llamaba.
Mientras sentías los cosquilleos libidinosos en tu piel, la ventana dio un golpe por el viento, y otro golpe, y otro golpe. Y, entonces, como atravesando el húmedo viento que arreciaba en lluvia intensa —y que empezaba a hacer que algo de agua entrara también en tu dormitorio—, como atravesando los golpes de la ventana, como atravesando incluso la extraña sensación placentera en tu piel, empezaste a escuchar un gemido. Era un gemido que parecía repetirse con cada golpeteo de la ventana. Un gemido femenino, parecía. Un gemido que hacía que el cosquilleo de tu piel revoloteara con más fuerza y se te metiera por las heridas hasta la nuca.
No podrías asegurar el origen del gemido, pero te llegaba a través de la ventana abierta, acolchado, amortiguado por la lluvia y el viento. Ese gemido acariciaba tus heridas no menos que la luz del relámpago que se te había metido bajo la piel, ese gemido acariciaba tu piel no menos que la gruesa y aterciopelada cortina acariciaba tu rostro en cada vaivén del viento. De pronto, parecía que ese gemido te envolvía, desde allí abajo, llegando hasta ti como una serpiente sedosa.
Ines no se detuvo. Su paso siguió firme, alejándose cada vez más. Y la viste sumirse en las penumbras, las penumbras del Schloss, de un día encapotado, lluvioso, oscuro; pero también las habituales penumbras del lugar, clausurado a la luz por el bien de tu hijo; pero también otras penumbras más profundas que parecían brotar del propio cuerpo de Ines, o de más adentro, o quizás de tu mente.
Tu móvil grabó el cuerpo de Ines entre penumbras, con luz escasa, apenas una silueta o una sombra entre sombras. Te habló desde la lejanía, sin darse la vuelta y sin detenerse, ya lejos, lejísimos de ti, quizás en otro universo.
—Lo que no puedes ver con los ojos propios, no lo verás con los de una máquina.
Y entonces te pareció que su cuerpo se confundía con la penumbra y que lo perdías de vista en el pasillo.
Cuando sacaste el móvil para grabarla marchándose, viste que lo que había llegado no era una llamada, sino una serie de mensajes de un número oculto.
El lobo está en el bosque.
¿Quieres ser Caperucita?
¡Auuuuuuuuuuu!
Todo a mi alrededor se había convertido en palpitantemente libidinoso. Hasta el propio aire que me rodeaba, llevaba en sí cargado un magnetismo sensual que me envolvía activando en mi piel con el tacto etéreo de la lluvia golpeando el piso de habitación y mi alma torturada.
La novedad de esos gemidos despertaban en mi exterior y en mi interior un desconocido sentimiento pudoroso y lascivo. La promesa de escucharlo bajo mis alas, la vergüenza de imaginarlo y la incomodidad de pensar que podía venir de alguien que conociese. El viento traía palabras y sensaciones en sus turbulencias.
¿Podía un ruido tan sencillo como ese activar las células dormidas de mi instinto más ancestral? ¿Podía estar conectado de alguna manera al dolor lacerante y excitado que palpitaba en mi piel castigada convirtiéndose en ese opuesto donde el ciclo del placer se confundía en suplicio amalgamándose entre lenguas irreconocibles diluidas en una irregular constante sorda?
Ella se había ido. La mariposa. Su alma. Y las almas que me amaban.
Fuera, sólo una ventana abierta.
Ya no había espacio para casualidades en mi mente, no después de todo lo que vi y no vi, de la mezcla entre lo real y lo irreal. En ese momento, con Ines alejándose, cada vez tenía un agarre más firme de mi propia realidad —o eso pensaba— y esas sombras que la envolvían, cada vez más lejanas, cada vez me aseguraban más mi propio pensamiento, terminando por romper mis creencias —o falta de ellas—. Era posible que todo fuera una creación de mi mente, sugestionada; pero tras sus palabras ya no había espacio para casualidades en mi mente.
Estaba lejos, me puse a grabarla y me habló, echándome en cara algo que no podría haber visto excepto girándose, algo que no hizo. Ella sabía que la estaba grabando, de alguna manera, por lo que ella seguía viéndome con esos ojos que se mezclaban con la infinita oscuridad, ausencia y soledad que no habían dejado de mirarme en ningún momento. No era seguro, nada lo era ya en el interior del castillo. Tendría que analizar todo lo que había vivido para poder encontrar una manera de obtener información sobre ello, pensé, justo antes de centrarme en el móvil y ver el mensaje que había recibido.
«¿Pero qué demonios?», pensé, quedándome completamente en shock al leerlo. ¿Un número oculto? ¿Mensajes crípticos justo en ese maldito momento? Mi cabeza, definitivamente, se apagó por unos instantes. No podía ser una casualidad.
En cuanto recuperé la consciencia segundos después me reí en voz baja. No me preguntes por qué, estaba en un estado en el que mi cordura se encontraba tambaleándose como un funambulista amateur.
Cuidado con el frío, en el castillo no hace tanto, tenemos calefacción.
Eso fue lo primero que puse, tan sorprendido que no pude ser capaz de no responder de una manera más jocosa. No tardé, sin embargo, en adquirir mayor seriedad mientras caminaba hacia el comedor tranquilamente, a paso lento.
¿Cómo has conseguido este número?
Tras esto me puse a buscar por internet, interesándome rápidamente por esto y, de ahí, esto, mientras esperaba una respuesta o seguía avanzando hacia el salón comedor.
¿Me estaba volviendo loco? Probablemente.
No habría podido decir con seguridad en ese momento si el trueno estaba fuera del invernadero, haciendo temblar el suelo y el cielo a nuestro alrededor, o dentro de mí, donde mi corazón latía con tanta fuerza y tan rápido que me hacía zumbar los oídos. Sentí que el mundo se resquebrajaba, todo mi mundo, en una grieta roja y palpitante de la que brotaban a borbotones el dolor y el placer mezclándose en una misma y única cosa.
Bajé la mano que había sostenido en alto, y en ese descenso, las yemas de mis dedos pasaron por mis labios, por mi barbilla, por mi cuello, en una caricia sinuosa que culminó en el punto de mi pecho donde la pesadilla me había devorado. ¿Qué dirían todos si supieran los horrores en los que mi mente se regodeaba, dormida, pero también despierta? ¿Qué dirían mi padre o Lycius? ¿Qué diría la señora Pe? ¿Qué diría Carmilla?
Carmilla. Sus labios pintándose de rojo vivo en mi cuello. Sus dedos derribando barreras invisibles en una intimidad que nunca nadie había tenido conmigo. Carmilla, que hacía que toda mi sangre me aletease en las venas, que me hacía desear más, más barreras derribadas, más banderas robadas. Y en mi desconocimiento de los límites, el pudor me sonrosaba las mejillas y me atenazaba, impidiendo que me moviese para buscar más en sus dedos. No me atrevía a moverme y solo temblaba. Me temblaban las manos que ahora se aferraban, las dos, a la cintura de Carmilla, pidiéndole, con ese agarre silencioso, que siguiese volando, que me llevase en su vuelo, que lo tiñese todo de rojo, del rojo vivo y carnoso en sus labios, del rojo oscuro que cimbreaba anhelante entre mis piernas.
El mundo entero temblaba, y yo temblaba también, arrebatada por un deseo intenso y rápido, tan arrollador que borraba a su paso cualquier duda, cualquier protesta. Sentí que saldría de esa crisálida con nuevas alas, con alas untuosas, pintadas por Carmilla de sangre y deseo. Y lo quería así, pero también me aterraba. Me mordí el labio, enredada en ese conflicto entre las ganas de crecer y el miedo a hacerlo, y apreté, y apreté un poco más, hasta que una gotita de sangre brotó de la herida que me había hecho antes, y gemí al sentir ese nuevo dolor que me escocía, pero que se entrelazaba con el placer que me subía por el vientre. Y entonces recogí esa gota con la lengua y pinté también mis labios de rojo, rojo vivo, rojo sangre.
Dentro de la crisálida en la que me refugiaba, el mundo estaba teñido de rojo.
Mientras sentías tu piel acariciada por la sensual laceración de tus heridas, el aire que venía a través de la ventana —un aire húmedo, un aire frío que se mezclaba con el calor intenso del Schloss, y ambas sensaciones de frío y calor convergían en tu piel— te envolvía en un abrazo tan atractivo como repulsivo. Era como si, al mismo tiempo, desearas ese abrazo y lo rechazaras.
—Sí…
De pronto, los gemidos que cruzaban el espeso aire de la lluvia empezaron a articular alguna palabra jadeada con intensidad, pero en un intento acolchado de mantenerse tenues y callados.
—Sí… Así… Así… Sí…
Esas palabras, esos jadeos, parecían entrar como ligeros zumbidos que atravesaban la ventana y se enredaban en tu piel. Y te cosquillearan. Entonces, de pronto, sentiste una voz, un susurro femenino pegado a tu oído, un susurro cálido y frío al mismo tiempo, un susurro que te cosquilleó en la oreja con una suavidad de labios carnosos y que cortaba con la intensidad de una cuchilla de frío acero, aunque allí no había nadie, nadie. ¿Quién te hablaba? ¿Quién? ¿Las cortinas? ¿El aire lluvioso? ¿La ventana? ¿El Schloss? ¿Tu propia mente?
—Fóllame, Lycius.
Pasaron unos segundos de absoluto silencio al otro lado del teléfono. Mientras tanto, sin embargo, el mundo seguía hablando, decidido a no guardar silencio. Aunque habías dejado atrás la enfermería, podías sentir el intenso repiqueteo de la lluvia contra el Schloss. Era como si la tormenta estuviera tratando de arrojar una catarata sobre el castillo, como si estuviera intentando ahogarlo. A él, al castillo, sí. ¿A sus habitantes? El sonido era demoledor. Agua. Agua brutal.
Al fin, tras esos segundos, el teléfono volvió a mostrar nuevos mensajes, en respuesta a los tuyos.
Qué ojos tan grandes tienes.
Al críptico mensaje le sucedió a continuación una imagen. Una foto.
Sobre un mullido suelo cubierto de hojarasca ocre reposaba con quietud una cabeza. Una cabeza seccionada por el cuello, bajo la lluvia intensa. No había sido cortada de forma limpia y seca, sino con recortes de piel, tendones, músculo y sangre desprolijos, quebradizos y sucios. La hojarasca se había manchado con la sangre de esos espantosos y sórdidos cortes. La piel de la cabeza estaba pálida y ligeramente amoratada en los labios ligeramente entreabiertos y entre los que se adivinaba una fina fila de dientes y alrededor del lugar en el que deberían haber estado los ojos. Deberían. Pero no estaban.
Dos agujeros que mezclaban el negro, el morado y el rojo miraban a la cámara de forma vacía, abismal.
A pesar de lo cambiado que estaba aquel rostro de cuando lo habías visto con vida y unido al tronco que lo hacía moverse, pudiste reconocerlo. Era el último detective que habías contratado para investigar la muerte de Katherina.
Qué ojos tan grandes tienes.
Repitió un segundo mensaje tras la foto.
Notaste al mismo tiempo el frío helador de sus labios y el calor palpitante de tus latidos, allí en tu cuello, allí en tu piel, en vuestras pieles. Notaste al mismo tiempo el frío helador de sus dedos y el calor palpitante de tu cuerpo, allí ente tus piernas, allí en tu piel, allí en vuestras pieles. Palpitantes.
Separó los labios de tu cuello, donde al mismo tiempo había un escozor que dolía, pero también una caricia que te regaba la piel de placer. Separó su rostro de ti unos momentos. Sus labios estaban otra vez rojos, con ese carmesí sórdido y delicioso. La mano que estaba bajo tu pantalón se empezó a restregar, como apropiándose de la oscuridad que brotaba desde ti. Luego, sacó la mano de allí y la llevó hasta tu cuello; del mismo modo que se había restregado contra tu piel bajo tu pantalón, empezó a restregar la palma de la mano por el lugar exacto en que te había mordido.
Tras ello, puso la palma de su mano frente a tu rostro, para que la vieras. Estaba manchada. Pintada. Manchada y pintada de ti, de tu oscuridad entre las piernas y de tu oscuridad en el cuello. Y, entonces, la puso contra tu cara y empezó a pintarte el rostro entero con la palma de su mano. Untó tu rostro de ti misma, pasando lascivamente su mano por cada rincón de tu cara hasta detenerse en tus labios, donde la apretó con más fuerza, como si te estuviera invitando —no, invitando no, exigiendo— a alimentarte de vuestra sordidez mutua.
Una parte profunda y oscura de mí, esa que solo dejaba entrever a quien leyese mi blog, se regodeaba en el placer y en el dolor, en el escozor y en la caricia que se deslizaba por mi cuello. La conocía bien, a esa caricia, no era la primera vez que la sentía, acompañada también del mismo escozor. La había sentido escapando de mis brazos, macabra y hermosa en aquel beso de muerte. Y la sentía en ese momento, mucho más tenue que en el escenario, porque la mano de Carmilla me sacaba jadeos ya imposibles de contener.
No sabría decir si me dio más lástima que sacase sus dientes de mi cuello o su mano de mi pantalón. Se me escapó un gemido de protesta del que me arrepentí en el mismo instante en que abandonó mis labios teñidos de rojo. Los apreté mientras miraba a Carmilla, excitada, ansiosa, llena de una curiosidad morbosa que me tiraba de las entrañas y me pulsaba en el cuello con una fuerza palpitante.
Miré su mano cuando me la mostró, y mis pupilas se dilataron al recorrer el brillo rojizo de su superficie. Me había arrancado la oscuridad y la enarbolaba como si de un trofeo se tratase. Y yo me sentía avergonzada y, al mismo tiempo, orgullosa; anhelante y, al mismo tiempo, culpable; estremecida, gozosa, atemorizada, temblaba mientras su mano pintaba mi cara con mi propia oscuridad. Y cuando se detuvo en mis labios, supe lo que me estaba pidiendo —no, pidiendo no, exigiendo—. Mis ojos buscaron los suyos, suplicantes, casi plañideros, porque no quería, pero sí quería, o quizás era que sabía que no debía, pero sabía que no podría resistirme a su gesto, que nunca podría resistirme a ella.
Tragué saliva y la saliva sabía al hierro y la sal de mi labio herido. Y luego abrí los labios y saqué la lengua, tímida, dejando caer los ojos con sumisión para no mirar directamente a Carmilla. Acaricié un poco la palma de su mano con la punta, tan solo un roce, y el sabor, apenas unas ligeras notas que en ese instante me parecieron toda una sinfonía, me cosquilleó en la boca y en el vientre. En un arranque inexplicable, me envalentoné y agarré su muñeca con la mano para que no me la quitase. Y aún sin mirarla a los ojos, lamí dócilmente su mano.
La lluvia refrescante, impactaba en mi rostro, enfriando el ardor que las imaginaciones le estaba causando los susurros en su cuerpo y su mente. Algo, o alguien, le estaba causando esas extrañas sensaciones tan ajenas como conocidas tras una película de las que encontraba en internet con señoras ligeras de ropa activando sus fantasías más tórridas.
El susurro, ya sea de la cortina o del castillo que me hacía una jugarreta, ponía mi piel de gallina y mis nervios a flor de la misma. No era cuestión de volar, sino de no estrellarse en las garras de una ficticia pasión invisible que tentaba mi cordura.
Si en la enfermería y en la recámara de Ines, la oscuridad se adueñó de mis sensaciones y mi realidad, a solas, sin peligrar nadie a mi vera, esta sensación que traía reminiscencia de la ausencia anterior me transportaba a la oscuridad que ahora mis sentidos recibían.
La cabeza se movió frenética a izquierda y derecha, en la búsqueda del origen de esa voz que le deseaba como nadie lo había anhelado antes y que activaba un cosquilleo en su bajo vientre, en sus órganos internos y en las tinieblas que se extendían desde su piel hasta la punta de su miembro quien tomaba proporciones aumentadas.
— Ven.... — susurré cerrando los ojos y dejándome llevar por esa sensación que mecía mi libido
Y si. Algo en mi interior me decía que si venía, lo haría.
El mundo no parecía querer dejar de gritar, de llorar, mientras caminaba y mientras miraba el móvil. Iba vagando de página en página cuando, de repente, veo otra notificación de mensaje. Más Caperucita. Entrecerré los ojos y suspiré, negando levemente con la cabeza, hasta que vi que llegaba una notificación más con una foto.
Entonces me quedé en shock. Todo lo que había visto, lo que había sentido estando en la enfermería pasó por delante de mis ojos mientras esos ojos en la foto me miraban, vacíos. El árbol, las hojas rojas, los rostros inertes que me miraban sin mirarme... arrancada. Y yo... ¿yo estaba ahí?
Le recordaba. Era Charles Beaudoir, un tipo de ascendencia inglesa y francesa que vivía en Manchester. Le había conocido anteriormente por cosas del trabajo, era el hermano de uno de los jefes de otra empresa y el tipo buscaba desesperadamente hacerse un nombre en el mundillo detectivesco. No lo tuve en cuenta inicialmente, pero tras no recibir excepto silencio por parte de los otros le contacté. Lo último que me comentó era que había conseguido un buen contacto en la policía, que necesitaba una cierta suma de dinero para poder obtener información relevante. Yo ya estaba resignado y cedí teniendo esa inevitable esperanza de aquel que casi ha terminado de caer.
No volví a hablar con él.
Cuando se lo di pensé que podría haber conseguido el acceso a las cámaras del edificio que me negó la policía o algo parecido, pero su silencio me hizo pensar que simplemente cogió el dinero y se marchó, como todos los demás lo habían hecho.
Me equivocaba.
Otro mensaje. Otra vez Caperucita.
Me puse a temblar. Mi mente se centró en un único pensamiento mientras mi cuerpo salía a correr para perseguirlo: la doctora. Tenía que mostrárselo. Tenía que preguntarle si eso no era mi imaginación, si no me estaba volviendo completamente loco. Corrí, buscándola.
En el momento en que tomaste su muñeca con tu mano y pasaste tu lengua por la frialdad de su piel y la calidez de tu doble oscuridad, sus ojos brillaron de nuevo con esa incandescencia ancestral, con ese baile de fuego primitivo, surgido de la abismal caverna de sus ojos negros.
Una vez que lo hubiste hecho, arrancó su muñeca de tu mano, con fuerza, y dio un paso hacia atrás. Luego otro paso. Y desde allí te observó con aspecto triunfal. Ante ti aparecía como una diosa, una diosa infantil, una diosa adolescente, una diosa con un vestidito y con zapatitos de niña; una diosa con tu ancho jersey sobre su vestidito; una diosa con los labios manchados de sangre; una diosa con la mano palpitante de tu doble oscuridad; una diosa con una mirada en la cual sus seguidores bailaban ritualmente en su honor y quizás también en el tuyo; una diosa rodeada por el vuelo de mil mariposas; una diosa acunada por los brazos de una tormenta más allá del cristal y más allá del cielo.
Alzó su mano, la mano que tenía tu sangre palpitante, la mano que tenía la oscuridad de tu entrepierna palpitante, la mano que tenía tu lamida. Y se la llevó a la boca. Y lamió ella también, muy lentamente: centímetro a centímetro, introduciéndose cada dedo entre los labios cuando llegaba hasta la punta.
Y, entonces, otro relámpago brilló salvaje en el cielo, al otro lado del cristal. Su luz azulada lo iluminó todo. Lo hizo todo visible. Por fuera, pero también por dentro. Y al mismo tiempo que el trueno rugía en el cielo, Carmilla soltó un sollozo y se cubrió la cara con las dos manos; se dio media vuelta, para darte la espalda, con la cara hundida en sus manos.
Y empezó a llorar.
Y veías sus hombros agitándose con sus sollozos.