Partida Rol por web

El sargento Dominik esperaba que el padre Adelmus terminase de despedir a cada uno de los fieles. El sargento parece aplicar un aire marcial a casi cada cosa que hace, y hay algo en su posición que recuerda, vagamente, a una estatua vigilante. En todo caso no dice nada hasta que el sacerdote termina y no queda nadie en la iglesia. Entonces se acerca a este y se arrodilla ante el representante de Cristo 

- Padre, perdonadme, pues he pecado - dice en tono tenso y recogido- Deseo hablar con vos... como sacerdote.. y también con vos como miembro de la familia Basarab. ¿Son ambas cosas posibles?

El Padre Adelmus presenció con discreto asombro las palabras y gestos del oficial que otrora hubiera servido a los Basarab. Se le veía perturbado y evidentemente por ello es que se presentaba ante él. La gente era más propensa a acercarse a la Cruz en momentos aciagos, los cuales para fortuna de Adelmus y de toda la organización cristiana eran el pan de todos los dias en las miserables vidas de cada persona, fuera devota o no de la Fe.

- Es posible, hijo mío, en tanto ambos estados son indivisibles en mí ser y ello no podrá cambiar en esta vida o en la otra. Hablad ahora y sed sincero con vuestra alma. Seré el testigo terrenal de ello...

Al religioso al parecer le interesaba oír los males que aquejaban a aquél guerrero. Normalmente hubiera dilatado la confesión para otro día en el que estuviera más fresco y descansado, pero con Dominick se había inclinado por hacer una excepción y dejar que se confesara ese mismo día. El Sargento era un desertor infame de su familia, aunque a Adelmus poco parecía importarle aquello, ya fuera por piedad o por desinterés en el pasado inmutable.

El sargento se queda unos instantes en silencio y finalmente habla con lentitud, como si se pensara bien cada palabra que pronuncia

- Padre, serví a miembros de la familia Basarab conforme pude, y derramé por ellos mi sangre. Sólo cuando todos los que eran mis señores legítimos fallecieron, juré lealtad a quien me acogió a su lado. Se bien que la familia Basarab me ha declarado traidor, y sobre mi ha declarado sangre y muerte. Sin embargo vos sois un hombre de la iglesia, y no se cual debe ser mi relación con su reverencia. Por todo ello os pido que me digáis si también vos estáis, por vuestra familia, obligado a darme muerte, pues se bien que los sacerdotes son siervos de dios, pero también de sus casas, y de ser preciso, prefiero alejarme de vos, pues aunque como cristiano preciso la iglesia y sus sacramentos, mayor es mi temor de enfrentarme a un religioso. Por lo demás, pido perdón por la ira en la que tantas veces he cedido en mi vida, por la violencia con la que me he visto obligado a actuar contra los enemigos de mi señor, y por todo aquello que, en mi servicio y obligación, pueden alejarme del servicio a Nuestro Señor Crucificado, y pido para mi la Misericordia de Nuestro Señor, y el perdón de aquel que ha sido autorizado para liberar en la tierra los pecados que me encadenarían al Infierno en la hora de mi muerte - dice el sargento en un tono peculiar, a medio camino entre la devoción y la más férrea disciplina militar

El sacerdote escuchó con paciencia las razones del veterano guerrero, pero por la manera en que su rostro se fue enturbiando a medida que el relato avanzaba, estaba claro que las palabras del Sargento no eran en absoluto de su agrado. Aquél hombre de armas tenía el descaro de permitirse dudar de la honestidad del clérigo carmesí, una insolente desconfianza agravada por hecho de que él mismo era un mercenario traidor que había pecado duramente al abandonar a su verdadero señor para jurarle fidelidad a un salvaje enemigo de la patria.

- La sola idea de creáis que como hombre santo podría yo llegar a levantar armas en vuestra contra, anteponiendo mi familia a mi sagrado deber como príncipe del Todopoderoso en la Tierra, es un insulto para mi integridad e investidura. Para empeorar vuestra postura, hijo mío, decís temer más por vuestra vida  que por vuestra alma inmortal. Algo inaceptable e indecoroso. Creo que vuestra mente se ha nublado por el temor a morir, haciendo de vuestro juicio un mero espectro asustadizo y senil...

Esa misma voz hermosa que supo cantar de manera divina los sentidos versos del requiem para el difunto Lorand, era la misma que ahora se alzaba en un tono severo y autoritario, haciendo eco en el interior de piedra del edificio y retumbando como si se tratara de una réplica abismal. Cuando el rumor de aquellas palabras se fueron extinguiendo, Adelmus volvió a hablar, pero esta vez con mayor sosiego y compasión, en un tono casi íntimo.

- Aún así, tengo fe en que sabréis superar este trance. Pedís perdón sinceramente, y soy testigo de que vuestras súplicas son oídas por Nuestro Señor. Él os ofrece la Salvación, pero no podéis permanecer ni un día más distante de su Templo. Abrazad la Fe, Dominik, ese acto será la verdadera Redención...

Adelmus tendió entonces su fina mano al pecador confeso para que este la besara y se incorporase finalmente. Daba por concluida así su intervención formal en aquél sacramento que tanto sosiego infundía en los corazones de los fieles. Y es que la promesa del Cielo sólo podía oírse dentro de los fríos muros de piedra de su iglesia. La verdadera fortaleza Basarab ante los ojos del distinguido sacerdote, un bastión que debía elevar mucho más alto ...

- Disculpad mis palabras, padre. Pero no he dicho temer más por mi vida que por mi alma. Al contrario, es por mi alma por la que temo en caso de no poder acudir a vos, o de tener que sufrir enfrentamiento con vos. Lamento que mis palabras os desagraden, pero no soy un hombre culto, sólo un guerrero. Y prefiero decir lo que pienso. Más cuando estoy confesándome, y de mentir, no sólo insultaría a mi confesor, sino que aun mucho peor, perjudicaría mi alma, y cometería nefando sacrilegio - dice con un tono sentido, pero frío- Abracé la fe verdadera hace mucho tiempo, y por vuestra intercesión agradezco el perdón de Aquel que nos mira desde lo alto - dijo el hombre de armas, besando la mano del prelado

Las nuevas palabras del oficial no terminaron de convencer demasiado al religioso, quién a pesar de todo asintió aparentemente más complacido mientras el Sargento se ponía de pie nuevamente. La ceremonia lo había agotado como era de esperarse, y tampoco deseaba perder más de su tiempo ilustrando a un sujeto que ignoraba claramente hasta los niveles más básicos de lo que Adelmus denominaba con elegancia "Burocracia celestial".

- Que el Señor os bendiga y os guarde entonces, hijo mío. Su rostro haga refulgir de piedad sobre vuestra cabeza y os infunda tranquilidad y armonía. Sois libre de marcharos ahora en paz...

Con esa última bendición, el párroco despidió al hombre de armas y se retiró discretamente sus aposentos. Un silencio fatal volvió a apoderarse de la iglesia cuando el último de los fieles se hubo retirado al final. Los fríos muros con sus tristes santos representados a lo largo y ancho, parecían añorar otra caricia de la fina voz del ruiseñor de Balgrad. Pero Adelmus, receloso de su don, no volvió a entonar en público estrofa alguna por un largo tiempo...

El sargento se levanta, y asiente

- Gracias, padre. Que el Señor os bendiga y os agradezca vuestra labor y piedad - dice para luego abandonar el lugar

- El Sargento Dominik sale de la Iglesia de Alba Iulia y regresa al Castillo de Balgrad.

TRANSCURRE UNA SEMANA COMPLETA.

PADRE ADELMUS:

- Ha transcurrido una semana desde el funeral del desdichado Chambelán Teleki.

- Los niños, tus ahijados, ya deben de estar en la Corte. Pronto se integrarán en ella como nobles vástagos de un gran linaje que son.

- Puede que en la Corte tengan oportunidad de recibir una educación más ilustrada de la que recibirían en la Finca Basarab. Tal vez sea pronto para saberlo.

- Esta mañana, sin embargo, una sombra oscura e indefinida se cierne sobre tus pensamientos.

La semana había transcurrido con un feliz sosiego para el clérigo superior de Alba Iulia, quién se había retirado más de lo común a sus aposentos para dedicar largas horas a la lectura de los libros que componían su pequeña colección personal. Se enfocó principalmente en aquél tomo que hacía referencia a los venenos registrados por la humanidad, pues tenía el deber de matar a un hombre y no pensaba hacerlo con la fuerza de sus brazos precisamente.

Por su mente comenzaron a desfilar distintos planes, pero ninguno parecía convencerlo demasiado. El Sargento Dominik era un hombre fornido y vigoroso, lo cuál no favorecía en primera instancia una intoxicación común. Si esperaba fulminarlo efectivamente tendría que pensar en el modo de envenenarlo en más de una ocasión y sin levantar sospechas.

Tenía casi un año para sopesarlo bien, cualquier error podía costarle el puesto y también su cabeza...

UNA MAÑANA DE INVIERNO, MUY POCOS DIAS DESPUES DE LA LLEGADA DE LA COMITIVA BASARAB AL CASTILLO DEL DUQUE.

- El Caballero Zuyla Dravescu, Tercer Caballero de la Corte; y Maserrak de Flambeau, Maestro de la Corte, llegan a la plaza de la ciudad y se detienen ante las puertas de la Iglesia de Alba Iulia.

- El Caballero va a lomos de su caballo de guerra, del que desmonta y ata al carro.

- Maserrak conduce un carro en el interior del cual hay tres bultos amortajados...

- "Ave María Purísima." -

Dice el Sacristán de la Iglesia a la puerta de la misma.

INTERIOR DE LA IGLESIA:

- "Reverendo Padre, han llegado unos nobles con un carro. Puede que haya ocurrido una desgracia." -

- Sin pecado concebida - respondí mecánicamente.- Hemos de hablar inmediatamente con el Padre Adelmus, me temo que se trata de un asunto de extrema importancia...

A pesar de que ya no importaba, seguía sitiéndome incómodo hablando de los muertos sin haber entrado primero en la iglesia, de modo que no dije nada más. Cuando estuviéramos a solas con el Padre Adelmus hablaríamos largo y tendido acerca de la vida, la muerte y todo lo relativo a lo acontecido la noche anterior.

- "Avisaré al Reverendo Padre Adelmus de inmediato. Podéis conducir el carro hacia el lateral izquierdo de la nave Oeste. Allí hay un abrevadero de caballos y un poste para atarlos." -

El Sacristán saluda con una inclinación de cabeza y entra en el interior de la Iglesia.

Cosmin llega ante el altar mayor, donde el Padre Adelmus ha culminado sus oraciones matinales.

Viendo que ya está allí el monaguillo Sandu, asiente y guarda silencio, aguardando instrucciones.

El excéntrico sacerdote de Balgrad se disponia ya a recluírse en su aislada alcoba, cumplidas las obligaciones diurnas en el triste altar. Pero al parecer aquél invierno traería otras vicisitudes más allá del frío e inclemente viento del Norte. Sus criados así se lo hicieron saber. Un par cuervos habían llegado procedentes del castillo, graznando malos augurios y ensombreciendo el semblante parco del refinado clérigo Basarab. Malas noticias, al parecer...

- Mi queridísimo Sandu, traedlos ante mi presencia...

Adelmus hablaba apenas con un leve hilo de su voz aterciopelada. Hacía meses ya que una extraña afección lo mantenía en un estado de perpetuo malestar. Parecía haber languidecido como un alto y soberbio árbol al cual la nieve su corteza había marchitado cruelmente. Estaba más que claro que aquella no era la mejor forma de recibir visita alguna, la presencia era una carta muy cara a la exquisita estima del religioso Basarab. Pero igual de cierto era también que una comitiva ducal no podía ser burlada tan a la ligera. Las relaciones con el castillo eran frágiles.

- Hijos míos y de Transilvania, nobles e ilustres mensajeros de la tiara feudal, os doy la bienvenida a mi humilde santuario. Sabréis disculpar la delicadeza de mi ánimo, un mal pasajero me aqueja pero de ninguna manera ha de impedir que mis oídos atiendan a vuestras urgentes palabras. Hablad ahora...

Dos fueron las figuras que se presentaron ante el párroco rojo esa mañana frente al retablo. Desconocía Adelmus los pormenores de sus vidas, pero no ignoraba la relevancia de los cargos que ocupaban en la corte del tirano Gyula Kadar. Algo serio debía estar ocurriendo en el ducado para que aquellas dos personalidades acudieran a la iglesia luego de la precipitada expulsión del sumo sacerdote por parte del soberano del castillo. Los temores de Sandu fueron los del clérigo por unos instantes. Penas, ruegos... hubiera sido ingenuo esperar otra cosa de boca de aquel par de insignes emisarios. Y aún asi sabía que el aire gélido siempre podía soplar con un poco más de fuerza.