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El amanecer de los Héroes

Cronología

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19/12/2015, 05:47
Ischyros

Apagué los fuegos en mi puesto en las murallas pues el sol ya había salido mientras le hice relevo a los guardias del turno anterior que vigilaron el horizonte alrededor de Micenas durante la noche. Aún no hacía calor suficiente pero no tenía frío alguno pues había dormido bien. Me tocaba el primer turno de la mañana junto con un par de compañeros, por lo que comiencé a caminar en el muro mientras mis ojos se fijaban en la cercanía cuando una agitación llamó mi atención desde el interior de la ciudad. Intenté entender qué sucedía desde la distancia pues un vigía debe permanecer en su puesto hasta que una orden lo releve de su obligación. No fui capaz de conseguirlo.

Varios minutos después, un mensajero de parte de mi tío Theron me avisó de lo sucedido: Habían encontrado a la esposa de mi padre violada y asesinada en su propia cama y se llevaron a mi padre arrastrando mientras gritaba su inocencia y clamaba por justicia. No pude dejar mi puesto de guardia hasta que terminase mi turno y desde sobre el muro vi como los guardias arrastraban a mi padre hacia su destino sin poder hacer nada más que morderme el labio. Al mediodía abandoné los muros y corrí con todas mis fuerzas hacia el Megaron.

Al llegar, me encontré con todos mis familiares y seres queridos junto con un multitudinario público de figuras importantes para la ciudad. Mi padre estaba encadenado en el centro del Megaron, posición indigna para un hombre tan bueno como él. El Rey discutía con su Consejero Zorba mientras yo esperaba con agitación y temores atormentándome.

El Rey se puso de pie y declaró que mi padre era culpable. Habló de la monstruosidad del acto y de como la sangre real había sido derramada con crueldad. Decidió que sería ejecutado y que la forma de perecer sería un desangramiento lento y doloroso mientras el resto de los presentes aclamaban con furia para que se asesinase de la forma más inhumana posible. El Rey, conforme, preguntó a los Dioses y los presentes si no debería haber un motivo para perdonarlo. Algunos de mis hermanos preguntaron como podían estar seguros de la voluntad de los Dioses cuando mi tío Theron refuerza esas palabras al decir que la ausencia de pruebas divinas podría indicar que no estamos haciendo lo correcto. El General Spyridon, amigo de mi padre, insistió en esa idea y sugirió prudencia y tiempo.  El Rey y su consejero respondieron con inteligencia a los argumentos. Fue entonces que mi hermano Lykaios comenzó una oratoria cargada de elocuencia y astucia para argumentar las múltiples dudas de la situación, dudas que yo mismo había comentado a mi tío discretamente pues no calzaba mi padre como el criminal que necesita golpear a su hija a traición para acceder a su hogar.

El Rey perdió el control y contestó dejando en claro que es su ego y no su razón la que presidía aquel juicio. Luego de conversar con su consejero, el Rey anunció que, como magnánima oportunidad, nos permitiría realizar una difícil misión para probar la inocencia de mi padre pues, de ser él inocente, los Dioses nos ayudaría a cumplir con éxito cualquier encomienda. Con fuerza anuncié que me ofrezco voluntario para lo que sea que el Rey nos proponga. Mi hermano Atreo y mi tío se ofrecen para ello también pero es mi amiga Ifianasa, Sacerdotisa de Hera, quien llama la atención de todos al ofrecerse como aval de los Dioses en esta misión. El General Spyridon fue el último en ofrecerse y fue designado como líder de la misión.

Zorba se puso en frente y explicó la misión que habríamos de tomar: Debemos viajar a Asine y convencer al Rey Dorio Karsten que nos entregue a su hija, la princesa Haidee, para que contraiga matrimonio con nuestro Rey Alameo para asegurar la descendencia de su línea de sangre. No solo debemos llegar allá y conseguirlo, sino que debemos traerla de vuelta sana y salva.

Varios otros se ofrecieron para ir con nosotros, como fue mi amigo Akintos, un espartano llamado Ebalo y dos hermanos atenienses llamados Talios y Anatolius. Zorba nos indicó que se nos entregaría una carta oficial en la que los deseos del Rey serían comunicados al Rey de Asine. Mi padre fue llevado a las mazmorras sin ninguna consideración y negándonos el hablar con él. Luego abandonamos el Megaron.

Al cabo de un rato nos reunimos en el palacio y allí se nos entregó un jarrón de oro para el Rey con una tablilla dentro que llevaba el mensaje. Nos entregaron monedas, un carro con bueyes y ciertos suministros para el viaje, al igual que sus cínicos buenos deseos. Partiríamos esa misma noche.

Mi hermano Lykaios y Dareios también se ofrecieron, así como mi hermana Hypatia. Dicho todo, nos retiramos a comenzar los preparativos para un viaje que para algunos sería el primero y quizás para todos, el último.

Noche del 20 de Pyanepsion del año 1088

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14/03/2016, 06:31
Spyridon

Inmediatamente que el grupo salió del palacio, Spyridon, el general con más experiencia del grupo procedió a organizar el viaje. En un encuentro privado con Theron, el otro general al mando, ambos coincidieron en no fiarse de la palabra del rey y confiar en sus propios recursos.

El grupo se dividió en tres partes, por una parte Ifianasa junto con dos guerreros fueron al templo a enconmendar el viaje a los dioses y buscar su favor. Spyridon confió en su guardaespaldas, Akintos para organizar la intendencia junto con una de las hijas de su amigo, Hypatia, para que le aconsejara. Por último Theron se ocuparía de que los hijos de Ptolomeo no buscasen una venganza prematura y dejasen los asuntos de su padre arreglados hasta su regreso. Igualmente obtendrían de su casa cualquier cosa necesaria para el viaje.

Sin más incidentes el grupo armado y más o menos organizado se reunió a la salida de la ciudad junto con un carro que llevaba todo lo necesario para el viaje. La aventura estaba a punto de empezar.

Noche del 20 de Pyanepsion del año 1088

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11/04/2016, 22:22
Atreo

Partimos al amparo de la noche. Algo adecuado a mis ojos, pues la luz del arco de Artemisa alumbró nuestros pasos, velando por ellos. Pareció que los ciudadanos de Micenas, mis propios paisanos, se apartasen de nuestro camino, evitándonos. No pude culparlos, aunque sentí una punzada de dolor, como si me hubieran traicionado. Las miradas de los guardias se clavaron en nosotros, como saetas crueles y afiladas, mientras seguimos avanzando, lentamente, y atravesamos las puertas, dejando atrás Micenas.

Cada uno ocupamos nuestras posiciones en la formación que los generales habían planeado para el viaje, alrededor del carro con nuestras provisiones y de la tablilla. Respiré más tranquilo, sintiéndome más en mi entorno, cuando por fin salimos a campo abierto, aunque aquella sensación duró poco.

No tardé en advertir, a pesar de la oscuridad del cielo, unas figuras voladoras que nos seguían, volando entorno a nuestras cabezas, lejos, allá en lo alto. Forcé la vista para reconocer mejor qué eran, pues me parecía extraño que las aves volaran de aquella manera en plena noche. No me avergüenza reconocer que sentí miedo por lo que vi. Horrendas criaturas, deformes, mezcla de ave, algún tipo de animal y mujer.

Apreté el paso y avancé decidido por la formación, sin apartar la vista del cielo, con la esperanza de llegar hasta el general sin llamar demasiado la atención. En cuanto pude, le susurré lo que había visto, con la esperanza de que tomara las medidas necesarias para proteger al grupo y nuestra valiosa carga.

Rápidamente Spyridon se hizo cargo de la situación y repartió órdenes con celeridad, que yo me apresuré a cumplir, ocupando el puesto que me había asignado, mientras preparaba arco y flecha, listo para disparar de ser necesario.

Seguimos el camino hacia Midea, la aldea que se encontraba en el camino, con el peso del vuelo de aquellas criaturas sobre nuestras cabezas, manteniendo siempre un ojo en el camino y otro en el cielo, hasta que, al fin, se avistaron luces en la distancia. Aquéllo quizá fue nuestro terrible error: dejarnos seducir por la idea de que lo peor ya había pasado. Cuán equivocados estábamos.

Las criaturas voladoras aprovecharon aquel momento de distracción para abalanzarse sobre nosotros, y, en concreto, sobre el carro, consiguiendo robar algunas herramientas y derramando un frasco de aceite sobre las preciadas provisiones, malográndolas potencialmente. Maldije nuestra mala suerte y nuestra confianza: por no vigilar adecuadamente nos habían tomado por sorpresa.

El espejismo de la seguridad de Midea también se desvanecía, pues lo que parecieran en un principio hogueras eran en realidad incendios: la aldea estaba ardiendo y, huyendo de aquel infierno, se aproximaron tres personas corriendo.

Rápidamente Spyridon se hizo cargo de la situación una vez más, mostrando su gran capacidad de mando, y repartió órdenes, que todos nos apresuramos en cumplir. Yo, por mi parte, me mantuve atento, vigilando el cielo y a las personas que se acercaban, no sabiendo aún si podían ser otra nueva amenaza.

Los compañeros de cerca del carro intentaron secar las provisiones y salvarlas del aceite, echando arena, mientras el propio Spyridon y el gigante Talios se adelantaban para interceptar a las personas que se acercaban. Desde mi posición, pude ver que se trataba de una familia que huía, aparentemente desesperados. A pesar de las órdenes recibidas, no pude quedarme quieto ante aquella situación: avancé hasta la familia y les indiqué que se refugiaran junto al carro.

A pesar de la buena voluntad de mis palabras, fui consciente demasiado tarde de que había tomado una posición que no me correspondía, desobedeciendo una orden directa por el camino. El general Spyridon, alarmado, anuló inmediatamente mis indicaciones. La cautela del general era sabia, aunque a mis ojos estaba claro que no podían tratarse de amenaza alguna.

Pretendió el general que aquella familia nos acompañara hacia la aldea de donde habían huido, pero le supliqué que recapacitara, aunque no pareció surtir mucho efecto. Le solicité que al menos el niño se quedase a salvo, que no volviese a la aldea. Spyridon al final accedió a que el niño y la mujer se quedasen, gracias a la intervención de mi hermana Hypatia.

Avancé junto al general, el gigante Talios y el resto de la familia hacia la aldea, mientras mis hermanos Ischyros y Dareios, por sugerencia de mi tío Theron, se quedaban a media distancia, listos para entrar en acción a apoyarnos de ser necesario. El horror que descubrimos allí no tenía nombre.

El general me ordenó que escoltara parcialmente a los jóvenes que nos había guiado de vuelta al carro, y que avisara a mis hermanos para que los dejaran pasar. Cuando volví al lado del general y Talios, vimos por primera vez a aquellas horribles criaturas, todo músculo sanguinolento, sin piel ni rostros.

La batalla fue larga y dura. El valor nos falló a mí y a mis hermanos. Dareios salió corriendo hacia el carro, y hasta el valeroso Ischyros, que había frenado mi huida inicial, se vio paralizado por el miedo. Ambos corrimos, a pesar de todo, en auxilio de Spyridon y Talios, que batallaban ferozmente contra dos criaturas, plantándoles cara con valentía.

Cuando por fin Ischyros y yo superamos nuestros miedos y pudimos pelear, el combate no parecía ir demasiado bien: Spyridon había recibido numerosas heridas, y aguantaba a duras penas contra la bestia, mientras el combate del gigante Talios parecía permanecer en unas tablas.

Corrimos. Gritamos. Luchamos. Sangramos e hicimos sangrar. Otra bestia se abalanzó al combate, directamente contra mí. Finalmente nos alzamos victoriosos sobre los cuerpos sin vida de las horrendas criaturas, aunque habíamos derramado mucha sangre para conseguirlo. En cuanto la última bestia cayó, mi hermano Ischyros y yo salimos corriendo a intentar auxiliar a la gente de la aldea: mi hermano hacia una casa grande, que estaba medio en llamas, y yo hacia la casa más alejada, de la que anteriormente había oído provenir gritos.

Como si hubiera estado sincronizado, en aquel momento llegó Anatolius, anunciando que desde el carro también habían recibido un ataque similar y que le habían enviado para ver qué nos había sucedido a nosotros. Spyridon le envió rápidamente de vuelta para que trajera el carro a la aldea y ordenó a Talios que me ayudara mientras él mismo iba con Ischyros.

El reencuentro con mis familiares fue francamente un alivio. Saber que estaban bien me quitó un peso de encima. Tras poner en claro qué había sucedido, hasta donde se podía, y rescatar a los aldeanos que estaban en apuros, todos pudimos atender nuestras heridas. Las mujeres, por su parte, atendieron a los aldeanos heridos mientras Spyridon, Theron, y algunos más debatían sobre lo que debía hacerse a continuación, tras ponerse al día.

Mi hermano Dareios dio la voz de alarma al comprobar que al menos una bestia debía de seguir viva, en algún lugar. A pesar de que mi tío y yo expresamos nuestra preocupación por la familia que ha quedado a la interperie, Spyridon puso de manifiesto que lo primordial era abatir a la última de aquellas terribles criaturas.

A una orden de Spyridon, me uní a él y a su escudero, Akintos, y avanzamos tras los pasos de Ischyros, que se había adelantado hacia la casa en la que supuestamente había comenzado todo aquel horror. Nuestros peores temores se confirmaron cuando avistamos a la última de las criaturas entre los escombros de la casa, devorando algo , y a Ischyros, que ya prácticamente estaba sobre la bestia, avanzando con sigilo, con la esperanza de pillarla desprevenida. También vimos a un hombre sobre el árbol cercano, sollozando quedamente.

Disparé una flecha hacia el campamento improvisado, por orden del general, con la esperanza de avisar al resto de que habíamos localizado a la bestia, y volví junto a él y a Akintos, con el máximo sigilo posible. El miedo me invadió cuando perdimos a Ischyros momentáneamente de vista, pues se había internado, silencioso, entre los escombros. Nuestros temores se confirmaron cuando oímos que la bestia había descubierto a mi hermano, que nos avisó rápidamente con un grito, alertándonos.

No perdí el tiempo y disparé la flecha que tenía preparada contra la horrenda mole que atacaba sin piedad a mi hermano, impactando de lleno y clavándose profundamente en su carne. Spyridon y Akintos reaccionaron con igual presteza, y corrieron en auxilio de Ischyros. Sin embargo, Artemisa guió mis disparos con mortal precisión, y antes incluso de que llegaran a atacar, la última de las bestias caía abatida por mis flechas y los golpes de la espada de mi hermano.

Tras el combate, examinamos la casa y ayudamos al hombre a bajar del árbol, intentando interrogarle a pesar del shock. Descubrimos un agujero en el suelo, del que seguramente habrían surgido las criaturas, cosa que nos confirmó el hombre por su relato. Examiné los alrededores de la extraña obertura, intentando rastrear las huellas, sin hallar nada demasiado relevante.

Parecía que todo, poco a poco, volvía a la calma, a pesar del grito de alarma del ateniense Anatolius, que resultó ser provocado por una lechuza. El cansancio y la tensión de los combates nos estaba pasando factura a todos. Comenzamos a sellar el agujero, que el gigante Talios ya casi había asegurado haciendo uso de su fuerza colosal, derribando las ruinas de la casa sobre él. Mi tío Theron, que se había unido al tiempo de acabar con la bestia, y yo mismo, sugerimos que quizá con ceniza y agua, y derribando el árbol, se podría asegurar mejor.

Los generales se retiraron a analizar la situación, junto a mi hermano Lykaios, que astutamente entrevía algo más detrás de todo aquellos, mientras yo mismo me quedaba con Talios y demás para acabar de sellar el agujero.

 

Fue entonces cuando Akintos, dejado al cargo de sellar el agujero y quemar los cadáveres de los engendros por Spyridon, me envió a por fuego, para cumplir tal misión. Me dirigí al carromato donde Dareios ya había preparado, previamente, varias antorchas, y cogí una. Con intención de poder encenderla, me acerqué al fuego alrededor del cual se habían reunido los generales, la sacerdotisa y mi hermano Lykaois, a tiempo de oír a este último leer el contenido del objeto principal de nuestro viaje.

El tono arrogante del Rey Alameo me dejó preocupado, más si cabe con todo lo que estaba pasando, y me retiré rápidamente con el fuego, tras recibir la orden de Spyridon de que descansara la tropa, entregándoselo después a Akintos para que prendiera los cadáveres. Entre él, mi hermano Ischyros y el gigante Talios pudimos acabar de sellar de forma definitiva y eficaz el túnel al inframundo.

La noche transcurrió en relativa calma, aunque varios dormimos poco, entre la tensión y los turnos de guardias. Durante la madrugada todos nos llevamos la grata sorpresa de ver regresar a cinco de los aldeanos que habían huido del lugar la noche anterior. A pesar de ello, los superviviente portaban preocupantes nuevas: al menos habían sido perseguidos por dos bestias, lo que dejaa de nuevo en el aire el número de aquellos seres que habían salido de aquel infecto agujero, que al fin estaba sellado.

La sacerdotisa Ifianasa se encargó de ofrecer los ritos adecuados a los muertos, y presenté mis respetos a los aldeanos, sintiéndome en parte responsable de su funesta suerte. No podía ser casualidad que los atacaran la misma noche que nosotros partíamos en misión de vital importancia, bajo la atenta mirada del Olimpo.

Tras desayunar con el pan que había preparado mi hermana Hypatia, cuatro voluntarios (Akintos, mi tío Theron, mi hermano Ischyros y yo mismo) nos ofrecimos al general Spyridon con la intención de realizar una batida por el sur y encontrar a la familia que había huido del carromato tras el ataque de los engendros a este. El general nos dios su aceptación, a regañadientes, con tal de que no retrasase la partida del grupo, y no se destinase demasiado personal.

Tras proponer dividirnos en dos grupos a fin de cubrir el máximo terreno posible, nos alejamos de la aldea desandando nuestros pasos, hacia el lugar donde aquéllos engendros atacaron al carro. Por el camino vimos el cadáver de uno de los aldeanos, lo que nos llenó de preocupación y congoja. No tardamos en ver las señales del combate, y un rastro sanguinolento: fruto sin duda de alguna de aquellas criaturas, al arrastrar otro cadáver para devorarlo. La desesperanza ya empezaba a anidar en nuestros corazones cuando por fin encontramos a la familia, que milagrosamente había sobrevivido a la noche. Tras dar gracias a los Dioses, los escoltamos de vuelta a la aldea. A la vuelta, mi hermano Ischyros cargó con el cadáver que habíamos encontrado, juzgando, acertadamente, que merecía un funeral digno, y no dejarlo como carroña para los cuervos.

Al volver a la aldea, el grupo ya estaba listo para marchar. Nos alejamos dejando a sus habitantes, muy a nuestro pesar, a su suerte, pues la mayoría se negaban a abandonar sus hogares. Lo único que me consolaba era que, con nuestra partida, quizá estuviéramos alejando el peligro de ellos.

Amanecer del 21 de Pyanepsion del año 1088