Partida Rol por web

...el día había sido fructífero, el negocio se desarrollaba con seguridad, tus hombres obedecían, y las mujeres también. Te encuentras en la casa que se te a cedido, junto a desembocadura del rio, sobre la casa franca donde se almacenan a las blancas que se preparan para ser transportadas día tras día, a veces dejándolas dormir allí, preparándolas para largos viajes.

La vela en tu escritorio se consume en silencio, y el vino Bretoniano brilla dentro de su botella verdosa a la luz de esta.

La noche también sería tranquila.

Con la satisfacción de un trabajo bien hecho todavía en la mente, el barbudo, sentado sobre la cómoda silla de escritorio, enarboló una media sonrisa apenas imperceptible. Las sombras generadas por la vela que reposaba sobre el escritorio le daban un toque casi fantasmal a su rostro. La expresión, efímera, desapareció tan pronto como había venido.

Dirigió su atención a la botella de vino. La observó durante un instante, como si estuviera cavilando, para acto seguido tomarla con la diestra y arrancar el tapón de corcho con la siniestra. Un satisfactorio "plop" rompió el silencio. Maximiliam aproximó la botella a sí, olisqueando los contenidos del recipiente de cristal. 

—Perfecto... —se dijo. Y sin más, se la llevó al gaznate, bebiendo largo y tendido. Cuando se sintió satisfecho, habiéndose tragado de una sentada casi un tercio de la botella, la separó de sus labios.

Dejó reposar ambos objetos sobre el escritorio. 

Se volvió a hacer el silencio. «Sí, una noche más en el paraíso», pensó. 

El alcohol no tardaría en hacer efecto. Solo le faltaba el calor de una mujer.

El vino es dulce, y golpea tus sentidos rápidamente al llegar a tu estómago. La vela se debilita mientras te relajas, y escuchas los llanos de las esclavas bajo tus pies, en el piso bajo.

Oh, ahí estaba, por fin. La melosa sensación del alcohol apoderándose de sus sentidos. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, en parte comprendía porqué su padre había sido adicto a la bebida. Pocas cosas ayudaban a olvidar tanto como un buen chute de estupefaciente en el flujo sanguíneo de uno mismo.

Echó un vistazo a la ventana de su habitación, al paisaje urbano más allá de esta. Se estaba haciendo tarde. Quizás debería de irse a dormir, pero...

Se alzó, y en lugar de caminar hacia la cama, se aproximó a la salida de su habitación. Quería ir al piso de abajo y echarle un vistazo a la mercancía.

En cuanto abres la puerta, puedes ver docenas de mujeres, algunas vienen de las tribus del sur, de piel azabache, frescamente azotadas, otras vienen del norte, con piel pálida y miradas asesinas.

La mayoría de ellas se apelmazan en una esquina, opuesta a la puerta que acabas de abrir, con miedo a recibir algún tipo de castigo. El cubil da cierto asco, hay cubos con orina y heces a un lado, y cuencos con restos de pan al otro.

Las mujeres te observan con miedo.

Tan pronto el criminal puso un pie dentro de la estancia, pudo sentir el inconfundible "aroma" de las esclavas agolpadas cual ganado y sus deshechos. Resultaba hediondo, dejando mucho sobre lo que desear en cuanto a medidas de higiene, pero para Reuter aquello era el tufo del éxito, de que todo iba bien.

Se aproximó con paso firme hacia las apelmazadas, sus botas resonando con fuerza, buscando las potencialmente más temerosas y manejables. Aunque solía ser partidario de las pieles blancas y los cabellos claros, aquella noche, quizás por cosa del alcohol, se sentía con ganas de algo exótico.

Seleccionó, de entre las mujeres del sur más al frente del grupo, la que se le antojó mejor proporcionada y que pareciera más asustada que desafiante. Era tarde y no deseaba tener que disciplinar a una esclava rebelde, tan solo divertirse un poco sin demasiadas complicaciones.

Si daba con algo que le gustara, la agarraría de la muñeca con su diestra, sin contener su fuerza, dejando claro que no iba a tolerar ni un ápice de resistencia, y la acercaría a sí, olisqueándola.

Encuentras a una que te place. Su piel es oscura, tanto como el azabache, haciendo que sus ojos y dientes perlados resalten exageradamente. Su piel no ha sido rota por látigos, ya que es pequeña y temerosa.

Viste unas cadenas de oro (probablemente falso) que le tapan los pechos de forma fútil, solo ocultando sus pezones, y un pequeño tabardo carmesí de una tela muy fina.

La mujer te mira con miedo mientras te apoderas de ella, llorando y gritando en un lenguaje que no conoces suplicas a sus amigas, que la ignoran.

Ignorando los lloros y súplicas de la joven —peor todavía, recogijándose secretamente de ellos—, con una expresión carente de emoción alguna, Maximiliam pegó el cuerpo de la esclava al suyo y a efectos prácticos se apoderó de él, palpándola de arriba a abajo como el pedazo de carne sin derecho al libre albedrío que ella era para el barbudo. 

Sus manos, poderosas y toscas, muy distintas de las de un amante cariñoso, se perdieron por debajo del tabardo y apartaron las cadenas siempre que resultara necesario, sintiendo, apretando y pellizcando pecho, pezón, trasero y finalmente deslizándose entre los muslos de la mujer azabache. A la par que acariciaba violentamente la pubis y labios vaginales exteriores de la muchacha en busca de su clítoris, el hombre inclinó su rostro lo suficiente como para lamer el de ella, saboreando incluso la piel de sus mejillas.

Todo lo que hacía, lo hacía por su propio disfrute. Sin embargo y no obstante, aunque para él resultaba completamente opcional, si lograba excitar lo suficiente a su víctima como para que su cuerpo lubricara un mínimo, mejor que mejor. Después de todo, no deseaba dañar la mercancía más de lo necesario.

La mujer intenta resistirse, pero sus fuerzas son inútiles contra tu vigor. Tu mano empieza a rozarse con rudeza contra los labios de su secreto, empezando a humedecerse y calentándote la mano. La mujer cierra los ojos y empieza a dejar de agitarse poco a poco. 

El resto de mujeres siguen llorando mientras ocurre.

Al sentir la caldeada humedad en sus dedos, Max supo que ya había hecho suficiente por la desgraciada esclava. Así mismo, el hombre se estaba aburriendo de disfrutar del cuerpo de la fémina de una forma tan superficial. A pesar de que su rostro se mantenía neutral e impávido, indistinto al sufrimiento de la mujer que tenía entre sus garras así como al miedo del resto de la manada, la erección que sobresalía entre sus pantalones y se agolpaba contra la cadera de su víctima hacía obvio el deseo que el barbudo sentía.

Conforme con lo sumisa que se estaba comenzando a mostrar la mujer azabache, Reuter quiso manipularla para que le diera la espalda, quedando su trasero apetitosamente cercano a la cintura de él. Si todo iba bien, el veterano desabrocharía con rapidez su cinturón y dejaría caer sus pantalones, revelando su miembro, de un tamaño acorde a la media, pero visiblemente más grueso de lo habitual. 

Alzando y apartando el tabardo como resultara necesario, el objetivo del criminal resultaría obvio: iniciar la penetración allí mismo, sin mayor ceremonia.

La mujer pone las manos contra la pared y abre las piernas mientras solloza, notas como sus enormes pechos se tambalean mientras la dominas, y sus pequeñas piezas metálicas tintinean cada vez que arremetes.

Es una mujer realmente prieta, probablemente una de las más frescas del grupo.

Las demás mujeres se tapan los ojos mientras otras miran a otro lado de manera lúgubre.

(Tira de nuevo)

No parece complacida, se queja y mueve la caderas evitando tu comodidad, rezando para que acabes, mirando el suelo.

Sin embargo no osa tomar las riendas de la situación, mientras jadea intentando controlarse y no darte satisfacción.

Una noche más, como había hecho en tantas otras, el barbudo aprovechaba sus privilegios para saciar sus apetitos amorales. Había seleccionado a una buena en aquella ocasión, ya que no solo el cuerpo de la mujer era un placer para la vista durante el acto, si no que su sexo le apretaba de una manera poco común para las esclavas, superando gratamente sus expectativas.

Sin embargo, el alcohol le debía de estar pasando factura, ya que su tosca fornicación no estaba logrando estimular a su acompañante tanto como a él. A fin de cuentas, ese detalle no le habría importado, si no fuera porque la fémina se quejaba de nuevo, y retorcía las caderas de una forma que dificultaba su tarea. Finalmente, visiblemente irritado, Max mostró una expresión distinta a su insípida neutralidad: 

—¡Estate quieta, zorra! —profirió en voz alta, sin ni siquiera pararse a pensar en si la cautiva le entendería o no. Acompañó su rugido de un sonoro azote con la diestra sobre el trasero de la mujer.

No detuvo su pelvis en ningún momento. Estaba más que dispuesto a alcanzar la cima de su clímax incluso aunque tuviera que disciplinar a la muchacha sobre la marcha. Por ello, como nuevo acto de dominancia, a la par que una de sus manos descansaba sobre la espalda de la sometida, la otra se extendió y le agarró el cabello sin delicadeza, buscando obligarla a retraer la cabeza.

La mujer forcejea, haciendo fuerza con el cuello intentando liberarse de tu agarre. Intenta rotar sobre si misma resistiéndose, haciendo que tu viril falo salga de ella repentinamente haciendo un sonido característico.

El tabardo rojo se cae con violencia al suelo desnudándola aun mas. La mujer se cubre las partes como puede con las manos mientras todavía esta sujeta de manera dolorosa por el pelo.

Los acontecimientos se estaban desarollando de la peor forma posible para el criminal. Estaba más que habituado a esclavas forcejeando y negándose a cumplir su función, pero aquella noche estaba cansado, borracho y con un solo deseo: eyacular. La mujer de tez azabache, a pesar de haberse mostrado sumisa al principio, había escalado su insolencia hasta el punto en el que se resistía abiertamente y había logrado que el sexo cesara. 

El tuerto había tenido suficiente.

Permitió que la fémina, ahora desnuda casi al completo, rotara sobre sí misma. Hasta liberó el agarre que mantenía sobre su cabello. Mas todo lo ejecutó con la intención de que cuando esta se diera la vuelta, y quedaran cara a cara, Maximiliam pudiera propinarle una contundente bofetada, potenciada por el abandono del alcohol. Dado su pasado, aquella situación era, como poco, irónica.

Esperó a ver la reacción de la esclava. Quería transmitirle que aquella tesitura tan solo tendría uno de dos desenlaces: o él lograba el placer que tanto deseaba a través de la lujuria y el sexo, o lo haría a través del sadismo y el dolor ajeno. Llegados a esa encrucijada, al barbudo le valían cualquiera de los dos finales, debido a su cólera naciente y el hecho de que se le había negado el intoxicante abrazo del secreto de ella...