Partida Rol por web

Lo sientes… ¿Verdad? Tan cerca de el poder, tan cerca de la verdad y sin embargo el miedo te mantiene quieto en el lugar. Entra, obtén el poder y después, cumplir tu misión será fácil. Porque tú eres el elegido por el Führer, solo tú puedes reclamar lo que hay dentro. ¿A qué esperas?

Los oyes ¿Verdad? Dentro, haciendo quién sabe qué. ¿Ocultando los tesoros? ¿Destruyéndolos? Y los perderás todos. Por el miedo. El miedo que te impide entrar.

En la carpa que antes era la cantina, los seis hombres de Grimm se retorcían entre estertores mientras los otros dos soldados, fieles a su sargento, se giraron y apuntaron a todos. En cuanto Grimm cogió a un negro por el cuello y comenzó a arrastrarlo. Este al sentirse arrastrado comenzó a patalear y a intentar golpear, pero nada podía contra la nueva fuerza descubierta. Un par de sus compañeros intentaron levantarse, pero las armas de los nazis les convencieron de quedarse quietos.

Y Grimm llegó hasta la carpa con su presa que ya solo pataleaba y lloraba imaginaba que suplicando por su vida. Grimm alzó la vista y el encapuchado estaba frente a él, de túnicas amarillentas, el signo amarillo brillando como dos esferas en la negritud de su rostro.

- Sabes lo que hacer. La verdad del mundo. Dales fuerza –

El dolor es indecible, la agonía atroz. Toda tu existencia es dolor ¿Será siempre así? Sabes que no. Solo has de derramar sangre, compartir ese dolor para que sea menor. Y ahí está Müller, con esa sonrisa de suficiencia, tan confiado, tan orgulloso, tan desfigurado. Puedes ver en sus ojos que quiere entrar en el templo, seguro de poder obtener algún beneficio. Pero nada conseguirá porque no volverá a salir. ¿Verdad? Dentro de la habitación que están mirando puedes ver el cuchillo ¿verdad? Un cuchillo ceremonial, curvado de un material venido de las estrellas. Y un poco más allá un líquido negro. Puedes sentirlo, es letal. Tantas opciones. Tanto dolor.

Grimm asintió. Lo había comprendido todo. Se acercó a una mesa y puso el brazo de su víctima sobre ella. Luego, con un movimiento rápido, cogió un machete de cocina que había sobre la misma y cercenó la mano del nativo a la altura de la muñeca. El pobre hombre no tuvo tiempo de chillar siquiera hasta que se dio cuenta de que el sargento sostenía triunfal una mano que todavía movía los dedos y se la daba de comer a uno de sus hombres.

Como si aquello fuera una señal los ojos del enfermo se iluminaron y  con hambre inhumana empezó a dar cuenta del improvisado festín. Mientras tanto el muñón lanzaba sangre por toda la tienda de campaña. La víctima, debilitada por la pérdida de sangre, nada podía hacer salvo cerrar los ojos a un piadoso desmayo. Pero la sangre cumplía su cometido. Despertados por el olor de  la misma los otros enfermos se levantaron y se abalanzaron hambrientos sobre el muchacho que pronto empezó a ser desmembrado mientras daban cuenta de él.

Los aullidos de dolor de la víctima se mezclaron con la risa enloquecida de Grimm que, como un sumo sacerdote, dominaba aquel espectáculo.

—Y esto es solo el comienzo...— dijo mientras abría la puerta de la tienda y señalaba donde los otros dos soldados custodiaban al resto de prisioneros —¡A por ellos! ¡Una nueva vida comienza!

Rambert estaba realmente confundido. Confundido y asustado de hecho. Cualquiera en sus propios cabales huiría de aquel lugar maldito, pues aunque el bueno de Hartmann tratara de explicar lo que estaba sucediendo de forma científica, no era precisamente una explicación racional la que podía aclarar lo que estaba sucediendo. Sí, hubiera creído que las esporas de unos supuestos hongos podían causar alucinaciones al ser inhaladas, pero... ¿la misma alucinación en diferentes personas? No, no lo creía posible.

- No creo que eso sea... - Tragó saliva. Puede que aquella fuera su salida a tantos años de deshonor. ¿De verdad iba a abandonar ahora que estaba cerca de saborear el éxito? No... no podía hacerlo. Era un cobarde, pero ante todo era orgulloso y su honor estaba en juego. - Veamos que sucede. - Dijo resignado.

Entonces comenzó a caminar hacia la entrada de la cueva. La música que salía al exterior era otro misterio y si tenía que morir, esperaba al menos poder descubrir antes de eso, que era lo que estaba sucediendo en aquella cueva situada en un recóndito lugar de "negrolandia".

- ¡Morir en esta tierra de infraseres! - Escupió al suelo. - ¡Espero que al menos repatrien mis huesos!

—Pero qué diablos —dijo mientras agitaba su pistola en el aire—. Todavía queda dinamita. Volemos a estos malditos negros por los aires con su templo. Se suponía que el objetivo era buscar diamantes y ¿ahora estos negros insurrectos se nos burlan en la cara? ¡Capitán, con todos mis respetos, se ríen en la cara del Reich y del Führer!

Fuchs quedó firme, a la espera de la orden del capitán Hartmann. Era un oficial, haría lo que le ordenaran, pero por todos los demonios que era una estupidez adentrarse en ese lugar para otra cosa que no fuera masacrar a esos negros insubordinados.

—¡Aguardad!— Gritó Hoffmann— Y mejor que salgan de esta cueva, les repito que es peligroso. Traiga esa dinamita, Fuchs.

El capitán Hoffmann se giró sobre sus pasos y echó a correr al interior de la cueva con el cartucho de dinamita en la mano. Era un científico, pero también era un hombre valiente, un hombre digno de su cargo. Los méritos del capitán no habían llegado a base de hincar los codos en la universidad, sino que lo había tenido que trabajar en el campo de batalla. Era obvio que su formación académica le había ayudado bastante a ascender por el escalafón, pero nadie se atrevería a poner en duda que luciera esos galones en vista de su arrojo.

QUIETOS. CUIDADO CON LA DINAMITA. No volemos todo si porque si. Ahi dentro hay algo valioso. Somos soldados. Acabaremos con lo que haya ahi dentro y nos llevaremos sus riquezas para financiar el Régimen. Estamos preparados para cualquier tipo de situación.

No podia permitir que echaran abajo todo aquello sin saber que habia dentro.

Poneros las máscaras y entremos, al menor problema abrid fuego. 

Ahora era el momento. El momento de compartir dolor. Sí, el hombre de la capucha solo quiere ayudar. Ayudar a mitigar el dolor, compartiéndolo. La esencia perturbada de Bauer se desplazó hasta donde estaba el cuchillo ceremonial. Era el momento de comenzar a compartir.

Había sido milagroso, casi mágico. Pero no era magia, sino poder. Uno a uno, los enfermos parecían recuperarse mientras devoraban la carne del pobre desdichado. Y cuando dieron buena cuenta de él, los seis estaban de pie, con la mirada perdida y una sonrisa en sus labios. Miraron a Grimm con respeto y escucharon su orden, entonces salieron de la cantina y comenzaron a avanzar hacia el resto de negros.

Al verlos venir, alguno intentó incorporarse para huir, pero sus hombres eran más rápidos y se abalanzaron sobre ellos. Aun así, algún negro consiguió huir pero la mayoría comenzaron a sacudirse entre dolor y terror por los ataques de los soldados recién recuperados.

Sin embargo, los dos soldados que hasta ahora estaban al cargo de la vigilancia comenzaron a recular, con las armas en alto sin saber que hacer. Grimm se les aproximó, la duda se veía en sus ojos, pero rápidamente, el sargento se acercó a ellos y les propinó fuertes golpes en la cabeza que les hizo caerse al suelo.

El festín seguía su curso, los negros gritaban, sus hombres reían, los perros ladraban desde su jaula. Pero una voz atrajo la atención de todos. Otro soldado salía de la cueva y observaba con expresión de terror lo que estaba viendo.

- ¿Pero que están haciendo? ¡Deténganse! –

Y levantó su arma para comenzar a disparar.

Hoffmann no se dio por enterado ante la orden de Hartmann y siguió corriendo hacia el interior del templo, hacia el lugar del que venían los cánticos. La sala del fondo. Al entrar, comprobó que el aire de esta habitación era más frío que en el resto de la mina, A medida que avanzaba, sentía una punzada de electricidad estática que le atraviesa el uniforme hasta llegar a la piel.

Sus pies sentían algo… vibrar. ¿Qué era eso? Parecía un suave zumbido. La luz de su linterna recorrió la habitación. Curvas. Ángulos. En el centro de la sala descubrió un podio alto y delgado de tres metros de altura y unas escaleras que llevaban a él. Y sobre las escaleras, las mismas figuras encapuchadas. Los cánticos resonaban por el lugar, reverberando por entre las fisuras de las rocas. Una de las figuras tocó el altar… y se desvanecieron.

De pronto, era como si se hubiera despertado de un sueño. Los cánticos se habían detenido, todo había quedado en silencio. Y alrededor del altar podía ver lo que parecían cadáveres similares a los de la entrada y a los que había visto hacia unos instantes en las escaleras. Todos parecían estar cubiertos por la misma sustancia negra que había visto en la entrada principal. El altar parecía tener un surco para una mano, pero no una mano humana, sino una de seis dedos.

A pesar de los gritos de Hartmann, Hoffmann no hizo caso y se perdió a la carrera en el interior del templo, en la sala del fondo. Müller se dispuso a lanzarse hacia el interior también mientras el capitán les ordenaba que se detuvieran cuando al girarse vio que el cuchillo ceremonial que antes estuviera en el suelo ahora estaba flotando al lado de su cabeza y antes de poder reaccionar, el cuchillo se hundió en su cabeza arrancándole la vida en un instante.

Hartmann y Soren vieron la escena como en un sueño sin poder reaccionar a tiempo, solo cuando el cuerpo de Müller se desplomó en el suelo, pudieron moverse. Los negros se tiraron al suelo negándose a entrar y los cánticos se detuvieron de golpe.

Cuando el cuchillo te atraviesa la cabeza, antes de que todo se vuelva negro puedes ver un encapuchado a tu lado, su rostro está cubierto por negrura, pero en esa oscuridad puedes ver brillar dos luces que son un solo símbolo:

Y tu mente se apaga…  pero no llega el final. De pronto te sientes más ligero, más despierto, todo brilla a su alrededor. Demasiado brillo. También se oyen gritos agónicos por todos lados, llantos, rugidos. Pero el dolor. El dolor no ha desaparecido, sientes punzadas en cada centímetro de su cuerpo, en cada pestañeo, en cada intento por respirar. Dolor. Dolor. DOLOR. De pronto solo una idea crece en tu mente. Quieres que el dolor termine. Quieres que el dolor cese. Y sabes lo que tienes que hacer para que el dolor termine. debes derramar sangre. La sangre de todos los que te rodean.

Cuando el cuchillo se hunde en la cabeza de Müller, puedes sentir como el dolor se desvanece y puedes sentir un poco de la paz que tanto ansías. El dolor se disipa y por fin puedes descansar.

El cartucho de dinamita se lo había guardado agarrándolo con ayuda del cinturón. No tenía pensado encenderlo y hacer volar el templo. Ni loco haría eso. Pero estaba bien que los demás creyeran que era justo lo que pretendía hacer al arrebatárselo a Fuchs y correr hacia las profundidades de la cueva. Además de este modo evitaba que lo usaran ellos y valoraba si podía usarlo contra el grupo de alguna manera. Ahora que conocían el templo había que eliminarlos. Las órdenes eran claras a ese respecto.

Hoffmann corrió hacia la gruta ignorando las últimas órdenes del estúpido de Hartmann, quien todavía esperaba hallar diamantes u otras joyas en el interior de la cueva. Hoffmann sabía, por el contrario, que las riquezas de aquel lugar tenían un valor más elevado y no se encontraba en lo material sino en el conocimiento que podían adquirir. Hoffmann desconocía qué conocimiento podía ser aquel, pero pretendía averiguarlo y obtenerlo. Como miembro de la SS-Ahnenerbe y la Sociedad Thule había llegado a creer que aquel era un paso subterráneo hasta la otra cara de la Tierra, la que habitaba en su interior. Porque Hoffmann creía en la hipótesis de que la Tierra era hueca y su interior albergaba maravillas nunca antes vistas, puede incluso que civilizaciones. Y no era ninguna locura irracional, también dijeron eso cuando Galileo Galilei presentó su teoría heliocéntrica para explicar los movimientos extraños que observó en las órbitas.

—Eppur si muove.

La teoría de la Tierra hueca estaba respaldada por la propia Ahnenerbe y por el mismísimo Himmler, y para probarla habían enviado al prestigioso biólogo Ernst Schäfer al Tibet el año anterior, además de encontrar el origen de la raza aria, otra de sus tareas era ratificar esta hipótesis encontrando la entrada que se creía que había en el país tibetano. Cuando le comunicaron a Hoffmann su misión no pudo sentir mayor gozo. Era todo un honor que el Reich le encomendara aquella tarea. Se imaginaba que Schäfer y él estarían cruzando los umbrales del mundo al mismo tiempo en aquel instante.

El interior de la cueva le fascinó por completo. Observó cada rincón, cada detalle, preguntándose quién lo habría construido y trató de elaborar similitudes entre el estilo de construcción de aquel lugar y los que él conocía de las grandes civilizaciones antiguas. Sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo, pero no sabía si era por el frío del interior o por sus ansias de descubrir todos los secretos del lugar. Se preguntó que sería la sustancia negra que había junto a los esqueletos, pero se convenció a sí mismo de que ya tendría tiempo para averiguarlo. Sus pasos lo condujeron irremediablemente hacía lo que parecía ser el centro neurálgico de aquella construcción. Alli, en una especie de altar o de trono se encontraban las figuras encapuchadas que venía siguiendo y al tocar el altar se desvanecieron.

—Debe ser un comunicador o un portal —dedujo Hoffmann.

Subió a zancadas la escalera que conducía al altar y observó que allí arriba había más cuerpos. Ahora que los cánticos se habían detenido notó su ausencia, de hecho casi no se había percatado de ellos hasta ese momento en que volvió el silencio. Vio el surco para la mano, extraña, pues tenía seis dedos. Recordó que los encapuchados también los tenían, se había fijado cuando atravesaron al negro como si nada. Alzó su mano sobre el altar. Se preguntó si aquellos cadáveres que rodeaban el altar serían sacrificios o un precio a pagar por pasar al otro lado. A continuación soltó la respiración contenida y encajó sus dedos en los surcos, observó que le faltaba uno y colocó el dedo pulgar de la otra mano esperando ver qué ocurría.

El dolor era insoportable realmente. Odiaba su nueva condición y sólo pensaba en poder aliviar su dolor aunque sólo fuera por unos momentos. Por alguna razón sabía que con sangre y muerte podría reposar, hacer que cesara el dolor, pero... ¿Cómo hacerlo? 

Fuchs... ese maldito sargento engreído sería la víctima idónea. Si pudiera tirarlo por un desnivel y que rodara hasta caer de la suficiente altura como para romperse el cráneo sería increíble. No sabía como, pero iba a intentarlo. Fuchs, Sören Fuchs, merecía la muerte. Lo tenía más que claro.

Fuchs vio a Hoffmann adentrarse con la dinamita y a Müller tras él, mientras Hartmann seguía cegado en su codicia.

Fue entonces cuando Fuchs vio aquel cuchillo levitar y... ¿clavarse en la cabeza de Müller?

—¡Que me lleven los diablos, capitán! —le dijo nervioso, casi desquiciado, a Hartmann—. ¡Hay que salir de aquí! Lo primero es ponerse a salvo de esta locura, después volveremos a por lo que sea necesario rescatar.

No había terminado de decir esa frase cuando emprendió rumbo a la salida con su pistola en mano, dispuesto a abrir fuego contra quien se le pusiera en su camino. Al demonio.

¿Que demonios esta pasando aquí? Joder Muller a muerto. 

Disparo a dos negros mirando con rabia al resto, se que no me entienden pero más me vale entender. 

Sacad todo lo que haya ahí dentro escoria humana, y hacerlo rápido. Esto es peligroso, pero no me iré con las manos vacías. 

HOFFMANN CUIDADO AHÍ DENTRO, SALGA AQUÍ YVQUEVLOS NEGROS HAGAN EL TRABAJO SUCIO- grito a mi compañero pensando en que no corra la misma suerte que Muller. 

Me dolia la cabeza, no entendía nada, y ver a Muller muerto en el suelo no ayudaba, pero yo, yo tenía una misión, y tenía que cumplir.