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[HLdCN] La puerta de Fäe

Día 8: La puerta de Fäe

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23/03/2015, 02:50
Narrador

 

Día 8: La Puerta de Fäe

 

Aquella noche duró mucho menos de lo esperado. Parecía que habían pasado sólo unos minutos, y de repente la claridad ya empezaba a asomar. Cuando vuestros ojos empezaron a distinguir lo que os rodeaba no tardasteis en daros cuenta de que la Bruma seguía ahí. Y no sólo ella, sino que aquellos Fata que el día anterior habían atravesado una de las grietas seguían con vosotros.

Vuestros ojos no tardaron en ir hacia el reloj, sólo para daros cuenta de que aún eran las tres de la madrugada. Con razón aquella noche había parecido tan corta. En la esfera seguían brillando todas y cada una de las llamas, aunque hoy parecían hacerlo de una forma más pausada, como si blancas y negras se estuvieran deleitando en acariciarse con cada vaivén.

Una vez más el aroma a muerte impregnaba aquel lugar. Sin embargo había algo en el ambiente que hacía que hoy, por algún motivo, importase menos. Quizá porque los Fata que habitaban en los fallecidos se encontraban entre vosotros, o puede que porque hoy todo parecía, en general, más suave. Menos relevante.

No tuvisteis que caminar en esta ocasión para encontrar los cuerpos. La Bruma os había encerrado de tal forma que con sólo un vistazo pudisteis ver el primero: se trataba de Lyman. Se encontraba totalmente calcinado sobre una pira que había ardido hasta consumirse del todo. Su postura y expresión parecían las de alguien que había muerto agonizando de dolor, y sólo un pequeño rastro quedaba de lo que había sido la última Fata que le había usado como carcasa: ese ojo azul intenso que aún ahora parecía miraros.

Pero no sería ese el único cadáver que encontraríais esa mañana. Una chica estaba tumbada, con la cabeza aplastada por un gran bloque de piedra. Parecía demasiado oportuno que había caído justo para aplastar su cráneo, pero ahí estaba, con los sesos esparcidos y la sangre salpicando los adoquines. Puede que hubierais tardado en reconocer de quién se trataba aunque, de todas formas, no erais muchos los que quedabais vivos. Sin embargo no hizo falta pensar demasiado: al lado del cuerpo, sentada, se encontraba Aidane, observando la que había sido su carcasa con expresión de tristeza.

Aquellos no serían los únicos dos ataques que esa noche habíais recibido. Había alguien que se encontraba recogido sobre sí mismo, aovillado. Por fortuna aún debía continuar con vida, pues su pecho temblaba entre jadeos inconexos. Lentamente, al darse cuenta de que ya se había hecho de día, empezó a ponerse en pie, y todos pudisteis ver el estado en el que se encontraba su rostro. Parecía que una apisonadora le hubiera pasado por encima. Andy había sido golpeado y vuelto a golpear hasta dejarle hecho una sombra de sí mismo. Hasta probablemente darle por muerto. Sin embargo su voluntad, su resistencia o ambas habían sido más fuertes, y había logrado llegar al amanecer con vida.

Mientras ibais descubriendo el estado de unos y otros, asegurándoos de que los demás estaban bien, la Bruma parecía debatirse consigo misma ante vosotros. Aquellas formas que el día anterior se habían ido mostrando ahora eran más frecuentes, más detalladas y poco a poco os iban enseñando más detalles de cómo habían sido sacrificadas.

Al mismo tiempo, de todas las partes de la ciudad y del Río de Almas empezó a llegaros una canción que siempre había estado ahí, pero de la que no habíais sido conscientes hasta el momento. Una melodía que invitaba a dejarse llevar con languidez, a olvidarlo todo momentáneamente y ser un simple espectador de las historias que la Bruma os quisiera contar.

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23/03/2015, 22:47
Narrador

Fue entonces cuando os disteis cuenta de que Allegra no estaba junto a los demás. Sentada sobre la barandilla de piedra del puente mostraba una enorme sonrisa en sus labios entreabiertos. Una sonrisa más antigua que la carcasa que la poseía, una sonrisa que no pertenecía a la bajista y que ya había sido capaz de encandilar a los que la contemplaron en Fäe. La sonrisa de Serindë. Directamente de su garganta brotaba la misma melodía que reverberaba en toda la ciudad al mismo tiempo, un canto de sirena que hechizaba los sentidos, languideciendo todos los ánimos. Una canción que ahora recordabais presente desde que llegasteis a la ciudad, pero que no habíais percibido hasta ahora. 

Tres personas se acercaron a ella. Pero fue Adam el que se irguió y saltó sobre uno de los cascotes, como si se tratase de un pedestal, tomando más presencia de la que había mostrado hasta ese momento el que llegó a la estación de metro como drogadicto y despojo. Sus ojos parecieron encenderse con un brillo especial y cambiante, amarillos e incandescentes como luces de feria. El hombre levantó un dedo, atrayendo de inmediato la completa atención de todos los presentes y una sonrisa de medio lado se dibujó en su cara mientras se colocaba ante todos para dirigirse a su público. Antes de empezar a hablar hizo un enrevesado movimiento con las manos y carraspeó brevemente, aclarándose la garganta.

- Acto final. - Anunció, con una voz que parecía contener un ronroneo en lo más profundo de su tono, una voz que no pertenecía a Adam, sino a Morchain. Recorrió los rostros de todos los presentes, como para asegurarse de que no había nadie que no estuviese pendiente de sus palabras, antes de continuar. - En el que la Compañía recoge los sueños y deseos para regresar por fin al hogar tras su larga tourneé, llevando con ellos una ansiada paz.

El hombre se inclinó abriendo los brazos, en una exagerada reverencia y de inmediato, impelidos por un impulso que nadie era capaz de resistir, todos, Fatas y humanos, empezasteis a chocar vuestras manos, palma contra palma, en un aplauso que comenzaba con timidez para terminar resultando ensordecedor. Alguno alzó la voz para lanzar vítores y bravos. Vuestras miradas repararon entonces en las dos figuras que se habían quedado junto a Allegra, que continuaba cantando con la misma sonrisa prendida en los labios. 

Lera, con la espalda erguida, mostraba un porte mucho más firme y decidido de lo que había tenido hasta ahora. Con su gorro abandonado en algún momento de sus idas y venidas por la ciudad, lucía los dos cuernos de su frente con dignidad y orgullo. Y sin embargo, en sus ojos residía un brillo de la clemencia que suele ir unida a la justicia más pura. La que no es un disfraz para el deseo de venganza en su interior, sino tan sólo rectitud y ecuanimidad. Cualquiera que hubiera conocido a la Guardia del ejército del Rey reconocería la mirada de Namárie en ella. Sus dedos se movían de forma precisa y concreta, activando a través de hilos invisibles vuestras manos, que no dejaban de aplaudir.

Junto a ella, Atanamir imitaba sus gestos con ambas manos. Sus movimientos eran más torpes y menos definidos que los de la mujer, pero el que había sido el Lector de la Bruma, parecía dispuesto a aprender todo lo que pudiera sobre las nuevas habilidades hacia las que la Bruma le había guiado. No tenía ya una carcasa tras la que esconder su expresión pétrea o sus ojos cegados con los que podía ver más allá de lo palpable. Se mostraba tal como era, tal como había sido siempre, con el aire de seguridad e inevitabilidad que siempre lo había acompañado. 

Ambos detuvieron sus manos al mismo tiempo y de inmediato los aplausos cesaron. Adam, todavía sobre el escenario improvisado sonrió de nuevo, tratando de quitarse importancia con un gesto a pesar de que su expresión indicaba que estaba disfrutando de la atención que su espectáculo había suscitado. De sus labios brotaron algunas palabras que sonaban familiares en los recuerdos de algunas de las carcasas humanas que habitabais. En el mundo humano aquellos versos eran reconocidos como los finales de El sueño de una noche de verano, pero las esencias de los Fata los reconocían como las que un soñador asiduo de Fäe había compuesto en los jardines del Palacio hacía siglos. 

Si esta ilusión ha ofendido,
pensad, para corregirlo,
que dormíais mientras salían
todas estas fantasías.
Y a este pobre y vano empeño,
que no ha dado más que un sueño,
no le pongáis objeción,
que así lo haremos mejor.
Os da palabra este duende:
si el silbido de serpiente
conseguimos evitar,
prometemos mejorar;
si no, soy un mentiroso.
Buenas noches digo a todos.
Si amigos sois, aplaudid
y os lo premiará Robín.

Tras sus palabras, hizo una pequeña floritura con la mano y saltó grácilmente de su pequeño pedestal. Allegra aumentó el volumen de su canto mientras se bajaba de la barandilla de piedra, Lera y Atanamir empezaron a caminar hacia ellos comenzando a mover sus manos de nuevo y los cuatro se juntaron en el centro de aquel lugar. 

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23/03/2015, 23:16
Amazarac

No fue hasta que aquellos cuatro se juntaron en el centro del círculo formado por la Bruma cuando unos nuevos aplausos cortaron el aire. Resonaron fuertes, dejando un largo espacio entre uno y el siguiente, y acompañados de una risa que todos pudisteis reconocer. A sólo tres pasos de la Bruma, Amazarac os observaba encantado.

 [color=#000000]-[/color][color=#170000] [/color][color=#2E0000]B[/color][color=#450000]r[/color][color=#5C0000]a[/color][color=#730000]v[/color][color=#8B0000]o[/color][color=#A20000].[/color][color=#B90000] [/color][color=#D00000]-[/color][color=#FF0000] [/color] Dijo, como si aquello le produjese una infinita diversión. [color=#FF0000]-[/color][color=#E50000] [/color][color=#CC0000]B[/color][color=#B20000]r[/color][color=#990000]a[/color][color=#7F0000]v[/color][color=#660000]o[/color][color=#4C0000].[/color][color=#330000] [/color][color=#000000]-[/color]Repitió, mientras sus ojos pasaban de aquellos cuatro Fata a los demás.

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23/03/2015, 23:27
Meia

A su lado, la mujer que muchos habíais conocido unas noches atrás observaba la situación, visiblemente escéptica. Sus ojos eran oscuros, tanto como las noches en esta ciudad, y su tez parecía suave y firme al mismo tiempo. Iba vestida con un vestido oscuro, vaporoso, y cada vez que se movía en su estela se formaban pequeñas mariposas negras que no tardaban en deshacerse en el aire.

[color=#610B38] - Comprendo. - [/color] Dijo, mientras empezaba a dar unos pasos en vuestra dirección, y ni siquiera entonces su tono se vio perturbado. Su voz era firme y pausada, como si tras cada sílaba hubiera un espacio de aire creado sólo para que pudierais asimilar lo que había dicho. Cuando detuvo su caminar comenzó a fijar su mirada en cada uno de vosotros, evaluándoos, deteniéndose en Celebia más que en los demás. [color=#610B38] - El Consejo estará complacido.[/color]

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24/03/2015, 21:48
Narrador

Las palabras de aquella mujer dejaron en vosotros un poso de incertidumbre. De alguna manera vuestras ganas de luchar se habían desvanecido. Ahora sólo queríais continuar adelante con tranquilidad, dejando de lado todas las emociones innecesarias. La música que resonaba en la ciudad os sosegaba, como un constante arrullo capaz de adormecer y guiar a cualquier criatura.

A pesar de que ella parecía esperar una respuesta, vuestra atención no tardó en separarse de Meia. Todas vuestras cabezas giraron al mismo tiempo en una dirección concreta: el lugar donde la Bruma estaba tomando forma. Vuestros movimientos eran suaves y cuidados, pero erais conscientes de que eran ajenos a vosotros. Y aún así, poco os importaba. Si quien movía vuestros hilos creía que lo mejor era mirar la Bruma, así sería.

Poco a poco la visteis replegarse una y otra vez sobre sí misma. Igual que el día anterior nuevas figuras iban apareciendo aquí y allá, pero no era a esas a las que prestabais atención, sino a una mucho más imponente. La Bruma se arremolinaba sobre sí misma, creciendo, ganando en altura de una manera inusitada, hasta que terminó por tomar una forma que todos reconocisteis de inmediato: la del Palacio.

Lo que vino después fue algo inesperado. Sólo habíais vivido algo parecido cuando aquella mujer encapuchada había chasqueado los dedos, devolviéndoos parte de vuestros recuerdos. La Bruma había decidido completar vuestras mentes, y mientras observabais las imágenes que os regalaba estas parecían volver a vuestra memoria, recuperando lo olvidado. O, al menos, las partes que ella consideraba importantes.

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24/03/2015, 22:10
La Bruma

 

La mente resquebrajada

La fachada de la figura de Palacio que la Bruma os mostraba no tardó en empezar a deshacerse, revelándoos su interior. Las formas de las estancias estaban poco definidas, pero aún así eran reconocibles, y pequeños jirones de humo condensado iban presentando decenas de Fata que cada vez se hacían más familiares.

No tardasteis en reconocer a alguien. Al Rey. De alguna forma su figura parecía más elaborada, como si la propia Bruma lo tratase con cariño. Vuestros recuerdos os decían que hacía muchos años que él había desaparecido sin dejar rastro, y desde entonces nadie había vuelto a saber de él. Había sido entonces cuando, en su ausencia, el declive de la Familia Real había comenzado, dejando en el trono a una Reina déspota y egoísta y a una Princesa superficial y caprichosa.

Desde que el tiempo era tiempo, desde que todo Fäe alcanzaba a recordar, la Sangre Real había sido importante. Era capaz de conceder dones inimaginables y solía ir acompañada de una honestidad sin igual. El Rey era el perfecto ejemplo de ello. Capaz de escrutar el alma de cualquiera, sabía ser clemente cuando era lo correcto, pero nunca dudaba en hacer lo que fuera necesario para el Reino.

Si había alguien de confianza para el Rey, este era Niahcrom, primero de la Guardia Real. Confesor, consejero y, ante todo, amigo, él era el primero al que el Rey acudía a la hora de valorar asuntos importantes. Niahcrom entendía su posición como algo natural, pues pocos veían al monarca como un Fata capaz de dudar, de equivocarse sin malicia y de necesitar unos oídos que escuchasen sin inmiscuirse demasiado.

No tardasteis en ver la figura de Niahcrom en medio de la Bruma, distinguiéndose por encima de la del Rey. Aquella era la crónica que la Bruma quería contaros en ese momento: la Realeza tendría que esperar. Sin embargo ambas historias estaban unidas y entrelazadas, y no tardasteis en ver al monarca entrar de nuevo en escena. Parecía preocupado, asustado y exaltado como nunca le habíais visto. Como sólo con Niahcrom podía mostrarse. Algo había sucedido. Algo que le ponía en peligro. Y, aún así, el Rey no iba a quedarse quieto esperando a que la muerte y la descomposición le llegasen. Una vez más, haría lo que tenía que hacer.

La inamovible respuesta de Niahcrom no se hizo esperar: no dejaría que fuese solo. Él era alguien seguro y fuerte, capaz de desafiar a todo Fäe si era necesario, y no iba a dejarle partir sin protección.

Pasaron meses fuera, la mayor parte del tiempo en el Bosque, disfrazados. A menudo Niahcrom hacía visitas a Palacio, donde todos creían que el Rey había desaparecido. Desconfiando de la Reina, Niahcrom no llegó a contar nada de lo que sabía. En lugar de eso fingía ausentarse para buscarlo mientras le ayudaba con su investigación, arriesgando su vida ante los peligros que el Bosque ofrecía. Por suerte un par de nativos habían decidido ayudarles, pero las pesquisas no avanzaban.

Finalmente el momento más temido llegó. Fueron emboscados por Fata desconocidos, y Niahcrom de inmediato se convenció de que seguían las órdenes de la Reina. La voluntad de los nativos del Bosque era voluble, y su lealtad para con los extranjeros una entelequia, de modo que no tardaron en estar a solas contra el enemigo.

Niahcrom luchó, vaya si lo hizo. Incluso cuando habían destrozado su cuerpo siguió peleando, dispuesto a dar la vida porque la Sangre Real siguiera circulando, consciente de lo necesario que era aquello. Pero finalmente acabó muerto. Le destrozaron por dentro y por fuera. Y ni siquiera en su más profunda agonía llegó a rendirse. Su último pensamiento antes de que sus ojos perdieran toda la vida fue para una Fata de Palacio, compañera de la Guardia Real. La única a la que no quería dejar a solas en ese nido de víboras en que se convertiría el Palacio sin el Rey allí. La única en la que había llegado a confiar, además del propio monarca.

Aquello debió ser su final. Abandonado a la descomposición, sin saber siquiera qué había sido de su protegido y amigo. Destinado a convertirse únicamente en retazos de sueños rotos.

Pero sus ojos se abrieron una vez más, y al hacerlo se encontró en un lugar distinto: las Ruinas. Su cuerpo había cambiado, quedándose a medio camino entre la vida y el olvido. Su psique se había roto, abandonando todo atisbo de pensamiento lineal. El tiempo era algo diferente para él ahora. Y sabía que ya nada importaba en Fäe: ni el Palacio, ni el Bosque ni la Linde. En todos esos lugares le repudiarían. Le llamarían loco. Sin embargo en las Ruinas era diferente, pues todos los que habitan allí han perdido un trozo de sí mismos alguna vez.

Él ya no era el mismo. Se había vuelto la sombra de su sombra, encerrado en un cerebro que funcionaba igual de bien que un reloj estropeado, capaz de saltarse horas aleatoriamente. Su tez blanca se había vuelto del color grisáceo del papel quemado, como el negativo de una fotografía. Su voz era distinta, así como sus razonamientos. Y de alguna manera difícil de determinar sabía que su nombre también había cambiado. Ya jamás sería Niahcrom, no. Aquello estaba mal. Estaba del revés. Ahora sería Morchain. Ahora y siempre.

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25/03/2015, 22:33
La Bruma

 

Un corazón de hielo

La historia de aquel Fata, Niahcrom, había sido contada por la Bruma de forma lenta y sosegada, como si estuviera asegurándose de que entendíais la mayor parte de sus implicaciones. Quizá fue por eso que, mientras jirones y jirones iban dando forma a todo lo que aparecía ante vuestros ojos, en los otros lugares la Bruma parecía mantenerse en calma, como si ella misma esperase que toda vuestra atención estuviera donde debía. El mismo escenario en el que todo había concluido, el de las Ruinas, se os fue mostrando ahora con más detalle, y casi podíais apreciar la devastación a la que había sido sometido el lugar. Los pocos Fata que ocupaban esa zona permanecían ocultos. O al menos así lo hacían aquellos de los que quedaba aún algo que esconder, y no eran simplemente un recuerdo, un retazo a medio descomponer de lo que habían sido.

Y allí, en una de esas cavernas, pudisteis ver a una Fata que todos reconocisteis. Estaba entre vosotros, observando como una más: Vanya. Y mientras que a vuestro lado se mostraba tan altiva y arrogante como siempre, en la imagen que la Bruma os regalaba la pudisteis ver herida tanto física como emocionalmente. Su cuerpo estaba regado de todo tipo de heridas, desde cortes superficiales a perforaciones profundas. La mayoría de ellas se encontraban cubiertas de hielo, pero en otras asomaba una delgada línea de sangre de un color azul claro. Su postura era la de alguien derrotado, y de uno de sus ojos no tardó en derramarse una lágrima que se congelaría un par de centímetros más abajo, al contacto con su mejilla.

Los ojos de la Fata estaban fijos sobre un objeto que la Bruma tardó en mostraros. Cuando lo hizo, pudisteis distinguir un féretro hecho de hielo, de formas cuadradas y ángulos rectos. Sin que pudierais distinguir quién se encontraba dentro la Bruma empezó a descomponerse, mostrándoos otro tiempo y lugar.

La frontera entre el Bosque y la Linde, años atrás. Una Vanya segura de sí misma terminaba de tejer junto a su Emperador la telaraña que les pondría en camino de ocupar el lugar que les correspondía en Fäe. Los últimos detalles eran ultimados, y un brillo de diversión se distinguía con claridad en su mirada. Sí, habría muerte, pero aquello era lo de menos. Lo importante era que todo aquello, de una forma difícil de explicar, hacía que ella sintiera algo, cosa a la que no estaba acostumbrada.

El primer paso fue hacer llegar a los Fata adecuados el rumor de la semilla de la Rebelión. Elória, ella era la indicada. Su suspicacia suponía una molestia, y sacarla de en medio encendería los ánimos lo suficiente como para que Vanya fuera juzgada en Palacio, pero no tanto como para que hiciesen volver al Rey de su viaje a la Linde, de sus negociaciones con Atanamir.

En cuanto aquella información llegó a los oídos de Elória esta no tardó en investigar cuánta verdad había en esas palabras. Acompañada del único Fata en el que confiaba, Míredir, se internó en el Bosque para buscar a la reina del hielo sin ser conscientes de que estaban cayendo en una emboscada.

Vanya disfrutó como no lo había hecho en tiempo. Matar a ambos habría llamado demasiado la atención, así que se entretuvo obligando a Míredir a ver cómo a su pareja, a su mitad, se le helaba el corazón hasta detenerse por completo.

La noticia de la Muerte de Elória no tardó en llegar a Palacio, y de inmediato Vanya fue juzgada por la Reina, tal y como ella y su Emperador habían previsto. Aprovecharon su entrada en Palacio como salvoconducto para que sus aliados entrasen también, dispuestos a robar aquello que más valor tenía para la Realeza.

No fue difícil engañar a la Reina. De todas maneras, a ella ni siquiera le interesaba demasiado la muerte de la Fata fallecida. Además, Vanya se ofreció a que extrajeran todo su poder, y aquello era para la monarca algo mucho más placentero de ver que una ejecución. De modo que Vanya se dejó hacer, sabiendo que quien debía extraerle todo el hielo de su interior era alguien leal a su Causa, que ella no llegaría a perder nada. Sólo tenía que participar de aquel teatro, y sería libre.

A partir de ese momento ella se quedó en un segundo plano. Se refugió en las Ruinas, a la espera de que su Emperador la necesitase, tratando de ganar allí aliados entre los que más habían perdido a manos de Palacio. Y no tardó en acoger bajo su helado manto a la más solitaria y desvalida de los Fatas presentes: Aidane. Sin embargo, para su propia sorpresa lo que empezó siendo una relación de manipulación y conveniencia fue convirtiéndose poco a poco en un cariño real y sincero, que ni siquiera se reconocería a sí misma. Sin embargo, Aidane nada sabía de las verdaderas intenciones de su protectora para con Fäe. Nada sabía de sus verdaderos pensamientos, ni de sus secretos. Aidane ignoraba por completo su pasado, sus esporádicas reuniones con su Emperador, o sus continuas visitas al lugar donde aún mantenía oculto lo que quedaba de Elória para volver a alimentar el hielo de su corazón, evitando así que la Fata despertara, pero manteniéndola en suspensión por si algún día llegase a resultar útil.

Aquella imagen comenzó a difuminarse en la Bruma, mientras otra, aquella con la que había comenzado la visión, volvía a vuestras mentes, sin que pudierais comprender todavía la conexión entre aquello y todo lo demás: Vanya destrozada, derramando lágrimas sentidas por primera vez en su vida ante aquel ataúd de hielo y cristal.

 

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26/03/2015, 23:12
La Bruma

 

Los caprichos de la dama

Poco a poco la última imagen que la Bruma os había mostrado empezó a desdibujarse. Lo hizo despacio, lentamente, y lo último en desaparecer fueron esas lágrimas de cristal que descansaban en la mejilla de Vanya. Cuando estas se hubieron ido no quedó más que su recuerdo en vuestras retinas, y sólo cuando este empezó a difuminarse la Bruma volvió a reaccionar, llevándoos a un lugar que ya os había hecho visitar: el Palacio.

Ante vosotros pudisteis ver a una pequeña Celebia radiante, adulada y agasajada por todos. Sin embargo la Bruma no parecía interesada en su historia, sino en la de la niña que la observaba con admiración desde varios pasos atrás: Aina. Los jirones que componían la figura de la Fata crecían poco a poco, indicándoos que era allí adonde debíais mirar.

Ni una sola gota de Sangre Real corría por sus venas. Ella era la sobrina del bastardo de un primo del Rey, pero este nunca había dado importancia a esas cosas, y a pesar de lo baja que se suponía su posición en realidad le dio un asiento en su mesa y permitió que acompañase a la Familia Real en todo momento. Aquel acto de naturalidad que tantos confundían con generosidad pronto fue tomado como un derecho por parte de la Fata, y no tardó en empezar a exigir a todo el servicio y allegados que la considerasen una más. Y más les valía hacerlo, pues todo aquel que osaba hacerle sombra sufría las consecuencias. Al principio eran poca cosa, pequeñas bromas pesadas que trataban de tantear los límites. Sin embargo, según fue creciendo y sabiéndose intocable, aquello derivó en daños conscientes e intencionados.

Nada podía pararla. Aquellas pequeñas compensaciones que ella misma se tomaba eran cada vez mayores, y siendo la protegida de Celebia llegó un momento en que nadie se atrevía a plantarle cara. Sus exigencias eran cada vez mayores, y cualquier miembro del servicio o externo a la Familia Real las cumplía de inmediato. Cuando no estaba la Princesa todas las atenciones eran para ella. Era feliz. Hasta que llegó la sirena. Serindë.

Ella venía de la Linde, y su mezcla extraña de aromas y su voz pronto encandilaron a la mitad de Palacio, restando a Aina gran parte de sus admiradores. A la sirena eso no parecía importarle lo más mínimo, pero aún así estaba claro que no conocía su lugar. Y una noche hizo algo de lo que nadie le había advertido: llevó la contraria a Aina. En público.

Lo más difícil no fue encontrar cómo vengarse: lo más difícil fue esperar, fingir que ni siquiera lo había notado. Y la oportunidad no tardó en llegar. Algún descarriado había asesinado a los dos niños de alguien realmente querido en Palacio, y a pesar de que Aina no tenía ni idea de quién podría haber sido las pruebas no tardaron en apuntar a Serindë. Aquella bruja del agua recibiría exactamente lo que merecía. Cuando la hicieron comparecer en público, vestida sólo con andrajos y le expusieron los cargos de los que se le acusaba, una suave sonrisa perfiló los labios de Aina. Aquello sí era felicidad. Sumándose a las voces que exigían su cabeza dejó escapar siete palabras meditadas, que abandonaron su pecho aún con la certeza de que ella no era culpable. - ¿Qué se puede esperar de una sirena?

Las cosas no marcharon como Aina esperaba. Sólo faltaba el beneplácito de la Reina para la ejecución, cuando una voz irrumpió en la sala. Míriel, de la Guardia Real, atribuyéndose y justificando el asesinato de los pequeños. En ese momento, en algún lugar de Fäe, se formaba de la nada una increíble tormenta, descargando la rabia y la ira de Aina al ver cómo su presa se le escapaba entre los dedos.

Aina no era tonta. Los años le habían enseñado a diferenciar talento, trabajo y virtud. Y sabía que lo que Serindë poseía, esa voz que el Bosque le había regalado, era algo que no podría igualar. Pero ella era especial, tenía que serlo. Haría lo que fuese necesario.

Fue entonces cuando recurrió a Loth, el Vagabundo, dedicándole la mejor de sus sonrisas y sus más cálidas atenciones. Buscando en él respuestas a preguntas que no podía formular en voz alta, pues en Palacio las paredes tenían oídos. Él había traído siempre historias de cada rincón de Fäe, y si alguien sabía cómo podía mejorar, como podía ser realmente distinta a los demás, ese era él.

Con los retazos de información que consiguió reunir, comenzó a trabajar. A buscar por su cuenta. A hacer cosas que ningún Fata debe hacer. Aina estaba decidida a que sólo la Princesa pudiera hacerle sombra, y lo conseguiría a cualquier precio. Su alma o algunos soñadores no eran nada en comparación a la sensación de sentirse admirada y deseada a partes iguales. Así fue como empezó a practicar aquella magia antigua, aquella que olía a sangre y a muerte. Y conforme fue aprendiendo entendió que para lograr el verdadero poder algunos sacrificios eran necesarios. Ella sabía con seguridad que muchos Fata eran prescindibles incluso para sí mismos: sus vidas serían el catalizador para elevarla adonde debía estar. A su verdadero lugar.

Aquellos hechizos surtían efecto. Con cada Fata sacrificado ella era un poco más bella, un poco más brillante y segura. Los Fata a su alrededor parecían olvidar la desconfianza junto a ella, tratándola de maneras que antes sólo podía soñar.

Pronto los ecos de los muertos empezaron a resonar en su cabeza, pero aquello sólo era una manera más de entender que iba por el buen camino. Lejos, en la Linde, la Bruma se revolvía cada vez que ella realizaba su magia, como si le estuvieran arrebatando algo. Se replegaba, agónica, dolorida, y acto seguido parecía bullir de una manera distinta, más ansiosa y famélica. Pero aquello era algo que Aina no sabia y, de haberlo sabido, ni siquiera le habría importado.

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27/03/2015, 23:30
La Bruma

 

La búsqueda perpetua

Aquella historia que la Bruma os acababa de relatar no cambió la manera de fluir de la Bruma ni de replegarse sobre sí misma. Sus jirones seguían moviéndose con una cadencia suave, hipnótica, y vuestra atención continuaba fija en ellos, como si no hubiera nada más que ver en el mundo.

Y mientras la forma de Aina se desvanecía, la de Palacio se mantuvo constante. Todas las figuras que daban forma a distintos Fata fueron deshaciéndose también, hasta dejar sólo dos: las de dos pequeños mellizos de pelo claro y maneras suaves. Inocentes, vitales y alegres, parecían ajenos a todo lo que ocurría en Palacio. De alguna forma la Bruma os hizo entender que poseían un lejano parentesco con el Rey, pero también algo más que eso: un sentimiento de deuda hacia ellos por parte del monarca. Eso hacía que él se encargase de que fueran ajenos a todos los problemas de Fäe, y que su única preocupación fuese cuándo sería la siguiente gran recepción o en qué gastar su tiempo. Pudisteis ver cómo jugaban recorriendo los largos pasillos, los enormes jardines o las ornamentadas salas como si todos esos lugares fueran su patio de recreo. En apenas unos instantes comprendisteis que aquel era su día a día, sin una madre o un padre que velase por ellos. Aunque había alguien más, una figura femenina y difusa que trataba de hacer que tuvieran lo mejor, aunque no había un vínculo de sangre que sellase aquella relación.

Poco a poco aquellos dos pequeños fueron creciendo. Desde el momento de su nacimiento él había deseado con toda su alma ser caballero, puede que contagiado por las historias de los soñadores. Encaminó su vida hacia ello, convirtiéndose en un joven apuesto, educado y diestro con las armas. Aquello era como un sueño lejano que se iba acercando, pero había algo más importante: estar con su hermana. Elendë y Elendire no querían más. No necesitaban más.

Y sin embargo el destino tendría algo totalmente distinto reservado para ellos. La Bruma os mostraba ahora un cuadro más completo que el de un rato atrás. Os ubicaba en el día en que aquellos dos niños habían sido asesinados y la red de Aina se había tejido para que las pruebas apuntasen a quien debían. Fue entonces cuando la figura de Elendire empezó a desvanecerse, dejando al muchacho solo. Algo la había hecho abandonar Palacio. O encontrar la muerte.

El vacío que ella dejó en Elendë era como un agujero en el pecho hecho de ausencia y preocupación, de soledad e incertidumbre.

Al no hallarla en Palacio no tardó ni dos días en partir. Recorrió el Bosque, explorándolo hasta los rincones más secretos. Alcanzó la Linde, y volvió a buscar en Palacio. Una y otra vez el mismo ciclo. Interrogaba a cada Fata que veía, contándoles su historia con los ojos encendidos y hallando en ellos piedad, compasión y, a veces, miedo. Los días sin dormir se estiraron hasta convertirse en semanas, las semanas en meses, y los meses en años. Poco a poco la línea del tiempo se desdibujó, haciendo que fuera confuso diferenciar cuánto había pasado desde uno u otro suceso. Su obsesión tenía un nombre: Elendire.

Pero todo cambió cuando conoció a Falmari. Él llevaba semanas cabalgando sin descanso, recorriendo cielo y tierra hasta quedar agotado. En ese momento un ser hecho de lodo atacó de repente y el Fata vio peligrar su vida. Por un momento llegó a pensar que todo había terminado. Por fortuna la sirena apareció de la nada, interponiéndose en su camino, destruyéndolo con un solo gesto y salvándole de un destino para el que no estaba preparado. La voz de ella era como el terciopelo y sus rasgos eran los más bellos que un Fata hubiera visto jamás. Cualquiera habría matado por permanecer allí, por poseerla y yacer junto a ella. Sin embargo la mente de Elendë estaba en otra parte, y no tardó en hacérselo saber. Y como si de una prueba del destino se tratase, al renunciar a ella esta le dio la pista que necesitaba. Le puso en dirección a las Ruinas.

Y por primera vez en años, Elendë vio su objetivo cerca. Corrió como nunca lo había hecho, atravesando el cambiante Bosque a la misma velocidad con que muere un suspiro. Durante los últimos meses, a su alrededor, la Guerra se había mantenido como una constante y él nunca había querido tomar parte. Pero todo cambió cuando llegó a las Ruinas y vio la batalla que estaba teniendo lugar.

Fata desplegando todo su poder, matando y muriendo a partes iguales. Fata mutilados o muertos, descomponiéndose a plena luz del día. Y en la mente de Elendë un pensamiento surgió con fuerza, haciendo arder su pecho de pura ira. Allí estaba Elendire, tenía que estarlo. Allí estaba ella... Y alguien podía estar acabando con su vida en ese mismo momento. Después de tanto tiempo, de dejarse la piel, las uñas y el alma en aquella búsqueda, no iba a permitir que eso sucediera.

Elendë sintió lo que tenía de Sangre Real hervir dentro de él, despertando. Sin querer, la hizo crecer con su rabia, y esta reaccionó calentándose todavía más, rodeándole de un halo de fuerza que aumentaba con su determinación. Estaba dispuesto a acabar con esa batalla, aunque tuviera que hacerlo él solo. Aunque tuviera que matar a cada Fata presente, a excepción de Elendire.

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29/03/2015, 01:40
La Bruma

 

El campeón del Bosque

Aquella batalla que tenía lugar en las Ruinas aún estaba por decidirse. Lo que habían sido dos bandos ahora eran tres, y cualquier cosa podía ocurrir. Sin embargo antes de mostraros cómo se desarrollaban los acontecimientos la Bruma una vez más empezó a deshacerse, negándoos la visión de tanta y tanta muerte. La última imagen antes de que todo aquel cuadro desapareciera fue la de Elendë avanzando, concentrando todo su poder para acabar con aquella lucha de inmediato.

Unos segundos más tarde aquellos jirones que habían comenzado a revelaros una historia tras otra empezaron a cambiar, y no tardasteis en daros cuenta de que os estaban ubicando en el Bosque. La Bruma tomó la forma de aquellos grandes árboles, de la hierba, de las piedras y los ríos. Y en medio de todas aquellas muestras de vida, un lago.

Siempre habían sido tres los Guardianes del Bosque. Así debía ser. Y no importaba si alguno, renegando de su destino, decidía abandonar, pues el Bosque sabía esperar. No importaba si alguno se corrompía, pues el Bosque sabía perdonar. Tres debían ser los Guardianes, y ninguno nunca sería reemplazado. Salvo en la muerte.

Sucedió cuando la Gran Ciudad dejó de serlo, y se convirtió en las Ruinas. La Reina - sin serlo todavía - se había encargado de eliminar uno de los lugares que más soñadores atraía, esperando así que el Palacio adquiriese un nuevo esplendor. Y lo consiguió. La mayor parte del Bosque dio la espalda a un pacto forjado siglos atrás. Aquello eran historias viejas, decían. Pero hubo alguien que no dudó en enfrentarse a quienes habían desviado el Río de Almas: Maghar, Guardián del Bosque, trató de pedir cuentas a la Reina, y lo único que encontró fue un cuerno de uno de sus vasallos atravesando su garganta.

Aquello dejó al Bosque con la carencia de uno de los Guardianes. Y así, de las plantas que oscilaban en el fondo de ese lago que la Bruma os mostraba, comenzó a nacer un Fata. Alguien creado a partir de la necesidad del propio Bosque, de las ideas más puras y consecuentes de los soñadores y de la profunda herida que el Palacio había asestado. Así nació Gelion.

Desde un primer momento Gelion supo que el Bosque era mucho más de lo que otros Fata querían reconocer. El Bosque era el pulmón de Fäe. Su vida. Y la convicción de que si tuvieran su oportunidad la gente de Palacio haría con ellos lo mismo que habían hecho con la Gran Ciudad le hacía desear protegerlo de una manera implacable. Comenzó por el lago que le había dado la vida, el mismo en el que Falmari habitaba, y fue extendiendo su protección más y más, hasta que consideró todo el Bosque su dominio. Cualquier intruso sería rechazado. Cualquier enemigo, aniquilado. Era lo que necesitaba el Bosque. Era lo que necesitaba Fäe.

Durante años él supo compaginar sus dos facetas: por un lado el celoso Guardián, capaz de matar sólo por la idea de que alguien pudiera dañar aquello que le había dado la vida. Por otro lado, el Gelion creador, el que podía apreciar la hermosura que escondía cada partícula que componía Fäe. Aquella época fue la más feliz de su vida. La única alegre, en realidad. Junto a los otros dos Guardianes, Ohtar y Lísmar, encontró la paz que luego le sería arrebatada.

El día de la desaparición de Lísmar el Bosque se comportaba de una manera distinta, y Gelion lo notó desde un primer momento. Siempre era cambiante, sí, pero aquello era diferente. Bajo el olor a pino, a nogal y a lonicera se colaba otro más, uno que todo Fata sabía peligroso: el del humo. El de la Bruma. Lísmar, quien había sido primero un aprendiz y luego un compañero, había sido sacrificado. El dolor en el pecho de Gelion y el rencor fueron creciendo, hasta tal punto que taparon cualquier otro sentimiento. La camaradería con Ohtar fue dando pie al silencio, y el silencio a la distancia. Gelion sólo quería actuar, mostrar a todo Fäe lo necesario que era el Bosque, asegurarse de que lo comprendieran o muriesen en el proceso. Sabía que eso era lo que había que hacer. No era venganza, era iluminación.

Hubo alguien que comprendió su visión. Se hacía llamar Emperador. Un habitante de la Linde que la abandonó sólo para hablar con él, para decirle que compartía sus ideas, y que tenía intenciones de acabar con Palacio y dar al Bosque su lugar. Alguien que le ofreció una visión de futuro. Alguien que tenía un plan.

Gelion no tardó en aceptar. El primer paso era asegurarse de que la verdadera Sangre Real habitase en el Bosque y, después, sólo habría que esperar. Con el tiempo y sin alguien de Sangre Real en el trono la enorme roca que era el Palacio no tardaría en rodar colina abajo, encontrando su lugar en el olvido.

Los siguientes años pasaron rápido. Tras robar lo que el Rey más amaba no tardaron en crear pequeñas reyertas, sesgando la vida de más de un Fata de Palacio y de la Linde, provocando poco a poco la Guerra que tanto ansiaban. La Revolución. Poco a poco más Fata fueron uniéndose a aquella causa, convirtiendo a Gelion en un general invicto. Alguien capaz de cambiar las cosas. Alguien que estaba a punto de lanzar un feroz ataque directo contra Palacio, esperando hacerles pagar por sus crímenes.

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30/03/2015, 03:02
La Bruma

 

Los ojos de la justicia

Cuando la Bruma dio la historia de aquel Guardián del Bosque por terminada no tardó en empezar a deshacerse una vez más, descomponiendo ante vosotros árboles, rocas y Fata.

Lentamente, como si de repente se hubiera vuelto perezosa, esa misma Bruma comenzó a formar una imagen que ya habíais visto antes: la de Vanya congelando el corazón de Elória con Míredir presente, obligado a observar el proceso. Ver el hielo extendiéndose por el pecho de la Fata, llegando a sus hombros y a su vientre casi provocó que vuestras respiraciones se contuvieran. Sin embargo esos hilos que ahora os guiaban doblegaron vuestros pulmones, instándoles a continuar con su trabajo. Delante de vosotros Elória parecía muerta, y en el rostro de Míredir se veía reflejado el dolor más profundo. El de un alma cuando pierde a su única compañera.

Alrededor de Míredir el tiempo empezó a pasar. Visteis a Vanya marcharse de aquel lugar, llevándose lo que había quedado de Elória. Visteis la vegetación crecer y cambiar alrededor de él, rodeándole. Visteis la luz oscilando múltiples veces, mientras su rostro desencajado seguía observando el lugar donde antes había estado su mitad. Podíais sentir el dolor de su pecho, perforando en su corazón hasta amenazar con detenerlo. Y sepultado bajo ese dolor, el deseo de no volver a vivir si era sin ella. 

Lo que finalmente sucedió no fue una decisión consciente, sino la única manera de seguir adelante. Ante vosotros Míredir comenzó a disgregarse. Por un lado el dolor. Por el otro, la sed de justicia. Así nació Randir. Y así nació Míriel. Separados por iniciativa propia desde el mismo momento de su creación: permanecer juntos sería demasiado insoportable.

La Reina ni siquiera prestó atención a su llegada a Palacio. Escuchó su historia tan rápidamente como decidió ignorarla. Míriel no clamó por lo más antiguo, ni maldijo a la Reina por su actitud. Todas esas cosas serían propias de alguien cegado por el dolor, y él había tenido que desprenderse de esa parte de sí mismo. Sin embargo a la llegada del Rey todo fue diferente. El monarca dio su más sentido pésame a Míriel, y tras escrutar profundamente en sus ojos le estrechó en un abrazo largo y cercano, jurando que esperaba que los culpables fueran encontrados y juzgados con imparcialidad.

El tiempo pasó. Cuando Vanya fue acusada la Reina se ocupó de que aquello fuera más un circo que un juicio, y de que tuviera lugar cuando ni el Rey ni el propio Míriel estuvieran presentes. En aquel entonces el primero estaba demasiado ocupado, y el segundo fue enviado con órdenes firmes a una misión que no tenía verdadera importancia.

Fue a su vuelta cuando sucedió aquello que cambiaría su vida y su destino. Llegó dispuesto a pedir explicaciones a la Reina por lo sucedido durante su ausencia. Vida para los justos, muerte para los malvados. Aquella era su máxima, y estaba dispuesto a desobedecer o plantar cara a cualquiera si eso implicada seguirla hasta el final. Pero algo se interpuso en su camino. Dos pequeños Fata, con las almas más negras que hubiera visto jamás. Al verlos su mente se llenó de visiones del futuro, augurios lúgubres y profecías de muerte. Míriel sabía lo que tenía que hacer. Acabó con sus vidas, asegurándose de que nada pudiera evitar su descomposición completa. No le importó que aquel escenario quedase regado de sangre: su cometido era proteger Fäe. Vida para los justos. Muerte para los malvados.

Ese doble asesinato cambió las cosas. La Reina le dio unas explicaciones que no terminaron de convencerle, pero supo que lo más sabio era esperar a hablar directamente con el Rey. Pero el Rey no volvió. La Familia Real le envió en su busca, pero no tardó en descubrir que aquella era una nueva pantomima: que mientras él estaba fuera, juzgarían a una inocente por el crimen que él había cometido.

Míriel volvió a Palacio de inmediato. Sin ningún tipo de contención, reconoció ante todos el infanticidio y expuso sus motivos, sabiéndose dueño de la razón y convencido de no merecer ningún castigo. Y en esa ocasión, la Reina estuvo de acuerdo con él: no sólo no le castigó, sino que le convirtió en el guardaespaldas personal de Celebia. Durante más de un minuto Míriel buceó en los ojos de la monarca, tratando de descubrir realmente su juego, pero sólo encontró luz y pureza. Ella había logrado engañarle.

Los años volaron. Él asumió aquella nueva responsabilidad, tomándola como una prioridad en su vida y anteponiendo el bienestar de la Princesa a todo. Sin embargo, la marcha de Palacio de una Fata llamada Namárie le hizo sentirse alerta. Habló con ella. Indagó. Y así descubrió las redes que la Reina había ido tejiendo, buscando la muerte total y definitiva del Rey.

No llegó a acusarla de traición. No había ante quién. En lugar de eso volvió a dejar que la justicia guiara su espada, cortando delante de todos la cabeza de la monarca de un solo tajo. La reacción de todo Palacio, Princesa incluida, no se hizo esperar. Y al amanecer siguiente, mientras el hacha del verdugo hacía silbar el aire en dirección a su cuello, Míriel cerró los ojos. En su corazón, sólo un deseo: reunirse con Elória por fin.

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30/03/2015, 23:59
La Bruma

 

El contador de historias

Prácticamente pudisteis sentir aquel silbido en vuestros oídos. Casi esperasteis que la sangre de aquel corte os salpicase en forma de pequeñas gotas hechas de Bruma, humedeciendo vuestros rostros y convirtiéndoos a medias en cómplices mudos de aquella ejecución. Pero las formas se desdibujaron a tiempo. Toda la imagen desapareció en un instante, como si nunca hubiera estado ahí, dejando como única huella vuestro recuerdo.

Como si se tratara de un período de duelo, esta vez la Bruma tardó unos segundos más en reaccionar, dando forma una vez más al Bosque. A un claro recién formado. Parecía que los propios árboles se hubieran apartado para poder observar mejor lo que había en su centro: un fauno de pelaje oscuro y fuerte cornamenta. Rais. Sus ojos miraban todo lo que le rodeaba, curiosos, y sus pies ya buscaban el suelo, ansiosos por empezar a caminar cuanto antes.

Ya desde su más pronta infancia aquel Fata fue alguien inquieto, que deseaba estar en todos los lugares al mismo tiempo. No tardó en recorrer el Bosque, en conocer la Linde, donde fue visto como un extranjero y en visitar Palacio, donde le tomaron por un bufón. Incluso llegó a ver con sus propios ojos las Ruinas, y el nudo que se formó en su garganta al comprender lo que ahí había sucedido tardó días en deshacerse. Allá adonde iba regalaba a los oídos presentes relatos de lo visto y escuchado, y poseía la capacidad de atraer soñadores con sólo dejar fluir las palabras.

Fue en la corte donde conoció a Eirien, quien le ofreció secretos del Bosque a cambio de sus historias. La manera que tenía aquella Fata de mirarle horadó su vientre, llegando a un lugar adonde pocos habían llegado antes: le veía como alguien que, independientemente de su origen o pretensiones, era útil. Alguien a tener en cuenta.

Travieso, juguetón y astuto, Rais no maduraría hasta el día en que conoció a Tarma. Aquella Fata del Bosque se encontraba débil y aparentemente necesitada. Se veía a leguas que era una luchadora nata, sí, pero el Bosque no se lo estaba poniendo fácil. Si había algo que Rais nunca había soportado era a aquellos que se quedaban mirando sin hacer nada, por lo que se encontraba en una encrucijada: por un lado no podía dejar de observarla. Por otro, no quería mostrarse.

De modo que desde las sombras comenzó a sembrar su ayuda. Se ocupó de que no le faltase alimento. Dibujó rastros para guiarla a los lugares más seguros del Bosque. Le proporcionó un flujo constante de soñadores sin que ella supiera de dónde salían. Poco a poco fue viéndola crecer, y descubrió en sí mismo un cariño parecido al que un hermano mayor siente por los más pequeños.

Para cuando descubrió que Eirien había sido expulsada de Palacio, que había acabado en la Linde, había pasado ya mucho tiempo. La escuchó, por supuesto que lo hizo. La escuchó y por vez primera creyó que aquello no era simple locura, que la Bruma de verdad pedía - exigía - sacrificios. Y fue entonces cuando Rais miró a aquello que todo Fäe consideraba temible con otros ojos, consciente de alguna manera de que él no sería uno de ellos. Sintiéndose a salvo.

Aquello era una responsabilidad. Conocer la verdad y no hacer nada era algo impensable. Puede que él no leyese la Bruma, pero sí sabía otras cosas: conocía lugares donde los Fata iban a dejarse morir, simplemente aguardando a la descomposición. Eran los sacrificios perfectos para una Bruma hambrienta. Para él sería fácil convencerlos. Tenía las palabras justas, las adecuadas, para que ellos caminasen por propia voluntad hacia lo Desconocido. Para que se sacrificasen por el bien de Fäe. Para que con su muerte hicieran a todos vivir un poco más.

De modo que comenzó a proveer a Eirien de Fata que habían perdido las ganas. Algo en su interior le decía que aquello era lo correcto. Que si no fueran ellos, serían otros. No le importaría que algo le pasase a él, pero protegería a Eirien. Protegería a Tarma.

Poco a poco aquellos Fata sin voluntad empezaron a escasear. Él fue dándose cuenta de que había algo que les impulsaba a querer morir de una forma pasiva. Cerca de ellos el aire parecía querer susurrarle sólo a él, advirtiéndole de que aquello no era natural. Temiendo que un peligro tan grande como la Bruma misma se estuviera cerniendo sobre Fäe, con los rumores de Revolución circulando por todas partes, decidió llegar a la raíz del asunto. Así, dejándose guiar por sus sentidos y por su instinto, llegó a Palacio. No fue fácil. La Reina no quiso escucharle, y la Princesa se limitó a decir que ya no era bienvenido. Decidido a no dejar las cosas así, se recordó que la inacción no era su camino. Engañó a los guardias. Se coló en Palacio, buscando a la protegida de la Princesa para exigir su ayuda. Y al dar con ella se dio cuenta de cuánto se había equivocado. Estaba en su laboratorio, respirando el aroma de un alma a medio desaparecer. Entonces Rais comprendió que se había acercado demasiado a lo que buscaba. Allí perdió toda su esencia, cuando la magia oscura de Aina se coló por sus fosas nasales, arrebatándole lo que era para lograr silencio y poder. Obligándole a buscar su lugar tranquilo en el Bosque. A dar con algún sitio callado en el que dejarse morir.

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01/04/2015, 00:35
La Bruma

 

La chispa de la vida

Una vez más la Bruma volvió a deshacerse, impidiéndoos la visión de la muerte de uno de vuestros iguales. Y en esta ocasión no volvió a tomar forma. O quizá sí lo hizo. Tardasteis unos segundos en daros cuenta de que, esta vez, la Bruma se estaba representando a ella misma. Os estaba mostrando la Linde.

Allí pudisteis ver a una pequeña Lúva solitaria. Huérfana de padre, de madre y de hogar. Nadie hablaba nunca de su familia. Ni como amigos, ni como enemigos. Ni como héroes, ni como villanos. De modo que ella poco a poco entendió que habían encontrado el destino que tarde o temprano todos hallaban: el sacrificio.

Lúva nunca entendió la Bruma. La miraba y sólo sentía desprecio. Aquella cosa informe le había arrebatado a sus padres y hermanos. Se lo había quitado todo. Y Atanamir, el loco que actuaba en su nombre, no era mejor que ella.

Con el paso de los años el rencor fue dando paso a la desconfianza. Cada vez que la mirada vacía de Atanamir se posaba sobre ella la Fata podía imaginárselo enviándola a la Bruma, a reunirse con su familia. No se sentía segura. Ni con él, ni con el círculo de fanáticos que le rodeaban, siguiendo los vacuos deseos de ese falso profeta. Sabía que ese no era su lugar. No, al menos, si quería seguir con vida. El olor a humo invadía sus fosas nasales cada día, desde el primer rayo de sol hasta que sus ojos se cerraban con la esperanza de reunir las fuerzas necesarias para marcharse de allí. Lo único que la retenía era saber que, si se marchaba, se alejaría de lo único que la mantenía unida a su familia: la repulsiva Bruma.

Ella fue la primera en ver a Loth. En observarle llegar desde lo Desconocido, y ser encerrado como un animal por el propio Atanamir en busca de respuestas. Aquello fue el detonante que Lúva necesitaba. Vio en Loth un reflejo de sí misma: encerrada en un lugar en el que no deseaba permanecer, doblegada a la voluntad de alguien que consideraba un demente. De modo que, abrigada por la oscuridad de la noche, se encargó de liberarlo y, suplicándole silencio para no alertar a nadie, huir juntos.

Caminaron leguas y leguas. Abandonaron la Linde, dejando atrás la Bruma y encontrando los peligros del Bosque. Lúva había oído hablar de un lugar marchito, uno al que iban los Fata que no tenían un hogar: las Ruinas. Sin embargo Loth necesitaba recorrer Fäe. Descubrir quien era. De modo que, tras pasar varias jornadas juntos, se separaron. Él fue su primer amigo, su primer compañero de verdad, pero no sería el último.

Lúva tardó varias semanas en encontrar las Ruinas. Cada roca resquebrajada, cada edificio derrumbado, cada huella de las vidas pasadas... Cada fantasma de lo que un día ese sitio había sido hablaba a Lúva con claridad, gritándole que no podía marcharse: que allí la necesitaban. A ella, que siempre había creído ser una vulgar Fata. A ella en concreto, con imperiosidad y urgencia. 

La mayoría de los Fata presentes eran sólo retazos de lo que un día habían sido. Ecos de un pasado demasiado lejano como para ser recordado. Había otros que habían llegado buscando refugio, pero eso no hacía que estuvieran menos marchitos. Como Aidane, quien también había llegado después de que Atanamir sacrificase a su familia a la Bruma. Las desgracias compartidas suelen dar pie a las amistades más fuertes, y aquella no fue una excepción.

Poco a poco aprendió a escuchar a las rocas. El polvo del aire, que allí nunca llegaba a asentarse del todo, le mostró un camino desconocido. Voces antiguas, de Fata ya descompuestos, alcanzaron sus oídos, enseñándole lo que tenía que hacer. Guiándola. La necesitaban para que todo lo que allí había volviese a la vida. Para que las cosas recobrasen su esplendor.

Aquella posibilidad era inverosímil. Sin decírselo a nadie, empezó a pensar que se estaba volviendo loca. Sin embargo cuando llegó aquel Fata ya muerto decidió centrarse en él, proyectar en su dirección todas las palabras que las Ruinas le susurraban. Aquel recién llegado volvió a la vida. Lo hizo con la mente resquebrajada, diferente, cambiando incluso su nombre. Pero estaba vivo. Lúva sabía que lo había logrado, y aunque por precaución no se lo contó a nadie comenzó a practicar con su poder en secreto. Quizá aquel era su destino. Quizá la Bruma se había comido a sus padres para que ella ahora pudiera estar aquí, dando un presente a esa ciudad sin futuro.

Después de un tiempo muchas voces se alzaron en Fäe. Hablaban de Revolución. La gente de las Ruinas trató de mantenerse al margen, pero Namárie les trajo noticias de Palacio: les acusaban de esconder traidores entre su gente. Y cargarían contra ellos, aniquilándolos a todos si era necesario. De inmediato Lúva supo que debía hacer algo. Que los que habitaban ese lugar no estaban preparados para luchar... A pesar de que un día lo habían estado.

Concentrando todo su poder, imploró a las propias Ruinas, a todo Fäe e incluso a la Bruma que le dieran las fuerzas que necesitaba. Y a su alrededor cientos de Fata comenzaron a alzarse del polvo. Fata dispuestos a luchar. A defender lo que había sido suyo, y les habían arrebatado. Fata capaces de repeler cualquier ataque de Palacio, o morir en el intento.

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02/04/2015, 23:49
La Bruma

 

La dama del lago

Lentamente, mientras la Bruma os iba mostrando a aquellos Fata alzándose, listos para la batalla, la imagen empezó a difuminarse hasta terminar por desaparecer del todo. Esos hilos invisibles que tiraban de vosotros, decidiendo vuestros movimientos, se tensaron un poco entonces, obligándoos a manteneros expectantes, hasta que empezasteis a ver formarse de nuevo el Bosque, La Bruma volvía a arremolinarse, adoptando la silueta de árboles, caminos y claros. Y de lagos. Sobre todo uno en concreto, uno que ya habíais visto en dos ocasiones: aquel en el que Falmari habitaba.

La vida de Falmari podía resumirse en pocas palabras. Ella buscaba diversión. Y seducir a los soñadores se le quedaba pequeño. Pudisteis ver cómo no dudaba en usar la voz que el Bosque le había regalado para encandilar a cada Fata que pasase por cerca de su hogar, regalándole sonidos que arrebatarían el alma y la voluntad a cualquiera. Al final Falmari acababa por dar muerte a la mayoría de ellos. Pero siempre, desde su más tierna infancia, tuvo claro que no era culpa suya. Si hubieran continuado siendo entretenidos, si hubieran sabido seguir satisfaciéndola, aquello no habría pasado. Toda la responsabilidad era de ellos por estúpidos, por malos amantes y, sobre todo, por aburridos.

Siempre sedienta de halagos, de atención y de sexo, Falmari no deseaba descendencia. O sólo la quería hasta que esta aparecía, la diferencia no era relevante. Por suerte el agua era una aliada natural para acabar con la vida de unos Fata que ni siquiera habían llegado a abrir los ojos. Un bebé ahogado era una preocupación menos, y la señal para continuar con su vida como si nada hubiera pasado. Después de todo sólo tenía una, y no iba a desaprovecharla.

Por eso cuando Gelion le habló del Emperador, de su cometido y de su causa, no tardó en unirse a ellos. Poco le importaba a ella el futuro del Bosque, o la Revolución, pero si podía hacer cosas como esas de las que el Guardián del Bosque hablaba, no perdería la oportunidad.

Desde entonces Falmari trabajó con los que decían estar cambiando Fäe. Mató, engañó y encandiló por ellos. Pero nada sería tan divertido como su primera incursión en Palacio.

Al parecer ya lo habían preparado todo, y su parte del plan era tan sencilla que ni alguien de atención inconstante como Falmari tendría problemas en seguirla. Abrirían las puertas para que Vanya fuera juzgada. Lo único que debía hacer era entrar con una Fata, salir con otra y, una vez de vuelta en el Bosque, acabar con su vida, tal y como había hecho con cientos de retoños.

Todo salió a la perfección. Apenas unos minutos más tarde de lo previsto Falmari huía de Palacio con una pequeña en brazos. Sin embargo fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el Emperador no comprendía lo que era realmente gracioso. Lo genial no sería matarla, no. Lo increíble sería dejar que creciese sin decírselo a nadie, y ver sus caras cuando se enterasen años después. De modo que a su vuelta al Bosque acabó con la vida de una Fata recién nacida, Essä, y depositó a la otra en su lugar. Ya sólo quedaba esperar.

Año tras año, esta nueva Essä fue creciendo, y Falmari actuó como su única referencia. Jamás la alimentó, pero se encargó de resolver sus dudas de la mejor manera que se le ocurría, lo que habitualmente consistía en una sucesión de respuestas aleatorias.

Había pasado ya tiempo cuando algo nuevo sucedió. Alguien se acercó a su lago, un muchacho de cabellos rubios y mirada llena de determinación. Tal y como hacía siempre, Falmari liberó su canto, dejando que penetrase en sus oídos, ablandando su voluntad y endureciendo su miembro. Sin embargo nada de eso sucedió. Por algún motivo aquel Fata no parecía verse afectado por su voz.

Enfadada, no tardó en dar forma a un ser hecho de lodo para que acabase con su vida. Desde una posición privilegiada observó a aquel habitante de Palacio en peligro, y disfrutó con ello. Pero en el último momento se arrepintió, al darse cuenta de que eso acabaría demasiado rápido con su juego. Así que se interpuso entre ambos, haciéndole creer que salvaba su vida, y le exigió en pago aquello que no había logrado obtener gracias a su voz. Sin embargo el muy memo se atrevió a negarse, argumentando estar en la búsqueda de alguien querido. Con una sonrisa afilada, Falmari le dio las indicaciones para llegar a las Ruinas, consciente de que una batalla se estaba gestando allí. Aquel chico se había burlado de ella: debía morir. Y no sería ahora. Se aseguraría de que él se creyese a punto de encontrar el origen de su anhelo y, por tanto, de su negativa. Pagaría por rechazarla.

Pero aquello no fue todo. En cuanto él se marchó, Essä comenzó a interrogar a Falmari acerca del Fata como una vulgar enamorada. Sin dudar, Falmari le explicó la verdad. O, al menos, su verdad. Por si acaso él no llegaba a las Ruinas o sobrevivía a la batalla, le dijo que era un criminal, que estaba siendo buscado para ser ejecutado. Que había matado decenas de Fata. Y que lo mejor que podía hacer era encontrarle y darle muerte. Pronto.

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04/04/2015, 03:02
La Bruma

 

La Guardia del Rey

Mientras aquel lago se difuminaba una parte del Bosque aún permanecería consistente: la que se encontraba colindando con Palacio. Allí nacería una Fata de tez carmesí y cabellos dorados. Namárie.

Cuando alguien nace a medio camino entre el lujo y la naturaleza es difícil que encuentre su lugar. Por eso la vida de Namárie al principio no resultó sencilla. Cada nativo del Bosque la consideraba una extranjera. Cada habitante de Palacio, una salvaje. Y probablemente todo habría continuado así, de no ser por su encuentro fortuito con el Rey.

Era bien sabido que el Rey podía escrutar el alma de otros, juzgarlos por sus intenciones antes de que se convirtieran en actos. Y cuando los ojos del monarca se cruzaron con los de Namárie una cálida sonrisa iluminó el rostro de él, y sin llegar a decir una sola palabra la invitó a acompañarle. Había dado con alguien capaz de llevar la lealtad y la justicia hacia límites que pocos conocían, y aquello era algo que necesitaba. Sólo unas semanas más tarde Namárie era una de sus escasas personas de confianza, una guerrera a la que él sabía que podía confiar cualquier secreto.

Fue allí donde conoció a Niahcrom, y ambos congeniaron como dos piezas de un puzzle sin terminar. Él fue para ella el hermano que nunca había tenido. Y ella para él fue como una joya a la que todos deberían cuidar: pura, directa y constante. Fiel. Sincera. Y, sobre todo, capaz de hacer cualquier cosa por los suyos. Por Fäe.

Namárie nunca habría necesitado de más que la palabra del Rey para seguir sirviendo a Palacio. Pero cuando este desapareció las cosas empezaron a cambiar. Desde un principio se dio cuenta de lo despótico que sería el gobierno de la Reina. Por otro lado, Niahcrom se negaba a que le ayudase en la búsqueda del monarca. Que en Palacio haya siempre alguien cuerdo, decía, instándola a quedarse.

Pero hubo una salida de la que Niahcrom no volvió. La duda y la culpa revolvían el interior de la Fata, que se decía que tendría que haberle desobedecido, que juntos eran invencibles. Cuando le llegaron las noticias Namárie comprendió que le habían dado caza por su fortaleza. Por eso le habían pillado a solas, como cobardes, destrozándole por dentro y por fuera hasta reducirle a cenizas.

En Palacio le ordenaron no partir, dejar que su cuerpo se descompusiera quién sabía dónde, convirtiéndose en retazos de sueños rotos. Pero ella ya no creía en absoluto en la Reina, y no tardaría en salir en su busca. Pasaron semanas antes de que supiese de él, y cuando al fin lo halló se encontraba en las Ruinas. Cambiado y con un nombre diferente. Pero vivo.

Decidida a cuidar de él, Namárie comenzó a dividir su tiempo entre el Palacio y las Ruinas. Su sitio ya no se encontraba en la Guardia Real, pero dejarla sería faltar a su palabra. Sin embargo el asesinato de los hijos de Lassa, dos simples cachorros, y la posterior recompensa a su asesino, hicieron que la Fata perdiera la poca fe que le quedaba en Palacio. Poco a poco empezó a pasar cada vez menos tiempo allí, viajando cada vez más a las Ruinas. Fue en uno de esos trayectos donde conoció a Randir.

Ella se encontraba perdida, indecisa. Y de repente localizó a un grupo abusando de otro Fata. La similitud con el ataque a su antiguo compañero hizo hervir la sangre de Namárie, dándole fuerzas para expulsarles aún desarmada. Y al contemplar la visión que ofrecía aquel Fata tan descompuesto se apiadó de él y lo llevó a las Ruinas.

Eso hizo a Namárie darse cuenta de que no podía dejar de luchar. De que a pesar de abandonar su puesto en Palacio había muchos que necesitaban ayuda de alguien como ella para salir adelante. Para sobrevivir. Como llamada por el destino, justo entonces apareció una nueva Fata delante de ella: Serindë. Deambulaba por la frontera entre la Linde y el Bosque, repudiada por todos, sin tener adónde ir.

La conexión fue mutua e inmediata. Tal y como ya había hecho antes Namárie la llevó a las Ruinas. Y en cuanto ella conoció a Morchain, algo cambió en él, como si se recuperase un poco. Como si de alguna forma, pudiese ser feliz a su lado, mientras estuvieran juntos los tres.

Los años pasaron. La Guerra no fue para ellos más que la confirmación de que habían hecho bien refugiándose en las Ruinas, manteniéndose al margen. Poco a poco empezaban a buscar la forma de traer la paz de nuevo a todo Fäe, cuando a oídos de Namárie llegaron noticias de Palacio: se les acusaba de esconder traidores en las Ruinas y, pronto, una batalla les caería encima.

Namárie se preparó. Conocía a la gente de Palacio, sus estrategias y debilidades. Había luchado a su lado. Y si ahora era necesario, lucharía contra ellos.

Pero algo sucedió. De repente, con la batalla ya comenzada y la sangre de sus antiguos compañeros manchando sus manos, un ángel apareció de la nada, llenándolo todo con su presencia. Un ángel poderoso. Un ángel vengador. Un ángel que estaba a punto de cargar contra Morchain y Serindë. En cuanto vio sus intenciones Namárie corrió de inmediato hacia él, dispuesta a cualquier cosa para proteger a sus hermanos. Ni siquiera llegó a acercarse. Antes de que pudiera hacerlo, fue herida de muerte. Y cuando sus ojos se cerraron una sonrisa apareció en sus labios, encontrando en el sueño eterno la paz. Puede que perdiera la vida pero, si había logrado salvar las de ellos, no habría sido en vano.

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05/04/2015, 23:41
La Bruma

 

El dolor del escriba

Junto a vosotros los ojos de Adam y Allegra parecían estar humedeciéndose ante la visión de una Namárie encontrando la muerte, mientras una sonrisa similar a la que la Bruma os mostraba en la Fata aparecía en los labios de Lera. Sus dedos, sin embargo, no dejaban de moverse, guiándoos a su antojo para que siguierais cada imagen que la Bruma decidía enseñaros.

Poco a poco las Ruinas fueron desapareciendo. Y mientras lo hacían una nueva figura empezó a tomar forma: la de una pluma, moviéndose de manera firme y constante. Lentamente más cosas empezaron a verse a su alrededor, como el Fata que la sostenía, el pergamino sobre el que estaba o la estancia que los enmarcaba a todos.

Leithian. Cómo no, escribiendo. Mientras tanto, la propia Bruma se arremolinaba, dando cuerpo a algunas de las palabras que el Fata escribía. Palabras de dolor, de angustia y de impotencia. Las palabras de quien echa de menos algo inalcanzable. De quien ha perdido a un hermano.

Habían sido los que soñaban con narrar miles de historias los que habían dado vida a Leithian, aún sin desearlo. Habían sido sus voluntades anónimas quienes le habían hecho como era: consecuente, meditabundo y sereno. Podía ser que muchos confundieran su reflexión con pasividad, o su manera de esperar, examinar y analizar antes de posicionarse con aceptación. Pero nada estaba más lejos de la realidad. Leithian era con toda seguridad uno de los Fata más sabios que habitaban Fäe. Él sabía que de nada servían las acciones o los grandes discursos si nadie tomaba nota de ellos. Sabía que una semana después serían sólo recuerdos difusos, y que el viento y el silencio terminarían por convertirlos en polvo.

A pesar de la muerte de su hermano a manos de los Fata de Palacio, Leithian no llegó a mover ni un dedo más que para dejar constancia de cómo había sido todo. De cómo se sentía la ausencia más pesada que un Fata pudiera soportar. Sí, el rencor le estaba ennegreciendo por dentro. El cambio que la Bruma le producía día tras día no era nada en comparación a aquellas emociones mal masticadas que se le enquistaban en el esófago y no salían ni con toda la tinta de Fäe. Y aún así mantuvo la cabeza sobre los hombros y permaneció aparentemente inalterable, sin hacer nada. Sabía que no era su deber. Sabía que no era su derecho.

Si aquello se hubiera quedado ahí, probablemente Leithian nunca hubiera llegado a unirse a la Revolución. Pero hubo algo que le hizo desear un cambio con más fuerza que nunca. Él había pasado los últimos años prácticamente sin hablar con nadie, simplemente escuchándose a sí mismo y tomando nota de todo cuanto llegaba a su mente. Pero un día notó algo diferente en el aire. Supo que algo iba a suceder. La Bruma se revolvía, inquieta, como si estuviera a punto de digerir algo cuyo momento no había llegado todavía. Y fue entonces cuando la vio. Lassa. Una Fata delgada y hermosa pero, por encima de todo, frágil. Caminaba hacia la Bruma por iniciativa propia, dispuesta a perder la cabeza y la vida. La pena en sus ojos y la suave cadencia de sus gestos capturaron de inmediato el corazón de Leithian, que se acercó a detenerla. A abrazarla durante el tiempo que fuera necesario. Minutos. Horas. Días Semanas. El tiempo fue lo de menos. Lo importante fue que ella finalmente accedió a dejarse cuidar. Y le contó su historia.

Durante horas Leithian escuchó a la Fata hablar sobre Palacio, mientras en su piel se grababan algunas de sus palabras. Los nombres de sus pequeños. El nombre de su asesino. Fue en ese momento cuando empezó a pensar que la injusticia había llegado demasiado lejos. Tomó el dolor de la Fata como suyo, y asimiló también su venganza. Se aseguraría de que la tuviera, así tuviera que hacer presión con su pluma o con sus manos. Quitaría las vidas que fueran necesarias. Tras oír cómo un Guardia Real arrebataba la vida a los más débiles no necesitaba saber más: su decisión estaba tomada.

Se unió al grupo del Emperador. Con desagrado, segó vidas, convencido de que hacía lo mejor para Fäe. No disfrutó como muchos de sus compañeros. Y tomó nota de que cada muerte, de cada palabra que salía de las gargantas de aquellos Fata, para asegurarse de que, aún muertos, no serían olvidados.

Cuando Gelion organizó el ataque a Palacio, Leithian se ofreció voluntario. Debía dar con aquel asesino de niños y dejar que Lassa acabase con su vida. Aquel era el destino que había decidido tener, aquel era su camino. Y cuando se encaminaron allí y las primeras noticias que recibieron fueron las de su pronta ejecución, el escriba se adelantó a los demás. Le hirieron una y cien veces, pero no se detuvo: debía llegar a la Torre de la Penitencia. Y lo hizo justo en el momento en que aquella hacha que ya conocíais silbaba en dirección al cuello del guardaespaldas de la Princesa. Leithian no dudó: llenó de tinta la garganta y el pecho del verdugo, haciendo que soltase el arma. El corte fue superficial. No presentó batalla contra ninguno de los presentes mientras estos le lanzaban todo tipo de ataques y golpes. Y consiguió llegar a Míriel. Consiguió alcanzarle y, sin quitarle la capucha, llevarlo hasta la ventana y arrojarle por ella. Luego no tardaría en lanzarse detrás, convirtiendo su esencia en la de un enorme cuervo hecho de tinta que cogería a Míriel al vuelo para sacarle de allí. Aquel día no sería el de su muerte, pero sí el de su verdadera condena.

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07/04/2015, 01:17
La Bruma

 

El Guardián del Bosque

La figura de aquel cuervo fue deshaciéndose en la propia Bruma despacio, como si se desgranase en el aire, como si con cada batir de sus alas una parte de su esencia se quedase atrás. Y al mismo tiempo que él, todo empezó a desdibujarse: el encapuchado Míriel, la Torre de la Penitencia... Todo.

Esta vez pasó más tiempo del habitual hasta que la siguiente historia comenzó a tomar forma. Era imposible saber cuál podía ser la causa, pero más de uno podría jurar que la propia Bruma estaba valorando hasta dónde remontarse. Finalmente el Bosque empezó a tomar forma una vez más. Pero en esta ocasión no había ningún Fata a la vista, haciendo que fuera complicado saber adónde mirar. Os sentisteis artificialmente aliviados al daros cuenta de que aquella decisión ni siquiera estaba en vosotros cuando esos hilos invisibles dirigieron vuestros ojos a un punto concreto. Uno en el que una semilla empezaba a germinar, dando vida a un árbol mucho más fuerte que todos los que le rodeaban. Era un roble fuerte, robusto, que parecía aprovechar los cambios del propio Bosque para recibir noticias de lugares lejanos. Para aprender.

Hubo un Guardián, uno tan antiguo que defendió el Bosque cuando su mayor peligro eran los propios soñadores, que perdió las ganas de vivir. Decía sentirse anciano. De modo que simplemente se dejó llevar a la descomposición, sabedor de que tras su muerte aparecería sangre nueva. Poco a poco, conforme él iba acercándose más al sueño eterno, aquel árbol iba cambiando de forma, cada día un poco, hasta que, cuando el último suspiro salió de la boca del viejo, sus recién creados pulmones tomaron aire por primera vez. Un nuevo Guardián había nacido.

Desde un primer momento aquel Fata, Lísmar, se supo alguien inquieto. Quería conocerlo todo, verlo todo, tocarlo todo. Sentirlo todo. En apenas unas semanas recorrió todo el Bosque, manteniendo largas conversaciones con los árboles que antes eran sus compañeros. Su fortaleza no radicaba en su capacidad para pelear, pero eso no era lo más importante: él mejor que nadie comprendía la importancia de cada brizna de hierba, de cada piedra y de cada arbusto. Él, mejor que nadie, sabía que sin ellos Fäe estaría condenado al olvido.

Pronto conoció a los otros dos Guardianes y se sintió a salvo con ellos. Ohtar le enseñó a luchar, y con Gelion compartió la belleza de las cosas. Juntos formaban un equipo. Una familia. Sólo hubo una cosa que no llegó a contarle a ambos, y fue la existencia de Essä.

La conoció casi por casualidad. Ella era solitaria y desconfiada, Falmari se había encargado de ello. Pero hubo algo en ella que llamó la atención del Guardián. Nunca supo decir de qué se trataba, pues era consecuencia de la Sangre Real que corría por sus venas. Durante días acudió a su encuentro sin acercarse demasiado, siempre a la misma hora, siempre con la oferta de compartir historias. Al principio se sentía como si se las estuviera contando al aire, sin saber si ella le escuchaba o no. Pero poco a poco ella fue sentándose cada vez más cerca, hasta que un día compartieron no sólo un relato, sino también alimento.

Lo que Lísmar sentía no era amor. Y, sin embargo, era imposible no admirarla. Juntos recorrieron el Bosque, y de ella aprendió a surcar los cielos con el pensamiento. De alguna manera sabía que aquella Fata no pertenecía a ese lugar, pero aún así él decidió que la protegería con su vida. A sus ojos era una habitante del Bosque, y también su amiga. No necesitaba más.

Pero la curiosidad de Lísmar no tenía límites, y aquella fue su perdición. Pues tal y como él se había ganado la confianza de Essä hubo un Fata que se ganó la suya. En la intimidad se hacía llamar Emperador. Su sonrisa era amable y sus palabras cálidas. Día tras día habló con él, forjando lo que Lísmar creía que era un lazo sincero. Hasta que aquel Fata le propuso mostrarle la Linde. Le aseguró que no correría peligro, que la Bruma no era tan dañina como tantos decían y que, además, se encontraba tranquila. Y Lísmar confió en él.

Para cuando se dio cuenta del error ya estaba siendo empujado hacia lo Desconocido, ofrecido como sacrificio a una Bruma que no lo había pedido. El Emperador tenía planes, claro. Y eran planes que necesitaban de una escisión en el Bosque, de un Ohtar desorientado y de un Gelion enfurecido. Lísmar era prescindible.

En ese punto de la historia pudisteis ver a la Bruma revolverse con incomodidad. Ella misma parecía recordar aquel suceso con inquietud y sufrir al mostrároslo. Visteis a Lísmar rodeado de Bruma, y visteis cómo esta era consciente de que todavía no era su momento. La visteis resistirse a devorarlo, como quien se arranca el estómago para no digerir un veneno ya tragado. Ella le rodeaba, cambiándole de manera inevitable, luchando por dejar su esencia intacta. Tratando de hacerle el menor daño posible. Pero Lísmar estaba demasiado dentro y caminaba sin un rumbo fijo. Terminó por desfallecer. Y mientras se encontraba inconsciente la Bruma bebió de sus recuerdos, dejando que su cuerpo viviera.

Tardó semanas en despertar, y lo hizo con la mente vacía. Su caminar fue guiado hacia la Linde por la propia Bruma, y cuando la dejó atrás sus ojos recorrieron con desconcierto el lugar que tenían delante, sin ubicarlo en su memoria. Cerca de el, una Fata llamada Lúva se sorprendía al verle salir de la Bruma. Y cuando le preguntó por su nombre sólo una sílaba saló de su garganta cambiada: Loth.

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08/04/2015, 01:07
La Bruma

 

El caballero de ceniza

La imagen de aquel Loth recién salido de la Bruma, con su mirada cargada de confusión, de preguntas y de una paciencia eterna, se instaló en vuestros corazones, reposando mientras una vez más todo se iba difuminando. Atrás quedó su figura, así como la de Lúva o la de la propia Linde. Y ante vosotros volvió a tomar forma una imagen que ya habíais visto antes dos veces: la de aquella Fata, Elória, con el corazón helado. La de Vanya escondida. La de Míredir sufriendo. Una vez más visteis el hielo crecer en el pecho de Elória, instalándose en su interior hasta teñir sus ojos de un azul intenso. Visteis también a Vanya abandonar la escena con ella. Y a pesar de las ganas de muchos de vosotros por cambiar los sucesos, de nuevo Míredir se quedó paralizado, quieto durante un tiempo que se hizo eterno mientras la vegetación crecía y cambiaba a su alrededor.

Aquel dolor que ya habíais conocido antes, ese que la Bruma os había mostrado para que pudierais comprender la historia de Míriel, volvía con fuerza. Era un dolor lacerante, profundo, capaz de herir al mismo tiempo como un aguijón y como un martillo, como una espada y como un ariete.

Cuando llegó el momento de la escisión ya lo esperabais. Ante vuestros ojos la forma de Bruma que era Míredir empezó a deshacerse en dos partes bien diferenciadas. A un lado, en dirección a Palacio, Míriel. Y al otro, en dirección opuesta, Randir. Uno se llevaba el ansia de justicia. El otro el dolor.

Después de aquello los primeros pasos de Randir fueron erráticos, sin un destino fijo. Sólo sabía que no deseaba volver a Palacio, pero... ¿Cuál era su lugar ahora? No tuvo que darle demasiadas vueltas a eso, pues alguien le dio caza: un grupo de Fata que con la tortura como método excelente para pasar el rato. Perforaron su cuerpo y derramaron su sangre. Le quemaron. Reventaron sus huesos y sus tendones, y luego le volvieron a quemar. Pero ya no había nada que pudieran hacer para acabar con él. El dolor que le provocasen no era nada en comparación al que llevaba dentro. No le permitieron ver sus rostros, pero los agujeros que los cuernos habían dejado al clavarse en su piel se quedarían ahí durante años.

Aquello no fue sólo un asalto. Sadismo. Hoguera. Tortura y más tortura. Más de cien veces intentaron descomponer su esencia, buscando que ningún soñador llegase a recordarle. Pero su voluntad y fortaleza fueron más tenaces. Se agarró a su viejo dolor para no sentir el nuevo. Se negó a acompañar a la muerte, por más insistente que esta fuera. Cambió. Su mente perdió muchas cosas por el camino. Y cuando sólo era una madeja descompuesta con poco que ofrecer, cuando era poco más que cenizas sin forma, alguien los echó. Dijo llamarse Namárie. Randir, que no tenía fuerzas ni siquiera para oponer resistencia, se dejó guiar por ella hacia las Ruinas.

En cuanto puso un pie en los restos de aquella ciudad Randir sintió algo inesperado: los ecos de las piedras, las voces de los muertos... Todos los sonidos del pasado llegaban a él con una claridad suave. Sólo tenía que decidirse por uno de ellos para escuchar su historia, como quien tira de un hilo hasta deshacer la madeja.

En aquel lugar Randir permaneció tranquilo. Las voces de los antiguos le enseñaban sobre el pasado, le traían paz, y le hacían ver que las cosas que a él le habían sucedido no eran más que motivos para seguir adelante. Que debía recordar que en otro tiempo había sido un caballero, y que a pesar de haber sido quemado más de cien veces estaba vivo. Que la agonía, en lugar de hacerle desvanecerse, le había fortalecido.

Cuando la noticia del inesperado ataque de Palacio llegó, Randir se preparó para el diálogo. Hablaría con su otra mitad. Arreglarían las cosas sin muertes. Encontrarían otra salida. Pero Míriel no se encontraba entre los campeones de Palacio, y un negro presentimiento tiñó el corazón de Randir, haciéndole consciente de que tendrían que luchar. Usaría el dolor que aún guardaba dentro como arma, quemándolo para obtener de él la fuerza que todos necesitaban.

Peleó como nunca en toda su existencia había hecho. Acabó con la vida de enemigos y vio caer a compañeros. Y, de repente, algo perforó su esencia. Unos cuernos que reconocería en cualquier lugar. Al bajar la mirada vio el rostro de Nu-Taur-Dunath, sediento de sangre y vidas. La respuesta de Randir fue inmediata, atravesando con un sólo golpe el pecho del fauno, obligándole a mirar a la muerte a los ojos.

Aquello no terminó ahí. Mientras la batalla tenía lugar, con cada caído el cráneo de Randir se llenaba de nuevos relatos, de historias o de imágenes perdidas y difusas. Y con una de ellas comprendió la verdad: que quien había provocado su escisión estaba entre los presentes: Vanya. Todo el dolor del pecho de Randir estalló de golpe. Ya no importaba quiénes eran atacantes y quiénes atacados, sólo encontrarla a ella y hacerle pagar. Por Elória. Y cuando la vio a lo lejos sintió algo tensarse dentro de sí mismo, encajándose para el ataque. A pesar de encontrarse herido, casi deshecho, se preparó para cargar en su dirección. Acabaría con la vida de quien le había arrebatado todo. O moriría en el intento.

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08/04/2015, 16:48
La Bruma

 

La hija del Bosque

Como ya había sucedido antes la visión de aquella batalla en las Ruinas empezó a descomponerse, dejando sólo jirones de Bruma en el ambiente. Y una vez más árboles y más árboles empezaron a tomar forma, llevándoos de nuevo al Bosque. A un nuevo nacimiento. Pudisteis reconocer algo en el ambiente que la Bruma os mostraba, la forma de vibrar del aire, cómo la vegetación reaccionaba... Parecía que estabais ante un nuevo Guardián. Pero aún así, faltaba algo, como si el propio Bosque no estuviera muy seguro de si ese era su momento. Al mismo tiempo, en otro lugar, Lísmar estaba sumergido en la Bruma, cambiando, perdiendo lo que era para convertirse en un Loth sin pasado ni recuerdos. Sin conexión con el Bosque, pero aún vivo.

Tarma tendría que haber sido una Guardiana, pero Lísmar no había muerto. No exactamente, al menos. Quizá fuese por eso que aquella Fata nunca encontraría su lugar, sintiéndose siempre un poco vacía: había nacido para cumplir un destino que aún no le pertenecía. La primera imagen que pudisteis distinguir de la Fata fue envuelta en una enorme hoja, como si estuviera buscando abrigo. Con la pérdida de Lísmar el Bosque había aprendido aquella lección, y desde el mismo momento en que sus ojos se abrieron ella fue mucho más independiente, solitaria y desconfiada.

No tuvo a nadie que la criase, ni que la guiara en sus primeros pasos. En lugar de eso aprendió a entenderse con las briznas de hierba, con cada árbol, con cada piedra. Hablaba con ellos, y estos le advertían de los peligros cercanos. Así aprendió a salir adelante. A sobrevivir. Durante años tuvo que luchar por cada nuevo día, y disfrutó haciéndolo. Había oído hablar de las comodidades de Palacio, pero ella renegaba de una vida así. Ella sólo quería lo que tenía, y tenía lo que quería.

El tiempo pasó. Se volvió observadora e inteligente, y terminó por descubrir que había alguien ayudándola a escondidas. Pasó meses acechando su propia sombra, tratando de ver sin llegar a mirar, hasta que finalmente dio con él: Rais. Sin embargo no exigió al fauno que se mostrase, ni tampoco le hizo saber que había sido descubierto. Sentía curiosidad por él, pero era suficientemente desconfiada como para temer que se tratase de algún tipo de subterfugio. Así que se dejó mimar, sintiéndose al mismo tiempo halagada y desconcertada. Desde ese momento nunca sabría si en cada momento él, escondido como entonces, estaría observándola, o atrayendo soñadores para ella en secreto. Ella misma se prohibía buscarle con la mirada o con los pasos y averiguarlo, pues de alguna manera todo se sentía mejor pensando que siempre estaba ahí.

Antes de darse cuenta se había hecho adulta, desarrollando su poder de maneras que jamás había imaginado. Su capacidad para devolver la vida a las cosas era, para ella, algo tan natural como el propio Bosque. Era su forma de devolverle una parte de lo que ella había tomado. Al crecer, Tarma había aprendido a escuchar el viento, a observar el aire y saber cuándo algo iba a suceder. Como cuando encontró a aquella niña.

Aquel día todo el Bosque parecía comportarse distinto, como advirtiendo a Tarma que algo estaba por ocurrir. Y lo que lo confirmó fue una mezcla de llanto y canto de sirena. La Fata estaba en la orilla de un lago: una pequeña que no debía tener más de unas horas de vida. Sus ojos oscuros se cruzaron con los de Tarma, y se produjo una conexión que quedaría imprimada en la mente de ambas para siempre. Serindë. Así se llamaba. Un latigazo de inevitabilidad sacudió la espalda de Tarma mientras se hacía consciente de que, de alguna forma, la decisión que estaba por tomar marcaría su existencia. Podía dejarla crecer sola, como ella lo había hecho, y que aprendiese a valerse por sí misma o muriese en el camino. O podía ayudarla, educarla, guiarla. Darle lo que a ella le había faltado. Formar una familia.

Pero tenía miedo. El Bosque le había enseñado a ser temerosa y desconfiada. Miedo a no ser suficiente. A que, cuando creciese y después de dárselo todo, aquella niña le diera la espalda. Miedo a estar sola no por propia iniciativa, sino por imposición de otros. De modo que la llevó a la Linde y allí la dejó, esperando que ellos supieran darle lo que necesitase.

Al marcharse de allí lo hizo convencida de que se había equivocado, pero también segura de que era lo mejor. Sola había vivido, sola debía seguir. Y así fue durante muchos años. La Guerra comenzó, y ella no tomó parte. Sin embargo estaba decidida a defenderse de cualquier extraño. Acabó con la vida de muchos Fata, algunos por necesidad y otros por precaución. Se perdió en su propio salvajismo. Hasta que volvió a ver a Rais.

El Fata caminaba con la mirada perdida, ausente, como quien ha dejado atrás todo rastro de vida. Y por primera vez desde que tenía uso de razón, Tarma concentró todo su poder en un Fata, tratando de devolverle a la vida. De no dejar que aquel que tanto la había ayudado cayese en el olvido. No se sorprendió al ver que, después de aquello, la voluntad de él parecía estar ligada a la de ella. Después de todo, le había dado la vida. Y una vez estuvo restablecido escuchó su relato, comprendió lo que había pasado, y tomó una decisión: buscarían a aquella ramera de Palacio y a su muda cómplice, la Princesa, y les darían la muerte que merecían. Por los Fata caídos. Por el Bosque. Por Rais.

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11/04/2015, 00:44
La Bruma

 

La lucha contra el miedo

Lentamente aquel Bosque se fue deshaciendo, árbol a árbol, hasta no ser nada. La última imagen antes de terminar de deshacerse fueron los ojos de Tarma, hirviendo de manera constante, alimentados por aquella promesa de hacer que esas dos Fata pagasen por sus pecados.

Una vez la Bruma terminó de desdibujarse no tardó en empezar a revolverse de nuevo, agitada, como si algo de lo que estaba por venir la molestase. Tal y como había sucedido antes de nuevo pareció no estar mostrándoos nada, hasta que os hizo entender que se daba forma a sí misma: que otra vez os transportaba a la Linde.

La primera figura que pudisteis distinguir fue la de una pequeña Aidane. A su lado, su padre le explicaba lo que había visto en la Bruma: que ella sería diferente. Todo su linaje, generación tras generación, había muerto al ser consumido por lo Desconocido, pero él había visto que con ella sería distinto. Que se marcharía de allí. Que le esperaba otro destino. El padre de Aidane siempre había sido un gran lector de la Bruma, como el padre de su padre, y todos los que hubo antes de él. Si él decía eso, era porque la Bruma lo decía. Y si la Bruma lo decía, era porque era cierto.

De repente saltasteis a otro momento. Aquel día todo era diferente. El ambiente. La Bruma. Aidane nunca había sabido entenderla demasiado bien, pero aún así era consciente de cómo se estaba retorciendo, como si algo desagradable estuviera por venir. Y así sucedió. Su padre desapareció. En un momento estaba ahí, y al instante siguiente ya no. Unas horas más tarde le llegó la noticia: Atanamir lo había sacrificado. Así, de repente. De una forma que parecía tan gratuita como innecesaria incluso para alguien tan malo leyendo la Bruma como era Aidane. Eso fue lo que precipitó su marcha.

Se marchó de allí sola y muerta de miedo. Si por ella fuera habría caminado en dirección contraria, internándose en la Bruma para reunirse con su padre, pero no se lo permitieron. Le dijeron que ya estaba saciada. Y aquella forma de moverse, como la de alguien que se retorcía de dolor tras comer demasiado, lo demostraba.

Mientras abandonaba aquel lugar Aidane no comprendía nada. Ni por qué la Bruma se había llevado a su padre, ni por qué Atanamir lo había sacrificado. Pero no quería saberlo. Sólo quería caminar y caminar. Olvidar lo sucedido. Descomponerse en el aire. Llorar.

Caminó, caminó, y cuando sus pies ya ni siquiera sabían si estaban caminando, caminó más todavía. Caminó a través del Bosque, deseando que alguno de sus famosos peligros la devorase. Ni siquiera se dio cuenta de cómo uno de sus Guardianes, Ohtar, iba liberando el camino para ella al darse cuenta de que era un alma bondadosa. Puede que no fuera una nativa del Bosque, pero no merecía morir allí. Y así sus pies la guiaron de manera inconsciente hasta un lugar donde había que hacer fuego para calentarse. Hasta las Ruinas.

Al principio no comprendió dónde estaba. Ver a todos aquellos Fata desechos, medio descompuestos, hizo que su corazón se encogiera. Pero alguien la recibió con los brazos abiertos. Una Fata que decía ser una refugiada a la que el Palacio había arrebatado su poder: Vanya. Ella cuidó a Aidane. La trató como la madre a la que ella no recordaba, dándole todo lo que necesitaba incluso antes de que lo expresase en voz alta. La aceptó, incluso a pesar de su miedo. Y le enseñó a alzar la barbilla y mirar al frente. A ver todo lo que normalmente se estaba perdiendo. Y por primera vez desde su padre, Aidane se sintió bien. Querida. Y el reencuentro con Lúva sólo mejoró las cosas.

Sin embargo Aidane sabía que la felicidad no podía durar para siempre. Esa era una lección que casi había llegado a olvidar allí. Pero el anuncio de una encerrona, de una próxima batalla, los alertó. Ella quiso luchar: sabía que probablemente sería un estorbo, pero aún así no quería permitir que ninguno de sus amigos perdiera la vida si podía impedirlo. Pero Vanya la convenció de lo contrario, de que permaneciera escondida y segura. A salvo.

Desde la entrada de una gruta Aidane lo vio todo. La implacable carga de Palacio. La forma de aguantar de las Ruinas. Los muertos. A decenas de Fata alzándose de repente gracias al poder de Lúva. También vio el ángel. Le vio llegar y demostrar su poder, destrozándolo todo a su paso, y temió por su propia vida aún estando escondida. Y vio a Randir. Le vio luchar contra Nu-Taur-Dunath y dar media vuelta, buscando a Vanya. Le vio cargar contra ella, dispuesto a matarla.

Y entonces no pudo resistirlo más. Venciendo su miedo se lanzó en aquella dirección, dispuesta a salvar a su mentora aún a costa de su propia vida. Se metió en medio del ataque de uno y la respuesta de la otra, esperando que ambos se detuvieran. El primero la hirió de muerte. Vanya la alcanzó con su hielo, y su rostro fue la mueca del horror al darse cuenta de lo sucedido. Transformó su ataque, convirtiéndolo poco a poco en algo diferente; un ataúd de hielo. Uno que preservaría a su pequeña, muerta tras el golpe de Randir. E ignorando la batalla que tenía lugar se la llevó de allí, dispuesta a buscar un lugar en el que llorarla y sin ser consciente de que, en el corazón de Aidane, el fuego de la vida aún seguía ardiendo con suavidad.