Partida Rol por web

Juegos internos

Prólogo: Un día cualquiera

Cargando editor
14/10/2013, 10:38
Director

Prólogo: Un día cualquiera

No sabes cuándo fue la primera vez que recibiste la luz del sol con disgusto. Filtrándose entre las ranuras de tu persiana como moscas de luz portadoras del desasosiego, te recuerdan que el día empieza, que debes abandonar el refugio de tus mantas para enfrentarte a la vida. Pero ni siquiera en tu cama consigues hallar calor. Acurrucándote como un bebé en tu mortaja de paño, te reconfortas mirando a la oscuridad de tus párpados cerrados, viviendo otras vidas, teniendo conversaciones que jamás has tenido mientras abrazas tu cuerpo frío. Por eso, todas las mañanas son un castigo, cuando debes sobreponerte al miedo de abrir los ojos y comprobar con desazón que todo sigue igual que ayer, cuando te entregaste jubilosamente al sueño, la única oportunidad que tenías de dejar de ser la persona que eras, esperando no despertar.

Pero eso no ocurre. Te incorporas en tu lecho con los ojos fijos en un lugar que no existe para nadie más que para ti, y una sensación de abatimiento, desolación y suprema tristeza te embarga. Desearías que hubiera alguien allí, pero no por el solaz de su compañía o su consuelo, sino para encontrar algún motivo para que tus secos ojos lloren, para demostrar al mundo cuánto te desprecias y el poco sentido que tiene todo. No obstante, esta sensación se va tan pronto como vino en cuanto la fría agua del grifo del lavabo hace añicos los últimos retazos del sueño, flagelándote con crueldad, asegurándose de que sepas que el tiempo no va a pararse para ti. Y, como cualquier otro día, continúas con tu vida.

Un día cualquiera. Una lluviosa tarde cualquiera de otoño, que tiñe de gris los traslúcidos reflejos de la ciudad en los charcos de agua sucia que estampan el pavimento, mientras observas con escaso interés el ir y venir de la gente. Personas que están de viaje por la calle antes de volver a sus respectivos asuntos, a sus respectivas vidas. Entonces vuelves a pensar en todas las vidas cruzadas, todas esas personas que coinciden en un mismo lugar, en un mismo momento, sin ser conscientes de las demás, y que quizá jamás volverán a verse. Tantos hilos cercanos los unos a los otros, discurriendo en sentidos divergentes sin enredarse. Vidas tangentes. Y ahora mismo, caminando entre la lluvia mientras ves a todo el mundo pasar, te sientes fuera de todo eso. Repentinamente, por enésima vez a lo largo del día, tienes ganas de llorar.

Cuando finalmente llegas al edificio al que te dirigías, tu mente vuelve al aquí y ahora, y recuerdas a dónde ibas: hoy tienes tu primera cita para una terapia de grupo. Lo cierto es que no tienes mucha fe en que funcione; al menos, no más que cualquier otra cosa que hayas intentado últimamente, pero te consuela el hecho de estar haciendo algo. Frente a ti tienes un sobrio bloque de viviendas de aspecto cuadrado y espartano, cuyo color gris no desentona en absoluto con el tono general de la tarde. Subes al sexto piso, como indica la pequeña tarjeta rectangular que tienes en tu mano, y no tardas en encontrar una puerta con una placa que reza:

Dr. Robert Moore. Terapia de reconducción conductual.

Preguntándote si esto tiene algún sentido, llamas a la puerta tímidamente. Segundos después, oyes el inconfundible sonido zumbante del sistema de apertura automática, y tiras de la puerta de un modo igualmente mecánico. Accedes a una sala de espera cuyo aspecto va en consonancia con el resto del edificio: una pequeña sala embaldosada de forma aséptica y con poca profusión de detalles decorativos, a excepción de un ficus que crece en un tiesto en una esquina. En la pared del fondo hay un banco con cuatro sillas de plástico desocupadas. Parece que de momento no ha llegado nadie. Miras tu reloj y ves que todavía faltan unos minutos para la hora de la sesión, así que, con un resoplido, te sientas en una de las sillas, un tanto flexible para tu gusto, que se comba bajo tu peso.

Ya estás aquí. Ahora solo queda que vaya llegando el resto de los pacientes.

 

Notas de juego

El primero de vosotros que responda a este post será el primer paciente en llegar. Deberá explicar someramente cuáles son sus impresiones, sus expectativas, qué le pasa por la cabeza, cómo se siente, etcétera. A medida que vayan posteando los demás jugadores, describirán brevemente su entrada en la sala de espera y cómo reaccionan ante las personas que ya estén allí. El objetivo de esta primera escena es dar a los personajes la posibilidad de que se conozcan y, si lo desean, de que conversen entre ellos antes de que empiece la psicoterapia.

Cargando editor
14/10/2013, 15:57
Eli Farrow

La puerta se abrió, la chica que entraba por ella estaba empujándola de manera cansada, como si no tuviese fuerza. La cerro tras de si mientras cerraba su paraguas mojado y echo un vistazo a la sala. Luego dejo escapar un suspiro y su cuerpo pareció relajarse.

Quien había entrado por la puerta era una chica joven, aparentaba entre 18 y 20 años. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y un jersey blanco de lana que parecía muy abrigado. Tenía unos rasgos muy delicados y su cara estaba decorada con miles de pecas. Su larga melena estaba ligeramente mojada a causa de la lluvia.

La expresión de su cara denotaba cansancio, como si llevase sin dormir días. Sus ojos estaban contorneados por unas ojeras fáciles de apreciar.

Con gesto lento se sentó en una de las sillas de plástico, en la mas alejada de la puerta por la que acababa de entrar. De haber habido alguien en la sala se abría dado mas prisa para evitar tener que mediar palabra con el otro asistente, pero estando sola se sentía mucho mejor. Dejo su paraguas a un lado. Saco el teléfono móvil del bolsillo izquierdo de su pantalón y miro la hora.

Para variar, siempre llego antes de tiempo... Una mala costumbre, la chica siempre llegaba un poco antes. No soportaba ser impuntual. Pero por otro lado también odiaba eso pues si había alguien allí se sentiría forzada a hablar con él y todo sería aun mas incomodo de lo que ya estaba siendo.

Dejo escapar otro suspiro y se acomodo en la silla, cruzo las piernas y enterró sus manos en el hueco de las piernas para hacerlas entrar en calor, las tenía heladas debido al mal tiempo que hacía fuera.

Ojala tuviese aun mis guantes...

El día hasta ahora no había sido bueno para la chica, un mal despertar y un viaje de casi una hora para llegar a la consulta. Encima lloviendo. Apenas tenía esperanza de que algo como esto le ayudase. Le gustaría que alguien le hubiese acompañado como cuando era pequeña y su madre la llevaba al medico y hablaba por ella. Pero eso hacía mucho que no pasaba.

Dejo su mente en blanco y se quedo mirando el pequeño charquito de agua que estaba creando el paraguas. Se ausento totalmente y se perdió en sus pensamientos esperando a que la llamasen para la consulta.

Cargando editor
14/10/2013, 17:05
Kimberly Richmond

El zumbido de la puerta me resulta áspero, desagradable o incluso puede que me esté resultando irritante por el mero hecho de ser lo único en todo el día que va dirigido especialmente a mí como persona. Persona… Hace tiempo que sentí que había dejado atrás mi vieja mortaja de humanidad para convertirme en el monstruo que soy, un monstruo sediento de alguna emoción más intensa y viva que el de la propia vida. Un monstruo que no destaca como monstruo debido a su cobardía ni destaca como persona por la estrella negra que la acompaña.

Con ambas manos enfundadas en unos viejos guantes de dedos recortados, empujo la puerta en un gesto seco, abriéndola sin demasiado esfuerzo. De manera inmediata, me hallo en la entrada de la sala de espera de la consulta del Dr. Moore. No sé de qué conocerá mi madre a este tipo ni quiero saberlo. Seguro que ha sido una increíble recomendación de alguna de sus amigas, tan soberanamente snobs y ególatras que no conocen nada más allá de su nariz operada, pero de todo entienden. Aun así, una consulta nueva más. De nada me va a servir. Nada ni nadie puede ayudarme a deshacer la transformación que yo misma inicié, que yo misma permití y alimenté con mi actitud desdeñosa. Pero qué más da…

Ahí estoy de pie, en la entrada, con una chaqueta corta de cuero negro sobre una sudadera gris oscura, botas altas negras estilo Martens, medias rotas, unos “shorts” improvisados negros y el cargado maquillaje alrededor de mis ojos un tanto imperfecto. Más de lo normal. Empapada de la cabeza a los pies; llevar la capucha echada de poco me ha servido. Me descubro la cabeza y alzo la mirada. Me encuentro a una chica sentada en el banco de cuatro plazas que hay en el fondo de la sala de espera. No hay nadie más ni nada más. Ni recepción. Ni algún cartel típico de las consultas en plan “¡Sé feliz!”,  “¡Tú puedes conseguirlo!” y gilipolleces por el estilo, cosa que me alegra. No me gusta que me vendan la hipocresía tan rápidamente y sin trabajárselo.

Echo a andar hacia el interior de la sala. Mis pasos suenan encharcados, rompiendo de manera extrañamente rara el silencio viscoso del que está impregnada la sala de espera, iluminada por esa pobre e impersonal luz típica de lugares que prefiero olvidar. Dedico una escueta mirada más a la chica a medida que me voy adentrando a modo de saludo, si es que lo quiere tomar así y no me pasa como otras veces en las que me ofrecen pasta, pirándose a toda mecha acto seguido. Los monstruos asustan. Decido tomar asiento en el lado opuesto al de la chica, notando como la silla se comba al dejar mi peso sobre ella. Odio estos putos bancos. ¿Los comprarán en algún bazar chino o los sacarán de la basura directamente?

Sin poder evitarlo, el silencio marca el disparo de salida para que mis pensamientos me envuelvan de nuevo. Sólo el repiquetear de las gotas de mi ropa al caer al suelo me da la seguridad de que esto es real, tan real como la mierda de cada día. Trato de desaparecer chapuceramente volviéndome a echar la capucha sobre la cabeza, dejándome en un cómodo anonimato provisional que impida a los extraños ver lo avergonzada que estoy por el mero hecho de respirar o que sean capaces de leer en mis ojos lo desesperada que estoy por tener una vida normal. Inevitablemente, los nervios no puedo camuflarlos, y mi pierna no para. Supongo que debo de estar moviendo el banco, porque más que de plástico parecen de papel.

Incómoda por ello, me pongo de nuevo en pie y me siento en el rincón más próximo del asiento en el que estaba sentada. Casi prefiero el frío suelo al contacto forzado con personas desconocidas. Con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, las piernas cruzadas “a lo indio” y la cabeza nuevamente agachada, espero a que alguien salga a decir que ya es la hora de la terapia.

Cargando editor
14/10/2013, 17:40
Bill Törnqvist

Inspiro profundamente antes de abrir la puerta, pero no paso inmediatamente al interior de la sala de espera. Es como si una fuerza invisible me retuviera, aferrándome con sus oscuros y gélidos dedos, impidiéndome avanzar. Mis ojos verdes, envueltos en la sombra del insomnio, recorren la estancia con deliberada lentitud. Ni siquiera se han esforzado en hacer que el lugar resulte mínimamente acogedor: los fluorescentes arrojan su luz blanca y aséptica sobre unas paredes vacías, desnudas. Entro a la habitación dejando un rastro de gotas de agua que se acumulan sobre el linóleo, dibujando espirales retorcidas como serpientes hambrientas en busca de mis pies. No he cogido paraguas: albergaba la débil esperanza de que la lluvia limpiase mi alma y se llevase mi culpa. Pero no ha sido así.

Tardo unos instantes en dar muestras de haber reparado en la presencia de dos chicas jóvenes. Una está sentada en el suelo y va vestida de colores oscuros. Su aspecto es el de una rebelde, pero sin duda oculta en su interior algo mucho más negro que su vestimenta. La otra está sentada en la silla más alejada. Tiene una preciosa melena castaña y unos grandes ojos que hacen lo posible por no encontrarse con los míos. Huelo su miedo desde aquí.

«Qué encanto».

Me froto la cabeza para sacudirme el agua del pelo, y luego me paso las manos por los muslos mientras estiro las piernas en un gesto ansioso, pero las hormigas no se van. Me obligo a cruzar la sala para apoyarme de espaldas en la pared del rincón, y miro a través de los sucios cristales de la ventana, perdiéndome en el infinito gris urbano del cielo, que arroja lágrimas de miseria sobre los cientos de almas que vagan perdidas por el oscuro laberinto de las entrañas de la ciudad, que se yergue como un gigantesco cadáver en descomposición.

De repente, como si acabase de recordar algo que había olvidado, sorbo por la nariz y desvío la mirada hacia el techo. Luego miro fijamente a la chica castaña. La niña. Parece tan frágil, tan perdida... Y sin embargo, es evidente que está pasando su propio infierno personal, debatiéndose contra sus demonios interiores. Sigo mirándola en silencio, intentando imaginar cómo será su voz, en qué estará pensando. Qué la habrá traído aquí.

―¿Esperáis al doctor Moore? ―digo súbitamente, con voz ronca. Me doy cuenta de que llevo horas sin decir una palabra. Qué curioso.

Cargando editor
15/10/2013, 10:00
Luke LaPonte

Al abrir la puerta el contraste entre la luz blanco-azulada del interios y el gris oscuro del exterior me deslumbra momentáneamente. Por inercia, continuo andando por el pasillo con el paraguas abierto, hasta que, tras unos 4 ó 5 metros, considero que lo mejor es cerrarlo. Cerrar el paraguas, descubrirme de nuevo ante el mundo, ante el universo que representa el pasillo del lugar al que voluntariamente me he dirigido.

Interiormente, pienso que todo será en vano, como las otras veces; de hecho, el anuncio que ví no destacaba especialmente, no prometía milagros, y ni siquiera era estéticamente significativo. Supongo que, como en tantos otros momentos de mi vida, actué puramente por desidia, ya que me imagino el resultado final de todo esto antes de empezar. Pero bueno, uno se esfuerza en hacer lo que se supone que debe, o lo que es mejor para el, o aquello de lo que se espera que sea mejor para él. Es la inercia del mundo, otro alienamiento de la sociedad en la que vivimos; esa misma que condena con tanta facilidad al ostracismo.

Al cerrar el paraguas lo mantengo a mi lado, y por primera vez soy consciente de que no estoy solo. Una chica sentada en el suelo, otra en un banco, y un hombre recostado en la pared. Trato de hacerme una imagen de la situación, y de las personas que hay allí, en el menor tiempo posible. No me gusta que me miren, y he aprendido que para evitar ser mirado lo más conveniente es mirar lo menos posible.

A continuación, me dirijo hacia el banco, y me siento en él, lo más alejado posible de la chica que lo ocupa en primer lugar. Al sentarme, murmullo un - Buenas- en voz poco más alta que un susurro, y con la cabeza agachada. Tampoco tengo el mayor interés en recibir una respuesta, pero de nuevo las convenciones sociales inculcadas durante tantos años hacen acto de presencia. "Nunca se le niega a nadie un saludo" costumbraban a decirme mis padres; después de tantos años de costumbre, esta se encuentra firmemente arraigada.

Lo mejor para que el tiempo transcurra lo más rápidamente posible es ocupar la mente. Coloco mi cartera de imitación de piel sobre mis rodillas, y saco de ella el grueso libro de bolsillo que últimamente me acompaña a todas partes. Abro sus páginas y me enfrasco en la lectura.

Cargando editor
15/10/2013, 17:46
Pierce Logan

No he dormido aún. La euforia aún recorre las venas de mi cuerpo, no así mi espíritu. Ha sido una noche infernal, como suelen ser lo todas en esta ciudad, pero esta lo ha sido más. Pero, finalmente, he logrado lo que perseguía.

El pit bull ha vuelto a morder a su presa, ha cazado a otra alimaña, y no la soltará de entre sus fauces.

La bestia ha vuelto a probar el sabor de la sangre y las mieles del triunfo y, por un rato, quedará dormida y en paz, pero siempre vigilante, aguardando un nuevo aroma que la despierte en la oscuridad en la que mora...

He venido corriendo para la consulta del doctor Moore, traspasando la ciudad como una herida de arma blanca, afilada, aguda, observando los paisajes a muerto de las calles, porque este lugar es, en el mejor de los casos, un gigante tendido en el lodo, agonizante por mil heridas, y las calles son sus vísceras sangrantes por las que se escurre poco a poco una vida sin sentido, como el agua sucia en los sumideros del suelo.

Cuando se descorren las puertas de la consulta, no puedo evitar pensar en la sala de espera de la morgue. Cuando veo al resto de los pacientes (porque está claro que no son médicos), me embarga el sabor agridulce de una mixtura hecha con partes de las familias a las que he informado de un fallecimiento con los pútridos cuerpos de aquellos que un día amaron y ahora crían malvas.

Una chica de aspecto frágil como el cristal sentada junto a un chaval que me recuerda a David Bowie, otra chavala con pinta de radical sentada en el suelo, y un tipo alto y enteco mirando a la nada apoyando la atalaya de su cuerpo en la pared. En él me parece apreciar manchas de pintura en los dedo, sobre las cutículas, por lo que puede que sea un artista, pero Manson y Gazy también lo eran, claro.

En todos los casos sopeso fuerza, velocidad, agilidad, agresividad, la posibilidad de que vayan armados, medidas de seguridad a adoptar,...

Me pongo en guardia, es inevitable.

Murmuro un "Qué tal" aséptico para indicar mi presencia y como fórmula de salutación.

Con eso sobra.

No me gustan, pero lo normal es que no me gusta la compañía. De nadie. Ahora, apoyado en la pared, como otro tótem más en la composición, aguardo no sin cierta impaciencia que dé comienzo la sesión.

"¿Dónde estás, Moore? Aparece de una vez, mamón. Demos inicio a esto".

Por un momento me siento como un yonky, tembloroso y gimoteante, exudando ansia por los poros de su cuerpo ante la siguiente dosis.

Espero que esto sea el remedio que mi alma necesita; si no, no sé qué lo será, la verdad.

Cargando editor
16/10/2013, 10:11
Director

La tensión se masca en el aire. Los minutos pasan como el suero de un gotero, y ninguno de vosotros pronuncia palabra. De hecho, es tan acusado vuestro silencio que incluso reparáis en el susurrado tic tac de un reloj de esfera blanca, grande como un plato, que apenas logra hacerse oír por encima del ruidoso golpeteo de la lluvia en la ventana, como plomo fundido que aporrea los cristales.

Afortunadamente, no tenéis que esperar mucho antes de que llegue la hora. Podéis oir el sonido de unos pasos al otro lado de la puerta cerrada que debe de dar a la consulta del doctor Moore. Segundos después, la puerta se abre, arrojando una cálida luz amarillenta a la anodina sala de espera. Un hombre de cerca de cincuenta años, alto y de complexión fornida, os mira con sus ojos azules desde detrás de unas gafas Lindberg de montura gris y plateada. Aunque está pulcramente afeitado, va vestido de manera bastante informal, con una chaqueta de un color beis muy claro sobre camisa negra y pantalón tejano. En su rostro se dibuja una sonrisa amable, y os hace un gesto para que entréis en la consulta.

Cargando editor
16/10/2013, 10:31
Doctor Robert Moore

Buenas tardes. Veo que sois muy puntuales —observa el hombre con una grave voz de barítono —. Entrad, por favor. Hace un tiempo horrible.

El doctor Moore entra de nuevo en la consulta y coge un mando de encima de una mesa de diseño escandinavo, trasteando con él hasta que consigue subir la calefacción. Cuando pasáis al interior de la estancia, podéis comprobar que no tiene nada que ver con la sala de espera: las butacas Boomerang y la gran lámpara de arco que ilumina toda la habitación confieren un marcado estilo vintage al acogedor ambiente, al mismo tiempo que os dan información acerca del doctor Moore. Robert se sienta encima de la mesa y apoya sus manos en ella, mirándoos sin dejar de sonreír, aunque su sonrisa parece franca.

Sentaos, por favor. Debéis de haber estado muy incómodos ahí fuera; he pedido miles de veces que me dejen cambiar esas terribles sillas de plástico, pero siempre me ponen problemas... —Moore empieza a jugar con un llavero, haciéndolo botar en su mano, mientras todos os vais acomodando—. Si no me equivoco, esta es la primera vez para todos vosotros que participáis en un grupo de terapia conversacional, ¿no es así? Si sois tan amables, idme diciendo vuestros nombres, para que me vaya quedando con ellos, y si os parece bien, comentadme qué expectativas tenéis de esta actividad. ¿Qué creéis que os puede aportar? O dicho de otra forma, ¿cómo creéis que va a ayudaros?

Robert Moore os va mirando sucesivamente a cada uno, esperando pacientemente a que alguno se decida a ser el primero en hablar.

Notas de juego

Adelante. Empezad con vuestras divagaciones.

Cargando editor
16/10/2013, 14:22
Eli Farrow

La chica empezaba a impacientarse, cuando fueron entrando otros pacientes ella simplemente aparto la mirada de la puerta y se quedo mirando a una pared.

Escucho las voces de los otros, saludos, preguntas, ella se limito a no responder. Los había escuchado perfectamente pero prefería hacer como que no se enteraba. Así era mejor, prefería parecer despistada a maleducada.

Después de que pasasen unos minutos incómodos al fin el doctor Moore se digno en asomar. Los llamo a consulta. Eli se levanto y con un gesto pausado tomo su paraguas, esperaba que en ese tiempo alguno de los otros asistentes ya entrase en la consulta, pero no fue así. Aun que nunca le ha gustado ir delante hizo un pequeño gesto de asentimiento mezclado con un suspiro de negación y acabo por entrar antes que nadie.

Una vez dentro dejo el paraguas al lado de la puerta y se sentó en la primera butaca que había nada mas entrar, mejor estar cerca de la puerta. Apoyo la espalda contra el respaldo pero acabo sintiéndose incomoda. Al final se quedo con los codos apoyados en su rodilla y la barbilla descansando en la palma de sus manos. Estaba ligeramente encorvada y su largo pelo -El cual se notaba que cuidaba mucho- le tapaba parte de la cara y caía casi hasta el suelo.

Espero a que todos los demás entrasen y escucho como el señor Moore empezaba a soltar un discurso. Sonaba como programado, parecía que había hecho esto miles de veces.

Elisabeth se limito a esperar a que alguien empezase a hablar, entrar allí primero no le costaba tanto. Pero no quería ser el primer centro de atención. El primero y el ultimo son siempre los que mas impacto causan. Mejor ser la tercera, ni muy pronto ni muy tarde, la gente se olvidara de su historia. Pasara desapercibida como una mas del motón.

O al menos eso crea la chica, no estaba del todo segura del funcionamiento de esas terapias.

Cargando editor
16/10/2013, 22:57
Bill Törnqvist

Tomo asiento sin grandes ceremonias en la primera butaca que encuentro, y dedico unos instantes a «evaluar el terreno», por así decirlo. Los libros de psicología clínica y de terapia conductual que pueblan la estantería de madera de nogal que descansa en la pared más alejada de la habitación dicen mucho sobre el paradigma científico del doctor Moore, aunque no están tan manoseados como cabría esperar, de modo que, o me encuentro ante un profesional que no actualiza sus conocimientos con excesiva frecuencia, o se trata de alguien muy cuidadoso a la hora de manipular sus manuales de consulta. El orden y la pulcritud de la estancia me hacen decantarme por la segunda opción.

Me agarro a los reposabrazos de la butaca para apreciar su tacto, amable y rugoso, y hundo los pies en la alfombra, intentando sentirme en tierra firme en este lugar lleno de desconocidos.

Miro a mi alrededor, esperando que alguien hable antes que yo. Esto es muy diferente a la consulta del otro psiquiatra al que iba antes. Se parece más al instituto: el doctor Moore es el profesor, y acaba de hacer una pregunta que nadie se sabe. Sin saber muy bien cómo ni por qué, empiezo a hablar.

―Me llamo Bill. Y estoy aquí porque no sé a dónde más puedo ir para sentirme... normal. ―Sin darme cuenta, empiezo a jugar con los dedos de las manos. Eso me tranquiliza. Me ayuda a hablar, creo―. Antes iba a otro... sitio. Con otro doctor. Pero no, no, no me fue bien.

«Mierda, Bill. Ya te estás poniendo nervioso».

―No era una terapia como esta. O sea, sí que era una terapia, pero no de grupo. A lo mejor eso cambia algo. No sé.

«Vale, Bill. Ya has hablado bastante. Cierra el pico».

Trago saliva y me reclino hacia atrás en mi asiento, rascándome una ceja con el dedo índice de la mano derecha. Mierda, tengo pintura en las uñas.

Cargando editor
17/10/2013, 08:53
Kimberly Richmond

A pesar de que poco a poco la sala de espera se va llenando, nadie parece tener ganas de hacerse el simpático con nadie. Bendita calidez humana. En momentos así, me gustaría que mi madre estuviera aquí para que viera la puñetera realidad, no la realidad de su burbuja de falsa felicidad y conformismo. Las gotas de agua de mi pelo empapado siguen cayendo perezosamente, recorriendo toda la chaqueta hasta repiquetear con el resto, contra el suelo, en una inminente caída que la anulará en su individualidad; como a todos nos pasará, en un momento u otro. Los aquí presentes somos afortunados por tener ahora mismo nuestra propia burbuja de apatía, de indiferencia o de locura, según el caso.

Por fin, el Dr. Moore abre y nos deja pasar. Al menos lo que tiene en la consulta son butacas sólidas; no muy cómodas, pero sólidas. La chica es la que entra primero, seguido del resto. Tomo asiento sin importarme demasiado dónde. No me molesta tener a alguien al lado, lo que me molestaba era que por culpa del banco casi me veo forzada a interactuar con alguien sin apetecerme. Y sin darme cuenta, estoy en mitad de todos ellos. Dos a mi derecha y dos a mi izquierda. Qué…acogedor.

Ahora que todos nos hemos movido de escenario, aprovecho para fijarme en mis, por el momento, compañeros de este espectáculo. La chica, parece sentirse desplazada sin que nadie le diga o haga algo. El otro chico joven, parece tener ganas de estar en cualquier parte menos aquí. El tipo duro, parece estarse controlando. Y el tipo con pintura en las manos, al menos tiene iniciativa. Todos, aunque piensen lo contrario, tenemos algo en común y es que nos apetece una mierda tener que contar delante de unos extraños nuestros problemas (otra vez, en el caso de algunos). Se pueden haber engañado con que han venido aquí de manera voluntaria, pero nadie viene aquí de manera voluntaria. Por algún u otro motivo, nos hemos visto forzados o coaccionados de alguna manera a acudir a esta tertulia con menos dignidad que la de alcohólicos anónimos. Esto es patético.

Bill, el tipo con pintura en las manos, responde a las absurdas preguntas de nuestro terapeuta. ¿No se supone que tiene ya nuestros informes? Me encanta la profesionalidad nula que está demostrando. Así podré disfrutar sabiendo que mi madre vuelve a tirar el dinero conmigo… He pasado por la consulta de tantos y tantos charlatanes, que por uno más no creo que vaya a cambiar nada. Por otra parte, es la primera terapia grupal que hago. Quizás el charlatán nos esté preguntando los nombres para que el resto de incautos conozcan nuestros nombres. ¿Y no podría decirlo así directamente? Qué rebuscado…

Me quedo mirando al Dr. Moore durante unos largos segundos mientras esos pensamientos van cruzando mi mente, antes de reunir las fuerzas suficientes para pronunciar unas palabras en concreto y salir de mi mutismo.

- Kimy, y esto no me va a aportar nada –digo directa y un tanto tajante. De haber utilizado un tono de voz firme, quizás habría parecido ser una persona segura de sí misma, pero mi tono es irregular, lleno de incertidumbre y desgana. De nuevo, los nervios están ahí y mi pierna no para. Estoy cansada de ir de consulta en consulta cuando sé de antemano cuál va a ser el resultado, y eso se nota en el significado de mis palabras. No se puede detener lo inevitable. Se puede retrasar, pero no detener.

Me aparto el pelo mojado de la cara y para perder el protagonismo del momento y que otro lo tome, miro hacia la, por qué no, reconfortante calefacción. Sé que estas cosas para algunos no tienen importancia, pero a veces los pequeños detalles son lo que te queda para seguir aferrándote a la realidad.

Cargando editor
17/10/2013, 11:06
Luke LaPonte

Cuando el doctor Moore sale a la puerta y llama a los que estamos allí, me apresuro a ponerme en pie. Mis movimientos son tan rápidos, y están tan poco coordinados, que se me cae primero el paraguas y luego el libro. Susurro una leve malción con la boca al tiempo que recojo el libro y compruebo que, lamentablemente, los bordes del mismo se han mojado ligeramente al haber caído en el charco que el paraguas ha formado. Coloco el libro de nuevo en la bolsa, sacudiéndolo antes con las manos y pasando las páginas rápidamente para intentar que no se estropee más. A continuación, me agacho a recoger el paraguas, que coloco entre mis piernas -que desagradable es la sensación del agua fría en contacto con la tela de los pantalones- mientras procedo a cerrar la bolsa. Finalmente, tratando de recomponerme, cojo el paraguas con mi mano izquierda y me adentro en la consulta, sin saber exactamente cuánta gente ha entrado antes que yo.

Una vez dentro, me dirijo a uno de los butacones, pero lo rodeo y me quedo en pie. El doctor parece que nos invita a sentarnos, pero la verdad es que no lo he escuchado, ocupado como estaba en entrar en la consulta después del pequeño estropicio del pasillo. Además, de todos modos me apetece quedarme de pie, y no voy a mojar con mis pantalones y el paraguas esos butacones tan agradables. Por tanto, doy un rodeo y me coloco tras los asientos, apoyando la mano derecha en el respaldo.

Cuando me doy cuenta dos de las personas que entran conmigo se han puesto a hablar. Bueno, lo cierto es que tampoco han hecho una gran declamación: apenas han sido dos frases que destilan... ¿un ligero entusiasmo? Y un certero nihilismo. En fin, cada cual con lo suyo.

Miro a mi alrededor con mis ojos desparejos -espero que nadie se haya fijado en mis ojos aun, de pequeño me gustaba que la gente lo notara, pero el mundo de la niñez es muy diferente al mundo adulto...-, y comienzo a pellizcarme el lóbulo de la oreja derecha. Entonces, cuando nadie más parece decidido a hablar, comienzo. Al fin y al cabo, he venido para algo.

- Me llamo Luke, y la verdad es que he venido con cierta desgana. Es decir, ví el anuncio y me decidí a llamar. Pero al mismo tiempo creo que esto no me será de gran ayuda. Me refiero a que he pensado mucho sobre... mi situación... y creo que lo mejor es un cambio de aires, una ruptura con todo lo que me rodea. Es decir, un cambio radical, empezar desde cero, ya saben...

Sin saber muy bien qué más decir, quedo en silencio con la boca abierta, la mirada hacia el techo, buscando más palabras. Mis dedos siguen en mi oreja, y cuando me doy cuenta de ello aparto la mano, que vuelvo a apoyar en el respado para, dos segundos después, introducir en mi bolsillo al mismo tiempo que cierro la boca.

Cargando editor
17/10/2013, 18:27
Pierce Logan

Moore es el clásico snob relamido que me había imaginado, con modales untuosos y sonrisa meliflua. Me recuerda a esas plantas carnívoras subtropicales de apariencia tan hermosa y letalidad extrema.

Uno a uno vamos entrando en la consulta. Sigo analizando a todo el mundo, por lo que entro el último. No obstante, mi lado racional me recrimina mi falta de confianza en el resto de mis congéneres.

Pero el lado reptiliano de mi cerebro, mi amígdala salvaje, continúa con las alarmas disparadas.

Muebles pulcros, libros perfectamente ordenados pero apenas gastados. Ambiente aséptico, clasificado como un en archivo, tratando de dar una imagen cálida, pero que lo único que hace es dar una pulcritud casi insana al dédalo en el que nos metemos como ratas de laboratorio.

Vamos tomando asiento y cada uno habla. El animal me indica que lo haga en una esquina, con la puerta a un lado y manteniendo al resto de los ocupantes del habitáculo al otro lado, para no verme atrapado en caso de necesidad.

El alto toma la iniciativa. Juguetea nervioso con sus dedos con sus diminutas máculas de pintura mancillando sus cutículas, se aferra a los brazos del sillón y afianza los pies en el suelo, como si ya quisiera huir. Por lo que dice, ya viene de varias terapias, de modo que, seguramente ya viene huyendo de algo. Se rasca con nerviosismo, traga saliva. Definitivamente, no quiere estar aquí.

Y por su voz, grave, profunda y cavernosa, parece que lleva horas en silencio.

La verdad es que ninguno queremos.

La chica frágil como el cristal ha apuntalado el rostro en sus manos y oculta la mirada con la cortina de sus cabellos, pero sé que mira al suelo. No quiere hablar. Seguramente se sienta absolutamente perdida, como una gota de agua en el océano.

La chica con pinta de radical no deja de pedalear con una pierna que parece un pistón. Me parece observar que, en un par de ocasiones, mira hacia la mesa, en dirección al brillante y caro bolígrafo de metal pulido que revolotea sobre una hoja de papel las veces en las que Moore toma nota de algo que decimos. El pit bull imagina sus manos rápidas arrebatando de sus manos suaves y delicadas el bolígrafo antes de hundirlo en el cuello de alguien. Su voz suena dura, pero con un trasfondo de inseguridad, enfadada con el mundo y con un odio dirigido que, por su edad, puede serlo hacia sus padres o hacia sí misma, aunque no se dé cuenta.

David Bowie también habla. Parece un muelle a punto de saltar porque ha tirado el libro y el paraguas justo antes de entrar en consulta. Sus gestos son inseguros, casi infantiles, y sus palabras anuncian un anhelo de cambiar que le consume por dentro, pero no sabe cómo orientarlo ni hacia dónde caminar.

Vuelvo a mirar de soslayo a la chica radical. Unas lágrimas de agua se resbalan por su sillón. Afuera ha dejado un pequeño charco donde se sentó. Viene empapada. Pero no me fijo en ella por eso, o porque me guste, ni porque su apariencia me resulte especialmente destacada, ni nada por el estilo, sino porque el animal dentro de mí gruñe y me dice que la conoce, que su rostro, su olor, le son familiares, pero no soy capaz de ubicar el momento concreto por más que lo intento.

Mi memoria de poli se esfuerza en localizarla, en tanto un frío eléctrico se despliega en mis vértebras como un  gato eriza el pelo de su lomo mientras se arquea preparado para defender o atacar.

Moore me mira. Quiere que hable. Me lo pide sin palabras, con una mirada amable tras sus impecables y caras gafas, pero sé que nota la tensión en mi mandíbula y en mi cuello. Sé que se pueden leer sus signos en mi cuerpo como en un libro de anatomía.

Me llamo Pierce. Un compañero me ha recomendado esta terapia.

Creo que ese gruñido bastará para satisfacer a ese reptil facultativo. Me prometo interiormente que mataré a Gordon cuando lo pille en comisaría, que patearé su culo gordo y burocrático por meterme en esto, y yo por dejarme meter en este embolado.

Cierro los puños con fuerza. Me crujen los nudillos por la fuerza aplicada, y la piel cicatrizal se tensa hasta que rechinan.

Cargando editor
17/10/2013, 19:45
Doctor Robert Moore

Moore os va escuchando a todos uno por uno sin interferir, asintiendo ocasionalmente con una mirada inexpresiva que no sabríais discernir si se trata de una muestra de atención o de desconcierto. Cuando Pierce termina su fugaz intervención, el doctor Moore mira al suelo unos momentos, cruzado de brazos. Luego vuelve a levantar la mirada, sus ojos se van posando nuevamente sobre cada uno de vosotros, y comienza a hablar:

Veo que cada uno de vosotros ha venido a terapia con un distinto grado de motivación. Es normal, aunque percibo cierto pesimismo general, ¿me equivoco? —Se encoge de hombros, dejando que sus manos caigan sobre sus rodillas—. «No funcionará», «no creo que me aporte nada...». Entonces, ¿para qué habéis venido? —Hace una pausa para dejar que la pregunta cale antes de seguir hablando—. Tenéis claro cuál es el objetivo que queréis lograr, y habéis venido con la esperanza de que yo os lo ponga al alcance de la mano, ¿no es así? Pues... me temo que no, no es así. Pero no me malentendáis: ni para mí, ni para vosotros, ni para nadie. No sé qué idea teníais de lo que era una terapia conversacional en grupo, pero yo no soy médico, y desde luego no puedo adivinar qué es lo que os duele, sacar mi varita mágica y «curaros». Aunque a estas alturas, me imagino que eso no es nada nuevo para vosotros. Y os voy a decir por qué: lo que os duele, lo que os hace daño, sois vosotros mismos. Vuestro miedo, vuestra angustia, las cucarachas que tenéis en la cabeza y que os llevan a decir «no puedo», «no puedo evitarlo», «me pasa sin que yo quiera...». Ni a vosotros, ni a mí, ni a nadie «le pasa» nada. Lo hacemos —Robert Moore se levanta de la mesa, y coloca sus manos detrás de la espalda—. Porque lo elegimos. Porque es la manera de la que hemos aprendido a hacer las cosas, pero como no somos perfectos, nuestra manera tiene fallos. Y por eso estamos todos aquí hoy. Ahora bien: ¿para qué estáis aquí? Para cambiar esos pensamientos automáticos que os paralizan y os estancan, sin dejaros avanzar en ningún sentido ni creer que sea posible. Habéis venido, hablando claramente, porque estáis hasta el gorro y necesitáis romper la barrera por algún lado, cueste lo que cueste. Pero yo no puedo romper la barrera; solo puedo ayudaros a descubrir por dónde es más fácil. Y para eso, tenéis que hablar... —Súbitamente, los azules ojos del doctor Moore caen sobre Eli, la única que aún no ha roto su silencio— Buenas tardes, joven.

Cargando editor
17/10/2013, 23:11
Bill Törnqvist

No puedo evitar sonreir levemente ante el impresionante despliegue de labia del doctor Moore. Sabe hablar, de eso no hay duda. Después, me revuelvo en la butaca con una extraña expresión en el rostro, a medio camino entre la curiosidad y la compasión, mientras miro a la joven castaña desde las oscuras cuencas de mis ojos. «Pobre chica, te has convertido en el centro de atención sin desearlo. Oigamos tu historia». Decido relajarme y esperar a que empiece el espectáculo. Ojalá hubiese traído palomitas.

Cargando editor
18/10/2013, 14:11
Eli Farrow

La chica estaba ausente mientras los demás hablaba, no les prestaba demasiada atención y rápidamente su mente se esfumo de aquel lugar. Podía escuchar las voces secas y tajantes de los compañeros. Se quedo embobada mirando al techo mientras se imaginaba en otro lugar.

La voz del doctor Moore sonó de fondo, parecía que estaba escuchándola desde otra habitación. Fue entonces cuando se percato de que acababa de llamarle la atención y todos los de la sala estaban mirando hacia ella.

Genial -Pensó ella- Acabamos de llegar y ya están todos pendientes de mi... Quiero volver a casa.

La joven se removió un poco en su asiento y se enderezo. No izo gesto alguno que indicase siquiera el intento de apartar el pelo de su cara. Apenas podía ver bien al Doctor Moore al que tenía enfrente, pero todas las demás personas de la sala estaban a su lado y el pelo evitaba que viesen la cara de la chica, probablemente sonrojada. Eso le ayudaba, prefería hablar estando a solas y si no lo estaba le ayudaba pensar que en realidad era de la otra forma.

-Yo... Empezó a hablar con voz cortada. Su tono era agudo, mas semejable al de una niña pequeña que al de un adulto. Se toco la garganta con una mano como si estuviese empujando a su voz para que saliese. -Vi el anuncio de la consulta hace mucho tiempo. Pero nunca he asistido a... La chica dejo de hablar un segundo, no estaba del todo seguro de como etiquetar a esto sin llamarse a ella misma loca. Probablemente lo estaba, pero no le gustaba decirlo. -Este tipo de sesiones. Es la primera vez, y no estoy del todo segura de lo que puedo conseguir.

-Siquiera de si puedo conseguir algo..

La chica ahora parecía una niña pequeña asustada, de nuevo aparto su mirada de los asistentes y se centro en mirar al suelo, como si haciendo eso fuese a desaparecer.

Cargando editor
18/10/2013, 16:02
Doctor Robert Moore

Elisabeth... —El doctor Moore comprueba tu nombre en sus informes—, cuando estés preparada, lo decidirás tú. Llevo muchos años trabajando con personas, y no lo digo por decir o por quedar bien, pero siempre me han demostrado que el ser humano no tiene límites. Solo necesitáis daros cuenta de que no estáis solos. Todas las personas estamos hechos con los mismos ladrillos, y por únicos y especiales que creamos que son nuestros problemas, la verdad es que no inventaremos nada nuevo. Quiero decir con eso que estoy convencido de que ninguno de vosotros está pasando por algo que nadie más haya vivido. Todos nos parecemos más de lo que creemos. Por eso, si compartís vuestras experiencias entre vosotros, podréis jugar con cinco perspectivas más además de la vuestra: la de cada uno de vuestros compañeros, y desde luego, la mía —Hace una pausa—. No os pongáis límites antes de empezar a andar, porque no sabéis hasta dónde podéis llegar.

Eli, lo cierto es que quieres, necesitas creer al doctor Moore. Una parte de ti desea abrirse, compartir cómo te sientes, pero, ¿cómo ibas a empezar a explicarlo? ¿Cómo podrían entenderlo? No es que seas la única persona en el mundo que ha tenido problemas familiares, pero has tenido que soportar tanto... Por ejemplo, todavía recuerdas aquella vez...

Notas de juego

Aviso: Chicos, esperad un poco antes de postear. Ahora va a comenzar una escena especial de retrospectiva. ¿Qué quiere decir eso? Vamos a explorar brevemente un fragmento del pasado de Eli Farrow. Aunque esta escena transcurre en la mente de Eli y no hay manera de que vuestros personajes conozcan los hechos relatados, vosotros como jugadores sí los conoceréis. Os pido que no posteéis hasta que prepare a los personajes de la secuencia y os diga quiénes (además de Fernando, por supuesto) podréis participar; asignaré el control de personajes de la vida de Eli a dos de vosotros, y os daré instrucciones de cuál es el objetivo de la escena y de qué pretende exponer. Ah, y no olvidéis que, a lo largo de la partida, iremos ahondando en su pasado... y en el de todos vosotros.

Cargando editor
18/10/2013, 17:05
Director

Notas de juego

Este mensaje solo lo podéis leer Alonso, Fernando y Mise. Muy bien, espero que hayáis entendido mi propuesta para esta escena. Mise, tú serás James, el padre de Eli, un hombre agresivo, resentido con su hija y con su vida en general, propenso a usar la violencia física con quienes menos debería. Alonso, tu interpretarás a Marta, madre de Eli, una mujer al borde de la depresión y completamente anulada por su marido. En esta secuencia vamos a representar una típica escena familiar con ciertas dosis de violencia doméstica, para disfrute de los demás jugadores (mi hermano y Javi), que no podrán escribir (me he asegurado de ello en el panel de edición de la escena) pero sí presenciar todo lo que hagáis y digáis. Por ello intentaremos que la escena sea breve pero intensa. Fernando, obviamente tú seguirás siendo la pobre de Eli. Comoquiera que solo tú dispones de toda la información, revela solo lo que quieras. ¿Listos? Pues dejadme que exponga la escena retrospectiva y vamos al tajo.

Cargando editor
18/10/2013, 17:15
Director

Tienes trece años. Estás sentada frente a la mesa del comedor junto a tus padres, con la mirada fija en el plato que tienes delante, aunque desde que llegaste de la escuela no has probado bocado. Sabes que papá lo odia, y aunque apenas alcanzas a verlo por el rabillo del ojo, sientes que está nervioso. Muy nervioso. Papá te da miedo, y sabes que a mamá también. Mamá está en silencio, como casi todo el tiempo, y come con desgana de su plato, con mirada inexpresiva. De vez en cuando te mira. Sabes que está deseando que papá se acabe su comida y se vaya al salón a ver la televisión. Así ella podrá irse a dormir a su cuarto, y tú podrás esconderte en el tuyo, fingiendo que estás estudiando, con la esperanza de que todo esto acabe pronto. O por lo menos, de que acabe alguna vez...

Notas de juego

Los jugadores implicados, podéis postear. Recordad las directrices que os he dado antes.

Cargando editor
19/10/2013, 12:40
Eli Farrow

La niña estaba mirando fijamente al plato. Acababa de llegar del instituto y se había cambiado su uniforme por una blusa mas cómoda, después fue corriendo a la mesa. Aun que no acostumbra a comer nada en ese momento sabia que mas le valía estar allí en el minuto exacto, si no su padre le gritaría. Bueno, probablemente iba a gritarle de todos modos... Eso, con suerte.

Estaba quieta en la silla con la mirada bajada, no le gustaba ver la cara de papa. Siempre estaba enfadado y en ocasiones le resultaba molesto hasta sentirse observado por la niña.

Ella estaba quieta, parecía una muñeca de porcelana. Daba la impresión de que en cualquier momento iba a salir corriendo de la mesa.

Pero sabia que si lo hacia, acabaría muy mal.

Solo puedo... Esperar...