Partida Rol por web

La Compañía Negra: El Dios del Dolor.

Relatos y Narraciones.

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18/08/2011, 19:37
El Cráneo de Plata.

Sería muy interesante que todos fuéseis preparando un pequeño relato sobre la historia de vuestros personajes, su pasado.

Esto no es obligatorio, pero un buen relato recibe su merecida recompensa en PX.

Aspectos a tener en cuenta:

1) Vuestro tipo de personaje y sobretodo su trasfondo.

2) La tribu de origen, relaciones con otras tribus. Los que no sean de una tribu, su origen y pasado.

3) Circunstancias personales, familiares y religosas.

4) Tened en cuenta que nadie lleva más de seis meses como Aspirante ni menos de tres meses. Un Aspirante es alguien que ha pedido entrar en la Compañía y que está siendo sometido a entrenamiento (y evaluación) para ver si es apto. Una vez se supera el entrenamiento básico uno se convierte en Recluta.

Al comenzar la partida, todos habréis acabado vuestro entrenamiento el día anterior y ya seréis Reclutas.

Los que ya formaban parte por origen de la Compañía Negra eran no combatientes, demasiado jóvenes e inexpertos para ser reclutas. Cuando decidieron unirse formalmente a la Compañía como soldados, se convirtieron en Aspirantes. Puede que de eso haga seis meses. En ese tiempo se han estado entrenando con el resto de Aspirantes. En teoría sin privilegios especiales.

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23/08/2011, 23:10
Peregrino.

Peregrino.

Los vientos de la noche en la Gran Sabana azotan de manera distinta que durante el día. Los días son templados en invierno, pero en la noche sus vientos gélidos calan los huesos y su humedad asfixiante es como una inmensa e inmaterial mano sobre nuestras narices, impidiendo respirar con facilidad mientras el cielo se oscurece rápidamente con nubes que anuncian una lluvia torrencial de la que estamos cada vez más acostumbrados, pero que parece que en esta fecha son cada vez más escasas. Debe de acercarse la primavera.

Las gotas comienzan a caer sobre mi cabeza  y levanto la vista por debajo de mi capucha para mirar al cielo desatar su furia sobre la mancha negra que somos y que oscurece esta tierra salvaje como tinta derramada sobre un papel.

Ya han transcurrido seis meses desde que llegué a la Compañía número Doce que salió desde Khatovar hace ya doscientos años. He pasado por la instrucción básica a la que me han sometido sin mayores problemas, pues aunque son tipos muy exigentes, mi disciplina había sido forjada en la lejanía de mis tierras, entre el olor de los pantanos y la humedad de mi hogar, donde la espada es la única vía para una vida de honor.

Aún recuerdo las chozas de nuestras tierras, los campos donde se planta el arroz en el agua que movemos del pantano, los animales que encerramos en el lodo para criar y el humo saliendo de los braseros al interior de nuestros hogares, brindando calor y permitiendo cocinar nuestros alimentos.

La vida es dura allí, es cierto, pero también hermosa, pues nadie nos molesta, ya que nuestras tierras están tan apartadas y son tan pobres que no tienen nada que ofrecer a los visitantes. Nosotros tampoco se lo hacemos fácil, pues ignoramos a los extranjeros y no les ofrecemos hospitalidad alguna hasta que se marchan. No nos gustan los toscos extranjeros y sus costumbres deshonrosas.

SECRETO

Yo fui entrenado en las artes de la espada desde muy pequeño al igual que lo habían sido varios miembros de mi linaje. Mi padre me llevó con un respetado Maestro cuando yo sólo tenía cinco años. Le serví como criado y ayudante mientras me enseñaba el poder del silencio y de la introspección.

Con el paso de los años, comenzó a entrenarme duramente en el combate y en la mejora de mis capacidades físicas más allá de lo que los hombres normales pueden soñar.

Aprendí la importancia de la espada y lo que ésta representa. Aprendí acerca del deber, del honor, del sacrificio, de la imposición y la férrea defensa de lo que se ama y se tiene. A pesar de que mi maestro era aun más silencioso que el común de los Nyueng Bao, aprendí de él como es que nos mantenemos con vida a pesar de nuestro oscuro pasado y que no llamar la atención es mejor defensa que una fortaleza.

Aprendí a explotar la ingenuidad y la tendencia a menospreciar que tienen los bárbaros.

Leía los pergaminos que ocultaban los sacerdotes, sólo para la instrucción de los nuevos iniciados como yo, y así aprendí de nuestra historia, nuestro legado y como habíamos sobrevivido a nuestro éxodo y como debíamos mantenernos. Los pergaminos a veces también hablaban de cómo la espada había mantenido a nuestro pueblo con fe y con la moral para existir y sobreponerse a cualquier adversidad.

Durante muchos años se prolongó mi entrenamiento físico, mental y espiritual, hasta que finalmente fui investido como sacerdote de la espada, un maestro en armas que vive por la espada, siempre actuando conforme a su deber, a su honor y el orgullo de su pueblo.

La ceremonia fue una silenciosa entrega de mi espada, una katana que fuera forjada en un tiempo lejano, cuando mi pueblo contaba con legendarios maestros forjadores de espadas.

Las pocas palabras que se dijeron fueron las que yo pronuncié como juramento de mi investidura. Desde ese momento, el entrenamiento pasó a ser una filosofía de vida en vez de una obligación y aprender el Camino de la Espada se convirtió en mi vida entera.

Renuncié a los placeres de cualquier tipo y sólo me centré en llevar cada vez más lejos el arte de la lucha, pues es así como la espada nos enseña la trascendencia del cuerpo y del espíritu.

Tenía veinticuatro años de vida cuando decidí que debía partir. El Año de los Cráneos estaba escrito en los pergaminos, así como que las Doce Compañías que salieron de Khatovar antes que mi pueblo serían las encargadas de provocarlo. Nadie sabia a ciencia cierta qué es, pero tiene que ver con la terrible Diosa y probablemente con la extinción de cualquier traidor a su culto, como es mi pueblo.

El peligro se tornó real cuando escuché los rumores de que la última de aquellas Compañías aun vagaba por el norte. No sabemos qué se propone y no sabemos cómo planea lograr sus objetivos, pero claramente es un peligro que logre el cometido que doscientos años antes les motivó a salir de las tierras al sur ya hace tanto olvidadas. No podía permitir que aquel suceso ocurriese, debía investigarlo y evitarlo con todos mis medios.

NO ES SECRETO.

Una mañana fría y húmeda me acerqué a los ancianos y les dije que iría al norte a unirme a la Duodécima Compañía. Ellos asintieron a mis palabras y partí. Mi equipaje eran mis ropas harapientas, mi arma y más harapos para ocultarla. Llevaba un poco de comida envuelta para el viaje, algo que durase para cuando la pesca, la recolección o la caza no me bastase.

Me encaminé río arriba junto a su cauce, durante días avancé hasta que llegué a la primera división de este, donde comienza el Delta. A ratos me detenía para pescar algo, lo asaba rápidamente en un improvisado fuego y continuaba mi camino mientras me lo comía.

A veces me topaba con extranjeros, mujeres pobres y de morenas pieles lavando sus ropas en el río. Nadie me miraba y yo sabía que era porque mi pueblo había logrado pasar desapercibido por muchos años como los entupidos mendigos del pantano. A veces un hombre me miraba de forma extraña, pero me veía inofensivo y no me molestaba. A veces un grupo de hombres se acercaban ruidosamente y yo al presentir peligro, me escondía con rapidez y habilidad. Nunca me vio quien yo no quise que lo hiciera.

Así pasaron semanas antes de divisar a lo lejos los primeros lugares más habitados, como Asharan o Praiphurbed, a los que no entré. Sólo seguí mi camino por el río, ignorando al mundo a mí alrededor, pues mi objetivo era sólo uno.

A veces pasaba hambre y me la aguantaba por días antes de encontrar algo que comer, a veces las mujeres Gunni me tiraban algún resto para que comiera. Sea como fuese, siempre encontraría el modo de sobrevivir. A veces pasaba frío, pero me cubría con mis harapos, y todas las hojas secas que pudiera encontrar, o simplemente me enterraba.

Durante meses caminé y sobreviví como pude antes de llegar a Taglios. Era una ciudad terrible, pues sus calles abarrotadas de gente y la suciedad inundaban un paisaje que era como poco aborrecible para mi. Sólo estuve una noche allí, comiendo con otros de mi pueblo que estaban en un Peregrinaje.

Fue la primera vez que comí bien y dormí en paz desde hacía muchos meses. A la mañana siguiente me despedí con una reverencia de agradecimiento y continué mi camino hacia el norte.

Cuando comenzaba el sexto mes de camino, entré en la Gran Sabana. Imaginaba que era un lugar caluroso, pero había llegado a mitad del invierno y las torrenciales lluvias fueron el calido recibimiento que aquella hostil región me brindaba. Su agua me caía y golpeaba cual balde de liquido hediondo que algunos lanzan contra los indeseables para que se alejen.

Así fue como aquel paraje me recibía, mojándome y enfriándome en una noche tan fría como el hielo y la oscuridad. Era una prueba, mi voluntad se ponía a prueba una vez más, pero yo había entrenado mi voluntad como sacerdote y las inclemencias de un clima caprichoso no provocarían la capitulación de un hombre de convicción y Fe como yo. Mi deber tenía que realizarse y recaía en mí la responsabilidad de ejecutarlo.

SECRETO.
Aún recae, pues después de nueve meses de salir de mi aldea, aún arde en mi corazón la responsabilidad de ejecutar mi misión y evitar a toda costa el año de los cráneos.

NO SECRETO.

Después de un año buscando en la Gran Sabana, encontré a la Duodécima Compañía. Era mucha gente para mí, acostumbrado a ver grupos de pocas personas. Claramente era una fuerza capaz de enfrentarse a cualquier enemigo. Había hombres blancos, descendientes de Khatovar, negros de las llanuras y otras etnias más.

Jamás había visto algo igual, pero de inmediato supe que me equivocaba. Aquel grupo no estaba regido por sacerdotes adoradores de la sanguinaria Diosa. Era otro tipo de unión, algo distinto y único a esa escala. Busqué la tienda donde se reclutaba gente. Justo estaban en eso, pues según los rumores y fragmentos de conversaciones que logré fisgonear y entender, no mucho tiempo atrás habían sufrido bajas en combate, y necesitaban reponer tropas.

El hombre enfrente era un tal Gulg, Sargento le decían, y recibía a los Aspirantes para entrenarlos y elegir a los mejores.

Me quede en pie frente a él, en silencio, inofensivo y perdido. Debió haber pensado que quería mendigar, pero me preguntó si quería ser Aspirante, a lo que respondí con una reverencia.

Ya iban a echarme a patadas cuando él los detuvo. Riéndose me preguntó mi nombre, a lo que contesté en su idioma un poco forzado “Peregrino”. Ese es mi nombre en la Compañía y quizás por desesperación o como una humorada, pero me recibieron y me permitieron entrenar.

La Instrucción no era tan dura como pensaba. Unos pocos combates, unas cuantas pruebas, nada que un hombre disciplinado como yo no pudiera superar. A veces los ejercicios eran duros hasta para mí, pero con voluntad y concentración, todo se puede lograr.

El Sargento es un tipo duro, pero no una mala persona. Si uno le demostraba buena disposición, humildad y la boca cerrada, no había nada que temer.

Mantengo mi arma en secreto hasta que sea un juramentado, pues eso es lo único que garantizará que no cedan a sus impulsos de quitármela. Por el momento está segura, pues parece que a los miembros les da asco tocar los harapos entre los que la escondo.

Ahora miro la lluvia en la noche de este lugar tan lejano a mi pueblo con un poco de satisfacción. Estoy entre los Reclutas, pues después de tres meses de entrenamiento, fui aceptado como uno. No fue difícil, pero me sirvió para aprender acerca de los métodos de ingreso a la Compañía.

Ya veo que cualquiera con aptitudes puede ingresar en ella, lo que ya es distinto de lo que se suponía hacían las Compañías en la antigüedad. Quizás sea una señal de los cambios de fondo que he notado, quizá sólo sea un acto de desesperación, el hecho es que estoy dentro y cada vez lo estaré más.

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23/08/2011, 23:11
Peregrino.

Peregrino.

Los vientos de la noche en la Gran Sabana azotan de manera distinta que durante el día. Los días son templados en invierno, pero en la noche sus vientos gélidos calan los huesos y su humedad asfixiante es como una inmensa e inmaterial mano sobre nuestras narices, impidiendo respirar con facilidad mientras el cielo se oscurece rápidamente con nubes que anuncian una lluvia torrencial de la que estamos cada vez más acostumbrados, pero que parece que en esta fecha son cada vez más escasas. Debe de acercarse la primavera.

Las gotas comienzan a caer sobre mi cabeza  y levanto la vista por debajo de mi capucha para mirar al cielo desatar su furia sobre la mancha negra que somos y que oscurece esta tierra salvaje como tinta derramada sobre un papel.

Ya han transcurrido seis meses desde que llegué a la Compañía número Doce que salió desde Khatovar hace ya doscientos años. He pasado por la instrucción básica a la que me han sometido sin mayores problemas, pues aunque son tipos muy exigentes, mi disciplina había sido forjada en la lejanía de mis tierras, entre el olor de los pantanos y la humedad de mi hogar, donde la espada es la única vía para una vida de honor.

Aún recuerdo las chozas de nuestras tierras, los campos donde se planta el arroz en el agua que movemos del pantano, los animales que encerramos en el lodo para criar y el humo saliendo de los braseros al interior de nuestros hogares, brindando calor y permitiendo cocinar nuestros alimentos.

La vida es dura allí, es cierto, pero también hermosa, pues nadie nos molesta, ya que nuestras tierras están tan apartadas y son tan pobres que no tienen nada que ofrecer a los visitantes. Nosotros tampoco se lo hacemos fácil, pues ignoramos a los extranjeros y no les ofrecemos hospitalidad alguna hasta que se marchan. No nos gustan los toscos extranjeros y sus costumbres deshonrosas.

Una mañana fría y húmeda me acerqué a los ancianos y les dije que iría al norte a unirme a la Duodécima Compañía. Ellos asintieron a mis palabras y partí. Mi equipaje eran mis ropas harapientas, mi arma y más harapos para ocultarla. Llevaba un poco de comida envuelta para el viaje, algo que durase para cuando la pesca, la recolección o la caza no me bastase.

Me encaminé río arriba junto a su cauce, durante días avancé hasta que llegué a la primera división de este, donde comienza el Delta. A ratos me detenía para pescar algo, lo asaba rápidamente en un improvisado fuego y continuaba mi camino mientras me lo comía.

A veces me topaba con extranjeros, mujeres pobres y de morenas pieles lavando sus ropas en el río. Nadie me miraba y yo sabía que era porque mi pueblo había logrado pasar desapercibido por muchos años como los entupidos mendigos del pantano. A veces un hombre me miraba de forma extraña, pero me veía inofensivo y no me molestaba. A veces un grupo de hombres se acercaban ruidosamente y yo al presentir peligro, me escondía con rapidez y habilidad. Nunca me vio quien yo no quise que lo hiciera.

Así pasaron semanas antes de divisar a lo lejos los primeros lugares más habitados, como Asharan o Praiphurbed, a los que no entré. Sólo seguí mi camino por el río, ignorando al mundo a mí alrededor, pues mi objetivo era sólo uno.

A veces pasaba hambre y me la aguantaba por días antes de encontrar algo que comer, a veces las mujeres Gunni me tiraban algún resto para que comiera. Sea como fuese, siempre encontraría el modo de sobrevivir. A veces pasaba frío, pero me cubría con mis harapos, y todas las hojas secas que pudiera encontrar, o simplemente me enterraba.

Durante meses caminé y sobreviví como pude antes de llegar a Taglios. Era una ciudad terrible, pues sus calles abarrotadas de gente y la suciedad inundaban un paisaje que era como poco aborrecible para mi. Sólo estuve una noche allí, comiendo con otros de mi pueblo que estaban en un Peregrinaje.

Fue la primera vez que comí bien y dormí en paz desde hacía muchos meses. A la mañana siguiente me despedí con una reverencia de agradecimiento y continué mi camino hacia el norte.

Cuando comenzaba el sexto mes de camino, entré en la Gran Sabana. Imaginaba que era un lugar caluroso, pero había llegado a mitad del invierno y las torrenciales lluvias fueron el calido recibimiento que aquella hostil región me brindaba. Su agua me caía y golpeaba cual balde de liquido hediondo que algunos lanzan contra los indeseables para que se alejen.

Así fue como aquel paraje me recibía, mojándome y enfriándome en una noche tan fría como el hielo y la oscuridad. Era una prueba, mi voluntad se ponía a prueba una vez más, pero yo había entrenado mi voluntad como sacerdote y las inclemencias de un clima caprichoso no provocarían la capitulación de un hombre de convicción y Fe como yo. Mi deber tenía que realizarse y recaía en mí la responsabilidad de ejecutarlo.

Después de un año buscando en la Gran Sabana, encontré a la Duodécima Compañía. Era mucha gente para mí, acostumbrado a ver grupos de pocas personas. Claramente era una fuerza capaz de enfrentarse a cualquier enemigo. Había hombres blancos, descendientes de Khatovar, negros de las llanuras y otras etnias más.

Jamás había visto algo igual, pero de inmediato supe que me equivocaba. Aquel grupo no estaba regido por sacerdotes adoradores de la sanguinaria Diosa. Era otro tipo de unión, algo distinto y único a esa escala. Busqué la tienda donde se reclutaba gente. Justo estaban en eso, pues según los rumores y fragmentos de conversaciones que logré fisgonear y entender, no mucho tiempo atrás habían sufrido bajas en combate, y necesitaban reponer tropas.

El hombre enfrente era un tal Gulg, Sargento le decían, y recibía a los Aspirantes para entrenarlos y elegir a los mejores.

Me quede en pie frente a él, en silencio, inofensivo y perdido. Debió haber pensado que quería mendigar, pero me preguntó si quería ser Aspirante, a lo que respondí con una reverencia.

Ya iban a echarme a patadas cuando él los detuvo. Riéndose me preguntó mi nombre, a lo que contesté en su idioma un poco forzado “Peregrino”. Ese es mi nombre en la Compañía y quizás por desesperación o como una humorada, pero me recibieron y me permitieron entrenar.

La Instrucción no era tan dura como pensaba. Unos pocos combates, unas cuantas pruebas, nada que un hombre disciplinado como yo no pudiera superar. A veces los ejercicios eran duros hasta para mí, pero con voluntad y concentración, todo se puede lograr.

El Sargento es un tipo duro, pero no una mala persona. Si uno le demostraba buena disposición, humildad y la boca cerrada, no había nada que temer.

Mantengo mi arma en secreto hasta que sea un juramentado, pues eso es lo único que garantizará que no cedan a sus impulsos de quitármela. Por el momento está segura, pues parece que a los miembros les da asco tocar los harapos entre los que la escondo.

Ahora miro la lluvia en la noche de este lugar tan lejano a mi pueblo con un poco de satisfacción. Estoy entre los Reclutas, pues después de tres meses de entrenamiento, fui aceptado como uno. No fue difícil, pero me sirvió para aprender acerca de los métodos de ingreso a la Compañía.

Ya veo que cualquiera con aptitudes puede ingresar en ella, lo que ya es distinto de lo que se suponía hacían las Compañías en la antigüedad. Quizás sea una señal de los cambios de fondo que he notado, quizá sólo sea un acto de desesperación, el hecho es que estoy dentro y cada vez lo estaré más.

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25/08/2011, 13:06
Lengua Negra.

Pequeñas victorias en largas batallas. Grandes gastos por desgaste y mantenimiento para escasos botines poco duraderos. Honor y gloria para alimentar el espíritu, pero... ¿Quién se preocupa de alimentar las bocas ansiosas de pan y vino?

Entrenamiento, sudor, calor, frío, calambres, cicatrices, dolor, cansancio, carreras, entrenamiento, salto, montar, nadar, combate, defensa, entrenamiento, agotamiento. Y después de eso el maestro Analista nos hace rendir más, como si nuestros cuerpos pudieran soportar indefinidamente un régimen de palos y letras. ¡Se enfada cuando nos dormimos sobre las tabletas de práctica con los estilos colgando de los dedos!

Leer, escribir, sumar, contar, calcular, recitar, corregir, estudiar, memorizar, leer, escribir, hablar, interpretar, traducir, restar, leer, escribir, agotamiento. Y cuando piensas que has llegado al fin del día tocan los servicios. ¡Oh, sí! Nadie se libra de los servicios, nadie que pretenda convertirse en un hermano juramentado por supuesto, el resto vienen precisamente a eso. A ofrecer sus servicios a cambio de lo que nosotros pagamos con nuestra sangre.

Aún recuerdo la primera vez que monté un garañón y como me hizo volar. Giró su gran cabeza mirándome con uno de esos enormes ojos, fijamente, sin pestañear. Creo que estaba confirmando con su mediocre vista lo que su lomo no acertaba a transmitir, que había alguien encima. Quizá mi escaso peso era un chiste para él, pero no pude sentarme durante una semana por la caída. Él rió el último.

La sangre, su olor empalagoso y su sabor metálico. Carnes abiertas y sangrantes, cráneos aplastados, escudos rotos, huesos quebrados, lanzas rotas, ojos muertos. Los ojos de los muertos siempre me miran y en ellos leo la pregunta. ¿Ahora qué? Dicen. No tengo respuesta para ellos, todavía no y espero tardar mucho en conocer su secreto.

Ese repliegue de mi memoria infantil siempre va seguido por la ejecución de un traidor. Sólo años más tarde supe su nombre, tras buscarlo en los Anales con ahínco. ¿A quién le importa el nombre de un traidor? Sin embargo siempre existirá mientras yo viva pues le llevo en mi recuerdo. Miraba orgulloso y apretaba la boca en rictus de desprecio, pero sus piernas temblaban traicionando al traidor. Estaba lo suficientemente cerca para que el olor de su orina me llegara. La horca es un método desagradable si te toca ver como empalma y eyacula. Es un espectáculo macabro que excita a muchos, esa noche las putas trabajaron extra.

Las pesadillas. Los oscuros pensamientos, la aprensión al sueño, las terribles agonías oníricas. Aún de vez en cuando sufro pesadillas. Todas causadas por esos malditos brujos cuya alma no debería ser aceptada salvo en el más profundo infierno. Maldito sea su nombre que desearía olvidar y maldita su memoria. Así me siento a veces, maldito por haber sufrido sus brujerías.

Unas jóvenes carnes oscuras, un pecho intuido bajo la ropa mojada, unas piernas desnudas y fuertes, unos labios cuya miel no catarás nunca, unos ojos que se entornan prometiendo el paraíso en tan sólo una mirada, un aroma a hembra que convertiría en semental al más viejo pichafloja del campamento, un beso furtivo... El amor perdido que nunca disfrutaré.

Un campamento tras otro, bajo la montaña, sobre el lago, en la costa, a la vera del río, al borde del desierto, en la ciudad populosa, en la oscura y frondosa arboleda, en la fresca cueva, en el ardiente páramo, en la húmeda sabana. Durmiendo sobre un caballo, escribiendo en un carro que se bambolea de lado a lado, entrenando con el barro hasta las rodillas, sirviendo la sopa con nieve en las pestañas...

Esta es mi vida, acompañadme si queréis saber más de mi y de la última Compañía Libre de Khatovar, la Duodécima. La que pronto todo el mundo conocerá como

LA COMPAÑÍA NEGRA

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25/08/2011, 17:46
Rastrojo.

RASTROJO:

El mestizo tenía diez años. Aquella noche, su madre estaba con él. Era lo habitual. En otras ocasiones su madre pasaba la noche fuera. En contadas ocasiones, recibían visitas nocturnas y Amapola Negra echaba a su hijo de la tienda, mandándole regresar en una hora. Cuando Rastrojo volvía, la madre ya había hecho sus negocios, fueran cuales fueran, y el visitante de turno ya no estaba. No era cuestión de hacer preguntas.

Aquella noche empezó así, con una visita en la oscuridad. Así que Rastrojo se perdió por el campamento, entre las tiendas de la Compañía y las fogatas de los vigilantes. Encontró un rincón tranquilo algo más allá, hasta que el silbido del viento rompió el silencio.

Se giró sin saber porqué. Un presentimiento, quizás. Y a cien pasos del niño se alzaba con la espalda recta y los brazos torsionados un arquero de otro mundo. Su color era translúcido, su ropa pertenecía a la Hermandad. Su rostro se escondía tras el ala de su sombrero. Pero el arquero no apuntaba a seres del mundo de los espíritus, en su mira estaba el mestizo hecho de miedos y huesos.

Sobrecogido. Aterrorizado. Paralizado por el temor al mensajero de la muerte. La flecha del arquero voló y Rastrojo sintió una punzada de frío abismal en su hombro. El viento se desató en una ráfaga de improviso, llevándose al espíritu y a la fantasmagórica flecha insertada en la carne, y haciendo palpitar las lonas de las tiendas. La sensación helada, por contra, prefirió quedarse en el interior de Rastrojo.

El niño volvió a casa. “Demasiado pronto”, pensó la madre al verle llegar. Rastrojo se quedó inmóvil en la entrada, en una noche llena de horrores. Amapola Negra tenía la mandíbula desencajada, tragando a medio hombre por su boca y con intención de comerse al otro medio. La experiencia fue demasiado intensa para Rastrojo, y cayó al suelo tras desmayarse.

Amapola Negra tuvo así su hora para devorar a un hombre, y sin la incomodidad de unas piernas colgando de su boca, se dispuso a ejercer la función de madre. Llevó a Rastrojo a la tienda de Caratótem y despertó al chamán para pedirle que borrara la memoria de su hijo.

Dos días después, el mestizo al fin despertaba. Lo hacía en la tienda de Caratótem con el último recuerdo de un arquero fantasmal apuntando hacia él. Creyendo que aquel era el motivo por el que le habían traído a allí, le habló al chamán de aquel espíritu.

Caratótem le explicó que los espíritus vagaban por el mundo viajando con el viento. Y aunque para la mayoría no era normal verles, era habitual que aquellos que murieron al servicio de la Compañía se paseasen ahora en pleno campamento entre los que ahora sirven al mismo juramento. El arquero que vio Rastrojo era sólo uno de tantos, y que las condiciones que permitieron al niño verle dependen de cosas que sólo el propio espíritu sabría contestar. Los espíritus preferían la noche al día, y se manifestaban con más intensidad en los aniversarios de sus muertes y ante personas con los que guardan fuertes lazos.

También le contó que al igual que el viento sopla en este mundo y en el otro, se podían disparar flechas que silbasen como el viento y cruzasen la barrera que les separa del más allá. Por eso debía tener cuidado con aquel fantasma. Los arqueros en vida se convierten en letales espíritus cuando mueren, ya que no pierden su pericia en el uso del arco.

Al volver a casa, advirtió también sobre su encuentro nocturno a su madre. Pero Amapola Negra le mintió. Aseguró que no conocía la identidad del arquero fantasma.

Los días pasaron, y Rastrojo tuvo una idea de cómo luchar con su enemigo la próxima vez que se le apareciese. Él también sería un arquero. Él también dispararía flechas, flechas que silbasen hasta el orbe de los espíritus y destruyese sus fantasmas.

Necesitaba un arco...

El mástil fue una dulce casualidad. Una rama retorcida encontrada por azar en un montón de leña, de camino al trabajo. Prácticamente se puede decir que así nació su idea.

La cuerda de su arco estaba en las caballerizas, dónde trabajaba. Vendaval, el caballo del Capitán de la Compañía, tenía el pelo de la crin largo y bien cuidado. Era el propio Rastrojo el que se había encargado de ello, así que era lógico que ahora se cobrase su propina. Y además, si quería afectar a un espíritu, ¿qué nombre más apropiado que el de un viento? Cortó un pelo largo y solemne de Vendaval, y el semental se encabritó tanto que el mestizo se habría llevado una coz si no llega a alejarse a tiempo. Es desde ese momento cuando nace la eterna rivalidad de Rastrojo y Vendaval, lo cual le causaba muchos problemas al mozo de cuadras en sus tareas diarias.

Atando el cabello al palo improvisó un arco de aspecto feúcho y descuidado. Ahora sólo faltaba la flecha. La flecha salió del carcaj de la mismísima Sargento Vientos. Otro nombre afortunado para hacer frente a un espíritu. Dejó desatendido su equipo en el exterior de su tienda. Un Tagliano perdió su meñique, acusado injustamente de ladrón, cuando la Sargento contó sus flechas y vio que faltaba una.

Como sólo tenía una flecha, y no quería intentar robar más después de lo que le pasó al Tagliano, practicaba usando palos en lugar de flechas. Ni que decir tiene que las pequeñas ramas sólo surcaban el cielo en el trayecto que había desde el arco hasta tres pies más abajo, pero para Rastrojo estaba bien. Suponía que con la flecha no pasaría lo mismo, y que lo importante era coger la postura correcta de un arquero.

Pasó un año desde el encuentro con el fantasma...

Rastrojo durmió durante el día. Al caer la noche se posicionó en el centro de la tienda y apuntó con su rudimentario arco a la única entrada. Su madre permanecía junto a él, algo asustada. Esperaba que el arquero no hiciese acto de presencia. La tela de la entrada se movió y Rastrojo tensó el arco, listo para disparar. Un visitante nocturno de Amapola Negra se sobresaltó al ver un niño apuntándole, y farfulló y maldijo coléricamente. Ella se interpuso y le pidió al extraño que se fuera, cosa que hizo de muy mala gana.

Pasaron los minutos. La tela de la entrada se volvió a mover y Rastrojo tensó el arco. Era Caratótem, que saludó cordialmente como si no hubiese un niño apuntándole con un arco. Decía traer un regalo: batatas ensartadas en anzuelos que colgaban de un largo cordel. Colgó la ristra en la entrada de la tienda y se fue tan alegremente como llegó.

Pasaron las horas. Amapola Negra se había quedado dormida. Rastrojo escuchó un silbido de flecha surcando el aire de la noche. Más allá de la tela, no veía nada, pero cerró los ojos esperando recibir una flecha en su cuerpo y rogando que no fuera en un punto vital. Abrió los ojos. Nada cambió. A seis pies de él, la ristra de batatas gira con el cordel. Así observa cómo uno de los lados de una de las batatas se descubre dejando ver una flecha translúcida en el tubérculo clavada.

El mestizo deja pasar unos segundos eternos sin saber qué hacer. Finalmente se acerca a las batatas y estira la mano. Trata de coger la flecha, seguro que mucho más efectiva contra espíritus que la mundana saeta del carcaj de Vientos. Pero su mano mundana atraviesa la flecha fantasmal sin poder agarrarse a ella. Un nuevo silbido del exterior y Rastrojo corre asustado hacia el lado opuesto a la entrada para alejarse. Una nueva flecha del arquero fantasma se clava en otra de las batatas. Rastrojo queda temblando, sin atreverse a pasar tan cerca del exterior que las batatas mágicas de Caratótem no tengan tiempo a desviar las flechas. Los silbidos se repiten a lo largo de la noche. Al amanecer, una docena de flechas se disgregan en luz dejando a las batatas sin ninguna marca.

Rastrojo cumple catorce unos tres años después. Se ha acostumbrado a poner batatas en la tienda durante los aniversarios de los ataques del arquero. Aún así sigue llevando su arco retorcido a todas partes.

Esa tarde la Compañía acampa a la orilla del Gran Río. Su amigo Grajo, un K'Hlata como Amapola Negra, le persigue hasta fuera del campamento. Ambos ríen y juegan. Grajo intenta cogerle, Rastrojo hace un requiebro y le pierde. Y también deja de escuchar su risa. Gira la cabeza. Grajo está allí, de pie, mirándole con cara de terror. Las piernas del K'Hlata empiezan a hundirse en arenas movedizas.

El mestizo estira su arco para ponerlo al alcance de Grajo y poder tirar. Grajo coge el otro extremo y es entonces cuando el arco, su estúpido y tonto arco... La madera de aquel palo retorcido se quiebra haciendo que Grajo caiga boca abajo sobre la arena. Alza la cabeza con la cara cubierta de suciedad. Ambos amigos tienen un extremo del palo, y lo único que les une es el fino cabello de Vendaval.

Rastrojo tira, y su trozo de palo resbala poco a poco por sus manos sudadas. Para agarrar mejor, se enrosca el pelo de Vendaval en la muñeca. El fino hilo se ciñe al rededor de la carne cortando la circulación, hundiéndose hasta cortar. Rastrojo tira y masculla su dolor de la muñeca. Grajo no se le acerca ni un ápice. Al contrario, el mestizo se acerca lentamente a la posición de Grajo. Ambos niños se dan cuenta de la debilidad de Rastrojo. Grajo suelta su trozo del arco para no arrastrar a su amigo.

Él recibe una reprimenda de su madre. La familia de Grajo ha perdido a un hijo y hermano. Nota las miradas de odio. Se clavan hasta doler. La marca de la cuerda del arco queda impresa para siempre en la piel de su muñeca derecha.

Una semana después llega otra visita nocturna. Rastrojo deja a su madre con sus asuntos y pasea por el campamento. Ve un espíritu que no es el arquero. A partir de entonces, el fantasma de Grajo se vuelve tan permanente como las cicatrices de la muñeca. En ocasiones, simplemente parece que Grajo no le ve. A veces hasta llegan a charlar.

El siguiente aniversario del arquero viene lleno de miedos. Como todos los años, las batatas ocupan posiciones en la entrada de la tienda. Su arco ya no está con él. Eso le vuelve inseguro. Pero lo más terrorífico de este año es que Grajo y el arquero van a estar merodeando los dos entre las tiendas. ¿Puede un espíritu hacer daño a otro espíritu? Se lo preguntó a Caratótem hace unos días y el chamán le respondió que sí.

La noche siguiente es casi peor que la anterior. Rastrojo recorre el campamento buscando a Grajo. No lo encuentra. Al niño le sube la fiebre y enferma. Guarda reposo con los cuidados de su madre. En una semana vuelve a sentirse mejor. Pasado el tiempo, Amapola Negra deja de sentirse tan sobreprotectora y vuelve a recibir visitas nocturnas. Y al volver a pasear bajo el cielo oscurecido, Rastrojo también vuelve a ver a Grajo. Los contactos entre los dos amigos vuelven a ser asiduos.

Rastrojo se convierte en hombre. Llega a tiempo para lidiar con los desafíos que solo los hombres afrontan. La guerra con los Tres Castores (la misma guerra de siempre contra un oponente con otro nombre) vio enfermar y morir a Amapola Negra. Disentería. El fantasma de su madre se unió a los espíritus. Hizo muy buenas migas con Grajo. En aquellas noches en los que los espíritus están idos, tiene visto a Grajo mecido en el regazo de Amapola Negra, como madre e hijo. Resulta menos antinatural que ver a una K'Hlata y un hijo mestizo del color de ninguna tribu.

La última semana de su vida, entre fiebres, Amapola Negra desveló algún secreto. La credibilidad que le dio Rastrojo a sus desvaríos en esas circunstancias nunca fueron muchas.

Antes de unirse a las expediciones de la Compañía, Amapola Negra fue esposa en una tribu a la que llamó Cañas Ligeras. El hermano de su marido era un chamán que, según las tradiciones de los Cañas Ligeras, debía permanecer virgen. Sin embargo, procesaba un amor enfermizo sobre su cuñada. Al intentar propasarse y ser rechazado, el chamán lanzó una maldición sobre la chica. La convirtió en un “demonio tragón”. Amapola Negra no le dio importancia al principio, hasta que vino la fatalidad. Amapola abrió la boca y se tragó a su amado marido. Eso fue, según ella, poco antes de que la Compañía exterminara a los Cañas Ligeras.

En otro de sus delirios, Amapola Negra afirmaba ser una gran sanadora. Caratótem podía enviarle mil enfermos si quisiese, y ella daría cuenta de ellos, frenando la propagación de epidemias dentro de la Compañía. Sin embargo, también llegó a afirmar que fue Caratótem el que la libró de su mal, el que controló sus “arrebatos”. Vamos, que no se aclaraba de quién es el que cura de los dos.

Dedicó el último de sus desvaríos al tormento personal de su hijo. Llegó a decir que el arquero fue el enemigo del padre de Rastrojo. Como no era un espíritu lo suficientemente fuerte y valiente como para enfrentarse al padre, había decidido cebarse en el hijo. Este desvarío fue aprovechado por el mestizo para intentar sonsacar el nombre de su padre. Y cuando Amapola Negra estuvo a punto de desvelar la identidad, la palabra murió en sus labios.

La muerte de su madre no fue el fin. Es siempre más llevadero cuando tienes el don de ver a tus seres queridos en las ráfagas de viento. Además, Caratótem se interesó por él y le dio cobijo, así que era prácticamente como si hace dos años su familia aumentase en lugar de disminuir.

La vida con Caratótem no era sencilla. Hablaba tan coherentemente estando sano como lo hacía Amapola Negra estando febril y moribunda. Pero le enseñaba cosas interesantes, y eso también era de agradecer en la aburrida Sabana. Combinó sus tareas en las caballerizas con sus estudios para chamán.

Más tarde, abandonó por unos meses su labor con los caballos para tener tiempo para la instrucción. Le enseñaron a tirar con arco. Con un arco de verdad. Y la sensación era reconfortante.

 

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25/08/2011, 23:28
Matagatos.

MATAGATOS:

Mi nombre es Diomenes, por supuesto no es mi nombre verdadero, ese tan sólo lo conocemos mis padres y yo, pero así me conocen en el Campamento desde que tengo uso de razón.

Mi familia pertenece a la última de las Doce Compañías Libres de Khatovar desde generaciones. Uno de mis bisabuelos perteneció a la casta de Sacerdotes que comandaba la Compañía en sus orígenes y desde entonces la estirpe siempre ha seguido perteneciendo a la Duodécima. Pero esos tiempos han pasado y la situación ha ido cambiando poco a poco, la tradición sacerdotal se perdió debido a algún exceso cometido a la hora de llevar a cabo los rituales y sacrificios, unido todo a varias derrotas militares que hicieron que la Compañía tomara la forma de grupo mercenario que tiene actualmente.

Ya no hay Sacerdotes al mando y los Soldados ya no son fanáticos religiosos o prisioneros obligados a combatir. Somos hombres libres y crecemos reclutando voluntarios de las tribus o pueblos por donde viajamos. También se nos une gente que huye de la justicia, que busca un cambio en su modo de vida o que simplemente ha oído hablar de nosotros y quiere formar parte del grupo. Además de todos los descendientes de los miembros que forman la tropa, aunque entre los Oscuros cada vez hay menos nacimientos debido a la escasez de mujeres y los efectos de los antiguos rituales de los Sacerdotes.

Mi padre teme que yo pueda ser el último de la familia debido a la esterilidad que parece afectar a los de nuestra raza, cuando no impotencia, con cada vez mayor frecuencia.

En los últimos años la mayoría de los reclutas pertenecen a las tribus de piel negra que nos encontramos durante nuestras últimas misiones y que empiezan a ser mayoría. Incluso hay quien nos llama la Compañía Negra debido a eso. A mi eso no me preocupa particularmente, pero sí el hecho de no poder continuar con la estirpe familiar.

Mi padre es actualmente el abanderado de la Compañía, un puesto de mucho honor ganado tras años de lucha y servicio, sobre todo teniendo en cuenta que aquí no significa nada de donde procedes, si eres recién llegado o perteneces a una familia que cuenta con generaciones perteneciendo a la Compañía. No hay favoritismos, cada ascenso o mérito ha de ser ganado con el servicio y compromiso en el campo de batalla. Eso es algo que todos sabemos y tenemos claro si aspiramos a pertenecer a los hermanos juramentados. Nadie cuestiona hasta donde llega un hombre, porque sin lugar a dudas lo ha conseguido por méritos propios. También ha sido el médico de la Compañía durante los últimos veinte años.

Antes de ser el Portaestandarte solían llamarlo Maldito. Muchos murmuran, a sus espaldas, que es presa de una oscura maldición que se apodera de él durante la batalla y que lo transforma en un guerrero temible y temerario. En la lucha actúa como punta de lanza, siempre vestido con su elaborada armadura de placas, haga frío o calor. Parece que cuando está en batalla nada le afecta, sosteniendo en su mano izquierda el Estandarte mientras blande con la derecha su temible espada larga arremetiendo contra el enemigo en salvajes cargas de caballo, tan brutales que el Sargento Rompelomos suele seguirlo para que su caballería ligera se encargue de que no sea rodeado por el enemigo.

Ha perdido muchos caballos en las cargas, pero nunca le han arrebatado el Estandarte. Tampoco suele desobedecer las órdenes del Capitán y normalmente sólo comienza las cargas cuando éste se lo ordena.

Mi padre siempre ha deseado que yo continuara con su labor como médico y se ha ocupado personalmente de mi formación desde pequeño. Siempre que se encontraba en el Campamento hacía que le acompañara a la tienda donde está el hospital de campaña y atendiera a sus diagnósticos y los cuidados o operaciones que realizaba a sus pacientes.

Al principio era desagradable, incluso llegué a ponerme enfermo en varias ocasiones, sobre todo cuando se trataba de amputaciones o casos muy graves de fracturas o desangramientos. A mi padre no le hacían mucha gracia esas muestras de debilidad por mi parte y me obligaba una y otra vez a acompañarlo sin atender a mis protestas.

Una vez un mercenario, no recuerdo su nombre, llegó gravemente herido en una mano. Había perdido su escudo en la refriega y para esquivar uno de los golpes de un enemigo interpuso su brazo, el enemigo cayó abatido con su siguiente golpe, pero su muñequera de cuero no pudo impedir un gran tajo. Mi padre tuvo que amputarle la mano y yo caí desmayado en mitad de la operación.
Según me contaron después mi desvanecimiento había sido mejor que cualquier calmante, el mercenario se había puesto a reír, al igual que mi padre. En la Compañía había tipos realmente cauterizados con el dolor y el sufrimiento hasta límites insospechados. Después, cada vez que me cruzaba por el campamento con Muñón (tras la amputación lo habían rebautizado con ese nombre) me enseñaba su brazo lacerado con la intención de rememorar la escena y se reía con todo el que lo acompañara.

A medida que fui creciendo las lecciones y las responsabilidades en el hospital de campaña fueron aumentando, solía quedarme cuidando de los enfermos cuando mi padre tenía que salir a alguna campaña y mi papel ya no se limitaba al de espectador sino que participaba activamente en los diagnósticos, operaciones y cuidados. Siempre bajo la supervisión de mi padre. Sin lugar a dudas me faltaba mucho para parecerme a él, pero podía atender y manejar los casos más comunes.

Este contacto constante con la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, unido al poco tiempo que tenía para disfrutar con los juegos de otros chicos del Campamento han hecho de mí un tipo de pocas palabras, incluso hosco en algunos momentos. Sobre todo cuando creo que algún paciente se queja de más o de algo que realmente no tiene mayor importancia, cosa que me saca de mis casillas.

Alguna vez me he negado a tratar a alguien por eso. Creo que mi padre no aprueba mi actitud, aunque nunca me ha dicho nada, sabe que cuando alguien requiere atención de verdad soy el primero en ofrecerme.

Esa oscura maldición que se dice que afecta a mi padre ha ido apoderándose cada vez más de el. Ya no controla ese estado de furia durante la batalla para convertirse después en el médico, sino que cada vez es más frecuente que se prolongue durante más tiempo. Algunos dicen que la maldición que tiene es la locura.

Cuando, en los periodos de relativa paz que acompañan a la Compañía, no se siente seguro de poder controlar sus impulsos pide que lo encierren y lo encadenen. Últimamente los periodos de furia son muy prolongados, incluso parece ya que el Capitán, el Teniente y el Analista que habían sido sus mejores amigos procuran evitarlo cuando pueden. Parece que ya no quiera a nadie a su lado, incluso a mí parece no reconocerme o recordarme en ocasiones.

Comienzan a oírse rumores de que quizá no debería ser el Portaestandarte, pero nadie se atreve a plantearlo oficialmente ya que hasta ahora nunca lo ha perdido y su sola presencia durante las batallas hace retroceder a los más fieros enemigos.

Debido a esto, desde hace unos años ya no ejerce como médico y por lo tanto no me he visto obligado a seguir con las lecciones de medicina. Ahora los heridos son tratados por las pitonisas que siguen a la Compañía, una de ellas mi madre, que han visto crecer sus ganancias desde entonces.

Mi madre se llama Madame Yamila, y como he dicho, es una de las pitonisas que siguen al campamento. Se dice que es la más poderosa de todas, incluso que puede hablar con los espíritus o poner y quitar maldiciones. Su aspecto prácticamente no ha cambiado desde que tengo uso de razón, diría que casi no ha envejecido y sigue pareciendo una mujer más joven de lo que realmente es.

La relación entre mis padres se rompió cuando yo tenía unos cinco años. Mi madre se acostó con otro hombre y fruto de esa relación nació mi hermana Khadesa.

Khadesa ha seguido el camino de mi madre y ahora mismo es una de las pitonisas del campamento, quizá la menos importante debido a su juventud, aunque no dudo que con el tiempo eso cambie. Siempre hemos mantenido una relación muy cordial y el hecho de no compartir el mismo padre nunca ha supuesto mayor problema para nosotros. A medida que hemos ido creciendo la complicidad entre nosotros ha aumentado, sobre todo a raíz del trato que nos da nuestra madre, que parece no querer reconocernos como sus hijos en muchas ocasiones y que ha conseguido que estemos muy unidos. Yo siempre he intentado proteger a mi hermana en la medida que me era posible, incluso a riesgo de que se enfadara conmigo por intervenir más de lo necesario en sus cosas, pero siento que es la única de la familia que puede tenerme algo de aprecio y es mi manera de demostrarle que me importa.

Siempre hay un numeroso grupo de gente siguiendo a la Compañía, con intereses diversos, pero siempre con algo en común: poder llevarse parte de las ganancias que ganan los mercenarios en el botín.

Así que es normal que muchos mercenarios tengan relaciones con algunas de las mujeres que conforman ese grupo. La mayoría no son relaciones duraderas y pocos llegan a formar lo que se conocería como una familia típica, aunque algunos lo hacen. Mis padres estuvieron juntos durante unos años, probablemente por causa de mi nacimiento, aunque desde que yo tenía unos cinco años su trato ha sido prácticamente nulo.

Cuando era pequeño pasaba la mayor parte del tiempo con mi madre, siempre que no estuviera trabajando, y a medida que fui creciendo las lecciones y las obligaciones que mi padre me imponía me dejaban con menos tiempo para estar con ella.

Mi madre no es como otras mujeres que hay por el Campamento, incluso diría que puede llegar a parecer un poco loca en ocasiones, aunque no permito que nadie diga eso de ella en público. Con el tiempo nuestra relación se ha enfriado y desde hace unos diez años incluso diría que no quiere saber nada de mí. A veces la visito y no quiere recibirme o niega conocerme. Nunca sé si es producto de su locura o intenta castigarme por pasar tanto tiempo con mi padre y tan poco con ella. Yo procuro estar al tanto de lo que le sucede cuando puedo, que no es con tanta frecuencia como debería.

Los Oscuros formamos una especie de familia, prácticamente estamos todos emparentados unos con otros y los que no lo estamos directamente nos tratamos como si perteneciéramos realmente a la misma familia. No es extraño llamar a otros miembros de la compañía tíos o primos, sobre todo con los que tienes mayor trato y siempre y cuando la relación sea aceptada por la otra parte claro, a ningún chico del campamento se le ocurriría tener ese trato tan familiar con el Capitán o el Teniente por ejemplo, porque podría ganarse unos buenos golpes con la fusta.

En mi caso el Analista es como un tío para mí, ha sido uno de los mejores amigos de mi padre durante toda la vida y nunca le había importado que lo tratara familiarmente. Incluso ahora, a pesar del evidente distanciamiento con mi padre, la relación entre nosotros seguía siendo exactamente igual y seguía considerándome como su sobrino. Él fue quien se ocupó de que comenzara mi formación como Ranger cuando mi padre dejó de darme las lecciones como médico.

Sin nadie que se ocupara directamente de mí pasé una época en la que vagaba por el Campamento y sus alrededores con relativa libertad de movimientos y sin muchas tareas que realizar.

Sobre todo hacía unos cinco años, durante nuestra estancia como refugiados. La Compañía había partido contra el Profanador de Mentes, un enemigo muy peligroso. Tanto que la mayoría de seguidores decidió marcharse y no seguir a la Duodécima. Tras una reunión entre los mandos decidieron dejar a los familiares más directos que aún seguíamos detrás de ellos refugiados y salvo con algunas tribus amigas para nuestra seguridad.

Mi pasatiempo favorito era la caza de gatos. A veces podías pillar a uno desprevenido y dejarlo ko de una buena patada, otras tenías que perseguirlos un buen rato hasta que sólo tenías la opción de abatirlos a pedradas, y otras veces era imposible seguirlos y había que desistir. Si estábamos en alguna población, encontrar gatos no era problema, las calles estaban repletas de ellos. Más difícil era cuando el Campamento se movía a tierras salvajes, lejos de las poblaciones, aunque siempre venía alguno detrás para alimentarse de las sobras que iban quedando.

Cuando los cazaba me los llevaba de vuelta al Campamento, las pitonisas y los chamanes nunca rechazaban un buen gato para preparar sus ungüentos o realizar sus rituales y siempre me daban algo a cambio. No era mucho, pero lo suficiente para conseguir sacar algún dulce extra de los cocineros o en las tiendas de las ciudades por las que pasábamos. Fue en ese entonces cuando los chicos me empezaron a llamar Matagatos, incluso alguno de los hermanos se refería a mí con ese nombre.
Un día mientras preparaba una trampa que había ideado para poder cazarlos sin tener que ir detrás de ellos corriendo, mi tío el Analista se acercó hasta donde yo estaba.

- Diomenes, tengo que hablar contigo, acompáñame.

- Si tío - dije dejando lo que tenía entre manos en el suelo. No era inusual que mi tío me buscara de vez en cuando para que le hiciera algún recado. Normalmente era tarea de Lengua Negra, su aprendiz, pero cuando éste estaba ocupado en otras cosas solía recurrir a mí.

- Me han dicho que últimamente te dedicas a cazar gatos - me dijo mientras me llevaba hasta el campo de entrenamiento de las tropas. Asentí con la cabeza.

- El problema es que lo haces demasiado bien y los ratones comienzan a ser un problema. Ya sabes que me encargo de los suministros y tengo que velar por el bien de la Duodécima. A partir de ahora quiero que dejes de cazar gatos - se detuvo frente a una negra a la que había visto en alguna ocasión con las tropas, ya llevaba algún tiempo entre nosotros. - Te presento a la Sargento Falce, se encargará de tu entrenamiento a partir de ahora, pronto tendrás que hacer la prueba como Aspirante y cazar gatos no te ayudará a pasarla.

Así conocí a la Sargento Falce, una guerrera que se había unido a la Compañía hacía unos años procedente de una de las tribus de la Sabana por donde habíamos pasado, con la suficiente habilidad para tiempo más tarde liderar a todos los exploradores de la Compañía.

A partir de entonces yo acudía a todas las maniobras y entrenamientos que realizaba con la tropa. Con ella empecé a aprender también la lengua de nuestros hermanos negros, el K'Hlatan, hasta llegar a hablarla tanto como la mía. En realidad yo era bastante parco en palabras y tanto en un idioma como en otro sabía hablar lo suficiente para comunicarme con la gente y entender lo que me decían, aunque siempre a un nivel básico. Tampoco necesitaba más, ni lo consideraba necesario. Por supuesto ni me había planteado aprender a leer en ningún idioma, eso se lo dejaba para la gente como Analista o Lengua Negra.

Al principio, los entrenamientos eran muy duros, aunque la Sargento Falce no me exigía que aguantara el ritmo del resto de hermanos ya experimentados. Aprendí a manejar distintos tipos de armas, sobre todo las más simples, aunque destacaba en el uso de la espada corta y la daga, que eran mis armas preferidas. También me enseñó a moverme con una armadura ligera, haciéndome correr y saltar con ella puesta más de lo que a mi me hubiera gustado, sobre todo cuando llegaban las épocas de mayor calor, y a defenderme con un escudo.

En estos ejercicios descubrí que correr detrás de tantos gatos me había dado una agilidad extra que la Sargento me enseñó a usar a mi favor cuando esgrimía un arma. Podía usar movimientos y fintas más eficaces que un ataque directo basado en la fuerza bruta.

Pronto se dio cuenta que tenía una habilidad natural para moverme por toda clase de terreno y poder arreglármelas yo solo si era necesario, fue así como decidió darme una formación como Ranger. Me enseñó todo lo que sabía de la naturaleza en la Sabana, así como de sus animales y plantas, también como poder moverme silenciosamente, adentrarme en cuevas, observar el terreno, rastrear huellas...

En ocasiones me llevaba lejos del Campamento en su caballo, con los ojos vendados para que no pudiera saber a donde íbamos y me dejaba en mitad de la nada, decía que un verdadero ranger sabría sobrevivir y encontrar el camino de vuelta.

Afortunadamente para mí la Sargento Falce se había encargado de que aprendiera todo lo que me había enseñado y que lo pudiera llevar a la práctica con éxito porque siempre conseguí volver, unas veces en mejor estado que otras o con más hambre o sed, pero al menos vivo, alimentándome de las plantas que previamente había estudiado como comestibles o cazando pequeños animales y sabiendo como evitar los sitios peligrosos, así como buscar refugios para pasar las noches y los sitios donde era más probable encontrar agua.

Cuando ella estaba ocupada me permitía hablar con otros exploradores experimentados que habían conocido otras tierras lejanas para que pudieran decirme como eran sus lugares de origen y así aumentar mis conocimientos sobre otros tipos de terreno.

- No estaremos en la Sabana siempre - me solía decir. - Tienes que aprender a moverte por otros terrenos también y en cualquier condición, escucha todo lo que te digan.

Me hablaron de lugares con altas montañas, o sitios donde la nieve nunca desaparecía, parajes con bosques tan frondosos que era casi imposible avanzar por ellos y había que abrirse paso entre el follaje para atravesarlos, sitios por los que la Compañía había pasado hace muchos años, incluso de algunos por donde nunca había estado. Gracias a ellos creí conocer gran parte del mundo en el que vivíamos, aunque supongo que todavía quedarían muchos lugares de los que no sabía nada, quizá algún día nos dirigiríamos a ellos.

Las lecciones continuaron incansablemente durante los periodos tranquilos de estos últimos tres años, incluso había aprendido a montar a caballo, no muy bien, pero al menos conseguía mantenerme sentado y cabalgar después de muchas caídas. Me pregunto como puede mi padre cargar contra el enemigo con las dos manos ocupadas y vistiendo esa armadura tan pesada... yo no podría.

Los últimos tres meses de entrenamiento fueron realmente duros, este fue el verdadero periodo de preparación para entrar como Recluta. La Sargento Falce dobló mi entrenamiento en todos los aspectos, ya nunca dejaba que me despojara de la armadura o las armas y tenía que hacer todo con el equipo encima. Creo que se lo tomó como un reto personal, ver hasta donde podía forzarme después de tres años enseñándome todo lo que sabía y por todos los infiernos que logró llevarme hasta los mismos límites de mi cuerpo y de mi mente. Llegué a dudar que cuando terminara conmigo quedara algo que la Compañía pudiera aprovechar después.

Hace dos días, mientras recogía los equipos de práctica, la mayoría armas y escudos de madera y burdas armaduras imitando a las de verdad, se presentó Analista.

- Diomenes, ¿como van las prácticas?

- Bien tío - contesté sorprendido, estaba seguro que la Sargento lo tenía informado de mis avances.

- Dentro de dos días se admitirá a los nuevos Reclutas, tú serás uno de ellos. Mañana tómate el día libre y pon en orden tus cosas, en cuanto entres al servicio podrían asignarte alguna misión de inmediato.

- Está bien - tampoco había mucho que ordenar, pero un día de descanso no me vendría mal, aprovecharía para ir a ver a mi madre, quizá esta vez me hiciera un poco de caso. Y hablando de madre... - ¿Mi padre lo sabe? - Llevaba encerrado en la herrería mucho tiempo y apenas lo había visto en estos meses, no es que fueran a nombrarme hermano juramentado, pero al menos me gustaría que supiera que me admitirían como Recluta.

El Analista se quedó pensativo, con la mirada perdida en algún lugar remoto, después se dio la vuelta y dijo:

- Haré todo lo que esté en mi mano.

Sabía que lo haría, era uno de los pocos que tenía acceso a aquella zona de la herrería donde encerraban a mi padre.

Cada vez me preocupaba más su situación, era incapaz de controlarse durante largos periodos y la gente estaba empezando a sentirse intranquila con él cerca. Temían que volviera sus ataques contra sus propios compañeros en cualquier momento y había gente dispuesta a ejecutarlo. Me temo que sin la intervención de sus antiguos amigos ya lo habrían hecho. Me gustaría encerrar a todos esos bastardos asesinos junto a mi padre, a ver si así seguían siendo tan valientes. No niego que mi padre esté mal, pero hasta ahora ha sabido controlarse y proteger el bien de la Compañía, se merecía una muerte digna y no una ejecución como si fuera un traidor.

Esa noche dormí a pierna suelta sabiendo que al día siguiente no habría toque de diana para mí ni largas sesiones de lucha o carrera, ni ejercicios retorcidos inventados por la Sargento Falce.

Después de vestirme con una ropa cómoda me dirigí fuera del campamento, durante unos ejercicios de reconocimiento había visto unas hierbas que eran muy apreciadas por las pitonisas y que no me llevaría mucho recoger. Un par de horas después ya estaba de regreso al Campamento, camino a la zona donde las pitonisas tenían plantadas sus tiendas.

Siempre era un sitio concurrido con heridos o gente buscando remedios para algunas dolencias o pociones para los más diversos usos. Las pitonisas tienen pociones para casi todo, aunque dudo que la mayoría sirva para algo. A la gente le debe gustar que la timen. Una de las pociones más reclamadas por los Oscuros era la de la impotencia y no había pitonisa que se preciara que no tuviera alguna, pero lamentablemente ninguna parecía funcionar.

Allí estaba mi madre atendiendo a uno de sus clientes habituales, uno de los seguidores que hacía de comerciante y que padecía una tos seca que parecía no abandonarlo nunca. Al parecer mi madre le daba una bebida que conseguía hacer más llevadera aquella tos. Esperé a que terminaran de hablar y luego me acerqué hasta la tienda. No me hizo más caso que otras veces, pero al menos pareció reconocerme y aceptó de buen grado las hierbas. Quien sabe igual dentro de poco yo necesitara algún ungüento curativo de los suyos.

El resto del día lo pasé de aquí para allá. La entrada de los nuevos Reclutas del día siguiente era la gran noticia, lo que todo el mundo no paraba de comentar. Sobre todo teniendo en cuenta que había un buen número de Oscuros entre ellos. No es que fuéramos muchos, pero cada vez quedaban menos candidatos de nuestra raza para poder entrar y ver a más de tres a la vez era muy raro. Eso sin tener en cuenta que uno, Lengua Negra era el hijo del Capitán y tenía todo a su favor para convertirse en el próximo Analista y yo el hijo de Maldito, el Portaestandarte.

Yo también sería candidato natural a sustituir a mi padre, pero en su situación todos preveían un cambio cercano, así que tendría que sustituirlo alguien entre los Sargentos mejor preparados, probablemente el Sargento Rompelomos.
Otro Oscuro que se presentaba era Culebra, sus padres no pertenecían a la Compañía, pero si al grupo que la seguía. Lo llamábamos así porque era el aprendiz de Escupeculebras. Quizá hubiera más Oscuros entre el medio centenar de aspirantes que mañana se convertirían en reclutas, pero por unas razones o por otras estos tres nombres eran los que más sonaban en las conversaciones.

A última hora de la tarde el Analista vino a mi encuentro. Había estado esperando noticias de el durante todo el día.

- He hablado con tu padre. -Me dijo seriamente, como solía hacer cuando hablaba de mi padre.

- ¿Cómo está? - Pregunté con curiosidad, no solía tener noticias de mi padre muy a menudo.

- Tiene sus momentos. - Hizo una breve pausa. - Afortunadamente pude encontrarlo en uno de los menos malos. Me ha dicho que se siente orgulloso de ti y que espera que llegues a ser un miembro importante de la Compañía, que te esfuerces al máximo para llegar a ser un hermano juramentado y que dejes alto el pabellón de la familia. - Hizo otra pausa, como dejando que calaran las palabras. - Me dijo que en su tienda encontrarás un cofre de hierro negro, lo que hay dentro es para ti, lo guardaba para este momento.

Asentí con la cabeza, dudaba que aquel discurso perteneciera a mi padre, pero estaba seguro de que él hubiera querido expresarlo así.

Acompañé al Analista hasta el interior del Campamento militar, que estaba fortificado y vigilado constantemente por una treintena de hermanos juramentados. Normalmente eran los que llevaban menos tiempo como tales.

Yo tenía libre acceso a su interior y a la tienda de mi padre, aunque no solía ir por allí casi nunca, a no ser que tuviera que mandar un recado o hacer algo con alguien de dentro. Pasaba la mayor parte del tiempo entre el campo de entrenamiento o el campamento de los Aspirantes.

La tienda de mi padre, como Portaestandarte, estaba situada en el centro del campamento, como el resto de las tiendas que pertenecían a los miembros del Estado Mayor de la Compañía.

La tienda del Capitán se sitúa en el centro, siempre con dos hombres del pelotón de la Sargento Vientos vigilando la zona, era el único lugar donde las guardias las realizan soldados veteranos. Al lado de la tienda del Capitán estaba la tienda de mi padre y detrás de ellas las del Teniente y el Analista.

Cuando llegamos, mi tío siguió hasta su tienda y yo entré en la de mi padre, bajo la curiosa mirada de los vigilantes de guardia. Retiré la lona que cubría la entrada y até uno de los extremos para que se quedara abierto, dentro no había luz y así aprovecharía la de las antorchas de fuera.

Se notaba que mi padre no había estado allí desde hacía tiempo, todo estaba cubierto por una capa de polvo y el aire se notaba algo enrarecido.

En el fondo de la tienda divisé el cofre de hierro negro. Me acerqué despacio y me arrodillé frente a el. Soplé con todas mis fuerzas y una nube de polvo se levantó de inmediato haciendo el aire un poco más irrespirable todavía. No había sido una buena idea.

Cogí la tapa por ambos extremos y tiré de ella hacia arriba, ese metal pesaba más de lo que se suponía para su tamaño, afortunadamente los goznes giraron como si acabaran de ser engrasados y no tuve problema en apoyarla contra los topes. Miré al interior y lo primero que vi fue una espada corta y una daga. Las cogí y empuñé una con cada mano, no pesaban mucho y parecían bien equilibradas, más de lo que cualquier aspirante sin recursos podía pedir.

Dejé las armas a un lado y seguí mirando. Había una cosa más, una magnifica armadura de cuero negra, bellísimamente ornamentada. La había visto una vez, hacía muchos años. Mi padre me la había enseñado para hablarme de su historia. Era una herencia familiar antiquísima, que había pertenecido a mi bisabuelo. Era de una fabricación tan sublime que nadie diría que era de cuero, y además era muy resistente a los golpes. Me dieron ganas de ponérmela allí mismo, pero me contuve.

En cuanto tuviera ocasión tenía que hablar con mi padre para agradecérselo todo. Recogí todas las cosas y me marché de la tienda. Al día siguiente había que presentarse temprano y quería descansar lo más posible.

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26/08/2011, 22:38
Serpiente.

SERPIENTE:

Que el hecho de ser un mago implica una cuarta parte de magia y el resto de mentiras es algo que uno sólo descubre cuando se convierte en aprendiz. La magia existe, por supuesto que sí, pero tan importante como ella es el miedo hacia quien la practica, el misterio que le rodea y la incertidumbre sobre lo que se es capaz de hacer con ella, algo que normalmente se consigue con alguna que otra verdad a medias. Porque, seamos sinceros, si tu enemigo no sabe qué esperar gran parte de la batalla ha sido ganada.

Por ejemplo, mucha gente cree saber que podemos crear ilusiones. El hecho de que duden ante la presencia de un mago sobre si lo que sus ojos ven y sus oídos escuchan es real es en sí una victoria mucho mayor que la del poder en bruto del que se puede hacer gala.

Muchos nos llaman charlatanes, y puede que en parte tengan razón por lo que antes he dicho. De todas formas esa fama ha sido ganada por culpa de los que no son magos, pues al igual que uno no se convierte en guerrero por mucha armadura que lleve y espada que blanda, uno no es un mago por mucho que diga serlo y aspavientos que haga.

Y es que hay insectos que alardean de un poder que no tienen, sabandijas que desconocen el verdadero alcance de la Mentira que la magia conlleva.

Esa Mentira, con mayúsculas, va más allá. No en el sentido en el que el adúltero le dice a su esposa que siempre le ha sido fiel; no, es más grande que eso, es mentirle al mundo, engañar a la realidad diciéndole a un pútrido cadáver “estás vivo” y que este se mueva.

Por muchas ventajas que se vean nada resulta gratuito en esta vida. Debemos ejercitar nuestro poder de la misma forma que el arquero afina su puntería practicando. Además todo el que hace uso de la magia se expone a grandes peligros, algunos ominosos, aunque el más cercano y menos grave siempre es el de caer inconsciente tras un hechizo. Sí, la magia cansa, mucho más que el ejercicio.

¿Soy un mentiroso? Sí, no, quién sabe. ¿Soy un mago? De eso no hay duda, tengo el talento para ello. Quizá se lo deba agradecer a mis padres. Haber sido el vástago de un felón de medio pelo y una fulana, ambos capaces de abandonar a su propio hijo, es lo que tiene: el deseo de sobrevivir prácticamente a cualquier precio y de cambiar la realidad que le rodea.

Como iba diciendo, mi madre me abandonó antes de cumplir los diez años. Dejó de seguir a la Compañía llevándose con ella lo que consideró oportuno para el viaje: comida, un saco en el que dormir… No creyó que yo fuera necesario, por supuesto, y me dejó atrás.

Después de que mi madre desapareciera mi padre no tardó en desentenderse de mí. Puedo llegar a comprenderlo, él nunca ha sentido demasiado apego por las cosas que ha conseguido honradamente. Sinceramente creo que si en vez de preñar a mi madre la hubiese violado o me hubiese robado me habría llegado a tener más aprecio.

Tras aquello vagabundeé entre los seguidores de la Compañía, buscándome la vida. Poco puede hacer un crío en aquel lugar sin tutela alguna más allá de robar de vez en cuando algo que llevarse a la boca. A veces te pillaban y como premio obtenías una paliza. Cuando así era disfrutaban especialmente golpeándote en el estómago hasta que conseguían hacerte vomitar lo poco que les habías quitado. Ahora que lo pienso quizá mi padre me abandonó con la esperanza de que una vez solo continuara con el negocio familiar del latrocinio.

Debe estar tan orgulloso de mí, a escasos pasos de convertirme en un miembro juramentado de la Compañía, algo que él siempre ha deseado para sí y que nunca ha conseguido. Cada vez que lo vea pienso recordárselo.

De todas formas había cosas peores que el hambre o las palizas, como llamar la atención de Sedoso. No sé si lo conocéis, pero tiene la fama de ser especialmente cariñoso con los niños.

Robando de unos, huyendo de otros y escondiéndome de la mayoría pasé un buen tiempo, hasta que un día como cualquier otro llamé la atención del que se convertiría en mi maestro. En ese momento me encontraba en el campamento principal, siempre mejor abastecido de comida. Yo estaba tirado en el suelo con la cabeza gacha, jadeante y con los brazos alzados tendiendo a mi persecutor la fruta que le había robado esperando que se apiadase de mí, cuando lo vi.

Caminó hacia donde estábamos como si no perteneciera a este mundo, etéreo e irreal, como un sueño que se deshilacha nada más despertar. Se acercó al hombre que me retenía que parecía más sorprendido de lo que asustado estaba yo, le dijo algo de lo que tan sólo escuché “escarmiento” y le dio un par de monedas después de lo cual me arrastró hasta su tienda en el campamento.

Una vez allí me regañó, me propinó un par de golpes advirtiéndome que no se me ocurriese volver a robar y me dio comida hasta que quedé saciado (creo que nunca he comido tanto como aquel día, desde entonces tampoco he robado). Sólo entonces se presentó como Escupeculebras, el Mago.

Desde ese momento fui su aprendiz. Bajo su tutela descubrí mucho sobre mí y por encima de todo sobre mi don. Puede ser un maestro implacable y con muy mal genio: - ¡Por los siete infiernos! Si hasta cuando me dijo su nombre por primera vez pareció escupirlo de mala gana -, pero me ha enseñado todo lo que sé sobre la magia y todo cachete que me haya propinado me lo he merecido.

Cuando la guerra contra el Profanador de Mentes estalló, nos vimos obligados a interrumpir mi aprendizaje. Se creía que esa iba a ser la última gran guerra de la Compañía, razón por la que todos los no combatientes huyeron refugiándose en otros lugares. Yo naturalmente estaba entre los que se fueron.

Aquella fue una etapa especialmente aburrida, sin grandes progresos, aunque tuve la oportunidad de experimentar por mí mismo. Estaba paseando por las afueras del poblado en el que nos habíamos refugiado cuando una conversación a propósito de un difunto me hizo darme cuenta de que los muertos se llevan muchos secretos con ellos y lo útil sería conocerlos. Parte de mi tiempo lo dediqué y lo he dedicado a poner solución a eso.

La Compañía regresó, o por lo menos una sombra de ella. Al caminar junto al campamento de los que habían combatido escuchabas gritos de dolor. Y no era tan sólo durante el día, por la noche se les escuchaba gritar en pesadillas. Una pena para ellos, pero yo finalmente pude continuar mi camino para convertirme en mago de pleno derecho.
Cuatro años han pasado desde entonces y la sombra de la Compañía parece haber recuperado su cuerpo. Gran parte se debe a la nueva sangre que le ha permitido recuperar su fuerza, sangre como la que corre por mis venas, razón por la que hace más o menos seis meses me convertí en Aspirante.

Lo peor es que durante todo ese tiempo no se me ha permitido usar mis “especiales” habilidades. Oh, sí, yo no, pero todo aquel que disfruta del acero ha podido gozar durante todo ese tiempo. Aun así parece que dentro de poco podré volver a usar mi magia, ya como un Recluta, y más tarde como hermano juramentado.

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27/08/2011, 14:25
[RIP] Mentiroso.

MENTIROSO:

Relato de un hombre de la tribu de los Hombres de Arena, conocido como Mentiroso en la Compañía Duodécima.

A la luz de las antorchas había dos figuras. Una bailaba, la otra luchaba en vano contra la otra. La que bailaba portaba una gran máscara de bárbaro, larga lanza, capa y botas que le hacían parecer enorme; la otra lucía los colores de la aldea, la de los Hombres de Arena. Los tambores retumbaban. El Hombre de Arena golpeaba, pero sólo rasgaba el aire, y el bárbaro grácilmente se colocaba a su espalda y le daba una patada en el culo. El hombre de arena daba un respingo y caía al suelo, mientras que el bárbaro lanzaba una gran carcajada y continuaba bailando. El público reía, y después volvía a abuchear al bárbaro.

El bárbaro entonces se daba cuenta de que el público le increpaba. El bárbaro parecía pronunciar un terrible juramento o una maldición señalando con el dedo al público y pateando el suelo, exagerándolo hasta el paroxismo, salpicando los abucheos de carcajadas. Después quitaba a un aldeano una vasija y bebía con avaricia, partía un tótem de la aldea de atrezo, arrastraba a una joven de la aldea y fingía violarla – aunque la voluntaria del público parecía disfrutar de compartir el protagonismo –, de espaldas a lo que ocurría al otro lado del escenario.

Allí, otro Hombre de Arena se preparaba para el combate. Éste era más joven que el anterior, y en un breve ritual dos ancianos le daban las armas consagradas de la tribu y le traspasaban la fuerza de los espíritus.

El chico, bajo la máscara de bárbaro, escuchaba la reacción del público atentamente. Durante el falso ritual aclamaban al nuevo héroe, y al terminar éste permanecían silenciosos mientras el héroe se le acercaba por la espalda. Era importante despedirse de la joven en el momento justo para impresionarla, para que después estuviera receptiva con él.

Tras el primer golpe, al que muchacho debía responder con sorpresa para continuar la comedia, se iniciaba la climática batalla final en la que caería derrotado.

Al final, los abucheos se tornaban vítores y aclamaciones. ¡Abasi! ¡Abasi! Coreaban su nombre de tribu. La comedia, que había llegado como tantas otras cosas gracias al comercio con los reinos vecinos. Tenía poca tradición, pero cuando de vez en cuando representaban algo, como tras acabar una guerra contra otra tribu, se congregaba toda la aldea. Salvo los más supersticiosos, que creían que eso podía hacer enfadar a los espíritus y quizá tuvieran razón. El muchacho, aunque sólo era el hijo de otro comerciante del pueblo, lo hacía bien, y sabía sacarle partido: hacía mejores tratos, las mujeres querían estar con él, sus amigos le querían en su banda...

Todo eso, sin embargo, había cambiado. Ahora algunos le miraban con temor, los más con desconfianza. Y otros hasta murmuraban que todo era culpa suya. A veces, hasta algún niño le tiraba piedras. Primero, Padre había sido ajusticiado en la tribu por traficar con esclavos. Ya entonces, el muchacho pasaba cada vez menos tiempo con sus amigos y primos. Y después, su hermana y su prometida Nyanka desaparecieron. El chico se quedó solo, el único remanente de una familia que parecía abandonada por su diosa y por los espíritus.

Poco tiempo aguantó. Hacer negocios era cada vez más difícil. Él solo no podía ocuparse de todo, no tenía más hermanos y la tribu casi le había marginado. Los que antes comerciaban con Padre no querían hacer negocios con él desde que cayó en desgracia; y aquellos que conocía por su banda, dispuestos a comerciar con cualquiera, con cualquier cosa, se aprovechaban de su situación.

La última vez que intentó hacer un buen trato con ellos acabó volviendo a su tribu apaleado y sin ninguna de sus mercancías, dado por muerto en el desierto y rescatado por viajeros. Al llegar nadie se alegró de verle.

En cuanto estuvo listo para viajar, el muchacho hizo dos macutos. En uno echó lo esencial, unas raciones de viaje y algo para comerciar, que debería darle para comer unos días. En el otro, echó todo lo demás, todo lo que quedaba en su choza. Con una cuerda ató la cría de camello, una criatura famélica y sin madre casi desde nacimiento por no haber podido el chico ocuparse de ellas. Tirando de ella fue hasta el chamán de la tribu.

– Safsaf. – Ese era el nombre con el que la familia de Abasi había conocido al chamán. –Me voy de viaje, y no pienso volver.

Safsaf seguía mirando al infinito, machacando unas hojas en un mortero.

– Safsaf, por favor, por el amor que te tuvo mi Padre desde que le sacaste de mi abuela. Prepara el rito, habla con los espíritus, que me hagan tener un viaje seguro y purifiquen mi alma. He traído sacrificios.

– Ojalá lo hubieras hecho antes, Abasi – dijo sin mirarle. – Quizá hubieras salvado a tu hermana y a Nyanka.

Zaid no quería discutir. Sólo quería hacer el rito e irse de la aldea. Bajó la cabeza.

– Lo siento – musitó.

– Los espíritus no te perdonarán ni olvidarán lo que hayas hecho sólo por hacer el ritual. Esto será solo tu primer paso, el resto dependerá de ti.

Safsaf comenzó a preparar el rito. Amaneció el día siguiente. Unas palabras rituales pronunciadas por Safsaf. Encendieron una pira con las cosas de Abasi. El mucacho degolló el camello, bebió de la sangre caliente del animal y comió de su carne. El resto lo disfrutaría la tribu, como un último acto de comunión. Safsaf escribió cosas en la espalda del chico con el resto de la sangre en la lengua secreta de K'Hlata, y después le bañó con ella.

– Haz ayuno todo el día y medita. Al anochecer, podrás bañarte y limpiarte. Después, sigue tu camino, Abasi.

Así lo hizo.

Pasó la noche fuera del poblado, cerca de un pozo donde poder beber agua y bañarse. Al siguiente amanecer se fue a buscar el campamento de la Compañía Negra.

El chico lo había tenido claro desde que decidió marcharse. La Compañía había estado en la Gran Sabana desde antes de nacer él. Había jugado con sus amigos a ser de la Compañía y luchar contra sus enemigos. Había acompañado a su padre a hacer negocios con ellos y con los seguidores de su campamento. Incluso había ido a llevar y traer otras clases de mercancías.

Conocía la zona. Lo malo es que quizá le reconocieran y recordaran de qué tribu venía. Pero era el mejor lugar al que ir. En las otras tribus, que ya naturalmente temían y odiaban el comercio, podría encontrarse a alguien que hubiera perdido a un hermano o un padre en una escaramuza contra los Hombres de la Arena y que quisiera vengarse contra un exiliado, quizá incluso alguien que a escondidas hubiera comerciado con él.

El día que llegó al campamento aún se veían los moratones y cicatrices de su última pelea. Sólo los primeros días durmió en el suelo desnudo. Poco a poco fue recuperando las fuerzas y a base de hacer pequeños trapicheos pudo «acomodarse», hasta que consiguió llamar la atención de los miembros de la Compañía para que le admitieran como Aspirante.

El Sargento de instrucción Gulg lo miraba desde su yelmo, emitía el mismo desprecio con el que le habían mirado en su tribu antes de irse. Por un momento, el chico pensó que su historia le había seguido hasta aquí.

– Eres uno de esos embaucadores de La Arena, ¿verdad?

El muchacho dudó. Se había presentado con su lanza para que pasara revista. No había traído distintivos de su tribu, salvo las decoraciones de la lanza.

– Ibas a decir que no, ¿verdad, mentiroso? Ibas a decir que eres un buen K'Hlata. Que eres un guerrero fuerte y valiente pero no tienes ni idea de comerciar, ¿verdad?

– Pero soy bueno con la lanza.

– ¿Ah, sí? – El Sargento le empujó con fuerza. El chico se balanceó, pero recobró el equilibrio y volvió a ponerse frente a él con la lanza a un lado. Gulg gruñó.

Tras una pausa, el Sargento se volvió pensativo. No había tenido un buen día. Estaba cansado de la escoria que le llegaba.

– ¡Mentiroso! – gritó.

– Señor, yo no... – Antes de poder quejarse, Gulg le interrumpió otra vez.

– ¡Mentiroso será tu nombre a partir de ahora! Deshazte de ese palitroque que llevas, si lo vuelvo a ver te lo romperé en la espalda. A partir de ahora serás un Aspirante a formar parte de la Compañía. Entrenarás hasta que sudes sangre y tendrás que ganarte tu comida. Y si te veo haciendo cualquier tontería, yo mismo te quitaré las ganas de volver a intentarlo.

El chico contuvo su contento. Apenas lamentaba tirar su lanza, tal vez le alegrara hacerlo por haberle ganado ese estúpido apodo. Él no era un mentiroso, mentía porque a veces era necesario. Pero daba igual. Algún día lo entenderían.

La Instrucción comenzó, y pese a lo dura que fue no se arrepintió. Conoció a otros como él. No hizo muchas preguntas, y a pocas respondió, y todo iba bastante bien así. Hasta pudo hallar momentos de tranquilidad. Después de mucho tiempo, volvió a pensar que se encontraba en el mejor lugar en que podía estar.

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28/08/2011, 23:12
Ponzoña.

 PONZOÑA:

Ante sí se alzaba, recortado contra el horizonte, el enorme bloque granítico que le había servido de norte durante su avance por la desolada llanura en los últimos días. Durante varias jornadas había seguido el cauce de un imaginario y falso río sin agua, creado  por las pezuñas y cascos de las manadas y rebaños de ñúes y cebras, en su huida de un páramo de pastos agostados y resecos a la búsqueda de mares de hierba verde y fresca. El sol, en una vertical implacable, ejercía su cruel dominio de luz y calor sobre aquel paraje y un suave viento, abrasador y árido, consumía la escasa humedad del aire.

Él se detuvo durante unos instantes, apenas percibiendo el reverberante calor del suelo bajo las encallecidas plantas de sus pies. Su oscura mirada, destellante entre los entrecerrados párpados y contrapunto a la cegadora luminosidad del mediodía, registró el terreno a su alrededor. A escasos metros y distanciadas entre sí, unas pocas acacias de torturados troncos y espinosas ramas, ofrecían una escuálida sombra a quien estuviera dispuesto a refugiarse bajo ellas. Pero no era sombra lo que buscaba. No ahora. Y entonces las vio. Una breve sonrisa asomó entre sus labios al distinguir las rastreras hojas, pardas por el estío, una agostada promesa de lo que, penosamente, habían acumulado para sobrevivir a aquella estación de privación.

Comenzó a andar hacia ellas y bajo la dirección de aquel nimio esfuerzo, los poderosos músculos se perfilaron bajo la negra piel. Se arrodilló, en un gesto casi de veneración hacia la naturaleza que habría de proporcionarle lo que más necesitaba en aquel momento. Su cuchillo, mate incluso a la luz del sol, rasgó la tierra, cuarteándola alrededor del frágil tallo. Las manos escarbaron con suavidad, levantando finas nubes del polvo, hasta alcanzar el grueso y jugoso tubérculo. Un leve tirón lo arrancó de su cuna. Ahora sí era el momento de acogerse a la promesa de las acacias de la sabana.

Sentado en el suelo y con la espalda apoyada contra el rugoso tronco del árbol elegido, movía la hoja que cortaba pedazos de la raíz con un seco chasquido. Masticaba lentamente, extrayendo toda el agua de una pulpa tan áspera como el terreno que le rodeaba y después escupía a un lado el fibroso resto. Y mientras tanto, era uno con el todo. No pensaba, no hablaba consigo mismo, no rezaba, no imaginaba, no recordaba. Era como el árbol, como la piedra, como las hormigas que desfilaban a su lado eludiéndolo, como la lagartija que, a la distancia de una lanza, corría para ocultarse en la grieta.

No tenía prisa. Hurgó en su precario zurrón y sacó un trozo de tasajo, correoso como el mismo cuero, seco y duro como había sido su vida hasta donde podía recordar si se esforzaba en ello. Mordisqueó la carne, paciente, sabedor de que su dureza era la prueba de una resistencia al tiempo, consciente de que él mismo era aún más duro que aquella carne desecada al sol hacía ya varias estaciones. Entrecerró los ojos, somnoliento y aun así alerta, como todo hijo de la sabana que deseara vivir.

El sol prosiguió inalterable su camino, las sombras se alargaron y todo se tiñó con el color de la sangre del ocaso bajo el eco de los rugidos de los leones que despertaban hambrientos. Sólo entonces, con un leve suspiro de fatiga, se puso en pie. Bostezó y se estiró perezosamente, con una gracia felina inapreciable para sí, y comenzó a caminar hacia la gran piedra. Sabía que estaban allí, al otro lado de aquella masa que los ocultaba y lo ocultaba a él. Y sabía que ellos eran su destino. O que él era el suyo. No era importante. Los dioses o los espíritus zanjarían con el tiempo aquel enigma. Pero no deseaba apresurarse. Era su última noche. Lo sabía. Así lo había decidido.

Ascendió la pronunciada pendiente sin dificultad. La rugosa superficie de la piedra parecía adherirse a sus pies. Los damanes de la roca huían a su paso para, tras una corta carrera en la que ocultarse tras matojos o grandes cantos, observar curiosos y sin temor a aquel humano que no les prestaba especial atención. Llegó a la cima, coronada por un inmenso y solitario sicomoro cuyas raíces parecían en constante lucha con la poco acogedora piedra. Desde lo alto se distinguía claramente la vasta superficie de la Sabana y al Este, los fuegos de un campamento.

Se entretuvo recogiendo algunas ramas secas y pronto ardió un pequeño fuego protegido del viento y de las miradas casuales. Contempló el trozo de madera que  había encontrado y guardado y a la luz de la lumbre y de la creciente claridad de la luna llena, comenzó a trabajar en él. Entonces, mientras las astillas caían y la madera adquiría una nueva forma, sí se permitió recordar.

Atrás habían quedado su poblado, su familia, sus amigos, su tribu. Y con ellos, su vida, su pasado. Nada ni nadie que amara especialmente o que fuera a echar de menos. Atrás quedaba su infancia, una dura competencia con sus dos hermanas, dignas hembras del clan de las Hienas. Tan bellas, elegantes y letales como las hembras de leopardo en su acecho.

En dos ocasiones habían tratado de poner fin a su vida, valiéndose de su conocimiento de las plantas más letales de la sabana, creando los venenos que creían habrían de matarlo. No contaban con que su destino fuera sobrevivir a sus instintos fratricidas. Pero eran perseverantes. Él lo sabía. Y quizás acabarían logrando su propósito. Y con la misma certeza que a la noche sigue el día, supo que debía matarlas antes de que lo consiguieran. Había sido educado para ello, instruido con dureza por unos progenitores que buscaban una prole que los enorgulleciera en base a la sangre derramada, fuera amiga o enemiga. Por ello habían educado su cuerpo, moldeándolo. Por ello habían cercenado sus sentimientos, convirtiendo su alma en un trozo de obsidiana negra.

No hubo odio ni deseo de venganza. Eran pasiones que no alcanzaba a comprender del todo. Fue el simple deseo de vivir acompañado de otro deseo, el del reconocimiento de la tribu a su valía. Comprendía a sus hermanas de camada que, al igual que las hienas manchadas de sus tierras, buscaban su propio lugar dentro del clan, un lugar en el que para ellas él no tenía cabida. Deseaban ser respetadas. Ansiaban el reconocimiento de padre y madre. Él sólo era el instrumento para lograrlo.

No sería su mano la que derramara la sangre de sus hermanas. Les debía al menos eso. Una oportunidad para demostrar su fuerza y valor cayendo ante su enemigo ancestral, matando mientras morían. Con falsas promesas las condujo a la emboscada que acabó con ambas. Hembras feroces y crueles, amparadas bajo su mutua alianza de protección, no sospecharon de él o de sus verdaderas intenciones, ni siquiera cuando desde la distancia las vio caer, rodeadas de la sangre y de los cuerpos mutilados de los Cazadores de Cabezas que antes habían sucumbido a su ardor guerrero. No sintió pena ni arrepentimiento. Era lo que debía hacerse. Ellas o él. Los espíritus habían decidido.

Los ancianos de la tribu, los chamanes, y sus progenitores alabaron su astucia y el éxito de su lucha fratricida. Ya era un verdadero adulto y sus presas se revelaban mucho más valiosas que un antílope enfermo y sarnoso cuya carne apenas alimentaría a los chacales que merodeaban las chozas de la tribu.

Fueron buenos tiempos que no duraron demasiado. A las alabanzas iniciales siguieron las miradas frías de sus padres. A estas, el desprecio. Finalmente llegó el odio no disimulado. Podía entenderlo. Él era un guerrero. Quizás llegara a desposar a una mujer de su tribu, pero probablemente muriera antes de engendrar un hijo. Sus hermanas eran dadoras de vida, potenciales madres que asegurarían el linaje de su familia. Ahora, su sangre se agostaría desapareciendo para siempre si su simiente no hallaba un vientre. Vio la muerte en los ojos de ellos. Su muerte. Lo entendió. Y supo una vez más que, si deseaba sobrevivir, debía matar.

Volteó entre sus manos la talla aún inconclusa. Se percibían las formas, aunque faltaban los detalles. Los cuartos traseros bajos, la poderosa cabeza, la fuerte mandíbula, las potentes patas. Acarició la madera con su encallecida diestra, arrastrando pequeñas virutas. El cuchillo volvió a trabajar.

Nadie le recriminaría por las muertes de sus progenitores. Lo sabía. Pero sentía cierta desazón ante la idea de derramar su sangre. Ignoraba su causa. Ignoraba incluso el nombre de aquello que sentía. Decidió. Vivirían. Ellos y él. Recogió sus magras pertenencias durante la noche y dejó a atrás familia, clan y tribu. Abandonó el pasado y, al tiempo, su futuro con ellos. Sabía de los mercenarios que comerciaban con plata y reclutaban gentes para guerrear. Constituían una oportunidad para sobrevivir, al menos por un tiempo. La tierra le cantó que siguiera la senda de la migración para vislumbrar su destino.

Depositó la hiena de madera sobre una lisa laja junto al fuego. La luna había concluido su ciclo y las primeras luces del amanecer asomaban en el horizonte. Se puso en pie, sin sentir cansancio alguno tras la noche de vigilia, la mirada negra fija en el campamento que despertaba. Volvió los ojos hacia la talla, imposibles de descifrar. Apagó el fuego orinando sobre él, levantando una ácida y maloliente nube de vaho que se enroscó en torno a la hiena de madera. Se giró e inició el descenso por la empinada ladera de granito, siempre hacia el este, hacia los fuegos, hacia las tiendas, hacia el futuro.

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04/09/2011, 00:45
Guepardo.

GUEPARDO:

El nacimiento del niño fue un día muy esperado en la tribu de los Jaguares Asesinos. Su padre era el Jaguar de Bronce, un guerrero muy respetado en la tribu, y todos esperaban grandes cosas de su vástago; de hecho, toda la tribu había realizado ofrendas al tótem Jaguar para favorecer al niño aún no nacido.

Desde muy niño, el retoño de Bronce, fue entrenado por su padre en las labores de la caza, el rastreo y la supervivencia. Fueron años durísimos ya que el Jaguar de Bronce era tan implacable en la lucha como en la educación de su hijo, que entrenaba cada día hasta la extenuación y era azotado brutalmente por cualquier nimiedad, y ni siquiera Jagula – su madre - intercedía en su favor. Quizá toda esta crueldad innecesaria fue lo que forjó su carácter, tan diferente de su padre.

En su edad adulta, Gato, como se le conoció durante su infancia, recibió el nombre de Ubhuti y entró a formar parte de los cazadores de la tribu. Aunque había aprendido muy bien sus habilidades y era más que competente, nunca llegó a destacar - salvo en el cuidado de los animales. - Ni siquiera cuando los Pies Rojos o los Leones hambrientos atacaron el poblado, pero la tribu fingió no darse cuenta, al fin y al cabo era hijo del gran Jaguar de Bronce y algún día le sucedería. Por fin llegó el momento, su padre murió en una épica batalla mientras se enfrentaba a los mayores héroes de la tribu de los Tres Castores.

Era el momento de que Gato - ahora Ubhuti - demostrara su valía, debía suceder a su padre como gran héroe de los Jaguares Asesinos. Pasado el tiempo capturaron a cinco merodeadores Pies Rojos que pretendían usurpar una zona de pasto de los Jaguares. Se decidió empalarlos en el límite de los territorios de los Pies Rojos, como aviso para futuros incursores, sin embargo el muchacho no quiso participar en algo tan cruel e innecesario, por lo que fue azotado y apedreado por sus compañeros.

Más tarde los ancianos de la tribu decidieron que era demasiado blando para ser un Jaguar Asesino y que, además, había traicionado a la tribu por lo que debía ser ejecutado. No obstante, el hecho de ser hijo del Jaguar de Bronce sirvió por fin para algo bueno, y, en su memoria, decidieron exiliarlo.
Antes de abandonar el poblado, Ubhuti se dirigió a su casa para recoger la lanza de su padre, pues estaba decidido a llevársela consigo. Su madre intentó impedírselo - le empujó, le insultó e incluso le escupió - pero no consiguió que cejara en su empeño, al fin y al cabo la Lanza del Jaguar le pertenecía por derecho de herencia. Ya con la lanza en sus manos y soportando los insultos – y algunas pedradas - de los miembros de la tribu que habían decidido despedirle, el muchacho abandonó para siempre su hogar.

Durante unos meses subsistió en la Sabana, llegando incluso a conseguir que un guepardo de la zona tolerase su presencia  e incluso le dejara alimentarse de sus sobras (hecho por el que más tarde recibiría su mote). Fueron siguiendo la migración de las presas hasta llegar cerca del asentamiento de los Caimanes Negros, momento en que el chico decidió despedirse de su nuevo amigo y unirse a una compañía de mercenarios que se encontraba acampada en la zona. Éstos le aceptaron y dieron su nuevo nombre… Guepardo.

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10/09/2011, 09:09
Khadesa.

KHADESA:

"El viento ululaba a través de la tienda, y movía las pieles y las telas que hacían de paredes, y que aún no habían sido fijadas del todo. No era una tienda pequeña, aunque su aspecto era acogedor como si lo fuera, tanto vista desde fuera como si uno penetraba en su interior. Se notaba a la legua que era el hogar, el cobijo y el taller, todo en uno, de una Pitonisa que amaba su entorno.

Las telas de colores ondeaban, con lo que las figuras pintadas en ellas se movían como si tuvieran vida propia. Así, los juncos y los arbustos de un paisaje imaginario se agitaban, y los animales representados, leones, jaguares y antílopes, cebras y caballos, cabalgaban en un galope sin fin.  En la doble piel curtida que hacía de entrada se podían ver, cosidos con esmero, símbolos de protección y palabras de bienvenida, tanto en la lengua de los Oscuros, como en la de las Tribus negras. Porque en ambas podía atenderte la moradora del lugar, Khadesa.

El color con el que había teñido las tupidas palmas secas que cubrían el techo era el rojo. Así lo había decidido, porque el rojo era el color de la sangre, y del fuego. Y con ambos realizaba sus predicciones, sus tatuajes, sus pinturas de guerra y fortaleza, e, incluso, la mayoría de sus pociones. Y sus rituales, los rituales a la diosa.

Y, por qué no admitirlo, el rojo hacía que su tienda llamara la atención, se distinguía como un faro de las demás. "Aquí encontrarás a Khadesa, la Quinta Pitonisa". Sí, el rojo era un buen color.

Esta sería su primera noche en su tienda, por fin, se había emancipado. Había dejado atrás, aunque no lejos, la falda de su madre, y su tutela. La relación entre Madame Yamila, la Primera Pitonisa, y su hija se mecía entre un amor tenso y callado y un odio explosivo y corrosivo. No, no era una buena relación. Sus caminos se interponían, y lo hacían entre amarguras, heridas y zarpazos. Hasta el hecho de alejarse de su tienda y vivir por su cuenta había sido una decisión difícil, extraña. Pero ahí estaba...

Había dejado un agujero en el techo de palmas para que saliera el humo, y dispuesto debajo un pequeño círculo de piedras para encender fuego en su interior. Para calentarse, puesto que el invierno era inclemente, para cocinar, y para confeccionar sus pociones y otras cosas. Ungüentos, tintas, y componentes para sus rituales.

Cerca, la estera y la manta, ambas nuevas, hechas por su propia mano durante meses. Lucían las cenefas geométricas en colores oscuros alternados con claros. Verdes y amarillos, rojos y ocres. Y en el centro, en una especie de losa, una laja de piedra gruesa y oscura, algunas de las cosas que iba a utilizar en sus sesiones. Los huesos para predecir la suerte, buena o mala; los pinceles, punzones y escalpelos para pintar, escarificar o tatuar. Y en unas tablas de madera, en una esquina, todo lo demás: pergaminos, frascos, botes, cuerdas, abalorios...

...sus tesoros. Aunque los verdaderos tesoros, el libro encuadernado en cuero del que había bebido los rituales ancestrales, y una botella de vino, un lujo poco común que guardaba quizá para siempre, eso estaba en una caja escondida en un lugar secreto. Enterrada, puesto que el libro se lo sabía de memoria, y la botella no pensaba abrirla. No sin un motivo excepcional. Y, desde luego, estaban sus otros dos tesoros, sus joyas: Noche y Día. Las dos dagas gemelas, una con empuñadura de hueso, la otra de ébano, que su madre le había dado diciéndole que habían sido un regalo de su padre para ella.

Su mente se perdió en esos objetos, y en los recuerdos que despertaban. Uno tras otro...

Oh, sí, sería la primera noche en su tienda. La primera de su nueva vida."

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01/10/2011, 12:25
Khadesa.

Consagración.

La noche se había cerrado a su alrededor como teje una araña ahogando su presa. La lluvia caía torrencialmente, pero su sonido no era el de la plácida cortina amamantando a la madre tierra, ni siquiera la monótona melodía de los aguaceros de la época de lluvias, esa nota persistente y cansina. No, la tormenta calaba en el pensamiento taladrándolo, y dejaba ahí su herida abierta.

La tienda estaba prácticamente a oscuras, desde que su hermano, Matagatos, la había dejado sola. De hecho, lo había estado incluso durante la conversación que habían tenido, sólo el respiradero de arriba, el agujero para dejar escapar el humo, cubierto con un recio pedazo de lona más arriba, permitía intuir la poca luz que asomaba del exterior.

Ni estrellas, ni luna, ni antorchas... sólo los relámpagos atravesaban la oscuridad lacerando el espacio, rasgándolo, sumando sus heridas a las del sonido, asolando la mente que osara seguir consciente.

Era noche de espíritus, el viento los arracimaba, los traía y los llevaba, los dejaba caer o los levantaba. Cabalgaban las sombras, o los rayos, atravesaban las pieles, las telas, las copas de los árboles, el descampado. Ululaban, gritaban palabras incomprensibles, gemían sus plegarias a los dioses, imploraban la liberación de su cautiverio.

La Quinta Pitonisa se había preparado para esa noche. No sólo durante ese día, que lo hizo. Concienzudamente se había purificado, se había lavado, había tomado la mezcla que había estado triturando con paciencia, sangre, pigmentos de tierras, y resinas, y había pintado su cuerpo desnudo con los símbolos de la Diosa.

Había tardado mucho, pero cada trazo, cada curva, cada punto, estaban en su lugar, dibujados bajo el aura poderosa de su cantinela.

Sabía lo que debía decir, y cómo. Las palabras se engranaban sin dificultad, y su canturreo surgía solo, despertado en un hilo de conexiones ancestral, generaciones de cantos y de olvido. Pronunciaba como decía el Libro Negro, aquel que había encontrado en el baúl de Madame Yamila, su Madre. La Primera Pitonisa, la más poderosa. Lo decía como lo había escrito el tatarabuelo de su tatarabuelo de su tatarabuelo.

Su piel era ahora otro libro, era por sí mismo la conexión.

Se arrodilló ante la laja de piedra, era el momento.

Esta era su primera noche como Pitonisa, como mujer. Había dejado la cobertura de la tienda materna, había abandonado por segunda vez su útero protector.

Si había dejado de ser una niña cuando sangró por primera vez, hace ya ocho años, tampoco se había convertido en mujer. Era una adolescente que absorbía los conocimientos, la vida, con las ansias del neonato, leía, aprendía, callaba, escuchaba. Rebelde, había decidido nadar contracorriente, y así había sido durante todos aquellos años.

No, no iba a ser maga, no, no iba a estudiar lo que Yamila le ordenaba. No, no sería guerrera, no, no buscaría marido. Había, sin embargo, respetado y asimilado todo lo que su abuelo chamán le iba descubriendo, hasta que el viejo murió asolando el alma de la chiquilla, porque ella lo quiso así, había crecido a su lado, y no del lado de su madre, sino contra ella.

Ahora, todo acababa, y todo empezaba. Khadesa, ese era el nombre que había escogido cuando sangró, iba a dormir sola por primera vez, en su tienda. Iba a ser mujer, iba a ser ella misma.

Y debía pedir la protección de la Diosa.

Volvió a desnudarse, dejando a la noche el significado de sus símbolos, que seguían perfectos, gracias a la exactas proporciones de resina, incluso habiendo estado vestida, incluso habiendo andado bajo la lluvia, durante las horas de vida cotidiana.

A un lado quedaron sus ropas, sus sandalias, las tirillas de ante y esparto que sujetaban su pelo, ahora cayendo oscuro como una negra cascada por sus hombros de marfil. Dispuso la vela en la laja, una vela roja que también había confeccionado ella siguiendo el libro. La encendió. Y a cada lado, sus dos manos, sus dos ojos, sus joyas: Noche y Día. Las dos Dagas que sabía especiales, que lo eran mucho más allá de su significado. Mucho más allá de ella, que las poseía ahora. La luz y la oscuridad, el bien y el mal, el amor y el odio. Las eternas dualidades, contenidas en las dos hojas, contenidas en el Ritual.

Cerró los ojos, y empezó a cantar, en voz muy baja, murmurando apenas. Una mano sobre Noche, una mano sobre Día.

Tomó las empuñaduras de las dagas gemelas, hueso y ébano, y las levantó frente a su rostro. Abrió los ojos, seguía murmurando, solicitaba a la Diosa que posara sus ojos en ella, que la admitiera. Que guiara sus conjuros, sus predicciones.

El Ritual.

La Noche tomó la iniciativa, y danzó. Aleteó alrededor del Día, retorciéndose voluptuosa. El Día quiso alzarse, orgulloso, dueño y señor.

Lucharon. El Ritual.

El filo de una hoja se abalanzó sobre la piel, y mordió el símbolo, como debía ser. Casi nada, apenas un surco escarlata en la blancura nívea, en su vientre. No era profundo, ni siquiera dolía. Al instante la sangre brotó, cayó sobre la laja, salpicando la vela. Tanta sangre de un rasguño. El Ritual.

Y entonces, sucedió. Era tan improbable que parecía imposible, pero sucedió. O fue una de las gotas de sangre, o el viento sopló tanto que irrumpió en la tienda, o su mano se descuidó y ella ni se dio cuenta.

La vela se apagó.

El Ritual se había malogrado, se había abortado su Consagración, su ruego, su noche de mujer.

Todo se había perdido.

Y, entonces, aquella sensación la arrasó.

A oscuras de nuevo, algo se abrió a sus pies, frente a ella. La tierra misma, la noche misma, se abrieron, y de ellas brotó la más densa, la más pastosa y negra maldad que podía haber imaginado nunca. El hedor de la carne putrefacta, de la muerte que no cesa, la muerte que no muere. Una sima tan profunda y tan amplia que el universo entero se desvanecía en su interior, y era regurgitado en un río de cadáveres, una avalancha de podredumbre.

Se desmayó.

La mañana la encontró desmadejada, ante la laja. Desnuda, ovillada y sucia. Tiritando, aunque no de frío. El corte en su vientre era una fina línea roja, un hilo apenas. Noche y Día estaban en el suelo, junto a ella. En la laja, la sangre y la cera se mezclaban, la vela completamente consumida. La cabeza retumbaba, las sienes le latían. La hiel amargaba sus labios, la sequedad los cuarteaba.

No recordó qué había sucedido. Sólo que el Ritual no había salido bien, no había servido de nada...

Se levantó, y se echó una manta por encima. Cogió el cubo, y un pellejo, necesitaba agua, lavarse. Y necesitaba beber...

Mientras andaba por el Campamento, a la luz aún tenue del alba, algo en su interior subió hasta la boca de su estómago, y estuvo a punto de vomitar. La cerveza de la cena, pensó.

Y antes de poder conformarse con ese pensamiento, fugaz, una visión asomó. La de miles de tumbas abiertas, miles de calaveras riéndose de ella...

Vomitó...

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14/10/2011, 23:50
[RIP] Attar.

ATTAR:

Aunque la memoria de Attar no da para mucho, ya que siempre que empieza a cavilar acaba perdido en su interior, hay retazos de un pasado que algunos miembros del campamento, aquellos que llevan allí más de los dieciséis años que tiene el muchacho, recuerdan.

Lo primero que hay que decir de él es que fue concebido por Mandoble, un Soldado de los Oscuros, y Pantera, una Soldado K’Hlata. Esto ocurrió a los cuatro años de que la Compañía llegara a la Gran Sabana.

Era de la cada vez más abrumadora mayoría de nacimientos con al menos un progenitor aborigen, y esta tendencia acabó siendo algo más que eso, ya que, cuando tenía seis años, ocurrió el último nacimiento de un niño de los Oscuros en el campamento.

Como niño, era normal, jugaba con otros niños, reía… cosas de niños. Además, como hijo de Soldados de la Compañía, recibía mejor trato que muchos otros. De noche, cuando sus padres no estaban en alguna misión, le contaban cuentos de guerreros, e historias de algunas de las batallas en las que habían estado.

A Attar le encantaba el mandoble de acero oscuro de su padre, pero éste nunca le dejó tocarlo.

- Cuando seas mayor. - Le decía siempre. Pero no vivió para ver eso.

Cuatro años antes, la Compañía se vio envuelta en la guerra con el Profanador de Mentes. Se decía que era un hechicero poderoso, y que sus zombu eran adversarios temibles. Sin embargo, sus padres, convencidos de la victoria, no quisieron enviar a un lugar más seguro a su único hijo. Pronto pagaron ése error.

La siguiente parte de la historia no queda nada clara, y todo se vuelve un poco más turbio. La única que conoce toda la verdad al respecto es la sargento Vientos, y es poco probable que hable.

Por lo visto, la victoria no era tan segura, y poco antes de que la situación fuera insostenible, Pantera mandó a Attar que se escondiera. El chico, de doce años, obedeció asustado. Obviamente sus padres cayeron, pero la cosa no acabó ahí. El Profanador de Mentes los transformó en zombu a su servicio. Attal fue testigo de todo desde su escondrijo, y no se sabe si por la energía residual de la magia desatada, o por el trauma de lo que vio, no ha vuelto a ser él mismo.

Cuando los refuerzos llegaron, la Sargento Vientos tuvo que dar muerte a los dos antiguos miembros de la Compañía, y a tantos otros, que habían sido transformados en zombu. Un poco más tarde, la propia Vientos encontró a Attar escondido, ausente, víctima de un shock.

Ella le entregó el mandoble de su padre, y le dijo:

- Algún día serás lo bastante fuerte como para blandirlo, para evitar que cosas así les pasen a otros… Tus padres fueron buenos soldados, enorgullécete de su sacrificio. –

El chico no dijo nada. Sin embargo, algo debió de afectar a la Sargento, pues desde aquel momento sacaba tiempo cada vez que podía para echar un ojo al chico.
No se convirtió en su madre adoptiva, ni mucho menos, pero procuró que el niño creciera sano y fuerte, que otros no abusaran de él por haberse quedado sin padres, e incluso se rumorea que en alguna ocasión durante su etapa de Aspirante le dio algún consejo.

La gente del campamento no está al corriente de esto. Lo que si que saben es que algo tuvo que pasarle al Recluta, pues a veces parece recaer en ése estado de “shock”, con la mirada algo perdida. Además, desde aquella noche perdió parte de su energía vital, limitándose muchas veces a avanzar por la vida sin ambición ni sentido ninguno.

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25/11/2011, 19:44
Rastrojo.

EL PRINCIPIO DEL VIAJE

Aquella noche llovía. Muchos buenos hombres enfermaron por el frío y la humedad. Incluso gente tan fuerte como un buey se dejó derrotar por la fiebre. El aprendiz de chamán dormía sobre el barro. Su propio peso había hundido la esterilla en el lodo mientras la manta que le tapaba estaba empapada y se le pegaba a la piel.

El hombre conocido como Rastrojo clamó a los espíritus aquel día. Quería protección. Quería el calor de la magia. Y el viento soplaba. Los espíritus viajan en el viento, cualquiera sabe eso. Y Rastrojo debió ser más cuidadoso al invocar su poder...

La lluvia que golpeaba su cara cesó. La última sensación de frío se fue. El Mestizo durmió al fin bajo la protección de los espíritus.

Al abrir los ojos se sintió involuntariamente encogido. Luchó para golpear el cielo y el cielo estaba oculto. Se revolvió para girarse, y sólo había paredes a su alrededor. Estaba dentro de un saco, bajo la dictadura de la oscuridad y el pánico se apoderó de él. Quería salir del saco, pero no podía.

Lo primero que pensó es que había sido víctima de una novatada de los Reclutas. Siempre intentó pasar inadvertido, que los fuertes no reparasen en él. Pensó en Pelagatos. Ese orgulloso Oscuro seguro que quería darle una lección por haber osado desafiarle a un combate de entrenamiento. Pero no podía ser... la victoria de Pelagatos fue absoluta. No había ofensa. Pensó en Khadesa, la maldita bruja. Seguro que fue ella. No había un porqué, pero era una de esas engatusadoras de hombres que presumían de tener poder. Y el odio se acumuló en el corazón de Rastrojo.

Mientras su odio crecía, Rastrojo envejecía. Su pelo se hacía largo, sus uñas se hacían largas... ¿Cuántos años había pasado en aquel saco? Ya no importaba. El odio le había proveído de las herramientas para escapar. Sus largas y afiladas uñas rasgaron el saco que le aprisionaba. Por primera vez fue consciente de que nadaba en líquido, porque el líquido se derramó por la tela rasgada. Y salió al fin del saco sin entenderlo.

Salió al firmamento nocturno, a las mil estrellas que pueblan el lienzo de color negro casi azul. Rastrojo flotó dándose la vuelta. Y vió el saco roto. Y en algún lugar Sacorroto se unía a los Hostigadores para abandonar el Campamento. Pero el saco estaba cerrado por una cuerda, y la cuerda subía flotando. Y el otro extremo se unía a un ombligo en una gran barriga. Formas redondeadas de mujer, voluminosos traseros, gordos pechos... Recordó la artesanía K'Hlata. Las estatuillas de embarazadas que simbolizaban la fertilidad. Como un embrión en la bolsa, pero el espíritu de la fertilidad no lo llevaba dentro de su vientre.

Algo blando le golpeó. Otro espíritu de la fertilidad. Rastrojo cayó, si es que en esa dirección había un suelo. Según se alejaba, vió a más y más gordas, con cuerdas saliendo de sus ombligos y sacos colgando. Como una manada de cebras atravesando una senda demasiado larga como para ver el principio o el final.

Trató de girar, aunque sólo fuera para ver contra qué iba a chocar. No había nada. Estaría cayendo eternamente. Cuando ya se creyó eso, vió una meseta... ¡PLOF! ...demasiado deprisa como para apreciar los detalles. Se levantó dolorido. La meseta no debería de medir más de ocho pies de diámetro. Giró y vió que no había nada. Sólo la oscuridad negra casi azul. A lo lejos, muy arriba, brillaban las estrellas. Quizás la procesión de espíritus de la fertilidad sigan aún pasando allí en lo alto, sobre su cabeza.

No había nada. Nada en absoluto. Lo único que podía hacer en aquella alta meseta que nacía miles de millas más abajo de él era meditar. Se sentó y cruzó las piernas. No sabría decir cuánto tiempo pasó a solas con sus pensamientos. Y cuando abrió los ojos...

-¡Uaaaaah!

Donde antes no había nada, ahora había un gran ónice negro. Destacaba poco sobre el cielo al que la luz de las estrellas le daba un tono más azulado. Quizás por eso no lo vió la primera vez. O quizás no estaba aquí la primera vez que vió. Era tan grande como un elefante, o tal vez como dos. Flotaba a cierta distancia de la meseta y era difícil calcular la distancia sin ningún referente en aquella enorme nada.

Vigiló el ónice. No había nada más que vigilar. Y el ónice empezó a girar hasta que demostró tratarse de la calva negra de Caratótem, cuando sus barbas quedaron ante los ojos de su aprendiz. El maestro habló, pero su voz parecía palpitar directamente en el cerebro de Rastrojo.

“Jijijijiji... Tú cara me es familia-aaaar... Jijijijiji...”

- Maestro, soy yo, tu alumno Rastrojo.

“Pues agárratelos o te los cojo. Jijijijiji...”

- Maestro, no sé dónde estoy. ¿Qué es este sitio?

“Creo que es una meseta, muchacho”.

- Sí, sí. Eso lo sé. ¿Pero dónde está esta meseta?

“Pues espera a que te la meta. Jijijijiji... No, en serio... ¿No conoces este sitio? Siempre se llena de mercaderes en la temporada de lluvias... Es el plano astral... el lugar en el que terminan los espíritus que emanan de la tierra y no son capaces de frenar en su ascensión”.

- El plano astral... Pero nosotros no somos espíritus. ¿Qué hacemos aquí?

“¿Aquí? Aquí lo que estamos haciendo es hablar...”

- Es... Vale, está bien. Culpa mía por plantear mal la pregunta. Estamos hablando en un lugar en el que no deberíamos estar. ¿Cómo llegamos a este lugar, maestro?

“Yo vine a estirar las piernas, que tienen que estar aquí, en algún sitio... quizás con el resto de mi proyección astral. Y tú...”

La gran cabeza de Caratótem abre la boca y saca la lengua. Una lengua enorme y pegajosa que se acerca a Rastrojo. La lengua del maestro se transforma en brazo, y con la mano toca la frente de su aprendiz como quien toma la temperatura.

“Ngh th mprcpbh...”

Vuelve a transformar su brazo en lengua. Parece que si no tiene lengua, su mente no es capaz de pronunciar bien las palabras que transmite telepáticamente.

“Muchacho, tú viniste aquí porque te desalojaron de tu cuerpo. Vamos a espiarte para ver quién tiene tu cuerpo ahora. Tírame de ese pelo del mentón... No, de ese no, del otro...”

El pelo y parte del mentón de Caratótem se deslizó como un panel hacia un lado. Otros fragmentos de su cuerpo se desplazaron haciendo la cara de Caratótem aún más parecido a un rompecabezas. Pero en el centro de su mentón había una ventana hacia otro mundo, y por esa ventana se veía a otro Rastrojo.

- ¿Qué? ¿Pero que hago yo ahí? ¡No! ¡No hagas eso! ¡Espera! ¡Ese es mi cuerpo! ¡Deja de meter los dedos en el fuego!

“Oooooh... buenas noticias... Creo”.

- ¿Cree? ¿Cómo que cree, maestro? ¿Que es lo que pasa?

“Bieeeeen... Parece que no has sido poseído por ningún espíritu maligno de poder superior... No hay sangre... ni cuerpos descuartizados... Veo que está experimentando con tu cuerpo. Experimenta sensaciones. Ya sabes: el calor del fuego... las cosquillas... masticar la corteza de la raíz de owb...”

Rastrojo quiso preguntar, ¿cómo es que tiene corteza si es una raíz?, pero sabía que su maestro se empezaría a ir por las ramas, como hace siempre, y se apartarían del tema principal.

“...golpear las palmas para hacer ruido... hacerse cortes en la piel para sentir dolor...”

- ¿Qué? Vale, vale, vale... ¿Qué es y cómo vuelvo a mi cuerpo antes de que lo profane?

“...restregarse contra cactus para sentir dolor... retorcerse partes blandas del cuerpo para sentir dolor...”

- ¿QUÉ ES Y CÓMO VUELVO A MI CUERPO?

“Oh. Sí, jijijijiji... En la tradición chamánica los llamamos Lenguas Extrañas. Un Lengua Extraña es un espíritu humano que posee un cuerpo humano, pero como hace mucho tiempo que fue humano, ha olvidado muchas cosas que sabía como humano y... Se les reconoce porque son personas normales y corrientes que un día se despiertan hablando una lengua extraña. Aunque en realidad no es una lengua extraña... Es sólo que han olvidado lo que es tener un cuerpo, y cuando el espíritu quiere decir algo, el cuerpo no se acuerda de mover la lengua y la boca de la manera adecuada y le salen otras palabras...”

Rastrojo mira la imagen en la barbilla de su maestro y se queda atónito.

- ¡¿Ese maldito Lengua Extraña está oliendo el pelo de la zorra de Khadesa?!

“No, espera... Creo que Khadesa tiene dos mulas, pero ninguna zorra...”

- ¡¿Pero cuando pasó del fuego a estar junto a la bruja?!

“El tiempo pasa a distinta velocidad en el plano astral que en la Sabana. Creo que tiene que ver con que en la Sabana hay un sol que sale y se pone, así que hay tiempo. Aquí no hay sol, así que supongo que en vez de tiempo hay espacio. Muchísssssssssssssimo espacio”.

- Maestro, tengo que volver. Tengo la sensación de que si no vuelvo pronto, acabaré teniendo un hijo con una pitonisa y toda mi reputación se irá al traste.

“No hay problema, en el traste no hay muchas cosas que ver. Tu reputación se aburrirá pronto y volverá contigo”.

- Maestro, ¿cómo vuelvo a mi cuerpo?

“Maestro, cómo vuelvo a mi cuerpo... maestro, cómo alcanzo la paz espiritual... maestro, cual es la verdad de la existencia humana... ¿Y qué hay de mí? ¿Porqué nunca nadie se preocupa de preguntar por mí?”

- Lo siento, maestro. ¿Se encuentra usted bien?

“¡ESO NO ES AHORA LO IMPORTANTE! ¡TIENES QUE RECUPERAR TU CUERPO!”

- ¿Y cómo lo hago?

“Los espíritus viajan en el viento. Necesitamos viento”.

Caratótem sopla y su chorro de aire toma la forma de un gusano incorpóreo con riendas.

“Cabalga sobre el viento, Rastrojo. Cabalga rápido. No podrás entrar en tu cuerpo si el espíritu no está dormido. Espera a que duerma. Es importante, no intentes entrar en tu cuerpo si está despierto. Dos espíritus no pueden estar mucho tiempo dentro del mismo cuerpo. Habrá una lucha. No te rindas, Rastrojo. No te rindas. Recuerda cosas que te aten al mundo de los vivos. Piensa en tu madre... ¡No, espera! ¡No pienses en tu madre! ¡Tu madre está muerta! ¡Pensar en ella te acerca al mundo de los espíritus!”

Rastrojo se encogió de dolor. Tan sólo hacía dos años que su madre había muerto, y Caratótem hablaba de ello con total ligereza.

- El mundo de los vivos es decepcionante. No hay nada que me ate a él. Supongo que podría pensar en mi padre, y el misterio que supone para mí conocer su identidad...

“Chep-chep-chep-chep... No tan deprisa... Mejor aparta el tema de tu padre de la cabeza, joven aprendiz. Hay secretos que pueden oprimir a una mente débil y mal preparada”.

No supo que decir. ¿Porqué su maestro siempre evitaba hablar del padre de Rastrojo? Subió al gusano de viento poco convencido y casi se cae. Sujetando las riendas como buenamente puede, se pone a pensar en algo... Algo que sea importante para él... algo por lo que merezca vivir como hombre. No encuentra nada. Su vida es vacía. Todo esto es por culpa de las pitonisas. Ha pasado tanto tiempo recelando de ellas y manteniéndose alejado de sus femeninos encantos que nunca logró tiempo para vivir plenamente.

Y según el gusano le arrastraba por lugares imposibles y entre seres extraños, maldice a esas brujas y se regodea en el odio que siente hacia ellas. El odio crece. El odio es su motivo para vivir. Debe luchar para recordar todo ese odio... o se convertirá en un Lengua Extraña... y puede que se olvide del sentimiento más poderoso que ha sentido jamás.

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25/11/2011, 22:54
Dedos.

RELATO DE DEDOS:

Cálmate, tienes que calmarte… No puedo respirar tan fuerte, me oirán. Vamos, vamos… tranquila.

La sangre ya se había secado, manchando parte de su rostro y ropa. Pero sentía que en la palma de su mano aún estaba fresca, y seguramente le costaría limpiar el mango de la daga que sujetaba con firmeza. Fue un tonto pensamiento en aquella situación, pero esas cosas llegaban en cualquier momento.

Ahí vienen. Silencio. Silencio…

La noche jugaba a su favor en aquel momento, y no se olvidaría de agradecer a la Madre Luna que se quedara en casa cuidando de las Estrellas. La oscuridad reinaba en las ruinas, pero ya había estado allí y supo de inmediato donde esconderse. Ser menuda era una gran ventaja, pero ser sigilosa lo era aún más.

Sí, ya sólo quedan dos.

Apretó fuertemente la daga y otro tonto pensamiento acudió a ella. Su padre estaba de pie a su lado, hablando a unos hombres. Sólo recordaba la mirada asquerosa de uno de ellos, tan lasciva que aún siendo una niña se preguntaba por qué su ‘adorado padre’ no le cortaba la cabeza. Era fuerte, respetado y un guerrero tan formidable como astuto.

Ahora.

Salió de su escondite, dándola una perfecta situación para actuar. Sintió como la hoja se clavaba profundamente, y ya había salido en otra dirección antes de escuchar como el cuerpo se desplomaba.

Sólo uno y mato a ese embustero.

Tuvo mucha suerte cuando vio estrellarse la lanza en la pared. Los gritos de rabia y desprecio retumbaron por las ruinas, y ella ya estaba trepando por el muro cuando su perseguidor se acercó. Había alcanzado el tejado, pero debía tener mucho cuidado. Otro tonto recuerdo siendo regañada por su padre, abofeteada por trepar a los árboles. Recordaba sus duras palabras: “Una niña tiene que ayudar a las mujeres. Sólo servirás para traer más hijos a nuestro pueblo”.

Pues mira ahora a tu niña.

Anduvo con cuidado mientras recordaba qué saliente debía tomar. Se tomó su tiempo para no hacer ruido porque sabía que la estaría acechando, pero entonces su suerte acabó. Al bajar perdió el equilibrio cuando una piedra se desprendió y se precipitó al suelo. Tres metros y un matorral la habían salvado en parte, pero el golpe le quitó el aliento.

- ¡Ahí estás, mala puta! – El brillo de la punta de lanza anunciaba su muerte. Estaba demasiado cerca y ella demasiado lenta.

Aquel hombre no llegó a dar dos pasos cuando una flecha atravesó su garganta, haciendo un ruido sordo al caer. La antorcha que portaba amenazó con apagarse, pero resistió para que viera la sorpresa en aquellos ojos que ya no tenían vida. Miró en la dirección que provenía la flecha, y al poco fueron sus ojos los que se sorprendieron.

- No podía creer lo que me dijo. Ese usurero no vale más que un saco de boñigas de cabra, pero tenía razón sobre la clase de hija que tengo.

Ni siquiera pudo tragar saliva. Pensó que su salvador era alguno de los mercenarios del embustero, dispuesto a arrebatarle todo lo que tenía aprovechando la situación, y sin duda conseguir algo más... Pero aquello era mucho peor. Sin embargo, ¿por qué comenzaba a sentirse tan aliviada? Lo supo, y la rabia habló por ella.

- Termina lo que ese bastardo no pudo hacer. – No había desafió en esas palabras, ni burla, ni nada que diera a entender algo malo. Simplemente estaba hablando desde lo más profundo de su corazón. - La clase de hija que tienes no se dejará vender por unas cabras, una choza de paja y la promesa de hijos fuertes. – Ahora sí, había desafió en su mirada.

- Yo no tengo hija. No regreses o te mataré.

Se perdió en la sombra, junto a los recuerdos que aún le quedaban de adoración. Había sido desterrada, pero pasados los minutos sus labios dibujaron una sonrisa gratificante.

Así que esto es lo que se siente al ser libre.

Al día siguiente se presentó ante aquel canalla. Tiró al suelo el saco y su mirada se afiló.

- Con que un trabajito fácil, ¿eh? – Se cruzó de brazos. - ¿Por qué se lo dijiste?

La miró con una leve sonrisa. Intuía que aquel hombre, que rondaba la treintena, estaba interesado en ella desde el principio. Pero pese a ser un bastardo cabrón jamás dio indicio de querer aprovecharse.

- Agbatan pidió desposarte y tu padre aceptó. – Aquella elección le triplicaba la edad y tenía un olor extraño. Siempre le había desagradado pese a no ser feo, pero había algo en él que… - Sabía que no te iba a matar, pero te ha desterrado. Para muchos de tu pueblo es peor que la muerte, pero eres distinta. ¿A qué sabe la libertad?

- ¡¿Eh?! – Había escuchado en silencio, pero aquella sonrisa socarrona siempre la descolocaba. - De momento a dormir a la intemperie, comer yerbajos y volverme loca para sobrevivir. – Descruzó los brazos y se acercó. Aquel hombre era un comerciante, o eso decía, pero dudaba que su fortuna la hubiese amasado a base de labia. - ¿Te vas a quedar mucho tiempo por aquí? Tienes que responsabilizarte de lo que has hecho. – Volvió a cruzarse de brazos y el hombre se echó a reír. Al instante se había dado cuenta de lo mal que se le daban esas cosas.

- Me quedaré un tiempo. Tengo asuntos de mi Tribu que resolver. – Se levantó, cogió una caja y la puso sobre la mesa. La recordaba como una de las que le había dado para practicar, pero esta vez estaba abierta. En su interior había unas cuantas monedas.

- En el territorio de los Caimanes Negros hay un grupo de mercenarios, son la Compañía Negra. Aceptan a cualquiera que pase su entrenamiento, así que tienes posibilidades. -

- ¿Y qué hago yo en un grupo de mercenarios? Esa idea es… -

- Escucha, no puedes quedarte por aquí. No puedes ir a otra Tribu. Desde luego no con los Hombres de Arena. No puedes ir por libre por mucho que te empeñes.

Odiaba tanto cuando se ponía en ese plan, sobretodo porque tenía razón.

- Aún eres joven y te falta mucho por aprender. Sé uno de ellos y quién sabe, puede que alguna vez coincidamos. He tratado un par de veces con sus mercaderes.

- Así que no hay otra solución. – Suspiró. - Menuda suerte tengo, y encima no puedo enfadarme contigo. – Volvió a descruzar los brazos y se acercó. - Jaro, es posible que no volvamos a vernos…

Antes de que amaneciera abandonó la calidez del lecho que había compartido con aquel hombre, y ya muy lejos de su tienda supo que siempre le había gustado. Su testarudez la había privado de noches cálidas.

Un par de semanas después divisó a lo lejos lo que parecía la fortificación de la Compañía Negra.

Ahí están”.

Con buen paso se presentó ante el guardia que custodiaba la entrada.

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27/11/2011, 15:03
Matagatos.

CAMPAMENTO DE LA COMPAÑÍA NEGRA. HACE DIEZ AÑOS.

Duermo plácidamente, ese sueño que tan sólo puede conseguirse cuando uno no tiene apenas responsabilidades ni grandes problemas y que con el tiempo se va volviendo irrecuperable por los quehaceres de la vida. De repente algo me golpea, como si una enorme fiera salvaje se abalanzara sobre mí. Abro los ojos sobresaltado y saco los brazos de debajo de la manta para defenderme.

-¡Khadesa!! ¿Quieres dejarme dormir? ¡Todavía es temprano! Le grito a mi hermana, que otro día más intenta levantarme antes de tiempo.

-¡Despiértate! ¡Eres un dormilón! Grita ella mientras no para de aporrearme con sus brazos. Levanto una de mis piernas dejando a mi hermana en el aire, a pesar de que tan sólo nos llevamos dos años, la diferencia de tamaño y fuerza es considerable.

¡Prepárate para volar! digo mientras catapulto a mi hermana hacia su esterilla. ¡Y ahora déjame dormir!

Inmediatamente me doy la vuelta y me tapo completamente con mi manta. Se que mi hermana aterrizará sin hacerse daño, es una niña muy ágil y también sé que ya no podré dormir más hoy.

-¡AAAAHHHHHHH! Khadesa vuelve a saltar encima de mi gritando y golpeando la manta.

-¡NIÑOS! ¡DEJAD DE HACER RUIDO, DESAYUNAD E IROS A CLASE, ME VAIS A ESPANTAR A LOS CLIENTES! Mi madre aparece como por arte de magia en la entrada mientras Khadesa y yo nos quedamos completamente inmóviles y en silencio.

-Sí mami. Dice mi hermana mientras se levanta y se dirige hacia la pequeña mesa donde se encuentran dos vasos de leche de cabra. Yo me levanto en silencio y la acompaño. Me bebo de un trago toda la leche mientras miro a mi hermana dejándole claro que le devolveré la broma de haberme despertado.

Después me lavo la cara rápidamente, no sin antes llevarme la nariz cerca de los sobacos para comprobar que hoy no hará falta asearme esa parte, todavía no huelo tan mal. Me río para mis adentros, sé que mi hermana siempre se asea concienzudamente y eso me dará suficiente tiempo para hacer algo que tengo en mente.

-Ojos de Lechuza, yo me voy, que tú eres muy lenta y me harás llegar tarde.

-¡Eh! ¡Espérame! Sin hacerle caso salgo hacia la estancia principal de la tienda y con un gesto de cabeza me despido de mi madre. Al salir de la tienda cojo las dos lonas que cierran la entrada y las sujeto una contra otra fuertemente con las manos. Pronto escucho a mi hermana dirigirse corriendo hacia allí mientras se despide de nuestra madre. No espera la resistencia de las telas y choca contra ellas rebotando hacia atrás. Yo comienzo a reírme mientras ella intenta en vano separar las telas para poder pasar, no hacemos mucho ruido, sabemos que mi madre no nos llamará la atención una segunda vez, es mejor no enfadarla.

Al poco rato mi hermana se cansa de forcejear y yo abro las lonas con aire triunfal para dejarle pasar. No la veo, meto la cabeza hacia dentro y miro hacia todos los lados. Una voz suena detrás de mí.

-¡Ahora serás tu quien llegue tarde! -

Miro hacia afuera y a unos metros se encuentra Khadesa señalándome con en dedo mientras se ríe, ha debido colarse entre los huecos que dejan las amarras de la tienda, yo ni había pensado en eso, soy demasiado grande para pasar por ahí. En cuanto me giro y la veo echa a correr y se aleja. La sigo rápidamente mientras voy reduciendo poco a poco la distancia que nos separa. Al alcanzarla la cojo en volandas y la lanzo sobre uno de mis hombros como si fuera un saco.

Un niño pequeño nos sale al paso y nos saluda con la mano mientras corremos, todos lo llamamos Manita, nos mira al alejarnos, todavía es demasiado pequeño para asistir a clase.

Sigo corriendo hasta llegar a la zona donde nos reunimos con el resto de nuestros primos para aprender las lecciones que los más sabios de la Compañía nos imparten. Ya estamos casi todos allí. Dejo a mi hermana en el suelo y saludo a todos.

Mi hermana se acerca a un pequeño grupo, donde Culebrilla y Corcel parecen estar riéndose de Fuelle, un chico enorme a pesar de su edad, mientras sus amigos Tintero y Lechoncete le defienden de las burlas. Khadesa se une a ellos y consiguen que Fuelle no arremeta contra los otros dos.

Me siento en un tocón de árbol esperando que nuestro maestro aparezca, hoy toca clase de teoría y me resulta sumamente aburrido, disfruto mucho más cuando tocan clases de ejercicios físicos, que es donde más destaco.

Mientras espero aparece Turrón, él nunca viene a clase, siempre se encuentra en las cuadras trabajando y cuidando de los animales. Eso sí que es vida, no tiene que aprender todas estas cosas inútiles ni pasarse las horas sentado en un tocón. Se dirige hacia mí.

- Matagatos, me han mandado a llamarte, quieren que vayas a la tienda de los médicos. Sin decir más se da la vuelta por donde ha venido. Sé que significa esto. Mi padre me ha mandado llamar, seguramente quiere que aprenda algo de medicina. En este momento se me hace más apetecible el quedarme allí a escuchar la lección, pero no puedo negarme a acudir, tan sólo cuando estoy muy enfermo.

Me levanto y me voy hacia la zona donde se encuentra la tienda. Al llegar veo a mi padre agachado sobre una camilla con un hombre tendido. Tiene una fea herida en la cara, alguien le ha golpeado con un tablón de madera y tiene restos de astillas clavados por la frente y también por la zona de su ojo derecho. Mi padre tiene unas pinzas en la mano e intenta quitárselas mientras otros dos hombres sujetan al paciente para que no se mueva.

No digo nada, tan sólo me acerco y miro como trabaja mi padre, como me ha enseñado a hacer. No tengo que preguntar ni interrumpir, si necesito alguna explicación será mi padre quien tome la palabra cuando considere oportuno. Su pulso es firme, sobre todo cuando tiene que ocuparse de las astillas que están más cerca del ojo. En un momento dado mi padre levanta su mirada del paciente y la clava en mí.

Sé que ahora va a hacer algo en lo que quiere que me centre especialmente. Con su mano izquierda separa los párpados del hombre dejando el globo ocular al descubierto, no es una imagen agradable, pero ya he visto cosas peores. Acerca las pinzas despacio, hacia el ojo, con una precisión impresionante y las cierra a solo unos milímetros de la superficie, como si estuviera cogiendo el aire que se posa allí, después retira la mano y acerca las pinzas hacia mí. Mira hacia mis manos, que abro instintivamente reconociendo su gesto. Abre las pinzas sobre mi palma. La acerco a mi cara y puedo ver una astilla diminuta. ¡La tenía clavada sobre el ojo! Si mi padre no la hubiera visto ese hombre podría haber perdido la vista y el ojo. Para terminar ayudo a mi padre a colocar un vendaje en forma de parche al paciente y luego me encargo de limpiar todos los utensilios que mi padre ha utilizado. La lección ha terminado por hoy.

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27/11/2011, 21:17
Khadesa.

Su madre lo había intentado docenas de veces, pero ella siempre había conseguido esquivarla, escurrir el bulto. Sólo para molestar a Yamila, para hacer justamente lo contrario de lo que le decían. Pero no podía evitar que la curiosidad le royera el estómago.

Así que un día, uno en que aquella pobre mujer que se estaba consumiendo viva había pedido una consulta con la Primera, ella se escondió. Se metió cuando aún no había nadie en la tienda detrás del enorme baúl de las cosas importantes de Yamila. Sólo tenía seis años, y era pequeña, menuda. Sobraba baúl por todas partes.

Primero llegó Yamila, miró a su alrededor, pero no hizo gesto alguno de haberla visto. Ella se quedó muy quieta, casi sin respirar. No, Yamila no miró hacia allí. En vez de eso se dirigió a un estante, sacó su bolsa de huesos y una varita de madera. Y se sentó cerca, ladeada, ella podía verla casi de perfil, era una posición excelente ya que podría ver lo que hacía.

Poco después llegó Nganha. La mujer k'hlata que había hecho la consulta. Estaba nerviosa, y llevaba una cesta mediana llena de tierra.

"¿Has traido lo que te he pedido?" Preguntó su madre.

"Sí, mira. Diez monedas de plata. Y la tierra sobre la que duermo."

Yamila tomó la cesta y volcó su contenido ante la mujer, que se había colocado frente a ella.

"Pisotéala".

La otra lo hizo. Y entonces Yamila tomó la varita, y trazó signos en la tierra. Un círculo, que dividió en cinco partes. Luego unió esas partes en una estrella de cinco puntas. Y en cada una un símbolo. Entonces sacó los huesos de la bolsa. Se los mostró a la mujer.

"Tócalos."

Nganha lo hizo. Tras eso Yamila los fue levantando uno a uno, y los mostró, como si se los enseñara a alguien.

"La Nave. La Luna. La Pirámide. El Guisante. El Diamante. La Piedra. La Cabeza. Y el Yugo." *

Ella miraba fascinada, casi se había olvidado de seguir oculta. Pero por suerte las sombras la envolvían, y tampoco se había movido.

Su madre guardó los pequeños huesos entre las dos palmas de sus manos, haciendo cuenco. Las sacudió, y lanzó los huesos al interior del círculo. Los huesecillos rebotaron, se movieron como si tuvieran vida propia, y finalmente se quedaron quietos, dispuestos en desorden, uno aquí, otro allí.

Yamila se quedó muy quieta. Durante largo rato. Mirando estática la disposición de los huesos. La mujer estaba aún más nerviosa que cuando había llegado, se removía en su sitio, sin atreverse a interrumpir, sin atreverse a nada.

Finalmente Yamila miró a Nganha.

"Tienes un hijo. Bendícele. Haz las paces con los que te deben algo. Y paga tus deudas. Tu marido murió en batalla, ahora está esperando. Le verás pronto. No lo sientas, la otra vía era más dolorosa, lenta. Morirás, pero te librarás de la degeneración. Lo siento, y te felicito."

La mujer se levantó. Parecía aliviada. Sabía, según ella se dio cuenta, que su enfermedad la destruía. Temía la muerte postergada, indigna. Yamila le había dado una visión distinta.

Cuando salió de la tienda, dejando tras de sí las monedas y la tierra, no estaba triste.

Yamila no se movió de su sitio. Ni siquiera se giró cuando habló.

"Sal de ahí, Ojos de Lechuza. Ven, y aprende..."

Ella lo hizo. Y ya, siempre, cada vez que su madre actuaba.

*: Son los nombres en Oscuro de los huesos del Carpo. Humanos, por tanto. Más tarde Khadesa recibirá el encargo de su abuelo, que cumplirá, de recoger y utilizar los huesos del carpo del propio Añoranza. Son los que tiene ella ahora para lanzar sus predicciones.

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15/02/2012, 15:10
Campaña.

RELATO DE CAMPAÑA.

EL NIÑO QUE FUE Y SERÁ:

Era una cálida y agradable mañana de primavera y el campamento de la Compañía Negra estaba en plena ebullición. Los Soldados se preparaban para algo importante, lo más seguro es que pronto comenzara una larga campaña militar, y tanto los Reclutas como los hermanos juramentados iban de acá para allá cargando fardos, dando órdenes y soltando improperios. Una pareja de Soldados cargaba con un fardo especialmente grande y, mientras tanto, charlaban amistosamente sobre esto y aquello. De repente, el que iba delante se paró en seco e hizo que el de detrás se chocara contra el bulto y casi lo dejara caer.

- ¡Eh! ¿Eres idiota o qué? – Dijo el Soldado, visiblemente enfadado con su compañero - ¿Qué demonios te pasa? –

- Mira – le dijo el otro señalando con el dedo, como si no le hubiera escuchado.

El Soldado señalaba a una pequeña figura que estaba sentada en el suelo un poco más adelante. No era más que un niño Oscuro jugando en la arena, pero al Soldado le resultó inquietante y por eso se había parado.

- ¿Que mire qué? – Dijo el soldado que iba detrás, soltando el fardo en el suelo y mirando en la dirección que le indicó su compañero. – No es más que el hijo de Herrero. ¿A quién le importa? –

- Tienes razón – dijo el Soldado que iba en cabeza, como recordando lo que estaba haciendo antes de pararse – Dicen que es subnormal ¿Tú qué opinas? –

- Opino que me importa una mierda y que como no cojas de nuevo el fardo te voy a meter mi puño por el culo – contestó el soldado levantando su puño de manera amenazante.

Su compañero reaccionó rápidamente y se dispuso a coger de nuevo el fardo, no quería sufrir la ira de aquel hombre. Entre los dos recogieron el bulto y siguieron su camino, mientras el niño que estaba sentado en la arena permanecía ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor.

El pequeño Fuelle estaba totalmente concentrado en su tarea: estaba construyendo un castillo de arena. Había imaginado cómo iba a ser, aunque por el momento resultaba bastante patético. Sus intentos por construir una torre habían resultado fútiles, la torre se derrumbaba una y otra vez. Cualquier niño de su edad habría llegado a la conclusión de que jamás conseguiría que se mantuviera en pie si no mojaba la arena para darle consistencia, pero el pequeño Fuelle no era como los demás niños de su edad. Era mucho más alto que ellos y muchísimo más fuerte y musculoso, la mayoría pensaba que era mucho mayor de lo que aparentaba, sin embargo, su inteligencia dejaba mucho que desear y a menudo los demás niños se metían con él y le llamaban subnormal.

Algunos niños pensaban que además de subnormal era un imbécil porque no se defendía cuando le pegaban. Se limitaba a quedarse quieto y recibir los golpes hasta que sus agresores se cansaban y le dejaban en paz. Su padre siempre le decía que no estaba bien pegar a los otros niños, y por esa razón Fuelle nunca se defendía, aunque ya empezaba a estar cansado de ser el blanco de todas las burlas. Por muy tonto que fuera no dejaba de tener sentimientos y los insultos de los niños le hacían mucho más daño que los golpes.

Tras el enésimo intento de levantar la torre (sin éxito), Fuelle percibió una extraña presencia frente a él. Había permanecido tan concentrado en su construcción que no se había dado cuenta de que un Soldado se había acercado a él. Sabía que era un Soldado porque llevaba la capa negra de los hermanos juramentados, su padre le había enseñado lo que significaba y le había dicho que era un gran honor portar la capa de Soldado. El Soldado se arrodilló para estar a la altura del pequeño Fuelle y, a pesar de que llevaba un casco dorado que no dejaba ver su rostro, Fuelle estuvo seguro de que aquel hombre le sonrió.

- ¿Puedo sentarme? – preguntó el Soldado.

Fuelle se limitó a asentir y el soldado se sentó a su lado. Hasta el momento no se había fijado bien en él, pero en cuanto se sentó junto a él Fuelle dejó lo que estaba haciendo para mirarle. Era un hombre muy alto y extremadamente fuerte. Llevaba una armadura dorada que le cubría los brazos y las piernas, además de un brillante yelmo que le ocultaba el rostro. No llevaba armadura alguna en el torso, y Fuelle pudo contemplar su blanca piel que le identificaba como un Oscuro, al igual que él. Fuelle quedó fascinado por el brillo de aquella armadura, nunca había visto nada igual y eso que en alguna ocasión había estado junto a su padre mientras reparaba armaduras de los soldados.

- ¿Fuelle puede tocar? – preguntó casi suplicando, señalando la armadura del Soldado.

El hombre asintió y contempló como el niño acariciaba la armadura, casi como si se tratase del cuerpo de una mujer. Era sorprendente contemplar cómo un niño tan pequeño era capaz de apreciar el valor que tenía aquel objeto, aunque no resultaba tan extraño si se tenía en cuenta que Fuelle era el hijo del herrero de la Compañía y había pasado mucho tiempo entre la forja y el yunque.

- Fuelle quiere una armadura como esta – dijo sonriente, mirando directamente a la cara del soldado.

- Y la tendrás, Ailo, la tendrás – contestó el Soldado con una voz que a Fuelle le resultó de lo más familiar.

Sin decir nada más, el extraño se levantó y, dándole la espalda al pequeño Fuelle, se alejó hasta perderse en el horizonte. Fuelle le siguió con la vista hasta que desapareció, justo cuando comenzaba a escuchar la voz de su padre que le llamaba.

- Hijo mío ¿Qué haces aquí? – Preguntó Herrero levantando los brazos. – Llevo horas buscándote, tenías que ayudarme en la forja ¿Recuerdas? – En cuanto dijo aquello se arrepintió profundamente, su hijo solía olvidar las cosas con frecuencia.

- Padre, Fuelle estaba hablando con el Hermano Mayor – dijo el pequeño poniéndose en pie y sacudiéndose la arena de la ropa.

- Hermano Mayor ¿Eh? – Dijo Herrero en un suspiro, pensando que otra vez hablaba de uno de sus amigos imaginarios. – Vamos hijo, todavía queda mucho por hacer. –

Herrero cogió la mano de su hijo y le condujo hasta la herrería con la intención de continuar con su trabajo como si no hubiera ocurrido nada. Sin embargo, mientras caminaban, el pequeño Fuelle dijo algo importante, algo que dejó estupefacto a Herrero.

- Padre, Fuelle quiere ser Soldado – dijo el pequeño mirando fijamente a su padre.

Herrero se paró en seco y le devolvió la mirada a su hijo. No había un atisbo de flaqueza en aquella mirada, sino que se percibía la férrea convicción de quién está seguro de lo que desea en la vida. Herrero supo al instante que su hijo hablaba muy en serio y eso consiguió arrancarle una sonrisa.

- Claro que si, hijo mío, lo serás – dijo con ternura – Serás lo que tú quieras ser.

- Padre, Fuelle quiere una armadura dorada – dijo de nuevo mirando fijamente a su padre – Cuando Fuelle sea Soldado irá a la guerra con su armadura dorada para protegerse de los enemigos, y entonces se ganará la capa negra. –

Herrero estaba realmente sorprendido con lo que estaba escuchando, era la primera vez que veía que su hijo estaba verdaderamente centrado en una tarea: quería ser Soldado, ni más ni menos. Lo que no alcanzaba a entender era de dónde había sacado Fuelle aquello de la armadura dorada, pues no recordaba ningún miembro de la Compañía que tuviese una armadura que encajase con esa descripción. Herrero pensó que su hijo tenía mucha imaginación y decidió compensarle por ello, y con las mismas palabras que había empleado el Hermano Mayor le dijo:

- La tendrás, Ailo, la tendrás – contestó Herrero, orgulloso. Y posando su mano sobre el hombro de su hijo, ambos se dirigieron hacía la herrería para seguir trabajando.

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23/08/2012, 21:57
Derviche.

El Sol empieza a alzarse en el cielo, un nuevo día empieza en la Sabana. Poco a poco el ruido que hacen los residentes es cada vez mayor. Se pueden escuchar las cabras que pasan por el camino y se siente el aroma del desayuno.

Los niños empiezan a jugar y sus risas se oyen cada vez más alto. El pueblo de los Jaguares Asesinos se despierta a la vida. Entre esos niños tenia que estar Peonía, hija de Trance y Espiga. Fue su única hija y la criaron rodeada de amor. Nadie sabe qué pasa con la pequeña que siempre esta tan apartada del resto de los niños.

El pueblo del que hacen parte, está situado en el sur de la jungla y sus habitantes son algo supersticiosos. Entre ellos están muy unidos, pero los que se quieren adentrar en sus territorios no saben el peligro que les acecha. Las leyendas cuentan que este pequeño pueblo nunca tuvo una imponente defensa visible, pero los invasores saben la realidad.

Tribus como los Leones Hambrientos o los Pies Rojos entraron en el poblado de los Jaguares Asesinos que se convirtió en una trampa monumental cuando los suelos del interior de las chozas se hundieron revelando fosos llenos de estacas afiladas. Los campos alrededor de la aldea se incendiaron y el fuego acabó arrasando todo el lugar y matando a los invasores.

Los Pies Rojos los sitiaron a distancia, matando a los pastores y viajeros de los Jaguares, robando sus rebaños y arrasando sus campos. La táctica parecía tener éxito, hasta que los guerreros Pies Rojos comenzaron a desaparecer uno a uno sin dejar rastro, unos cuantos cada noche. Finalmente, abandonaron el asedio.

Se sabe que los Jaguares prefieren la velocidad y el sigilo a la fuerza bruta. Son cazadores y pueden actuar como asesinos silenciosos cuando es necesario. Tienen jaguares domesticados que emplean como guardianes y en las cacerías.

Los padres pensaron que Peonía era algo más tímida al no tener hermanos. Con el tiempo la chiquilla se había convertido en adolescente. Una guapísima K’Hlata de piel bronce oscuro y ojos negros como la noche sin luna. Su pelo es de color bronce claro, largo y liso y cae libre sobre su espalda. El cuerpo de Derviche tiene unas curvas que vuelve locos a los de su pueblo. Sus pechos son abundantes, pero firmes, su cintura es muy fina y las caderas son voluptuosas.

No duro mucho que, Sadaka, encontrara por fin su lugar. Se unió al Tótem Jaguar y a la Diosa Oscura, religión de tantos años en su familia, pero que sus padres hicieron todo lo posible por evitar.

El Tótem Jaguar, un asesino silencioso y letal. No se le reza pidiendo ayuda, pues sus adoradores deben ser capaces de valerse por sí mismos. Pero se le hacen sacrificios (sobretodo animales) para complacerle y lograr su aprobación.

Esto ha hecho que hoy Derviche sea una sacerdotisa fanática. Es lunática, antisocial, aislacionista y peligrosa en extremo. Repudiada por su familia y su propia tribu, Derviche se unió a la Compañía donde lo más destacado fue que mató a ocho bueyes en otros tantos segundos. Casi la expulsan, pero al final tuvo una oportunidad...

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23/09/2012, 10:20
Chamán Rojo.

CHAMAN ROJO: Relato Inicial.

 

Las historias de los Muertos: Parte I.

 

Durante eones, muchas han sido las historias de miedo que se cuentan a los niños, para que aprendan a temer a la noche, para que teman a los peligros de alejarse de la protección del grupo. Y en la tribu de Los Pies Rojos, entre Guerreros-Chaman y Médicos-Brujo, no eran distintos, por la salvedad de que las antiguas historias tenían más de verdad.

 

Entre todos esos hombres poderosos, desde muy pequeño se había criado Pedrisco, escuchando las historias de los espíritus de los hombres muertos, desde que tuvo edad para tenerse en pie y entender la lengua de la tribu, su vida entera sólo había oído esas historias, pues como hijo y aprendiz de los Chamanes, debía pasar todo su tiempo entre ellos.

 

Aquellas terroríficas historias; de hombres muertos que hablan; de vivos cuya piel se llenó de huevos de insectos eclosionando, malditos por profanar las sagradas tumbas; de cadáveres estrangulando a asesinos mientras duermen; de niñas perdidas y poseídas por muertos. Todas aquellas historias se fueron instalando en la mente del pequeño Pedrisco, le provocaron la imposibilidad de dormir, cada noche le costaba más, hasta que un día ya no le era posible, pasaba las noches horrorizado sin poder dormir, y los días agotado de cansancio e intentando llevar a cabo sus tareas de aprendiz  lo mejor posible.

 

La principal tarea de este aprendiz en concreto, el único de su generación en realidad, era la Pintura Sagrada, el rojo que caracterizaba a la tribu y con el que los Chamanes decoraban sus cuerpos. Debía recolectar las cochinillas, machacarlas y crear el carmín, y también era el que debía pintar cada día uno a uno a los Chamanes de los Pies Rojos, así es que sus manos y brazos siempre estaban manchados de rojo brillante y al apenas dormir y tener siempre los ojos irritados y frotárselos con sus manos teñidas de rojo, su cara siempre tenia dos extensas manchas rojas, lo cual le supuso que a los siete años ya nadie le llamaba Pedrisco, su nombre paso a ser Rojillo, y salvo sus familiares cercanos los demás desconocían que tuviera otro nombre.

 

No fue hasta mucho tiempo después, teniendo doce años que un viejo Chamán, al que todos llamaban sencillamente Anciano, reclamó su atención asomado desde una tienda.

 

  • Eh, Rojillo, ven aquí. - dijo Anciano metiéndose en la tienda sin esperar respuesta.

 

El muchacho se desvió de su trayectoria y corrió al interior de la tienda como era su obligación. Una vez en el interior, abrió su bolsa y metió las manos impregnándoselas de pintura fresca hasta la muñeca y se dispuso a retocar las pinturas corporales de Anciano, pero el viejo chamán, le sujetó los antebrazos y se los bajó.

 

  • Quita, no te he llamado por eso. - Dijo mirando seriamente al aprendiz – Se que tienes muchas dificultades para conciliar el sueño, y es posible que pudiera ayudarte, todo depende de si estas dispuesto a hacer un pequeño sacrificio. –

 

En el mundo de los Chamanes, y los muertos, un pequeño sacrificio podía suponer un alto precio, aun así, Rojillo deseaba poner fin a su tormento. De modo que pregunto:

 

  • ¿Cual?

 

Anciano se llevó las manos a uno de los saquitos que colgaban de su cinturón y extrajo una piedra negra como la noche, con la superficie pulida y suave, y la puso en la palma de la mano del aprendiz, su tamaño y forma se amoldaban bien a la mano del niño, que la cerró entorno a ella, para después abrirla y acercársela a la cara sujetándola con las puntas de los dedos de ambas manos para examinarla a pesar de las manchas de pintura. Después de un par de segundos la bajó y miró a Anciano como si le estuviera tomando el pelo, pero la grave expresión del viejo le hizo apartar ese pensamiento de su cabeza.

 

  • ¿Que tengo que hacer para que esto me ayude a dormir? - Preguntó el aprendiz a Anciano mientras inclinaba la cabeza a un lado.

 

 - Solo tendrás que tenerla cerca de ti cuando duermas, en la misma tienda valdrá. - Respondió Anciano al aprendiz, - ¿Y el precio, cual es? - Quiso saber Rojillo, preocupado por aquel sacrificio que le pedía el viejo.

 

- El azabache solo vale en casos extremos, ayuda a dormir, pero a costa de horribles pesadillas. Debes ser tú quien decida, si prefieres sufrir la falta de sueño, o los malos sueños...