Partida Rol por web

Mientras te parcheas como puedes las graves heridas que has sufrido durante la reyerta, Sharpe insiste en abandonar el local con celeridad. El negro sabe moverse, concesión que no tardas en otorgarle cuando le ves acceder al sofisticado sistema de videovigilancia de la salita privada tras la barra y deshacerse de las grabaciones siguiendo el método tradicional: Kiss-Kiss-Bang-Bang. Casi te saca a empellones al callejón, donde aguarda un deportivo listo para quemar asfalto.

—Supongo que lo sabes, pero vas a tener que cambiar tu look una temporada, amigo —dice mientras arranca sin miramientos el bólido mientras tratas de colocarte de modo que tu maltrecha clavícula no te recuerde que está ahí, astillada y sanguinolenta, rasgando tus músculos en un perpetuo recordatorio de que, para tu fortuna, has evitado una vez más el final de todas las cosas—. Te has cargado a uno de los lugartenientes favoritos del clan irlandés aquí, en Arkham. Espero que no tengas familia ni seres queridos, porque irán a por ellos sin piedad. A juzgar por tus heridas, has parado con el pecho algún disparo a propósito. Eres un cabrón psicópata, ¿eh? —Sharpe emite una risita tenue, siniestra.

—¿Qué es eso que le has cogido al tipo de las manos?

Mientras se suceden sus preguntas, tu móvil arroja un terrible recordatorio.

Tienes doce llamadas perdidas de un número oculto y una imagen en tu aplicación de chat.

Se trata de Katherine. Dra. Lizbon para ti. Está viva. No sabes cómo tras el asalto de Piggy Man, pero lo está. No podrías asegurar por cuanto tiempo.

Parece presa en una especie de celda lóbrega. ¿Quizás un subterráneo?

Y entonces, una videollamada emerge en tu móvil desde tu app.

No llegas a descolgar. Se activa sin tu consentimiento.

La pantalla es un fundido en negro de manual, pero escuchas una suave respiración de fondo.

—Llegas tarde, Kyle.

—Muy tarde.

—Pensábamos que no querías jugar con nosotros.

—Eso nos ha ofendido, Kyle.

—Ahora sabemos la verdad... Sabemos que no te importa Katherine Lizbon.

—No obstante...

—Eres un jugador interesante, Kyle.

—Has captado nuestra atención.

La voz resuena distorsionada, aunando tonalidades masculinas y femeninas, como una suerte de coro demoníaco.

—Vamos a introducir una inusual variante en nuestra proyección.

—Permanece a la espera.

Sharpe detiene su bala sobre cuatro ruedas en un cruce cuando el semáforo se torna rojo. Saca su teléfono móvil y echa un vistazo a la pantalla con aire indiferente. Frunce los labios en un gesto que podría interpretarse como de agradable sorpresa.

—La noche es joven, Mr. Angel —dice mientras alza la mirada del teléfono y clava sus ojos de tonalidad marrón dorado en tu alma—. Parece que el Rabino tiene un trabajo para mí.

A Sharpe se le da de puta madre hacerse el interesante.

Es lo que tienen los taciturnos.

Pero Kyle Angel tiene una repentina intuición.

Porque la tienes, ¿verdad, detective?

—¿Es la primera vez? —pregunta desviando su vista al retrovisor y arrancando de nuevo el vehículo, no sin antes introducir en el GPS del vehículo unas coordenadas. La pregunta te coge con la guardia baja.

Sharpe es imperturbable. Tienes la sensación de que si alguien le apuntase con un 44 a la cara no se inmutaría. Este tipo desayuna Frosties de Kellogs con la Parca todos los días. Con leche de soja, probablemente.

No es fácil discernir si espera una respuesta específica por tu parte.

—La primera es especial, ¿verdad? Nunca la olvidas.

Arranco un pedazo de camisa de uno de los grandullones noqueados (¿B. Joe? ¿Greg?), lo hago trizas y me vendo por encima de la camiseta, ayudándome de los dientes para hacer presión sobre la herida. Duele de la hostia, pero las que de verdad matan son las hemorragias, así que mejor parecer una momia con tanta venda que acabar siéndolo de verdad. Por suerte, conservo la movilidad del brazo, así que lo contorsiono por detrás de la espalda para comprobar mi omóplato, y suspiro aliviado al palpar un bonito agujero de salida. Bien. Creo que no voy a morir de momento.

Una vez dentro del coche, la sugerencia de Sharpe sobre cambiar mi aspecto me hace soltar una carcajada condescendiente que acaba pareciéndose más a una tos cuando el dolor de la herida me pone en mi sitio.

—Sí, estaba pensando en hacerme algo en el pelo, raparme a cero, ponerme mechas, algo así. Y esta es la excusa perfecta, ¿no te parece? ¿Tú qué me aconsejas? —bromeo en tono provocativo, aunque entiendo lo que dice. Por suerte, dos de las personas que más me importan son, respectivamente, un federal con recursos y muy mala hostia, y un preso en una penitenciaría psiquiátrica de difícil acceso. No me preocupan. Quien sí me preocupa, y bastante, es la doctora Lizbon, que está metida en un lío tremendo. Y por mi culpa, además. Quizá. Probablemente. Joder, ¿es normal que no lo sepa?

Como si mis pensamientos hubieran encontrado el modo de adquirir forma física, la pantalla de mi móvil se ilumina con un chorro de notificaciones. Llamadas perdidas de un número oculto y una foto.

Kathy.

Miro el móvil con una extraña mueca que podría pasar por una sonrisa si el momento no fuera de lo más inoportuno. Visto desde fuera, lo más probable es que sea un mecanismo de defensa por mi parte. Eso es. Muestra desdén para no admitir que está cagado por lo que pueda pasarle a su amiga. Amiga. ¿Es raro que ese término me resulte extraño? O tal vez solo sea extraño que un cabrón como yo pueda llamar amigo a alguien.

Guardo el móvil con pretendida desgana, a lo cual ayuda el pinchazo que me arrea la clavícula, y saco el vial de Valkyr, dándole vueltas en la mano con parsimonioso interés, cuando Sharpe me pregunta por él.

—¿Sabes? No esperaba que fuese así —digo, haciendo caso omiso a la pregunta de Sharpe por el momento y respondiendo en vez de eso al segundo tema que plantea—. Mi primer muerto, digo. O sea, siempre lo imaginé como algo muy dramático. Porque una vez has matado a alguien, no hay vuelta atrás, ¿verdad? Es una de esas cosas que te cambian la vida, que te convierten en otra persona, que te persiguen durante el resto de tus días, ¿no? —Todo esto lo digo con pasmosa tranquilidad, sin apartar la vista del brillante líquido verde. Como si hablase conmigo mismo—. En las pelis, en los libros, siempre te lo pintan como algo espectacular, visceral y desgarrador. O todo lo contrario, planificado, calculado. —Me encojo de hombros y enseguida decido que ha sido muy mala idea cuando otro estallido de dolor me obliga a apretar los dientes. Joder, qué puta manía con encoger los hombros, mira que mi madre me lo tenía dicho. Pues hala, aquí tienes tu dosis de terapia aversiva, Kyle, aunque esta vez no son cigarrillos encendidos—. Es decir, debería valer la pena, ¿no? Ya que manchas tu alma para siempre, te conviertes en un asesino... Que luego podríamos discutir sobre la semántica de esa palabra, claro. ¿Eres un asesino por cargarte a un tío? ¿Y si no querías matarlo? ¿Y si solo es medio tío? —La broma sabe a ceniza en mi boca. No tengo ni puta idea de por qué he dicho eso, pero río en vez de pedir disculpas, como haría un asesino. A lo mejor es lo que soy—. Pero qué va, colega —replico sacudiendo la cabeza—. Nada de eso. Ha sido una mierda de asesinato, si se lo puede llamar así. Yo estaba pegando tiros como un niñato jugando a indios y vaqueros... Espera, ¿se puede decir indios? Nativos americanos y vaqueros, y de repente me pareció la hostia de gracioso reventarle las pelotas a Pinocho. Ni se me ocurrió que podría morir. ¡Es que ni se me pasó por la cabeza! Suena a tópico, pero fue un accidente. Incluso aunque el tío se lo mereciera, que es algo que podría discutirse, si yo creyera en el cielo y el infierno y mierdas así, me jodería un montón pensar que voy a arder en el infierno por una cosa tan tonta como la que ha pasado hoy. Porque ni siquiera ha sido culpa mía, ¿me entiendes? No lo he controlado. Tanto tiempo con este rollo del investigador privado, mejorar el mundo, cazar a los malos. —Hago un aspaviento con el vial de Valkyr, para darle énfasis a mi... ¿Qué es esto? ¿Una confesión? ¿Una justificación? ¿Un ensayo sobre un personaje que resulto ser yo mismo? No lo sé. Tiene gracia, llevo toda la vida jactándome de lo bien que calo a los demás, y no me conozco a mí mismo en lo más mínimo—. Siempre estuve muy seguro de que había una línea muy clara entre ellos —«Vosotros», es lo que quiero decir y no digo—, y yo. Pero no. Un accidente, un hecho fortuito... Alguien se va de la lengua sobre Oklahoma sin tú saberlo... —En ese momento, mis ojos se mueven veloces, atrapando la mirada de Sharpe—, y lo que debía ser una fructífera negociación se convierte en una ensalada de tiros. Y muere gente. Y acabas teniendo una conversación existencial en un coche con un vial inyectable de droga chunga en la mano. —Ahora sí he respondido a su primera pregunta. Hago una pausa y giro la cabeza para mirar a Sharpe de frente. Quiero que sepa que lo estoy mirando, que lo sienta en sus huesos. Me aseguro de que sigue conduciendo y de que tiene ambas manos ocupadas al volante mientras cojo el vial con un minúsculo ápice adicional de firmeza, antes de lanzar la pregunta inocente que no tiene nada de inocente.

—¿Sabes quién fue?

Sharpe esboza una sonrisa felina tras tu monólogo proveniente del más recóndito sótano de tu alma.

Aunque te ha mantenido la mirada con la ceja enarcada durante todo el tiempo que has estado deliberando, ahora tiene la vista firme en la carretera y su bólido deportivo está quemando asfalto rumbo a quién sabe dónde.

—¿Sabes? Hace algún tiempo tuve una epifanía. Verás, me gusta conducir un buen coche. ¿Te gusta conducir, Kyle? —pregunta mientras puedes notar un sensible incremento de velocidad presionando tus oídos. El coche ha sobrepasado los 120 kilómetros por hora en cuestión de un par de segundos.

—A mí me encanta —dice un entusiasmado Sharpe, tan relajado y sonriente que no te queda más opción que creerle mientras ves la aguja ascender en el velocímetro—. Conducía una noche por la interestatal rumbo a los pantanos de las afueras. Un viaje de placer. Yo, mi máquina y un poco del hermano Nat King Cole en la radio, ¿entiendes?

Jamás habrías dicho que Sharpe era del hermano Nat King Cole, pero, por alguna razón, ahora todo encaja.

—Me gustan las ciénagas. Hay algo primitivo en ellas. Algo... visceral. Me crié cerca del Pontchartrain, en Nueva Orleans. Ah, la Big Easy... La echo de menos. La cuestión es que según avanzaba por la carretera, el parabrisas empezó a decorarse con los restos de polillas, mosquitos, jejenes y demás insectos de mierda que estaban por allí revoloteando justo en el momento en que yo, mi máquina y el hermano Nat King Cole pasamos a doscientos por hora como una exhalación. ¿Y sabes qué, Kyle?

Conduce concentrado, sin inmutarse. El vehículo ya no es un coche. Se ha tornado en una bala vomitada por un arma invisible que hiende el aire a su paso por la ciudad. El motor ruge en tus oídos como si te hallases en el interior de la turbina de un avión. Si un camión os saliese al paso sospechas que lo atravesaríais de lado a lado. No viajas en un coche, oh, no. Eres la muerte sobre ruedas de aquel infeliz que se cruce en tu camino.

—Me dije: Mierda, es imposible avanzar sin matar algo. Moverme, el mero hecho de desplazarme, implica aplastar algo a mi paso. Y he ahí la clave, colega: tu opción no es matar o no matar...

Sharpe desvió la mirada hacia Kyle un breve instante.

—Tu única opción es compadecerte por ello o no hacerlo.

Luego, durante unos segundos, solo se escucha el gemido del motor mientras Sharpe presiona el acelerador hasta hacerlo sangrar.

—Tenemos ratas en casa —dice de repente, como si toda la elipsis que ha efectuado culmina con una conclusión irrefutable—. La zorra que se me escapó en Oklahoma... Rutherford cree que es la que estuvo sajando a tu amiga... ¿Victoria? Esa hija de puta sabe quién eres y quién es el calvo. ¿Era Carmín? No importa. Va a joderos. Si es que no lo está haciendo en este momento. ¿Y sabes, colega?

Sharpe te lanza la primera mirada condescendiente que le has visto en toda la noche.

—Esa no es de las que usa protección.

El cielo se difumina desde el interior del deportivo y sientes que ya has roto la barrera del sonido dos veces. Que jodan al Halcón Milenario. Si tienes que morir en la carretera, lo harás a 250 kilómetros por hora y con el único crooner que podría arrebatar a Sinatra el epíteto de La Voz de fondo.

Y así, ajeno a la sensación de estar ubicado en un continuo espaciotiempo, reconvertido en una estela roja metalizada que surca la carretera que conduce desde Arkham City a la vecina Providence, te divierte pensar que Flash, y no te refieres a Gordon, debe sentir esta bobalicona felicidad cuando pasea a su perro por las noches. Y es justo entonces cuando Sharpe detiene el coche frente a lo que parece un templo a la decadencia industrial de la ciudad.

Una fábrica textil abandonada.

—Hemos llegado, nene —dice Sharpe desabrochándose el... Un momento. ¿Ha hecho todo el trayecto sin cinturón?— Espabila, chaval. No apagues al asesino que late en tu interior.

Otro coche se aproxima por la solitaria carretera.

—Je. El viejo le pisa fuerte, ¿eh? Cabronazo —dice sin más explicación.

Se marchó dejando en al apartamento un hombre atravesado por mil flechas. Le había pedido que no las esquivara, que aguantara como un mártir, que entretuviera a un sádico que se había propuesto volverlo loco. Sabía de buena tinta que todo el mundo tiene un límite y a esas alturas la entereza del artista había sobrepasado sus expectativas.

Ahora que llegaba la hora del fuego se permitió el lujo de dejarse embargar por una sensación de plenitud que le parecía venida de otro tiempo, de aquellos que vivían la muerte como parte de un camino que se recorría con orgullo. Abrió el maletero, comprobó que no había nadie mirando y montó su rifle con el capó levantado. Comprobó también su pistola. Se puso el chaleco antibalas y metió el rifle bajo la alfombra del sitio del copiloto.

Antes de entrar en el coche mandó un mensaje a Sharpe diciéndole que estaba de camino, le pegó una calada profunda a su cigarro y se sentó al volante para arrancar y conducir como si estuviera paseando un domingo por la mañana.

Se fijó en los peatones y en los otros conductores. Hacía años que había llegado a ese punto en el que uno se sorprende de la inconsciencia de los otros, y la valora, casi como un tesoro que custodia. Sonrió y negó con la cabeza en un gesto para sí, al sorprenderse sintiéndose uno de los guardianes del Cosmos. No reprimió toda esa soberbia porque pensaba que conducía hacia la muerte y eso le hacía merecedor de ese tipo de sentimientos tan grandilocuentes. O quizá no lo fueran tanto, quizá ahora, cuando la gente vivía en la insignificancia de quien no conoce el valor de lo que tiene y hubo un tiempo en que la cercanía de la muerte se sentía cada día y el caos se tenía que someter con gran esfuerzo y peligros, al arado, el hacha o el arco y las flechas. Cuando cada día era un día más robada a la muerte, siempre presente, como ahora. Cuando el orden del cosmos había que ganárselo, aunque fuera a hostias.

Y con ese tipo de pensamientos que en otro momento le habrían parecido ingenuos y un tanto delirantes, pero que ahora le hacían sonreír casi gozoso, llegó al lugar de la cita.

—Rabino —saludó Sharpe con solemnidad militar—. Dado tu secretismo, esta vez he traído una carabina M4. Adaptable. Versátil. Multipropósito. ¿Vamos a entrar buscando jaleo? ¿O reservo silenciadores para esta ocasión? —inquirió con un brillo especial en los ojos mientras rebuscaba entre sus pertenencias ocultas bajo un doble fondo en el maletero de su bólido deportivo, revelando un fusil de asalto de factura militar equipado con mira holográfica y diversas piezas personalizadas.

Bajo la camisa que complementaba su elegante traje, Sharpe ya vestía un sofisticado chaleco antibalas, pero no tardó en sacar otro del maletero de su vehículo y arrojárselo a Kyle.

—Si tienes que pararlas con el pecho, hazlo con esto, colega —dijo con sorna, casi como si encontrase divertida la desmesurada afición al peligro que intuía en Angel.

Hershko recibía en ese instante un sucinto mensaje en su móvil cortesía de uno de sus colegas en el FBI:

Un número de teléfono.

A juzgar por el vestuario y el arsenal que lucían estos tipos, Kyle se preguntó si el Rabino y el frío psicópata que le había obsequiado con un relajado paseo por las afueras de Arkham no integraban en realidad esa agencia secreta conocida como los Hombres de Negro. En cualquier caso, ni el mejor desneuralizador podría borrar de su memoria los acontecimientos que estaba a punto de vivir.

El peculiar estilo de conducción de Sharpe confirma mi teoría de que no le tiene ningún miedo a la muerte. Me refiero a la suya propia, por supuesto; antes de subirme a este coche ya estaba razonablemente seguro de que la muerte de los demás no le preocupaba demasiado. En todo caso, resulta llamativo lo peligrosamente cerca que están las personas que aman la vida y desean vivirla al límite, de aquellas que desean morir a toda costa. Y he aquí que yo me hallo, con impertérrito semblante, haciéndome preguntas existenciales y tratando de decidir a cuál de esos dos grupos pertenezco mientras viajo a más (¡mucho más!) de doscientos por hora tratando de evitar que los ojos se me salgan por la nunca, si es que existe algún modo de evitar una cosa así. Por si acaso, entrelazo los dedos detrás de la cabeza, lo que convenientemente me hace adoptar un aire de indiferencia, y repaso mentalmente la falacia de falsa equivalencia disfrazada de razonamiento lógico planteada por Sharpe. Vamos, que es lo mismo matar mosquitos que personas, y que es imposible vivir tu vida sin matar a otros. La simpleza de su planteamiento es casi ofensiva… aunque, por otro lado, no es menos cierto que algunas personas son infinitamente más molestas que simples mosquitos, y si algo he aprendido en las últimas semanas es que se me está haciendo muy difícil sobrevivir sin cargarme a nadie.

Al final tendrá razón…

El vehículo se detiene sin avisar, y enarco una ceja cuando un monstruo de hormigón resquebrajado y óxido me saluda desde el otro lado de la ventanilla.

—O mi apartamento ha cambiado mucho en el rato que he estado fuera, o se te ha ocurrido el peor sitio posible para una cit… —Súbitamente, una llama diminuta perfora la oscuridad, el fulgor rojizo de un cigarrillo, que se intensifica cuando el fumador se aproxima al coche con paso confiado. Hersko—. Vale… —digo empleando un tono interrogativo, y cojo lo que me pasa Sharpe antes de mirar siquiera lo que es: un chaleco antibalas. Genial.

¿Qué me he perdido?

Pegó una calada profunda, tiró el cigarro al suelo como si lo dejara caer en un pozo y lo pisó para apagarlo. Abrió el asiento del copiloto de su auto y sacó el rifle que ya había usado en Oklahoma y que ya traía montado el silenciador de serie.

—Con silenciador. 

Saludó a Kyle con la cabeza, y con ella le señaló el lugar al que iban a entrar a fuego.

—Tienen secuestrada a la hija del señor Bahramí. Venimos a rescatarla, ¿te apuntas? 

Quiso ser honesto, se encogió de hombros.

—Están retransmitiendo la tortura. Cuando lo dejé estaba viendo en la pantalla de un portátil como unos pequeños seres horribles* trataban de comerse su carne. Se llama Azadé. 

En ese momento le vibró el bolsillo. Sacó su móvil, leyó lo que ponía y escribió un mensaje rápido. 

—Voy a darles esta dirección a los federales, si me hacen caso llegarán en un cuarto de hora o veinte minutos. Si para entonces seguimos allí no nos importará demasiado tener que darles explicaciones. 

»No hay tiempo que perder.

Encojo los ojos en una expresión desconcertada cuando escucho la respuesta del Rabino y, casi de inmediato, mis fosas nasales se ensanchan en un acceso de ira. Sin embargo, mi voz suena perfectamente serena cuando me dirijo a ambos. Demasiado, incluso.

—Ah… Entiendo. ¿Y no se os había ocurrido ponerme al corriente un poco antes?

No sé, más que nada, para darme alguna opción real a oponerme, digo yo. No, ¿verdad? Qué más da lo que yo pueda querer. Estos mierdas de Return hacen y deshacen como les viene en gana, y ahora han pensado que soy el candidato perfecto al próximo peón en su maldita cruzada. Y a Kathy que le den, ya de paso. Que le den a todo el mundo; nadie les importa una mierda.

Me duele el estómago. Creo que, por primera vez en lo que llevamos de noche, empiezo a temer por la vida de Kathy. Temer de verdad. En mi mente, vuelvo a ver a la doctora Lizbon en esa especie de celda. Caigo en la cuenta de que ella y yo nunca hemos hablado de su familia. De si está casada, de si tiene hijos… Alguien que se preocupe por ella. Y me pregunto si no seré yo el único que la esté echando en falta en este momento. Luego, pienso en la hija de Armín. Azadé, ¿no? Ella tampoco tiene la culpa de lo que está pasando, ni de no ser amiga mía. Es una víctima que merece ser salvada… O a lo mejor es la sectaria que se le escapó a Sharpe y esto es un montaje de proporciones épicas. Joder, qué guay todo. ¿De verdad importa lo más mínimo nada de lo que hagamos, o todos van a morir igual? Aprieto los dientes y tuerzo la boca en un gesto indescifrable que se parece demasiado al desprecio.

—Ya. ¿Y qué pasa con la doctora Lizbon? ¿Alguien me lo va a decir? ¿Alguien lo sabe? —Hago una pausa cargada de algo que sabe muy amargo—. ¿A alguien le importa, ya que estamos?

Pensad muy bien lo que vais a decirme, cabrones.

Lo miró fijamente pensando que tenía frente a él a una bomba a punto de estallar, y así dio, demasiado tarde, con el modus operandi de la secta. La situación era como un sketch de una película muda: la Estirpe llevaba al límite a sus objetivos más inestables para que estallaran en la cara de los más estables. Era como una de esas películas mudas en que el villano y el protagonista se intercambian un melón de dinamita como si fuera un balón. Tenía que dirigir el ansia asesina que habían cultivado en Kyle al lugar adecuado, y para eso tenía que medir las palabras.

—Si es la persona que creo que es, la tienen aquí también.

Se la describió como si no estuviera seguro de que la mujer que había visto en una jaula era ella, y contó que cuando la había visto, en la pantalla, yacía sin sentido, pero parecía viva. Quería mantener la llama de la esperanza en Kyle, pero ir preparándolo para lo que temía que encontrarían allí dentro. 

—No vamos a perder un segundo más contigo. ¿Vienes o te quedas?

La mirada de Hershko enciende algo dentro de mí que llevaba más de dos años apagado y que ya casi había olvidado. Sus ojos están preñados del mismo cóctel de desconfianza y condescendencia con la que me miraban los funcionarios de la penitenciaría psiquiátrica en la que estuve ingresado. Y el resto de internos de la prisión antes que ellos. Y mi madre, antes que ninguno. Y me doy cuenta de que lo único que ve en mí es mercancía dañada, un activo poco fiable en que apoyarse a regañadientes. Sería muy fácil ofenderse y, de hecho, un Kyle más joven probablemente lo habría hecho. Pero este Kyle está más que acostumbrado a esta clase de actitudes por parte de toda clase de capullos prejuiciosos, y se la suda lo que puedan pensar. Los casos que he resuelto hablan por sí mismos, así que no añado más. Además, cuando Hershko describe a Kathy, recobro brevemente la esperanza, pero no logro reprimir una única carcajada incrédula cuando Abel suelta lo de no perder más tiempo conmigo. Tiene cojones. Son él y Sharpe quienes han recurrido a mí, llegando tan lejos como a reclutarme sin mi conocimiento para asegurarse mi colaboración en esta operación, demostrando por tanto que me necesitan, y con eso me vale. O debería valerme. Podría responderle de cien maneras distintas, pero Kathy me espera, y me niego a honrar su amonestación con nada más que un encogimiento de hombros, desenfundando mi recién adquirida Desert Eagle y adelantándome a esos dos pasmarotes de camino hacia la sombría fábrica.

—¿Y a qué esperamos, pues? —digo con indiferencia chulesca sin darme la vuelta. Ahí dentro, más vale que Hershko no caiga herido ni se quede atrás… O tal vez sea yo quien no pierda un segundo con él.

—Ah… Entiendo. ¿Y no se os había ocurrido ponerme al corriente un poco antes?

Sharpe arquea una ceja, reprimiendo una carcajada.

—¿Quieres irte ya a la cama, chaval? Mierda... He olvidado el termo con café. Fallo mío, Rabino —dice de repente como si acabase de recordar algo de trascendencia capital—. Aunque algo me dice que esta noche vamos a contrarreloj... Me encanta mi trabajo, joder. Eh, venga, Kyle, no te pongas sensible. ¿Tengo que recordarte que estabas capando a un enano?

El hitman es lo suficientemente acerado en sus provocaciones como para no perder la ocasión de alinear el ánimo de Kyle Angel con el de una bien engrasada máquina de matar.

—Silenciadores. Pues así sea —dice encajando un cilindro metálico en la boca del cañón de su arma futurista.

—¿Alguna idea de a cuántos nos enfrentamos? —pregunta con la suficiente indiferencia como para cuestionarse si realmente le preocupa el número de hijos de puta que puedan estar apostados en el almacén abandonado que tenéis delante de vuestras narices.

Sharpe dedica una mirada indescifrable a Kyle antes de comprobar el seguro de su arma como quien echa la llave en la puerta principal de casa.

—Es justo lo que piensas. Un kevlar. Talla M. Yo diría que lo he clavado, ¿eh? —dice mostrando por una décima de segundo un afilado colmillo.

Kyle empieza a considerar que Herskho no ha llamado a un asesino profesional. Ha llamado a un puto cazavampiros.

—¿Y a qué esperamos, pues? 

—Ese es mi chico —dice con una sonrisilla cómplice tras escuchar a Kyle decidirse con prontitud mientras ladea la cabeza con un audible crujido de huesos—. Vamos allá.