Levanté la ceja derecha.
-"¿Unas cartas? No, entonces no tienen que ver en este asunto. Al parecer, según me dijo el galeno, ese libro pertenece a una secta que adora al mal, o eso le entendí. Supongo que ese libro será su Biblia o algo parecido." Le respondí.
Parecía que ningún bandido o sectario quedaba por la zona...
—No importa. En realidad tengo el presentimiento de que me enteraré antes o después. Se ha quedado una noche fresca.
Seguramente acabarían en la hoguera. ¿Este Fray sería legal, o vendría disfrazado?
—Fray. Cuando lleguemos a Toledo le dejaré ir a ver al Oidor, y así puede que se entere de alguna cosa que le viene bien.
Si. Le enseñaría el libro que acababa de rescatar del tipo que quiso burlar el cerco. Pero solamente cuando estuviera seguro de que era en verdad un fraile, y no otro impostor. ¿Es que aquí nadie era lo que parecía? A saber.
—Si que se ha quedado una buena noche, si.
EPÍLOGO.
Zubaida despertó gracias a las curas de Ilariñe, que parecía más versada en todo aquel asunto de medicina que cualesquiera compañero suyo. La ladrona volvió en sí, no sabiendo muy bien dónde estaba o qué había pasado. A su alrededor vio los cadáveres y las carretas calcinadas, aunque la noche apenas dejaba advertirlas. Eso sí, antes de que los fuegos se extinguiesen, el alguacil, quien había llegado de repente, recompuso en una improvisada pira unos tablones, resquicios de lo que quedaba sin arder, e hizo un fuego en mitad del patio, entre los cuerpos. No tardásteis en recoger a los caballos, que hallábanse horrorizados y tiritando junto a uno de los lienzos de muro que quedaba en pie. Asustados estaban por los fuego y los gritos de hacía unos cuantos minutos.
Mientras, hablaron fray Bernat y Roderic sobre asuntos ajenos a la caravana, sobre un libro y unas cartas, aunque tardásteis en reparar que Dionisio seguía dentro del edificio principal de las ruinas. Cuando fuísteis a ver cómo se encontraba, os dísteis cuenta de dos cosas: por un lado, éste yacía bocarriba, con la flecha clavada en el pecho, y ya no tenía el pulso que manda el corazón... Y por otro lado, había una gran mole en la pared, una roca que hacía de sillar natural en la parte trasera de la sala, que estaba desencajado. Era tan grande que podía caber sin problema alguno una persona. Ilariñe contó al resto, al ver esto, que Abel había accedido por allí y que luego habíase marchado en solitario, más bien por salvar la vida y pellejo que por cualesquier otra razón.
Esa noche hubísteis de recoger los animales y hacer noche allí, hasta que llegó el amanecer. Abel debía estar ya, por lo menos, en Toledo. El resto hubo de marchar hasta allí al día siguiente con la luz del astro rey.
* * *
Horas después.
Fray Bernat, Ilariñe, Roderic y Zubaida viajaron en los caballos de la caravana hasta Toledo. Atrás quedaron las carretas y los cuerpos, que ya habría tiempo de dar cuenta de ello a las autoridades. Estando ya a las puertas de Toledo, a punto de cruzar el puente de San Martín, Fray Bernat encontró en las alforjas del suyo caballo unas cartas, metidas en un corte interior del cuero de la alforja, muy bien escondida. La leyó, y entendió que tal vez era lo que Roderic buscaba. A su vez, Roderic, sabiendo del hallazgo y no pareciéndole mal la identidad del fraile, optó por hacer un intercambio. Al fin y al cabo cada uno quería lo suyo. Ahora el fraile podría saber qué era ese libro del que había oído hablar antes, y el alguacil conseguir lo que ansiaba.
Por su parte, Ilariñe llegó a esta gran ciudad de Toledo, cuna de sabios de varias culturas, para aumentar el suyo conocimiento, pues no es que fuera una estudiosa cualesquiera, sino que andábase inmersa en los caminos de la alquimia. Cualquier pudiera pudiera pensar que fuera un judío o un árabe afincado en la ciudad, muy común a estos menesteres, pero no era así; un hombre, con el sobrenombre de Roberto de Toledo, fraile en el monasterio de Santo Domingo el Antiguo, practicaba las extrañas artes metálicas, mágicas y de hechicería, y la estudiosa esperaba ser, para sí, su pupila.
En cuanto a Zubaida y Abel hubieron de coincidir y encontrar refugio en Toledo. Ambos llegaron muy malparados a la ciudad (uno a pie y otra a caballo), hasta un hospital de enfermos, agradable ello tanto para sus heridas como para su persona: y es que Abel no estaba sino perseguido por un delito desde hace tiempo que le perseguía. Una vez revisaron sus cortes, Zubaida y Abel hubieron de salir de allí y encontraron nuevo refugio en el monasterio de Santo Zelón, gracias a la inestimable y altruista ayuda y acogimiento de su abad: fray Olano. Cuando ambos estuvieron con él en su presencia, una vez les hubo entregado unas celdas para pasar allí unos días, se encontraron con fray Bernat. ¿Qué hacía en tal lugar el fraile que les acompañó? Ciertos asuntos de importancia hubo de llevar a Bernat hasta fray Olano, quien era un experto copista antes de ser abad. Olano confirmó a Bernat la veracidad del manuscrito que había en su poder (motivo verdadero de su viaje), y pudo así finalizar la empresa que se le había encomendado.
En cuanto a aquellos encapuchados y ladrones que asaltaron la caravana, éstos eran miembros de una secta llamada "los Tordos Negros". Fernando, el contable de Dionisio, aparte de ganarse la vida trabajando para él, llevaba bastante tiempo luchando en secreto contra esta organización, y su única intención fue llevar un voluminoso tomo a un grupo de nobles toledanos que ansiaban derrotarlos también, los cuales creían poder descifrar los entresijos ocultos del libro para utilizarlos como arma. El médico Jorge de Lucena, tras estar un tiempo trabajando con Fernando para Dionisio, quedó enterado de los hechos.
FIN