Partida Rol por web

Pero, aunque asombrado estaba por el buen manejo del acero que mostraba el marqués y que a punto había estado de ser recibido por los brazos de mil demonios, aún seguía en pie y dispuesto a plantarle cara a aquel que, por mucho nombre y tierras que poseyera, no dejaba de ser un matón del tres al cuarto.

Era bueno, el muy bellaco, pero a pesar de todo finalmente conseguí meter mi acero en sus carnes. Pero el hideputa no estaba vencido, ni mucho menos...

Y una vez más demostrábame el marqués que no era un contrincante cualquiera. Que si bien le gustaba mandar a terceros a dar la cara por él, también sabía defenderse llegado el caso.

Pero yo no había participado en batallas y en peleas de callejones y había salido con vida por ser un pelele; que en cuestiones de defender la vida también sabía lo mío.

Finalmente le lancé la estocada definitiva a ese mal bicho, que cayó agonizante a mis pies. Mi hermano estaba vengado...

Ante los ojos de los cortesanos lindicos, de las damas pacatas y de los criados lameculos, la hoja de mi espada encontró por fin el corazón del marqués y le dio muerte. Y mi mirada se alzó para encontrarse con la de doña Marina y sus ojos, aunque velados por el dolor, eran fríos como el hielo. Asintió levemente con la cabeza, y yo hice lo propio. La venganza nunca es tan dulce como nos imaginamos, pero es menos amarga que ver como quien ha dañado a los que queremos escapa impune. Mi hermano, por fin, estaba vengado... O eso creía yo.

Así que me volví a mi querida Villa de Madrid, que prefiero pisar las losas de sus plazas que el estiércol del campo, ya me conocéis. Y dejé que pasara el tiempo, dedicándome a mis cosas, y considerando que, al negocio, se le había dado la puntilla. En este tiempo, el personaje se cura de sus heridas.

Era ya noche cerrada cuando me metí en las familiares callejas que rodean la casa en la que vivo. Ya sabéis cómo son las noches de la Villa: Negras como la boca de lobo, sólo se orientan por ella los gatos, las gentes de la carda... y sus víctimas.

Tiempo había pasado desde mi enfrentamiento al marqués; aquel en el que por fin había vengado a mi hermano y todos los que habían caído bajo su mano. Pero a pesar de que la venganza había traido cierto alivio a mi pesar, aún desconocía yo lo que había motivado todo aquel entuerto.

Y mucho me temía yo que ya nunca me enteraría.

Pero curadas mis heridas y de vuelta a las callejas de la villa y corte que tan bien conocía, debía entregarme a mi propia supervivencia ya que de algo había que comer. Así encontrábame yo de vuelta a mi hogar paseando por la oscuridad que tanto servía como abrigo de los maleantes como temor era para los incautos paseantes.

De pronto alguien se me echó encima, por la espalda. Instintivamente traté de forcejear con él...

No iba a ser yo menos de recibir la visita de los maleantes escondidos en las sombras y, cuando menos lo esperaban, alguien me saltó encima. Que por conocer yo bien esas callejas no bajaba la guardia y fua así que, revolviéndome casi de inmeditato, enfrenteme a aquel que me había salido al paso.

Poco iba a robar el desgraciado ya que poco tenía, pero ese poco era bastante para mí y no iba a permitir que me lo arrebatara. Mas si de otra cuestión se trataba, había formas más honorables de dirimir una lid que no salirle a alguien de la oscuridad para cogerlo desprevenido.

Tal y cómo se me echó encima giré medio cuerpo, lo apiolé y lo estampé contra un muro. Rebotó y cayó, llevándose un par de puntadas y pisándole la mano, para que soltara el acero con el que pretendía agujerearme los riñones. Entonces le iluminó la cara la luna, y lo reconocí: era Lope 'el negro', un jayán especializado en matar por encargo, silenciosamente y por la espalda. Os ahorraré detalles. Simplemente os diré que lo dejé muy quebrantado, escupiendo dientes, mientras yo me iba, sabiendo el nombre de la persona que le había pagado para matarme...

Aporreé la puerta hasta que pareció que el edificio mismo iba a derrumbarse. Finalmente se abrió, apenas una rendija, y dando una patada la abrí entera. La que estaba detrás cayó espatarrada, y la pistola que portaba se fue bien lejos. Yo entré, cerré la puerta tras de mí y la miré a mis pies.

-Hola, cuñadita... Le dije a Margarita. Me parece que tendríamos que hablar...

...

En estas estaba, pidiendo explicaciones y esperando que me las dieran, que no es que yo sea muy aprensivo, pero me gusta que me diga la familia por qué paga asesinos a sueldo para que me mate, cuando una mano agarró la pistola caída y un cuerpo salió de las sombras... Y yo me quedé de pasta de boniato, porque el hideputa que me apuntaba con la turquía... No era otro que mi hermano Álvaro.

-Verás, hermano. Me confesó cínicamente Álvaro. No sé si te has enterado que el pobre conde de Peñaranda, señor de mi prójima y de un servidor, tiene el seso más sorbido que el Quijote ése del que escribió Cervantes. Y como siempre he tenido de labia lo que tú de mala cabeza, no me costó mucho camelármelo para que me prohijara, haciéndome heredero de todos sus bienes. ¡Magra fortuna, que, como ves, esta mansión suya en la que servimos se cae a pedazos, y de lo único que tiene mucho es de desconchados y miseria. Pero era el conde pariente del marqués de Villascusa, un fulano amigo de ganar pleitos, y como quien cría fama puede echarse a dormir, se me ocurrió un plan: convencí al viejo chocho que pleiteara por un caso perdido, una nimiez que ni ante un juez borracho podría ganar, algo que no haría sino reírse al marqués... y luego, entre mi mujercita y yo empezamos a murmurar entre los criados. No se si sabes que el marqués tenía la costumbre de despachar por la posta a quien le estorbaba, o amedrentarlo maltratando a la servidumbre. La guinda del pastel la puse cuando me llevé de la casa a Hugo, uno de los criados, con una excusa que no recuerdo, y lo asesiné. ¡Sí, hermano! ¿Creías que eras el único capaz de matar por dinero? ¡La diferencia está en que yo mato por mucho más que tú! Maté al pobre Hugo, que era de complexión parecida a la mía, y le machaqué la cara hasta convertirla en papilla, para que no lo reconocieran. Le puse encima algunas de mis ropas y me marché. Margarita hizo el resto. ¡Yo estaba muerto! Y tú me vengarías. Una vez muerto el marqués, el conde heredaría una buena cantidad de posesiones, por ser pariente suyo legítimo, y luego... bueno, es viejo. No tardará mucho en morir. Y todo irá a parar, entonces, a su hijo adoptivo... es decir, a mí.

Y ahí hallábame yo ante el muerto redivivo de mi hermano, con cara de atontado y sin poder creerme lo que estaba oyendo. Que si bien mi cuñada nunca había sido de mi agrado y ya me olía yo que andaba metida en asuntos con peores olores que el estiercol, nunca me hubiera imaginado que llegara a esos extremos.

Escuché lo que Álvaro contábame, dándome cuenta que me había dejado engañar como un tonto. Pues tonto era como me sentía, que por vengar la muerte de aquel que consideraba carne de mi carne y sangre de mi sangre, por poco cariño que yo le tuviera, habíame visto envuelto en una aventura con la que habíame cobrado la vida de un hombre.

De acuerdo que el marqués no era trigo limpio y que a buen seguro merecíase la muerte y mucho más, pero haberme visto abocado a tal extremo solo por un engaño... Al menos podía quedarme con el buen recuerdo que habíame dejado conocer a doña Marina y a su hijo, aunque no hubiera llegado a salvarlo por culpa de mi mal tiento en el campo, a ese si había conseguido vengarlo.

—Y ahora estás dispuesto a matarme a mí... De poco te servirá el dinero en el infierno.

-Todo hay que decirlo, cumpliste como el buen jayán que eres. Mataste al marqués y vengaste mi sangre derramada... Una pena que no supieras que seguía vivito y coleando...

-Y me temo, hermanito, que ya que mi sangre no se derramó, es justo que se derrame la tuya... Sabes demasiado, y por ello has de morir...

No puedo decir que no me esperara tal salida de mi querido hermanito, y mientras él daba explicaciones yo le estaba escuchando con un oído mientras pensaba cómo librarme de ésta...

Poco importábame ya lo que mi hermano tuviera que decirme, que más pendiente andaba yo de buscar una salida a mi difícil situación que escuchar las puyas de aquel malnacido.

Y vi mi oportunidad, que no en vano se dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo, y que yo estaba más acostumbrado a moverme entre las callejas de la villa y sus maleantes, que lo debía estar Álvaro.

Mi hermano estaba a punto de acabar su engolado discurso, así que decidí moverme ya. Salté como impulsado por un resorte y me tiré al suelo. Sobresaltado, mi hermano disparó, pero por suerte erró el disparo. Falló de poco, todo hay que decirlo, que me encontré luego quemaduras de pólvora en la capa. Luego se miró abajo, a la barriga, y se encontró con una mancha de sangre que le crecía por momentos. Y a mi espada saliendo de ella. Y a mí en el suelo, medio tirado y medio alzado, paralizado en la extraña estocada que me había inventado desesperadamente, sobre la marcha. Nos miramos largamente a los ojos, él tratando de hacer encontrar fuerzas para respirar y yo jadeando por el esfuerzo. Luego sus ojos se velaron y cayó junto a mí. Muerto, por fin. ¡Y ya era hora!