Partida Rol por web

En esos momentos, corrí a avisar a mi señor.

¡Don Alonso, levántese! -dije dándole suaves e ininterrumpidos toques para que despertase. ¡Levántese, por Dios! ¡Aprisa! ¡Tenemos visita! ¡Y no pinta demasiado bien!

Acto seguido tomé el arco y me colgué el carcaj a la espalda, que estaba colocado junto al resto de mis armas y la cota de malla. No tensé ninguna flecha, sino que con una mano cogí el arco y en la otra el dardo, rozándolo con la cuerda tensora para utilizarlo en cualquier momento.

¿Mmmmhhh...? sí, otro poco ahí, justo donde el empeine.... -murmura el Conde, medio dormido, pero la insistencia de los empujones de Manuel pronto le despejan...  

¿Eh? ¿Qué? ¿¡Pero es que no se puede dormir en paz en este bosque!? Voto a tal, que esta vez voy a escarmentar a estos monjes... -y con justiciera ira se levanta, espada en mano, preparado para cualquier eventualidad. 

¡Alarma! ¡¡Alarma!! ¡Guerra! ¡¡Guerra!! ¡levantaos!

A poco que le dé tiempo, y tras mirar donde indica Manuel, echa mano al escudo primero, luego al casco.

 Sobresaltado por los gritos, Rodrigo despierta de su sueño e instintivamente se pone en pie, mientras echa mano de su garrote - algún día tendré dinero para comprar una espada - que siempre le acompaña.

Esta visto que aquí no vamos a dormir, no sé si hubiera sido mejor aceptar la hospitalidad de los monjes - piensa, mientras trata de identificar que les amenaza esta vez

 Diego , que estaba en estado de duermevela, agarra su arma y se levanta raudo, para ponerse junto a sus compañeros. 

-Ya decía yo que no nos podíamos fiar de esos monjes. Así la próxima vez me haréis mas caso.-dijo al tiempo que se levantaba y se enteraba de lo que pasaba.

Nada más ponerse en pie de guerra y tras, haber sacado un pedernal, empieza a frotarlo contra su espada, haciendo así que salten las chispas provocando un brillo guerrero en su espada. Mientras hace esto grita:

-DESPERTA FERRO!!!!

En cuanto Don Alonso gritó "¡Guerra! ¡Guerra!" y veía como Diego hacía rechinar su hoja para hacer saltar chispas como los más fieros bárbaros, Fonseca, que tenía una flecha cogida en una mano y el arco en la otra, tensó instintivamente dicho dardo en la dirección de las pisadas y los cánticos. Apuntaba realmente a la oscuridad en sí, pero estaba preparado. No era un gran tirador, pues tampoco había aconsejado en la guerra a su amo, sino en temas más dóciles y complejos de entender.

A decir verdad, nunca había matado un hombre, y esto se le pasó por la cabeza; consideraba, a pesar de ser conocedor de algún que otro conocimiento de magia, que Dios honraría a los honestos, y castigaría a los que no fueran impolutos. Sin embargo, dicha disposición no la recordaba en momentos de aparente peligro, como éste.

A Dios rogando, y con el mazo dando -pensaba para si el alquimista. Si fueran aquellos clérigos bien habría que ensartarlos como una fiera tras capturarla en una lanza por alarmar a un señor y su séquito en su dulce y merecido sueño con tales desplantes.

-¿Qué perversas intenciones traerán esos descarados? Vive Dios que le atrevasaré si empuñan una espada o miran nuestros caballos... -murmuraba a los compañeros.

Efectivamente, habéis supuesto bien, se trata de un grupo enorme de monjes entre 20-25, y podéis ver que entre ellos van los tres hermanos que os visitaran hace unas horas. Todos van armados con lo que parecen ser palos o porrar, aunque uno de ellos , el que parece ser el monje superior- el abad- va protegido con un peto y lleva una espada en su mano derecha.

La turba asciende la pendiente en dirección al campamento, gracias al Altísimo, habéis acampado en el mejor lugar posible y a todos os da tiempo a equiparos antes de que lleguen a vuestra altura.

 Viendo que dispone de tiempo, Rodrigo echa mano a su arco. Deja el garrote a su lado y saca una flecha, apuntando hacia los monjes que se acercan.

 Diego mira al barranco que está detrás de ellos "mierda", piensa, no hay sitio para escapar, y aunque casi todos estén armados con solo palos...son muchos. 

-Señor, ordéneles parar y pregunteles a que viene esto, al menos ganaremos un poco de tiempo. - Dice Diego ya preparado para ensartar monjes.

Señor ¿disparamos? - pregunta Rodrigo al conde, sin apartar la vista de la turba de ¿frailes? que se dirigen hacia ellos.

Son demasiados, dudo que logremos salir de ésta - tratando que evitar un estremecimiento que podría afectarle a su puntería

 Mientras el Conde termina de ponerse el peto y el casco, y embraza el escudo, preparado para cortar unas cuantas cabezas, se dirige a sus hombres, mientras mira con preocupación a la bella curandera... sus alforjas están ya en la silla del caballo.

Iria tarda algo de tiempo en despertarse de aquella manera y levantarse como puede. Al ver la marabunta de monjes que suben por la pendiente no puede evitar que todos los pelos del cuerpo se la ericen, un escalofrío la recorre la espalda mientras se apodera de ella un terror absoluto que hace que tiemble como una endemoniada.

- Dios mío ayúdanos...

¡Presto, mi Señor! -respondió Fonseca al Conde-, no sin antes... ¡déjeme...! ¡déjeme su espada! ¡¡Aprisa!!

Fonseca se acercó corriendo a Don Alonso y le cogió suavemente la espada por el mango. Ciertamente pesaba lo suyo y él no podría manejar cierto arma así. Acto seguido le dio la vuelta y la clavó en la tierra. Después miró su mango y le puso, justo en la base, una especie de metal... Manuel se concentró y le entregó el arma a su señor.

Espero que funcione, mi Señor, ¡y que Dios nos ampare!

Acto seguido me dirigí con Iria.

Don Alonso sabía que Manuel era un hombre sabio, cuyos conocimientos valían precisamente en momentos como este. Ya acostumbrado a las extrañas manipulaciones que a veces le tenían incluso días ocupado, sin acordarse de dormir, o de comer, le dejó hacer.

Que ya desde niño gustaba de oír las narraciones y cuentos, las consejas y refranes, que tanto su madre como las sucesivas amas de cría habían dado en contarle por las noches para que el inquieto niño se durmiera. El Conde era piadoso, y devoto como se exigía en alguien de su posición...

... pero sabía que había otro mundo, casi siempre ignorado por el común de los mortales, donde las leyendas eran la realidad.

Las cosas eran así, y "Santa María Madre de Dios", como entonces siempre gustaba de decir su Aya.

Don Alonso miró hacia delante, tratando de adivinar si estos que venían eran unos patanes, o tenían algún conocimiento del Arte Militaris.

Observó, para ver si sencillamente venían todos en masa, o es que había alguna estrategia en su acometida.