Partida Rol por web

Pero en Huesca no había oportunidades, al menos para un ex-soldado más. Otros compañeros también rondaban en busca de tareas. Pero para los oficios sólo se buscaban niños, y para criados, hombres mansos. Tus cicatrices en la testa te delatan siempre.

Podrías haberte ofrecido para hacer rondas con el aguacil, pero tendrías que hacer vuelto a empuñar las armas, y todavía no querías. Tus ingresos se acababan, y otro camarada te descubrio que el invierno se ha terminado y los campos se comenzaban a trabajar. En todos los pueblos buscaban gente para labrar.

Y desde entonces vas de pueblo en pueblo. Cada misa en una ermita diferente, durmiendo sobre paja, disfrutando de noches cada vez menos frias. Haya donde vayas, los campesinos te abren las puertas de sus casas, pero te cierran las de sus casas. Otros jornaleros tampoco te invitan a compartir corrillo con ellos, puesto que les asustan tus armas. Por ti está bien, tienen razón en no fiarse. De camino hacia el sur, donde sabes que la gente sin arraigo es más bienvenida, cruzas la frontera del Reino de Aragón, y en Castilla, cambias de dirección hacia el oeste, puesto que sabes necesitarán ayuda esquilmando las ovejas. Y es en Calatañazor, tras un mes vagando, que un grupo de jornaleros te invita a un trago de vino alrededor de su hoguera por primera vez. Estos no tienen miedo, y al acercarte descubres por qué: También van armados. Las risas se interrumpen y uno de ellos te interpela con acento:

- Siéntese vuesa merced con nosotros a compartir un trago de vino.

- A fe que le agradezco el trago a vuestras mercedes -Responde afable el almogávar, mientras se sienta cerca del fuego, pero intentando no quedar flanqueado por sus anfitriones- ¡Después del día entero andando, mataría por algo de ese vino!

Diego se acomodó con la lanza tras de sí y el escudo sobre esta. No le preocupaba demasiado. ¿Quien invitaría a un trago a alguien si le quisiera algún mal? Además, su fiel coltell descansa enfundado sobre su muslo derecho, así que incluso entre esos hombres, no se siente desarmado ni vulnerable. No obstante, hasta que no sepa más de las intenciones de esos hombres, no se sentirá del todo seguro ni compartirá comida.

Reconoces que son vizcaínos en cuanto dicen un par de palabras en eusquera. Están sentados jugando a los dados alrededor del fuego. 

Son cuatro vascones de diferentes tallas. Uno, el más pequeño y de barba más poblada, está sentado sobre una pelliza de lobo. Otros dos son de la misma altura, mientras que el cuarto es un feo gigantón. Todos con ojos hundidos y claros, y mandíbulas angulosas camufladas bajo barbas desiguales. Lucen pelo largo. Todos visten ropa de cuero espesa y caperuzas de color marrón. Las pellizas de lana en las que se envuelven, les hacen parecer pastores. 

Tienen las armas tan cerca de ellos, que casi están sentados encima. 

Cerrando los ojos mientras hace un esfuerzo, el más pequeño, te interpela. 

- Mi n-no-nombre Eneco es..-

- a..a..aquestos son Oier et S..se..sebastián- Dice señalando respectivamente, para seeguidamente señalar al gigantón con un movimiento de mano.-Pedro.- Et a vos, ¿có-co-como os dizen?

Al ver que miras los dados te dice - ¿Ju-ju-ju-jugáis los da-dados? Es el juego de restar. 

Vizcaíno o no, esos hombres no se apartaban de las armas ni para jugar a los dados. Fama tenían de aguerridos los vascones, pero tal vez ese exceso de celo no era buena señal. Diego no se sintió especialmente seguro, aunque en su oficio era común el no separarse de las herramientas de trabajo. Decidió compartir algo de su comida por cortesía, cuando el gangoso llamado Eneco se presentó junto a su cuadrilla. Poco mal pretenderían hacerle si pasaban a las presentaciones y le ofrecían unos dados y vino. 

- Me permitirá rehusar, don Eneco - respondió tratando de no ofender a sus anfitriones, con una sonrisa cordial y tono de voz jocoso-, pero no son aficionado a los juegos de azar. Mi buen abuelo, Dios lo tenga en gloria, me decía siempre: "Dieguo, imbécil, guardarte bien de los naipes, dados y apuestas, pues joden familias y no gustan a Dios Padre". Jueguen a gusto vuestras mercedes, que yo disfrutaré de su compañía y compartiremos vino y algo de mi yantar. 

Dicho esto, abrió su morral y sacó algo de sus exiguas provisiones: algo de cecina, queso y pan seco. Dejándolo sobre una piedra plana cercana al fuego, ofreció a sus nuevos compañeros que se sirvieran con la mano.

- ¡Maldita sea mi estampa! -blasfemó de golpe, dándose un golpe con la palma de la mano en el muslo- ¡Que descortesía la mía de no presentarme a quien me invita a buen vino! Mi nombre es Diego, aunque aquellos que me conocen acaban por decirme "Blasfemias" por lo negra que tengo la boca. Un placer, señores.

¡A otra cosa! - añade de nuevo, tras un instante de silencio- ¿No sabrán vuestras mercedes de buen trabajo para un servidor, por estas tierras? ¡Ando más tieso que el cimbrel de un muerto!

- Non es difícil. ¿Sabéis acaso cazar lobos?- Comienza a decir riendo Sebastián, momento en el que Oier empieza a reirse a carcajadas. Pedro lento de reflejos se les une tarde, justo cuando el que dicen Eneco, les ordena callar.

-¡Silencio!-  Se vuelve hacía tí para decir algo, pero en ese momento, se percata de que se aproxima una muchacha del lugar,  tirando de una mula. Ni una sóla palabra se vuelve a pronunciar hasta que la muchacha se aleja unos cien pies, cosa que hace con bastante presteza, al verse observada por los cuatro vascones en silencio. Los cuatro intercambian miradas. Y entonces Eneco te vuelve a ofrecer la bota de vino, y vuelve a lanzar los dados aquel al que le tocaba. 

Tras mojar los labios un par de veces más en la bota, Diego decide no beber más. Últimamente, con los rigores del viaje está comiendo poco y siente que el vino le embota pronto los sentidos. Y sigue sin sentirse del todo seguro con sus recién adquiridos compañeros.

- ¿A que se refieren vuestras mercedes con los lobos? -Inquiere pasando de nuevo la bota a los vascones- No soy cazador de profesión, pero supongo que matar es matar a fin de cuentas... ¿Ibais a decir algo, don Eneco?

- Os aconsejo que pre-pre-preguntéis a los locales, como fi-ficimos nosotros - Eneco corta así la conversación y de paso enrarece el ambiente. Sebas y Oier se miran, pero Pedro todavía tira los dados sin percatarse del cambio de humor de su "jefe".
Todavía hay varias tandas de dados, pero notas como los cuatro cada vez usan más palabras en vasco, hasta dejarte totalmente fuera de su conversación. Después de anochecer, cuando el vino y la hoguera se va extinguiendo, uno tras otro van tumbándose y quedando en silencio, sin decir palabra.

Efectivamente, el ambiente empeora de forma repentina pero notable. No es del gusto de un hombre por general sociable como Diego. Según comprueba que sus anfitriones le excluyen y van yendo a dormir, el almogávar recoge sus bártulos y se aleja un tanto de ellos, procurando no hacer ruido y amparado en la oscuridad de la noche. No pretende darse una caminata, pero si dormir unas decenas de varas alejado de tan poco grata compañía.

Finalmente, cuando se ha alejado suficiente como para perder a los vascones de vista, busca un lugar adecuado y se echa la manta por encima para un sueño ligero a la par que reparador, siempre con las armas a mano y sin desprenderse de sus posesiones.

Unas voces te despiertan al alba. No hay sol, pero si luz débil para que puedas ver un paisaje azulado, y sentir el frio de la noche. Todavía están lejos, pero el viento las trae hasta donde estás. Son un grupo de hombres, pero parecen más que cuatro, y no vienen de la dirección donde dormian los vascones sino de camino atrás, de Calatañazor. Se acercan.

Te despierta una patada. Y te encuentras rodeado de campesinos de Calatañazor, de los que reconoces a alguno, pues trabajaste con ellos ayer. Llevan horcas, cuchillos y hoces, y las blanden. Entre ellos, la niña que pasó ayer por el camino con paso apresurado, que te señala. 

"Mal despertar de buena mañana, maldita sea mi estampa", pensó Diego mientras su mano aferraba su Coltell de forma instintiva. Pero no lo desenfundó. Habría sido un suicidio. En su vida militar había conocido lo que una muchedumbre enfurismada podía hacerle a alguien amarada en la impunidad de la masa y no quería ser uno de esos pobre pardillos que sufrían sus efectos...

- ¡A la paz de Dios, buena gente! -Dijo el mercenario, tratando de sonreír pese a que un sudor cada vez más frío recorría su espalda. Se movió tratando de interponerse entre su escudo, su azcona y la multitud para evitar que lo desarmasen- ¿Que tripa se les ha roto a vuestras mercedes?

"Maldita sea mi mala boca... Soy un menguado..."

-¡Levantad! ¡¿Dónde están los vascones?!- Dice gritando el más bruto de los campesinos. La cria no para de señalarte.

- ¿Y yo que iba a saber? -respondió Diego, algo más calmado al ver que la furia no iba contra él- Me ofrecieron buen vino y cuando se durmieron me alejé para dormir por mi cuenta. ¿Tengo pinta de vascón acaso, labriego inculto?

"Esta boca mía me va a perder un día de estos", pensó el mercenario justo cuando acabó de hablar. Se recolocó un poco la pelliza y movió un poco con el píe la manta que lo había cubierto en la noche, que se encontraba abandonada en el suelo. No era la respuesta correcta. Y la chica parecía enfadada con él en concreto.

- Bueno, disculpen vuestras mercedes -Añade unos instantes después- ¡Tengo mal desertar y no he hablado bien con ustedes! El caso es que no he visto los muchachos desde ayer en la noche. Pero si lo desean, puedo poner de mi arte y ayudar a encontrar a esos hombres. ¿A quien han tocado los cojones, si se tercia saberlo?

¿A quien han tocado los cojones, si se tercia saberlo?

Mientras dices eso, ves que caballero aproxima a galope del camino de Calatañazor. Los campesinos, que también lo ven, se empiezan a mirar entre sí. La niña pone una cara de horror, y llorando, sale corriendo en dirección contraria. 

"¡Esta es la mía!", pensó Diego al ver como los campesinos han dejado de prestar atención en él durante un instante. La chica ha marchado corriendo y el caballero ha atraído todas las miradas, así que el curtido mercenario aprovecha para dar un paso atrás, empuñar su escudo y azcona y apartarse un poco del grupo.

Ya armado, adopta una actitud calmada, con la cabeza de la lanza baja y el escudo al costado, pero al menos ahora se encuentra mejor preparado que antes para poder encarar a cualquier aldeano que tratase de solucionar el problema a la bravas. La diferencia en realidad es nimia, porque hay demasiadas personas como para enfrentarse, pero como mínimo él se siente más calmado con sus armas y ellos no deberían verse tan valientes ante un auténtico almogávar armado y dispuesto a la batalla.

Sin más, con esta pose calmada pero alerta, espera a la llegada del noble que puede salvarlo de esa turba villana.