XI.
Avanzaron tras Colom. La criatura era el mejor escudo que podían desear. ¿Qué podía oponerse a un ser de tan probada fuerza, de tan cuantiosa maldad y ferocidad? El valor, o la locura. Un mercenario se asomó en la puerta y arrojó una lámpara de aceite al suelo con tanta rapidez que Kargan no pudo hacer diana en él.
El fuego se propagó con rapidez por el pasillo formando una pequeña barrera de llamas. Colom retrocedió, furioso, las cejas elevados, los ojos fuera de sus órbitas. Masculló insultos en su lengua materna, una lengua muerta, y se escabulló por un lado rodeando al fuego el cual, pese a su dureza, había logrado asustarle.
Cuando llegaron a los aposentos de la hija de Lord Knebb se encontraron con la puerta cerrada. El fuego les había dado tiempo suficiente para atrancarla por dentro. Colom no esperó, se arrojó como un animal enfurecido hacia la defensa, la cual aguantó su portentoso envite. Los goznes chirriaron y la regia madera se combó, no aguantaría mucho más. Colom liberaba toda su fuerza, toda su rabia, en la lámina que le separada de los deseos de su señor. No habría una muerte rápida para aquellos que le habían arrojado fuego.
Se escucharon voces apresuradas, tras la puerta. Preparaban algo.
—Está loco —le susurró Kargan a sus dos compañeras, esperando tras la criatura pues resultaba evidente que no les necesitaba para nada —. Tendrá mucha fuerza, pero no es más que un animal. Y ahora está lejos de su amo.
No es mucho lo que llegas a saber de los vampiros. Criaturas de la noche engendrados en el pasado por un oscuro rito o la sangre derramada de un dios. El sol merma sus poderes, les debilita, pero no les mata. Su beso, la mordedura en el cuello, no transmite su maldición, pero mediante el rito adecuado, aquellos que han sido mordidos volverán a ponerse en pie. Un vampiro es inmortal, no envejece, no sufre enfermedades. Tampoco se le puede envenenar. Se alimentan de sangre. Las antiguas leyendas hablan más bien de mitos, de héroes que se enfrentaban a estos monstruos con forma de hombre mediante el acero y el valor.
Carcajada recuerda un manuscrito leído tiempo atrás, de un anónimo monje, en el que señalaba que el vampirismo es un nuevo estado psíquico, no destruye la mente. Es el poder que otorga la maldición lo que corrompe una personalidad, lo que hace que un hombre bueno se vuelva malvado. El poder. La mayoría de los hombres llevan un demonio dentro, la maldición les da el poder necesario para sacarlo.
Tales monstruos se arrodillan antes poderes más terribles que el suyo, convirtiéndose en excelentes cazadores o siervos de poderes más temibles. Suelen cazar en grupo.
Su fortaleza, así como sus sentidos, son excepcionalmente uperiores a las de los hombres vivos. Aun así las leyendas hablan de dos medios efectivos para darles muerte; el fuego y la decapitación.
Asintió.
Solo un animal. Aterrado por el fuego, un brillante recuerdo de la mortalidad de la que se creía haber despojado. Ni siquiera aquel avatar de la muerte era invulnerable, ni invencible. Por fin lo recordaba, indicio apilado con indicio. Cuentos de horror alrededor de una hoguera que apartaba la noche con sus llamas bailarinas, manuscritos obtenidos de excéntricos buhoneros cuyos dedos habían hurgado en las entrañas de civilizaciones enterradas por el tiempo y la tierra.
La boca se le secó al pensar en el carro de cadáveres. Un ejército que levantar, que comandar. Tarde o temprano eremos cadáveres, esclavos, o peor, ganado, si no nos marchamos de aquí. Si no es tarde ya para irse.
Miró a su hermana, temor titilando en sus pupilas, después a Kargan. Se acercó a ellos, casi frente contra frente. Enlazó los dedos con los de Tristeza. Señaló con la cabeza de la lanza al monstruo que aporreaba la puerta, que no tardaría en derribarla y hacer pedazos a los defensores de la hija de Lord Knebb.
Puede morir, esbozó con los labios, sin pronunciar las palabras.
Señaló el fuego que todavía consumía el aceite derramado en el pasillo. Incinerado. Se pasó los dedos por el cuello. Decapitado.
Se apartó de ellos. Buscó con la mirada, otro candil como la que había lanzado el guardaespaldas, antorchas encendidas. Aceite, aunque de nada le serviría si no estaba lo bastante caliente para arder.
Todavía no había decidido qué hacer con Colom. Quizás, si seguían el juego del albino podrían limitarse a agarrar su pago y huir de allí, varios caballos para cada uno de ellos, cabalgar hasta reventarlos, poner millas de arena ardiente entre ellos y aquella pesadilla a punto de desatarse.
Quizás no tenían más remedio que actuar allí, ahora. Clavó la mirada en la de su hermana, buscando una respuesta en sus ojos.