Partida Rol por web

La antorcha lanzada hacia el interior de la casa había comenzado a arder, extendiendo su fuego hacia una especie de banco de trabajo de madera sito sobre ella. Había humo por doquier, impidiendo ver apenas nada en la estancia.

No era una casona muy grande. No poseía buardilla, pero de la sala central -por la que habíais entrado- se accedía a otras dos por dos puertas apolilladas de esquina a esquina. Una se hallaba a en la pared de la izquierda, la otra frente a vosotros. No había más. Eso era todo. Un vivienda humilde, como tantas otras.

La sala en que os hallabais no era fácil hacerse una idea de lo que contenía, a causa del humo. Podíais distinguir los bordes de una raída alfombra de considerable grosor, así como el banco de trabajo de la familia. Hay algunas piezas de alfarería sin terminar, esparcidas por el suelo, fundiéndose ante el calor de las llamas. También hay algunos almohadones mullidos a modo de asientos sobre el suelo. Alguno de ellos ha comenzado a arder.

Nadie emite voz alguna dentro de aquella casa. Sabéis que había un hombre en la sala de la izquierda porque lo habíais visto asomado a la ventana, pero no daba señales de vida ni había tratado de huir del cuarto. Desconocíais si había o no más personas en la casa.
 

Silvana trataba de aferrar al niño, quien reposaba histérico en sus brazos, jadeando y llorando al ver el espectáculo de la calcinación de la mujer. Hacia vosotros llegó el inconfundible olor de la carne chamuscándose, como el de un trozo de buey ardiendo en un palo sobre una hoguera.

Solo que esta vez no era una rodaja de carne lo que se estaba cocinando a vivo fuego, sino el cuerpo de una mujer que, no solo no estaba muerta, sino que gritaba como una loca, plenamente consciente y sufriendo como una mártir.

Sebastián se acercó a ella para auxiliarla, pero poco podía hacer de entrada con una sola mano, así que, presa de la desesperación, clamó por la ayuda del ser más abyecto del grupo, el cual se sobresaltó al percibir las voces del mendigo.

-¿Eh? ¿Eh? ¡Ah! Sí, sí.

Fue su elaborada y profunda respuesta, despertando por fin a la realidad, como ajeno a todo aquello que le sucedía a su alrededor, más preocupado por buscar el objeto del diablo que por lo que le pudiera suceder a unas gentes que le traían completamente sin cuidado.

Con parsimonia, sin ninguna prisa, extrajo una manta de su macuto y se acercó a la mujer, dispuesta a azotarla con el trapo hasta que las llamas se apagasen.

Y mientras ambos tratabais de apagar el fuego, el niño reaccionó, intentando desasirse de la presa de Silvana.

-¡La medalla! ¡La medalla del mío pa!- se llevó la mano al cuello, como buscando algo, un objeto que debiera estar allí y que había desaparecido- ¡La que me dijo el mío pa que me pusiera antes d'abandoná la casa pa buscá ayuda! ¡La medalla del mío pa! ¡Ay que me la he dejao dentro la casa!

Trató de soltarse, desesperado, de la presa de la mujer, con la intención de entrar en la casa antes de que fuera demasiado tarde.

Solo el Señor podría comprender por qué primero lloraba por no querer regresar y ahora pugnaba por hacerlo. ¿Cuánto valor podría tener aquella medalla para la criaturita enajenada como para querer adentrarse en un infierno para recuperarla?

-Agustí, tu eres más fuerte: encárgate del hombre de la habitación de la izquierda!

Por lo que habían podido ver desde el exterior de la casa era que, al menos, había un hombre en su interior.  Conociendo la envergadura de su compañero, sería más fácil que Agustí se encargara de salvar la vida del hombre mientras él se encargaba de comprobar que nadie más estuviera encerrado en aquellas cuatro paredes.

Pero debían ser rápidos porqué el fuego se extendía con rapidez y el humo dificultaba la visión y la respiración.

Gonzalo se dirigió a la puerta frente a él para intentar abrirla y comprobar si había alguien más.

-Rápido Agustí...esto comienza a ser un horno!

Cubriéndose la boca y la nariz con el antebrazo, Agustí asiente a lo que le dice su compañero y se mete en la habitación de la izquierda, tratando de no inhalar humo ni acercarse demasiado a las llamas que iban apareciendo por todas partes.

Por mas que se esforzaba, apagar las llamas de la pobre mujer con una sola mano parecía una taréa imposible y los gritos de agonía junto al olor a carne quemada empezaban a desesperarle. Se puso a llorar sin dejar de azotar el cuerpo con la manta.

Abres la puerta de la izquierda. Lo que te encuentras es el dormitorio de la casa. Hay un camastro relativamente modesto y, en él hay una mujer tumbada. Incluso con el humo y la poca claridad de la estancia te percatas de que su cuerpo, aún vivo, está prácticamente sumido en la podredumbre, con marcas negruzcas por todo el cuerpo y emitiendo cada dos por tres una respiración entrecortada que, a falta de energías, pretendía ser una profunda tos.

A su lado, sentado en la cama, ves a un hombre alto y flaco, con largas barbas. Tiene los pies apoyados en el suelo y la cabeza gacha. Te mira al verte entrar, y en sus ojos ves reflejados la angustia de quien se sabe morir. En su cuello y manos hay pústulas negruzcas.

Te precipitas hasta la puerta del fondo mientras el humo se adentra en tus pulmones. Comienzas a toser con violencia, y los ojos inician un lagrimeo constante que te ciega por momentos.

Asgas el pomo de la puerta y lo giras para adentrarte en la sala... O lo que tú creías que iba a ser una sala, pero que no lo es. Es la puerta de acceso a la huerta trasera. ¡Aire! ¡Aire limpio!

Pero también corriente. Y la corriente comienza a avivar el fuego en el interior de la casa.

En el patio trasero ves que han removido la tierra recientemente. Una pala yace al lado del pequeño terruño de la huerta en la que parece que han enterrado algo, quizás algún objeto de la familia, en pretensión de un posible pillaje al comenzar las revueltas en Tortosa.
 

La mujer seguía agitándose entre insoportables dolores y aullidos desgarradores hasta que, de pronto, dejó de moverse. Charles de Lupo seguía azotándola tanto con fuerza como con nulo interés. Cuando ve que deja de moverse, sacude la capa y, al ver que ha quedado inutilizada, la hace un ovillo, arrojándola a un lado del camino.

No tardó mucho un vecino harapiento en correr a recogerla. Pese al deterioro, sigue mostrando un aspecto bastante mejor que el que presentan las prendas -por decirlo de algún modo- que lleva puestas en esos momentos.

Dentro de la casa escucháis los raudos pasos de los dos compañeros que han entrado en la casa. Pronto oís cómo uno de ellos comienza a toser fuertemente, sin duda ligeramente indispuesto a causa del humo que emana del interior.

Viendo el espectaculo que se desata ante mis ojos, no me cabe otra opcion mas que intentar retener al niño entre mis brazos para librarlo del fuego, no se que importancia tiene la medalla de la que habla, pero si lo dejo ir perecera quemado y no estoy dispuesta a eso.
-Espera, hay que apagar el fuego antes de entrar ahi!- trato de que no se escape.

Observo la escena ante mi sin apartarme el pañuelo de la cara.
-Lo siento. -Solo alcanzo a decir. Luego doy un rápido vistazo a la habitación en busca de algo que me llame la atención, y al no verlo, me dispongo a salir, aunque me detengo.
-La muerte puede ser rápida o lenta, buena gente. Si quieren lo segundo, puedo ayudarles. Y desenfundo mi espada para que la vean.

Gonzalo consiguió llegar hasta lo que parecía el patio trasero de la casa. Fue un alivio poder respirar aire algo menos cargado de humo, pero aquello solo provocó que las llamas se animaran a quemar con más rabia el pobre edificio.

El muchacho vio como habían intentado enterrar alguna cosa en el suelo del terreno, puede que algo importante. Pero Gonzalo no estaba para "secretos" o cosas por el estilo: su compañero Agustí estaba en peligro como él, al igual que los habitantes de la casa. Y sin saber muy bien porqué, el muchacho agarró la pala y comenzó a recoger tierra para lanzarla al foco de las llamas. Quería apagar el fuego, como mínimo una parte de él, para ganar tiempo y evitar la propagación del incendio.

Puede que fuera una locura, pero era lo que creía mejor para salvarse de aquel posible infierno.

La mujer ya no tiene ni fuerzas para moverse. Dirige una mirada suplicante a su marido. Éste, con ojos tristes, con la mirada de quien sabe cuál es el destino que le aguarda, te contempla suplicante.

-Mi niño...

Casi no es una voz humana. Alguna vez habías oído a algún trovador errante narrar alguna historia espeluznante sobre seres con voces de ultratumba. Aquella era la más cercana a tal concepto que tu cabeza podía imaginar. No era la de alguien de este mundo, sino la de un agónico ser que ya se hallaba más al otro lado del espejo que en la existencia real. Había más muerte en aquel cuerpo que vida. Pero aquellas dos únicas palabras que te dedicó fueron la más desesperada súplica que habías oído jamás.

Luego no emitió palabra alguna. Ya no tenía fuerzas para ello. Miró a su mujer. Miró las llamas que crepitaban en lo que otrora había sido su sala de estar. Y miró tu filo.

Y, agradecido, asintió.

El niño se te escapa de las manos y corre hacia el umbral de la casa con toda la velocidad que sus cortas piernecillas le permiten. Está tan obcecado por obedecer el que fue el último ruego de su padre que está dispuesto a arriesgar la vida si hace falta por no fallarle, como si hubiera sido una petición emitida en el lecho de muerte...

Claro que, bien mirado, bien que podría haber sido su última petición antes de dejarse atrapar en aquella casucha ardiente que constituiría su lecho de muerte...

El niño está a punto de alcanzar la casa y de adentrarse en las vivas llamas.

-El niño estará bien. -Les digo con toda la seriedad posible.
Acto seguido acabo con sus agonizantes vidas del mismo modo con el que sacrificábamos a los animales para evitarles sufrimientos y me dirijo a la puerta de salida.