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En tu sangre

En tu sangre

 

2595, Lucatore.

 

Hacía tiempo que Dana se había levantado para empezar a preparar la posada antes de que acudieran los primeros clientes hambrientos. Había comida al fuego y una gran parte de las mesas estaba totalmente limpia. Subía y bajaba por las escaleras ultimando los preparativos cuando se detuvo en una de las ventanas. El sol comenzaba a despuntar por el este, proyectando así las gigantescas montañas su larga sombra sobre Lucatore. Entonces, un cuerno sonó con fuerza a través de las calles de la ciudad, un sonido profundo y grave que la hizo estremecerse. Y cuando terminó, de nuevo volvió a sonar.

 

Dana se quedó descolocada, absorta en lo que podía significar aquello, se rasco su enmarañada cabellera ondulada y no supo que debía hacer, todos despertarían y le preguntarían. Bajó corriendo a la calle en busca de respuestas.

 

El cuerno de las lamentaciones seguía resonando y no descansaría hasta que la última de las almas estuviera en pie. Eso ya le había quedado claro.

 

Fue de las primeras en salir a la calle, pudiendo contemplar las ventanas abrirse y a algunos vecinos traspasar el umbral de sus puertas, desaliñados y aun más confusos que ella. Preguntas sin respuesta empezaron a escucharse a lo largo y ancho de la calle, nadie parecía capaz de responder a ellas. No tardaron en ser interrumpidas por unos gritos en la lejanía, que a medida que se hacía el silencio se tornaban ganaban claridad, hasta que llegó el momento en que todo cobró un terrible sentido.

 

«¡El bautista ha muerto!». La frase se repetía en cada calle, en cada esquina, la ciudad debía saberlo y los orgiásticos se estaban encargando de trasmitirla.

 

Un hombre cayó de rodillas, llorando con desesperación, mientras que su mujer miraba fijamente hacia el vacío, sin ser aun realmente consciente de lo que estaba ocurriendo. Dana los miró, frotándose los ojos e intentando evitar que las lágrimas salieran a flote. No podía ser, él no. La gente se iba aglomerando, más y más, enaltecida por las oscuras nuevas.

 

Los ascetas recorrían las calles, escoltando un ataúd y dirigiéndose hacia el claustro. Una procesión de antorchas marchaba tras ellos, dolientes que se dirigían hacia la empinada cuesta tras la estela de los anabaptistas.

 

Y tras ellos los rumores empezaron a circular por toda la ciudad. «¿Asesinado?» contestó extrañado un mercader, momentos antes de cerrar el puño enfurecido. El culpable debía pagarlo. «Al viejo lascivo le han sorbido el cerebro, quiere entregar la ciudad», despotrica un borracho en los alrededores. Una mujer ultrajada por sus palabras le lanzó una piedra y respondió con rabia: «Demos gracia porque todavía está aquí».

 

Dana escuchaba estupefacta. Altair había muerto, un héroe de guerra, un hombre santo había sido asesinado, uno de los ocho. «¿Quién podría hacer algo así?», se preguntaba una y otra vez mientras recordaba cuando se había acercado a hablar con ella, regio y a la vez familiar, había alzado su mentón y le había dicho que el futuro estaba en nosotros, en los niños de Lucatore, y a pesar de que habían pasado años. No había olvidado el tono de su voz, conmovedora y carismática.

 

¿Qué sería de todos ellos ahora que no tenían una estela que seguir?

 

Esa misma noche una estrella desapareció del firmamento.

 

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