La reina goblin hablaba y Molsa escuchaba, a su ritmo giró la cabeza para observar al príncipe un poco confusa rascándose la cabeza y con la mirada interrogante, pues si no se llamaba Bastian. ¿Cual era su nombre? Menos mal que el príncipe se explico.

— Príiiiiiiiiiiiiiiiinciiiiiiiiiipeeeeeeeeeeee Baaaaaaaaaaaaaaaastiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaan... —Repitió asintiendo.

No le dio tiempo a reaccionar, en cuanto vio el fuego, la monstruo cornuda se echó unos pasos hacia atrás asustada gimoteando.

— Fueeeeeeeeeeeeeeeeeeegooooooooo, fueeeeeegooooo maaaaaalooooo, Molsa noooo guuuuuuuuustaaaaaaaa, hum...

Menos mal que la vocecita de su conciencia gusana aportó algo de luz a su desesperación y a la orden de Agustina y el príncipe se empezó a mover para ir por donde indicaban, no sin antes acercarse para llevarse algo de aquel lugar de manera totalmente azarosa, sin fijarse mucho si cogía una ballesta, un casco, una bala de cañón o cualquier otra cosa. Entonces comenzó con sus zancadas.

— Glooooooooooooooooooooooooobz cooooorreeeeeer...

La puerta

Salieron a la carrera de allí por la otra puerta para evitar el fuego con el que la reina había cubierto su huida. Estaba claro que esa Sarah no era de fiar, se notaba que antes de ser una goblin había sido una humana. Y en la carrera Molsa agarró lo primero que pilló, que resultaron ser unas agujas de tejer muy afiladas. ¿Serían acaso las que había perdido Doña Agustina? ¡Todo era posible en el Laberinto!

Pronto se encontraron de nuevo en aquel vestíbulo de la entrada que ya conocían. Globz llegó a la carrera justo cuando se detenían. Venía con cara de traviesillo, a saber para qué se había quedado atrás el muy tunante. 

En la puerta vieron un carrito de leche que estaba estacionado justo frente a ella. El lechero estaba depositando cuidadosamente varias botellas y recogiendo las vacías. Llevaba guantes gruesos mientras lo hacía porque, como todo el mundo sabía, los goblins eran terriblemente alérgicos a la leche, que hacía que se hinchasen de gas y empezasen a flotar por ahí. 

De nuevo estaban ante la misma encrucijada, aunque ahora ya habían visto el mapa de todo el castillo. A la izquierda, un largo tramo de escaleras llevaba hacia arriba. Frente a ellos, unas escaleras que descendían.

En cuanto doña Agustina se fijó en aquello a lo que Molsa había echado mano, se llevó las patitas a la cara mientras sus ojos se iluminaban muy abiertos y brillantes.

—¡¡Molsaaaaaaa corazóóóóóóóón!! ¡¡Mis agujaaaaaaas!! Ay ay ay —decía emocionada e hiperventilando—, ya sabía yo que las había dejado en algún lado. Ay ay ay, qué alegría que me das, mi niña. Trae para acá, anda, bonita, trae y luego te voy a tejer otra bufandita hermosa. Una bien grandota para que te cubra ese cuello tan frescote.

Doña Agustina le dio unas palmaditas en la cabecita con algunas patitas, muy contenta y satisfecha, mientras extendía otras de sus patitas hacia las agujas, abriendo y cerrando los dedos gusanos, a la espera de recibir sus agujas de tejer.

—¡Rápido! —dijo a continuación—. ¡Hacia... hacia... _^hacia...!

De pronto, doña Agustina se había olvidado completamente de cómo era el mapa. Había pasado ya una hora desde que lo había visto y la pobre mujer tenía una memoria muy frágil, así que ya no se acordaba bien si debían ir por las escaleras que subían o por las que bajaban.

Tras su mazilioso nitento de fastidiar a la reina, Globz corrió hasta donde setaban los otros.  Se necotraban en la endrata del catisllo y la reina no setaba, pero Doña Agujitas no parecía molesta. Estaba contentímisa.  

Globz se agreló un tonmón de que hubiera necontrado sus ajugas.  ¡Si presenguían a la reina, serugo que se le iban cayendo el resto de las cosas que había robado!

—¡Puagh, elche! — dijo agurrando la cara — los humanos son guarrímisos.  Que la reina fuera humana no setaba bien. ¡Elche! ¡Elche fresca, además! Era un escándalo.

—Tú — le dijo al goblin —. Se acabó lo de la elche, menudo pegrilo. Que lo haga un enano que a ellos les gusta trajabar.  ¡Ajabo con la reina!

Tras unos momentos de cofunsión, mepezó a subrí por el camino que subría. Las lagras esclarelas de la...uh... izdierca.

—Serugo que está por aquí. La muy... ¡Explotadora laboral!

Molsa se puso casi tan contentísima como Doña Agustina. ¡Qué suerte la suya de encontrar las agujas! Ahora la gusana podría tejerle una laaaaarga bufanda.

— Aaaaaaleeeegríiiiiiiiaaaaaaa wiiii...

Le pasó las agujas claro, aunque no dejaba de andar, pero al ver la encrucijada paró pero su atención dispersa la condujo a mirar a aquel goblin lechero.

— Mmmmmm... —Sacó la lengua relamiéndose la monstruo cornuda, frotándose a la par la panza al ver las botellas de leche fresca. Pues a los monstruos cornudos les gustaba mucho la leche, claro que sí y a veces, los que vivían cerca de los pastos, se llevaban los cantaritos de los granjeros cuando acababan de ordeñar y dejaban a cambio castañas o nueces. 

Lo que ocurrió es que el parloteo de Blogz la distrajo de nuevo y se le mezclaron los conceptos.

— ¿Eeeeeexploooootaaaadooooraaaaaa laaaaaaboooooraaaaaaal?

Aunque no llegase a entenderlo del todo, explotar sonaba malo. Segurísimo que la reina era eso y más, todo el mundo sabía que los caballeros castaños eran de fiar en sus razonamientos. Así que asintió dándole la razón y fue detrás de Globz para subir las escaleras... Aunque no desaprovechó la oportunidad, cuando pasó por al lado de las botellas, de tratar de llevarse alguna. Así de pronto le había entrado hambre y seguro que luego tendría más.

Príncipe Bastian había llegado a las puertas con prisa aquella vez, pero también con la cabeza ocupada en las tonterías que había dicho la Reina. Vaya tonterías eran. Como si Doña Agustina no se llamase Doña Agustina, o Globz no se llamase Blogz.

Al ver al lechero, la leche y todo lo demás, Príncipe Bastian frunció el ceño con extrañeza. Extrañeza por tener de repente una idea tan buena. A veces pasaba, claro, no en vano era un Príncipe inteligente y apuesto. Pero a menudo, los Príncipes como él tenían sus ideas a través de sus consejeros... y aquella había nacido así, ella sola.

Mientras señalaba con más fuerza para que Xerxes corriera —que era lo mejor que se podía hacer en esos casos, claro—, Príncipe Bastian alzó la voz, estirando la otra mano hacia el suelo. Estirándola mucho.

—¡Te nombro lechero real! —exclamó.

Y es que había dos cosas importantes. La primera, que no tenía un lechero real. La segunda, que cuando uno era real sus servicios y productos estaban al servicio del Príncipe y su familia. Eso era así, claro, lo sabía todo el mundo. Así que estirado como estaba, aprovechó para coger una de esas botellas de leche de camino a las escaleras que subían.

—¡Por ahí! —dijo, dando la razón a los otros, sin dejar que Xerxes se detuviera. Debían darse prisa. Mucha prisa.

El goblin pareció indignarse muchísimo con lo que le dijo Globz y puso los brazos en jarras.

—¡La leche no se acaba! Mi familia lleva setecientos años repartiendo leche y no voy a parar yo ahora. ¡Ni hablar!

Pero Globz ya desaparecía a la carrera por las escaleras que subían. El ceño del goblin se relajó cuando lo nombraron lechero real. Hinchó el pecho con orgullo y se dio unas palmaditas con la mano enguantada.

—¡Claro que sí! ¡Leche de la mejor calidad, sí señor! —Y empezó a hablar como para sí mismo—. Lechero real, cuando lo cuente en casa no me van a creer…

El salón del trono

A la carrera llegaron de nuevo al salón del trono que ya conocían. Allí, los enanos seguían trabajando en la tarea de reconstrucción y algo se notaba que ya habían avanzado desde la última vez que habían pasado por ahí. Los miraron con curiosidad, pero enseguida siguieron concentrados en su trabajo. No había ni rastro de la reina por allí. 

El salón era amplio. En el centro había un foso circular de unos treinta centímetros de profundidad. Contra la pared del fondo podía verse colocado el trono de la Reina, cubierto con una cortina púrpura. La espalda y los apoyabrazos estaban tallados en forma de cuernos rizados. Junto al trono podía verse una campana y en otra de las paredes un reloj cuyas manecillas eran dagas y que en ese momento mostraba las cuatro, justo el tiempo que le quedaba a los viajeros para completar su búsqueda.

También había una ventana, desde la que se podía contemplar toda la ciudad de los goblins. Cerca del trono había una escalera que subía todavía más alto y que ya sabían que llevaba a las escaleras. Justo a la izquierda de donde se encontraban, había un pasillo largo que se perdía sin llegar a ver el final. Y a la derecha de la ventana había un arco de piedra que daba a un corredor. 

—¡Vamos, vamos, gente! —iba animando el hurón, que aún estaba en el hombro de Molsa y que parecía bastante emocionado con toda aquella aventura—. ¡Por Anastasia! ¡Por el bosque! ¡Todos juntos!

El caballo, sin embargo, parecía algo cansado del optimismo de Flimflam y rodó los ojos mientras trotaba con elegancia.

—¿Nadie tiene un calcetín usado para taparle la boca al bicho? —preguntó al aire con cierta malicia.

Doña Agustina había agarrado aquellas agujas de tejer con gran emoción y había empezado a tejer enseguida. El problema era que no tenía hilo, así que agarró lo primero que vio: pelo de bestia cornuda. Tejiendo, tejiendo, tejiendo mientras Molsa avanzaba, doña Agustina le empezó a hacer una bonita trenza en lo alto de su cabezota cornuda.

Cuando llegaron a la sala del trono, ya había olvidado completamente por dónde era el camino a seguir. Por poco ni se acuerda de que ya había estado antes en la sala del trono, pero es difícil olvidar un trono. Y ese reloj. ¡Ah! ¡Ese reloj! ¡El tiempo! ¡Eso era!

—¡El tiempo!

¡Qué señora tan metafísica doña Agustina! ¡Qué capacidad de síntesis para expresar la angustia humana (y gusana) acerca de la fatalidad que encierra el objeto reloj como símbolo del paso del tiempo y del sujeto como ser encerrado en un círculo constante de…!

*Ejem*

Hum, sí, disculpen, me he emocionado. ¡El tiempo! ¡Eso era!

—¡Hay que retroceder el reloj! Guárdame esto un segundito, niña —le dijo a Molsa, mientras le dejaba allí las agujas de tejer.

Doña Agustina se bajó de Molsa y subió por la pared hasta alcanzar el reloj, colgándose de la manecilla-daga con la intención de que, en lugar de quedarles cuatro horas, les quedaran algunas más. Sólo era un reloj, ¿no?

Príncipe Bastian se quedó un momento pensativo al llegar a la sala del trono. Miró... pues miró el trono, claro. Y el reloj. Y la campana. Y se sintió tentado de tocarla para ver si venía algún goblin sirviente y podía pedirle un té para agustina. Pero por encima de todo eso había otra cosa. Algo que creía que habían hecho mal la última vez que habían visto a la Reina Goblin.

—Eh... —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Alguno sabe leer bien, bien, bien? Creo que tendríamos que seguir las instrucciones —afirmó, y sacó el libro para tendérselo a quien mejor leyera—. Cuando la veamos, leed eso. A la del cuento le funcionó.

Tras esa oferta miró alrededor y señaló hacia uno de los pasillos*.

—¡Vamos! ¡Ya es nuestra! ¡Se va a enterar! ¡Esa Reina Goblin sí que no se llama Goblin!

Globz puso mala cara al ver a ese goblin elchero nefadarse. Pero Globz no era de perocuparse mucho rato, al menos de una misma cosa. Ahora lo que más le tasfidiaba era no entroncar a la reina. O entroncarla. No sabía muy bien cual de ellas.

—Esto es...¡un larebinto! —chilló setirándose de las ojeras. Pero anuque no le gustaban, había nadizo en uno de ellos. Hasta el goblin más tapán sabía muchímiso de larebintos.

—Sisisi, es pro donde dice él — selañó a Bisatan —.Por ahí. Y salió corriendo que se las pela hacia llaí.*

Ni corta ni perezosa, una vez que Agustina subió al reloj, Molsa se entretuvo agarrando la campanita para ver su reflejo, a ver qué tal le quedaban encima la trencita musgosa y el hurón al hombro. 

— Hmph... Moooooooooooolsaaaaaaaaaaaa moooooooooooooolaaaaaaaaaaaa —dijo al contemplar el reflejo a pesar de estar distorsionadamente alargada y del revés, acordándose de aquella palabra que decía tanto Nicolasín y que se había aprendido, así como aquel gesto que solía hacer del pulgar hacia arriba—. Moooooooooooolsaaaa leeeeeeeeeeee poooooocoooo —contestó al príncipe, agachando un poco la cabezota con vergüenza— Aaaaaaaguuuuuuuuuuuustiiiiiiiinaaaaa muuuuuchooooooo sí.

Entonces al confirmar el caballero castaño que Bastian tenía razón Molsa echó a Andar... ¡Ay Agustina, que te la dejas Molsa! La monstruo cornuda notó cierta ausencia parlanchina en su coco y volvió tras sus pasos un momentito para recoger a la gusana. La puso en su cabezota y siguió a los dos aventureros en busca de la reina.

Aquel reloj parecía inmune a los intentos de la señora gusana por cambiarle la hora, tal vez porque ella pesaba demasiado poco para afectarle o quizás porque había algo mágico en él que lo hacía imposible. Como fuese, el grupo siguió avanzando a toda velocidad y así llegó de nuevo a…

La escalera

¡Y ahí, ante ellos, estaba la reina! En ese momento se encontraba en una de las puertas al fondo, pero antes de que la atravesara se dio cuenta de la presencia de los buscadores también allí. 

—¡Vaya! ¡Si seguís por aquí! —dijo sin molestarse en fingir una sorpresa que no sentía—. Sois testarudos, pero el tiempo sigue avanzando. Tic, toc, tic, toc. —Movió la cabeza de un lado a otro con cada sonido imitando el reloj.

Ladeó el rostro, contemplándolos de lejos. 

—Os pido muy poco en realidad. Tan solo que me temáis. Que me améis. ¿Por qué os lo ponéis tan difícil?