Partida Rol por web

Lo que contábame la dispar pareja, o más concretamente el tullido, solo vino a confirmar todas mis sospechas sobre el tal marqués. Aunque, tal y como me lo decía mucho me empezaba a temer que era incluso peor a lo que yo creía.

Que el de Villascusa era hueso duro de roer ya lo había barruntado yo, no en vano parecía tener intenciones de agenciarse con las haciendas de más de uno de sus competidores, sin importarle quien cayera por el camino. Iba a tenerlo difícil para saldar cuentas con él y más aún cuando el tal Blas de Ojeda cubríale las espaldas que, aunque no supiera como se manejaba con el acero, seguro que no era moco de pavo.

Iba a necesitar yo mucho más apoyo que el que tenía. Que estaba bien la viudita que me había caído del cielo pero estaría mejor contar con hombres de renombre y postín como debía ser el vizconde. Mas ¿estaba yo seguro que sería buena idea confesarme? El temor a una traición rondábame la cabeza y no acababa de decidirme si confiar en la pareja o no.

Era alto el riesgo que corría si lo contaba todo, pero si no lo hacía dudaba mucho que fuera a encontrar aliados mejores que uno ya había demostrado, salvo la casualidad de la viuda, que no estaba hecho para tratar con la nobleza.

Y así fue como, cogiendo al toro por los cuernos, contele todo al vizconde y a su dama mientras por dentro orábale a dios y al demonio por si alguno de ellos tenía a bien escucharme.

-Tengo una deuda de sangre con el marqués. Sospecho que mató a mi hermano, y que tratará de matar a nuestro anfitrión en esta velada. Por una vez, no soy un mercenario que maneja su acero por dinero. Esta vez es algo personal. ¿Me ayudareis en mi venganza?

Los dos italianos se miraron, y sus rostros me parecieron inescrutables. Por fin, esbozando una media sonrisa en su menguada cara, el vizconde me dijo:

-Una vendetta es algo honroso, señor Jaquetón. Acordaos siempre de la Madonna de las siete lunas, que es tenida por los calabreses como la patrona de las venganzas. Invocadla... y quizá recibáis ayuda inesperada mañana, en vuestra cacería.

Terminado el almuerzo, el anfitrión propuso, como entretenimiento, que aquellos que no tuvieran el estómago demasiado lleno para cabalgar participaran en una carrera de caballos. Un entrenamiento para la cacería de mañana, según él, y una distracción para las damas y los tumbaollas que le habían vaciado la despensa. Todos rieron ante su campechanía, y yo mismo, todo y que suelen reventarme los señorones, no pude evitar una corriente de simpatía hacia el hijo de doña Marina. Añadió el conde de Moscoso que las reglas consistirían en salir al galope del prado, ir hacia la fuente con la figura de Cupido que había en el jardín, coger la prenda que allí se colocaría y volver con ella, para entregársela a su dueña. Había pensado pedirle la prenda a la más bella, pero había mudado de parecer y lo quería pedir a la dama para él más querida entre las presentes: su madre.

Doña Marina agradeció la gentileza de su hijo, y presentó como prenda un delicado pañuelo de seda azul, bordado con puntillas. El conde añadió que aquellos que desearan participar y no hubieran traído caballo propio podían solicitar uno de sus cuadras, que tenía de sobra para todos los que tuviesen lo que hay que tener.

Sentí como si me hubiera quitado un gran peso de encima al confesar mis verdaderos motivos para ir contra el marqués. Pero aún así, seguía yo aún con la mosca tras la oreja al no ver en la pareja reacción alguna a mis palabras. Si habíame equivocado o no al contarles la verdad solo el tiempo lo diría. Por ahora, más no podía hacer aunque quedome grabado en la sesera el consejo del vizconde.

Tras despedirme de aquellos dos intenté pasar el tiempo lo mejor que pude, aprovechando la oportunidad para ver cómo se las traían los nobles para pasar su tiempo de asueto. Acogí la propuesta del hijo de la condesa de Moscoso con cierta desgana, que no me sentía yo muy dispuesto a darme una cabalgata con aquellas ropas tan molestas, aunque tuve que reconocer que de todos aquellos petrimetres el joven empezaba a caerme bastante bien.

Pero cambié de opinión cuando la prenda que había que coger era una de la viuda; mujer que habíame entrado por buen ojo, a pesar de su edad, mas por su temple que por su hermosura. Que hembras como aquella pocas se veían. Así que, en un arrebato quizás de estupidez o tal vez hechizado por los fríos ojos de la mujer, apunteme a esa carrera pidiendo para ello un caballo que me prestaran.

Decidí participar en el divertimento de esos pisaverdes, a ver si les enseñaba como se comporta un soldado viejo con un caballo entre las piernas. Me alegré de mi decisión al punto, pues entre los participantes estaba nada menos que mi muy querido don César, ese marquesito al que yo quería ajustar las tuercas.

Y ahi encontrábame yo montando a caballo junto a aquel que, de la noche a la mañana, habíase convertido en mi mayor quebradero de cabeza. Era una oportunidad para comprobar cómo se comportaba el marqués y si, por un casual, tenía en mente preparar alguna de sus mezquindades, que buena oportunidad era aquella para que alguno de los presentes que se llevara a mal con él, cayera del caballo dándose tal golpe que no se volviera a levantar.

Aunque tenía que reconocer que interesábame sobremanera ganar esa carrera y conseguir el favor de la dama que tan buena opinión tenía de mí y yo de ella.

Se dio la señal, picamos espuelas y nos lanzamos en una furiosa cabalgada por los jardines del conde. Mi caballo no era malo, y pronto me anduve entre los primeros. Pero muy listo me tendría que andar si quería coger el pañuelo. Cerca de mí cabalgaba el marqués, y pude ver por la expresión de sus ojos que competía para ganar, como siempre hacía... Podía disputarle el premio, para enseñarle que a veces también se pierde. O podía refrenar el caballo y dejarle ganar, para que no se fijase en mí.

Que no solo se trataba de la pericia del jinete sino que mucho hacía la nobleza del animal para ganar una carrera de ese estilo. Y a fe mía que a mí habíame tocado un buen ejemplar pues al poco de dar la salida ya encontrábame preparado para ganar el premio prometido. Que mire usted por donde estaba yo tomándome muy a pecho aquel entretenimiento.

Pero dudé si seguir adelante o hacerme el tonto y refrenar a mi montura cuando encontreme compitiendo codo con codo con el marqués. Que no era plan que el se fijara en mí tan pronto, y mucho menos que me cogiera ojeriza, pero no era yo hombre que dejara las cosas a medias y mucho menos cuando estaba ganando.

Que si el marqués se fijaba en mí... pues ajo y agua. Y allá cada cual con sus miserias.

Así que, espoleé al animal para demostrar al asesino de mi hermano que no siempre se puede ganar. Que una lección dada de vez en cuando no venía nada mal y el marqués tenía muchas aún que aprender.

...

El cabrón del marqués era bueno con un caballo entre las piernas y, aunque yo no podía considerarme torpe cabalgando, no tenía nada que hacer frente a él. Era tonteria cansar al animal que yo montaba cuando el de Villascusa ya me había sacado demasiada diferencia.

Ya que no iba a ganar la carrera con el caballo al menos esperaba poder resarcirme, más pronto que tarde, cabalgando otras monturas más agradables.

Finalmente se puso en cabeza un jinete de fieros mostachos, perfectamente compenetrado con su montura, que no dudaba yo en que se iba a hacer con el triunfo, y tras él, pegado cual si de su sombra se tratara, el maldito marqués. Giraron ambos la rotonda de la fuente del Cupido, y ya alargaba la mano el de los mostachos para coger de pasada el pañuelo que lo señalaría como vencedor cuando sucedió algo raro...

Pero por muy buen caballo que tuviera y buen jinete que fuera, el marqués no iba a lograr ganar la carrera y con ella la prenda de la dama. Que otro jinete sacábale una cabeza y a punto estaba de conseguir vencer en aquella curiosa lid. Y yo, tras ellos y ya a cierta distancia, veíales esforzarse por alcanzar al Cupido.

Veía yo ya ganador al de fiero mostacho pero, como bien dice el refrán no era bueno vender la piel del oso antes de cazarlo, aunque una desgracia tendría que suceder para que no fuera él el ganador.

Ganó el marqués la cabalgata, gracias a un extraño accidente en el que tropezó el caballo que le ganaba casi por una cabeza. Muy ufano y sonriente le devolvió el lienzo a la señora condesa viuda doña Marina, que le lanzó una mirada gélida que hubiera matado a otro con menos redaños cual si la mirada de un basilisco se tratase. En el caso del marqués, rebotó en su amplio cinismo, y sólo sirvió para que se ensanchara más su sonrisa. Claro como el agua estaba, para todo aquel que quisiera verlo, que esos dos no eran amigos, precisamente, y que si ella sospechaba que él trataría de atentar contra su hijo, él bien que sabía de las cuitas de ella. Me hirvió la sangre cuando comprendí que en ese lenguaje sin palabras le estaba diciendo que haría su voluntad, a pesar de lo que ella supiese o tratase de hacer.

Tras la cena, la siguiente distracción con que nos obsequió nuestro anfitrión fue un baile, no una de esas mojigangas a las que huercé sabe que soy tan aficionado, ni una plebeya chacona, sino uno de esos bailes elegantes y ceremoniosos, de música de cámara y pasos mesurados. Y este pobre jaquetón, al que mucho le dolían los pies por el zapato blanco que llevaba, se encontraba en tal ambiente como un pez volando entre las nubes.

Podía tratar de bailar, vive Dios, que donde estuvieres, haz lo que vieres, y no podía ser más difícil que acostumbrarse a beber cerveza, y bien que lo había hecho yo, en Flandes... O podía estar muy ceremonioso junto a doña Marina, que al fin y al cabo venía yo como acompañante suyo, y con esto de mi natural prudencia no me había acercado a ella en toda la tarde. También podía lanzarle requiebros a alguna de las damitas que por aquí corrían, a ver si aprendían algo de un hombre de verdad. O podía igualmente ir a descansar, que el día de mañana sin duda sería largo.

Sorprendíame yo de la suerte que rondaba al marqués, al igual que las desgracias parecían rondar a aquellos que le salían al camino. Que el hombre había nacido con una flor en el culo era una evidencia más que palpable. Y ahí estaba el, conmigo de mudo espectador, entregándole a la dama de fría mirada la prenda que había ganado. El marqués, en aquel cruce de miradas que señora y noble se dirigieron, estaba más que convencido que lograría su propósito, sin importarle las tretas que la dama pudiera utilizar en su contra.

Mosqueado estaba yo de que tanta suerte pudiera rondarle a un hombre, pasé el resto de la tarde yendo de acá para allá, sin atreverme a acercarme a la dama que hasta allí habíame traído por miedo a importunarla. Mas llegado el momento de la cena y del baile posterior, decidime por fin llegarme hasta ella para poder tener una amena conversación. Que yo de bailes tan elegantes no andaba yo muy ducho y menos aún con esos malditos zapatos que habíame comprometido a llevar.

Así que, acerqueme a la viuda; que nadie se extrañaría de que yo la rondara ya que, al fin y al cabo, del brazo habíamos aparecido los dos en aquella velada.

Me acerqué a doña Marina, y ella, muy avisada, se disculpó de las damas con las que hacía corrillo y me pidió el brazo, pues le apetecía salir a tomar el fresco. Y así que salimos a la terraza, como dos enamorados, dejando un corrillo de chismorreos tras de nosotros...

-Don César no intentará nada esta noche, que lo que tenga que pasar ha de parecer accidente y no asesinato. Os aconsejo que descanséis, que mañana, con la cacería, será en verdad un día muy largo y necesitareis de todas vuestras fuerzas, señor jaquetón.

A pesar de mis ropajes de pisaverde, poco creíble todo había que decir pues veíase que de modales yo andaba más bien escaso, sentíame cómodo en mi papel. Y todo gracias a la presencia de doña Marina la cual, a cada instante que pasaba con ella, más increíble me parecía. No quisiera yo que desgracia alguna le cayera encima... Y mucho menos por culpa del marques.

—Tenéis razon mi señora. Yo tampoco creo que el marqués intente algo esta noche —dije, paseando del brazo de tan bella dama a pesar de su edad sin que me importara los rumores que se habían levantado tras nuestra marcha—. Ese no es su actuar me temo.

Pero no era lo único en lo que la viuda llevaba razón ya que, poco acostumbrado a calzar zapatos como aquellos, sentía que mis pies se iban a negar, de un momento a otro, dar un solo paso más. Y eso que a mí hubiérame gustado bailar al menos una pieza con doña Marina, que ya puestos a levantar rumores al menos darles algo más de pábulo.

—Y de nuevo tenéis razón. Así que —dije, haciendo una torpe reverencia mientras hablaba que solo pretendia sacar una sonrisa de sus labios— con vuestro permiso, vuestro humilde servidor se retira a descansar.

Tras besar su mano, en otro gesto que pretendía ser galante, di media vuelta para ir a los aposentos que me habían adjudicado, con la intención de descansar el máximo horas que fuera posible.