Partida Rol por web

Abandonas la casa de RETURN con una incómoda sensación alojada en el estómago. Tienes la sensación de que te han invitado a un baile en un tugurio a altas horas de la noche en el barrio más aislado posible a las afueras de la ciudad, un baile en el que no conoces la melodía, la banda está armada con catanas al estilo de los 88 enmascarados de O'Rhen Ishii, deseosos de despedazarte y reclamar cada extremidad para sí, y un cartel luminoso y psicodélico que te hace bordear la epilepsia reza: SHUT UP AND DAAAANCE!

La situación se ha complicado a un ritmo vertiginoso una vez más. En esta ocasión, el golpe se acerca mucho a tu persona. Katherine Lizbon no es, precisamente, una desconocida para ti. Además de ser uno de tus apoyos incondicionales durante tu estadía en el psiquiátrico y continuar siéndolo al conseguir la libertad, es la encargada de suministrarte tu dosis habitual de fármacos para sobrellevar a tus fantasmas interiores. Suele hacer la vista gorda cuando tratas de conseguir algunas píldoras de más porque conoce de primera mano tu situación personal. Es una mujer empática y entregada a sus pacientes. Una buena persona, si lo prefieres, más allá de toda la utilidad que hasta ahora has obtenido de esta abnegada psiquiatra. No se merece este final...

...pero la sensación en tu estómago es vaga a este respecto mientras conduces a toda velocidad rumbo al Leary's.

Armín se ha desmoronado. Lógico. Tienen a su hija. Azadé Bahramí. Pronto será otra joven víctima de esa violencia infecta y carente de sentido, la misma que arrastró consigo la vida de la pequeña Missy Rupert al olvido.

Pero tú, en cambio...

Bueno...

Hasta ahora, Alex era un simple recordatorio de que tu cruzada no ha acabado, pero era algo tangencial para ti, solo trabajo. No era tuyo, no te pertenecía. Un caso más para Kyle Angel.

Lo has visto en los ojos de la niña.

Hasta te lo ha dicho Harry.

Incluso tú lo sabes bien.

«Se merece algo mejor.»

Pero ahora mismo, con Katherine en la picota, esto se ha vuelto más personal, ¿no es así, detective?

La sangre palpita en tus sienes alcanzando lenta pero inexorablemente el punto de ebullición.

¿Qué vas a hacer?

¿Puedes hacer algo?

Temo que vamos a averiguarlo muy pronto.

Cuanto entras en el Leary's un gorila ataviado con una chaqueta de cuero parece estar aguardándote, guiándote al encuentro del Mediohombre. Has llegado a primera hora de la tarde y hay poca gente en el local, a salvo de algunos habituales tomando una pinta en la barra y viendo una reposición del Seis Naciones en televisión mientras el barman, un tipo de frondosa barba con un asombroso parecido con el actor Brendan Gleeson despotrica contra los dragones galeses y sus pocas ganas de establecer contacto con la zaga del trébol.

Salvando el hecho de que apenas hay público, el Leary's permanece fiel a sus señas de identidad. El crujir de la madera vieja bajo tus pies, el agrio olor de la cerveza negra y el blues eléctrico que corroe el éter emergiendo con furia de los altavoces diseminados por el local.

Pinocho te aguarda en la trastienda, donde el Leary's se une a ese taller mecánico en el que te endilgó aquel Chrysler que empiezas a sospechar perteneció de verdad a Jon Voight. La iluminación en esta parte del local es tenue, como invitando al negocio turbio y a la confidencia indecente, pero el pequeño gánster está ahí, ataviado con un chándal, el pelo recogido en un moño hípster y levantando mancuernas al tiempo que luce un sorprendente físico, digno de un culturista en miniatura.

El gorila te da el alto con un zarpazo en el hombro y te registra con celeridad, evidenciando práctica en el asunto. Asiente a su jefe y retrocede un par de pasos. Una mera formalidad.

—Bill. Llegas justo a tiempo —dice sonriendo mientras deposita la mancuerna en el suelo y respira profundamente—. Bueno, querías hablar de negocios, ¿no? Dime... ¿Crees en el Valhalla? —pregunta mientras se enjuga el sudor con una toalla.

Quién sabe si es por la mirada glauca de Pinocho, o por el hecho de que tienes a un gorila apostado en un ángulo muerto, o quizás por el tipo calvo con el pendiente en forma de cruz de plata que está agazapado entre las sombras tras Pinocho.

Quién sabe.

Tienes un mal presentimiento.

Extraído de un ejemplar del poco sensacionalista Arkham Herald de hace ya varias semanas.

Lo firma un tal Connor Thorne.

Puedes leer lo siguiente:

¡La Cabalgata de las Valquirias amenaza con traer el Ragnarok a Arkham City!

Una nueva droga de diseño está pegando fuerte en la ciudad. Su nombre, fiel contribuyente, es VALKYR.

Como sabrán, hace un mes apareció el primer caso cuando durante la violenta manifestación en el Barrio Francés que se cobró varios heridos, la mayoría duros agentes de la unidad antidisturbios del ACPD que trataron de reducir, entre otros, al joven radical William Herbert Matlock. Antes de ser doblegado por las fuerzas del Orden, el jovencito e hiperviolento «Willy» Matlock, habitual del grupo anarquista conocido como JAILBREAK en el que orgullosamente ostentaba el rango de Demoledor -sea lo que sea eso-, y puesto hasta las cejas de una sustancia no identificada en su sangre a medio camino entre un estimulante y un alucinógeno, pareció experimentar una comunión entre su cerebro reptiliano primigenio y el Padre Odín, liderando una acometida contra los uniformados y embistiendo con una furia y un ahínco desaforado a un grupo de ocho agentes aduciendo en gaélico entre alaridos, y cito textualmente: ¡Muerte a los Elfos Oscuros!

Este cronista, asistente a la citada manifestación en calidad de reportero local, contempló con pasmo supino cómo las defensas de los acorazados agentes nada podían hacer contra el físico imbatible de un Matlock que parecía convertido en el avatar de un guerrero en trance, uno de esos bérserkers de las leyendas nórdicas. Tras derribar a un total de seis agentes armado con una maza de carpintero y un piolet, Matlock fue reducido gracias a la indispensable intervención de un agente armado con una pistola táser. Por desgracia, la descarga pareció causarle un paro cardíaco que a pesar de la rauda intervención de los servicios médicos resultó fatal.

Días más tarde este diario reportó diversos incidentes violentos por toda Arkham City, todos ellos sin aparente conexión con Matlock. Recordarán la agresión grupal a la joven Sarah Mills a la salida del campus de la Universidad Miskatonic, el ataque sin piedad al vagabundo John Merry en la vieja estación de trenes o el cobarde asalto nocturno a la casa de los Smart. En todos ellos una violencia desmedida, casi animal, carente de toda lógica o propósito. En todos ellos, según hemos sabido por informes de la Policía, hay una constante: un psicotrópico muy potente y altamente tóxico capaz de alterar las capacidades perceptivas y los neurotransmisores del dolor que la Policía ha convenido en llamar, acertadamente según la opinión de este que les escribe, como VALKYR.

La DEA se ha puesto manos a la obra para rastrear esta nueva y peligrosa sustancia cuya aparición estelar tiene su origen aquí, en Arkham City. Por el momento, la investigación permanece sumida en una estricta confidencialidad.

El rugido del motor del Chrysler LeBaron suena demasiado bien como para resistirme a la tentación de pisarle un poco más de la cuenta, lo que resulta en que el trayecto hasta el Leary’s sea demasiado breve como para concebir nada ni remotamente parecido a un plan. Aunque, para ser justos, tampoco iba a poder concentrarme demasiado: las últimas palabras de Harry se repiten en mi cabeza como un disco rayado, y justo detrás de mis globos oculares, la imagen del cráneo de Kathy siendo hendido por el martillo del hombre-cerdo se reproduce al unísono. Ni siquiera los melosos acordes de la guitarra de Roy Buchanan que suenan de fondo logran distraerme; tengo que empezar a pensar en buscar un nuevo casete.

Entro en el pub/matadero de Pinocho con una ensayada sonrisa de medio lado, envuelto en el humo de uno de esos cigarrillos que gustan a Bill Thurman casi tanto como yo los odio. Moviendo la cabeza al son de quienquiera que sea el artista que suena esta noche, aprovecho los escasos pasos que me separan del encuentro con mi anfitrión para hacer una evaluación rápida del entorno y mi situación. Para empezar, el local está más concurrido que la última vez, cosa que, pensándolo mejor, no equivale a decir mucho, teniendo en cuenta que el otro día estaba vacío. En todo caso, si la cosa «se tuerce», por decirlo amablemente, hay testigos. Eso puede ser bueno… o muy malo, si, como sospecho, los inocentes clientes del pub son en realidad sicarios de Pinocho dispuestos a asesinarme. Y a esta distancia, y en la relativa penumbra, no es que sea muy fácil determinar si van armados, pero, aun así, hago lo posible por mantenerme atento a cualquier posible amenaza, todo ello sin permitir que la sonrisa confiada y la mirada de un tiburón de los negocios desaparezcan de mi rostro, e incluso saludo a algunos de los presentes con una inclinación de cabeza.

Pinocho se mantiene apartado mientras su gorila me cachea, saludándome con un olor que es una mezcla de whiskey, sudor y colonia barata. Mi revólver está a buen recaudo en la guantera de mi coche, así que el tiparraco no encuentra lo que andaba buscando… a no ser que buscase otra cosa. Suelto un resoplido jocoso por la nariz, y cuando al fin terminan los preliminares, me acerco a Pinocho para devolverle el saludo.

—Amigo, yo creo en todo lo que dé dinero. Hablando de lo cual… —digo, misterioso. La emoción de poder decir algo equivocado y acabar como un cadáver sin nariz flotando en el río me eriza los vellos de la piel de un modo que otros podrían considerar malsano—. Tengo entre manos algo muy gordo, y no, no es mi polla. —Miro a mi alrededor, como si lo que voy a decir fuese un gran secreto que no debe llegar a oídos de poca confianza—. Resulta que un amigo de un amigo conoce a un tal Taker. Brian Taker. ¿Te suena? Porque yo no sé mucho de él, pero dicen que es, o era, el cabecilla de una especie de secta o algo así. —Lanzo una lenta bocanada de humo. Empiezo a sentirme cómodo en mi papel—. A mí no me importa nada de eso. De hecho, si te soy sincero, esas cosas me dan un poco de mal rollo, ¿sabes? Pero ahora mismo son los jefes del cotarro con una droga que lo está petando: Valkyr. —Pausa dramática. Sonrisa. Humo—. El caso es que el colega me debía un favor, y me ha metido en el tema. Será poco al principio, para ir probando y tal, pero es cosa hecha. Aún no tengo material, pero cuando lo tenga, me encantaría contar contigo. Eres listo, y sabes cómo va el tinglado por aquí —digo, con la esperanza de que la lisonja haga pasar mejor el inconveniente de no tener ninguna muestra de la droga—. Y no lo digo por peloteo. Verás, asociarme contigo es un gesto puramente egoísta. Hay que saber darse cuenta de cuándo uno es mejor que tú en algo y aprovechar la ocasión, y eso es exactamente lo que estoy haciendo ahora mismo. Y repartiríamos ganancias al cincuenta-cincuenta, ¿qué me dices? —Dejo unos segundos para que la idea cuaje, antes de enarcar una ceja con pretendida preocupación—. Lo único es que… Hay riesgos. El FBI lo está investigando. Un tal Desmond Rawlins dirige la operación, es todo lo que sé. Pero sin dolor no se gana, ¿verdad? Y seguro que se nos ocurre algo para… sacar a ese mamón de escena, tú ya me entiendes.

Espera, ¿estoy conspirando para cargarme a un agente de la ley? Cómo has cambiado, angelito.

—Bueno, yo te doy un tiempo para pensarlo y tú me dices lo que sea. Sin presiones. Incluso se lo puedes comentar a esos tipos a los que les vendiste ese Chrysler PT Cruiser color negro esmaltado tan guapo, a ver si también les interesa. Parecían gente maja —digo guiñándole un ojo. Dudo que Pinocho caiga en algo tan simple, pero hay que intentarlo. Y, además, en algún momento debe de bajar la guardia, ¿no? Como mínimo, sabrá que lo sé, y con eso me vale por ahora—. En fin, tengo que irme —añado, estirándome como si me doliera la espalda—. ¿Te acuerdas del tipo de la máscara de cerdo del que te hablé? Pues me está dando algún que otro problemilla, y debo resolverlo en persona. Supongo que no tendrás a nadie disponible que pueda acompañarme, ¿no?

A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Pinocho te escucha largar mientras arroja la toalla a uno de sus gorilas y el fornido brazo de uno de los matones le tiende un smoothie que, a juzgar por su variedad cromática, debe mezclar mango, fresa y, a juzgar por la tonalidad verde ácida, un kiwi salvaje. El enano sorbe con avidez el brebaje, haciendo molestos ruidos cada vez que llegas a un punto de inflexión en tu elaborado y milimetrado discurso. Joder, te lo estás currando. Sabes que estás en el filo de la navaja bailando con el Diablo a la luz de la luna, pero este mediohombre no es más listo que tú. Lo sabes.

Porque... No es más listo que tú, ¿verdad?

Mencionas a Taker.

Sluuuuuurp.

Valkyr.

Sluuuuuurp.

Cincuenta-cincuenta.

Sluuuuuuuuuuuuuuuurp.

FBI.

Sluuuuuurp.

Desmond Rawlins.

Sluuuuu*

Pinocho acaba el smoothie al mismo tiempo que tú tu proposición.

—Una oferta interesante, Bill. Y generosa. Quizás te hayas columpiado un poco con los porcentajes, je... Pero eso no me preocupa. Verás, no conozco al tal Rawlins... Pero sí al tal Taker.

De repente notas las palpitaciones en las sienes como si de una galera marcando con sus tambores el ritmo que precede a una batalla naval se tratase.

—Es todo muy extraño, ¿no te parece? —pregunta a uno de sus matones. Concretamente, a un calvo que a juzgar por el entramado de tatuajes que abraza su cuello debe experimentar cierto placer con el dolor. El calvo se limita a asentir en riguroso mutismo—. ¿Cómo lo sabría el viejo...?

Pinocho camina con parsimonia por el local y se planta delante de una bolsa deportiva. La abre e introduce su mano en su interior, sacándola portando un vial inyectable de un color verde irisdiscente.

—Ahora que lo mencionas, quiero hacerte una pregunta personal, Bill... No te recomiendo mentirme. Verás, odio que me mientan. Cuando me mienten... Pierdo los nervios, ¿sabes? —Pinocho habla con un tono calmado, incluso cálido y acogedor. Te da escalofríos. Notas tu espalda agarrotarse, temiendo un inminente golpe a traición del tipo cuya talla de cuello de camisa solo se encuentra en una sastrería a medida. Un golpe que no llega.

—¿Conoces a un tipo llamado Kyle Angel? —inquiere depositando el recipiente de su batido encima del banco sobre el que se estaba ejercitando cuando entraste. En concreto, al lado de un libro autobiográfico cuya portada conoces bien y has visto recientemente en manos del Dr. Lance Corcoran.

La muerte de la inocencia: Cómo atrapé a un asesino de niñas desde mi celda.

La mirada del Mediohombre es más gélida que nunca. Su rostro, inmutable.

La música incrementa su volumen. Gary Moore grita que camina por sí mismo. ¿Podrás tú decir lo mismo tras este careo?

Mi corazón entra en paro durante al menos dos segundos y cuarto cuando Pinocho me enseña el libro.

Tenía que pasar.

Tarde o temprano tenía que pasar, y lo peor de todo es que lo sabía, lo sabía, lo sabía y me importaba un comino, o lo que es peor, incluso me había permitido jugar con la idea de que, en algún momento, algún tío chungo de los que suelo frecuentar me descubriría, y yo saldría del atolladero gracias a mi intelecto superior y mi labia sin par. Pues bien, Kyle, el momento ha llegado, y es ahora.

Buena suerte, campeón. La vas a necesitar.

La sonrisa que esbozo no podría ser más grande y complacida mientras me acerco al irlandés poniendo los ojos en blanco con fingida falsa modestia, y le cojo el libro de la mano sin esperar a que me lo ofrezca

—Oh, venga ya. ¿No me digas…? —Digo poniéndome a su lado mientras abro el libro a su altura para hojearlo con él, reprimiendo una mueca de espanto ante la pobre calidad de la encuadernación rústica. Mis ojos están cargados de emoción, como los de un anciano que estuviese contemplando una foto de juventud, hasta que me detengo en el retrato de la solapa delantera. Mi retrato—. Mira qué careto —río, estremeciéndome de repelús—. Normalmente soy bastante fotogénico, pero ahí salgo que parezco un zombi trasnochado. Y mi editor diciendo que qué va, que estaba interesante. —Hago una pausa mientras miro a todos los presentes—. ¿Qué pasa, que aquí nadie tiene un pasado del que avergonzarse? Pues el mío fue escribir esta mierda de novela de detectives disfrazada de biopic. Creía que iba a compensar los diez años en chirona, menudo capullo… —digo, acompañando mis explicaciones gesticulando con la mano que sujeta el libro, mientras la otra permanece perezosamente metida en mi bolsillo—. Luego me dediqué un par de años a la investigación por cuenta propia, pero qué va, tío… eso no da para pagar el alquiler, no sé si me entiendes. —explico, recurriendo al clásico truco de dar explicaciones por adelantado y así evitar que el otro me vuelva a preguntar sobre el mismo tema—. Aún hago algún encarguillo que otro cuando me da por ahí, pero es muy deprimente. Maridos infieles, estafas laborales… nada emocionante. Esto… —señalo a mi alrededor, al local, a los hombres de Pinocho, y me saco el cigarrillo de la boca para exhalar una bocanada de humo—. Este tinglado. Los negocios, la seguridad, los apodos… —recalco, enarcando una ceja de manera deliberada. Me dirás que Pinocho fue el nombre que te puso tu madre, vamos—. Esto es lo que me mola. Mira, yo me fío de ti, ¿vale? Estaría guay que tú también te fiases de mí. No voy a investigarte ni nada parecido —digo, riéndome de mi ocurrencia como si fuera absurda. Luego, echándole un vistazo al vial inyectable, me levanto la manga y le tiendo el brazo—. ¿Qué me dices? ¿Hay trato?

Estrechón de manos o inyección, tú eliges.

Hay un momento, un levísimo y breve lapso de tiempo en el que crees a pies juntillas que va a funcionar. Que tu farol, o mejor dicho, la madre de todas las argucias, va a atravesar por toda la escuadra la red de seguridad antimilongas de Pinocho.

Hay que tenerlos de acero para tratar de mentir al Príncipe de las Mentiras, ¿no crees, detective?

Pinocho se ríe. Su risa te da grima. Es esa clase de risa soterrada que emerge de la garganta del que no está acostumbrado a encontrar graciosa una puta mierda. Pero eh, tu alarde de ingenio le ha hecho reír. Le has parecido gracioso al mismísimo Hombre del Saco. Quizás te regale una muerte rápida, ¿no?

Por tu mente pasa una pregunta incómoda: ¿Cuánto duele que te arranquen la nariz de cuajo?

—Lo reconozco: eres un tipo interesante, Kyle —Cuando lo pronuncia Pinocho tu nombre suena a un bloque de cemento anudado al cuello. Suena a brisa fétida del Miskatonic al amanecer. A pulmones abotargados de agua infecta. —Verás, yo no juzgo a nadie. Cada uno tiene sus motivos para joder a alguien. No sé para quién puede trabajar un tío tan chungo como tú —dice encogiéndose de hombros y chasqueando la lengua con un mohín desdeñoso. Señala el libro que sostienes en las manos con la aguja del inyectable—. Si esta mierda tiene algo de verdad, estás bastante jodido, Kyle... Se diría que te pone mucho el peligro. Exponerte. Salirte con la tuya y toda esa mierda.

Pinocho hace un gesto a sus matones y te ves agarrado del cuello en una fracción de segundo por tu gran amigo Joe.

Espero que captes la referencia cinematográfica oculta en esta última frase, detective.

—Bueno, tengo buenas y malas noticias para ti, Kyle... La parte buena es que me jode cargarme a un tío como tú. Podríamos haber sido buenos amigos. La mala es que eso no va a detenerme ni lo más mínimo. Tengo una reputación que mantener. Imagino que lo sabes, ¿no? —El jodido enano saca por arte de magia un pincho de quince centímetros de afilado acero de Pittsburgh en su diestra.

—Verás, has cabreado a gente inadecuada. Te ha delatado el cabo suelto que dejaste en Oklahoma. Eso agitó el avispero. Luego Taker descolgó el teléfono. Le conozco desde hace tiempo, ¿sabes? Resulta que soy lo que podríamos llamar... un arreglador. Ese hijoputa está chalado, ¿comprendes? Para él esto es... ¿Cómo decirlo? ¡Una puta cuestión sagrada!

>> Esta mierda verde radioactiva que tengo por aquí es esa sustancia que tanto te interesa a ti y a nuestros amigos federales... No tengo claro si estás o no en el mismo barco que ellos... Así que dime, Kyle... ¿Qué respuesta ocurrente tienes para mí hoy?

Pinocho introduce la punta de su navaja en una de tus fosas nasales y notas el lacerante roce de la hoja contra tu piel. 

De repente te sientes Jake Gittes. Joder, te identificas tanto con el puto Jack Nicholson en Chinatown que estás a un pequeño pero firme corte de colonizar en soledad un nuevo mundo de dolor.

Tus pupilas se dilatan. Tu mente cavila a toda velocidad.

¿Acaso hay una salida?

—Con independencia de para quién coño trabajes, estás jodido. Tu respuesta solo influye en cómo de rápida será tu muerte. Y créeme. Preferirás que sea yo el que te dé paz antes que... Bueno... Antes que nadie.

>> Dime, Kyle... ¿Dónde está la niña?

Tendría que haberme dado cuenta muchísimo antes de que algo iba mal, terriblemente mal, pero debo de tener el sentido arácnido atrofiado. Viéndolo en retrospectiva, seguro que la tétrica risa de Pinocho o el singular tono con el que ha pronunciado mi nombre eran órdenes codificadas a sus hombres para que me aniquilasen, pero es muy fácil sacar conclusiones a toro pasado, sobre todo cuando un gorila que debe de pesar mínimo ciento cincuenta kilos me rodea el cuello con uno de sus carnosos brazos y la precariedad de mi situación resulta más que obvia.

Me asalta esa súbita y familiar sensación de detonación, como si alguien disparase una pistola junto a mi oído, cuando los receptores adrenérgicos de todo mi organismo se ven inundados por un torrente de epinefrina (nombre comercial: adrenalina). Tengo que actuar con eficiencia, y aunque trato de decirme a mí mismo que en peores me he visto, soy incapaz de evitar sentir un sudor frío y el corazón desbocado, y seguro que también tendría la respiración acelerada si el grandullón no estuviese obstruyendo mis vías aéreas. La angustiosa y visceral respuesta de lucha o huida se abre camino y ya no hay vuelta atrás, y cuando miro a Pinocho a sus ojos azules como la muerte (si la muerte fuese azul, al menos), no puedo por menos de preguntarme cuánto tiempo hace que ha decidido acabar conmigo.

Con la visión parcialmente ennegrecida por culpa de la presa a la que estoy sometido, lanzo un potente codazo hacia atrás, ayudándome de la otra mano para hacer más fuerza, conectando en las costillas del desgraciado que me está sujetando, y acompaño el movimiento con un cabezazo a la barbilla del bruto. Sin perder un instante, me echo hacia atrás, rodando de espaldas por encima de una mesa que instantes después derribo de una patada, convirtiéndola en una cobertura improvisada. Joder, Kyle, cómo molas. Lo que ya habría sido la leche sería que hubieses traído tu revólver, pero no se puede tener todo en esta vida.

A cubierto detrás de la mesa, y contra todo indicio de sensatez, me permito sonreír.

—Tengo que admitir que sabes darle emoción a una negociación, pero no te daré más del cincuenta, así que no insistas—. Hostia puta, Kyle, ¿qué estás haciendo? Macho, te has superado. Estando desarmado y en inferioridad numérica, ¿de verdad le estás vacilando a este asesino y a sus hombres en su cara? ¿Y por qué de repente te sientes eufórico cuando deberías estar acojonado? Puede que sea por el repentino acceso de oxígeno en tu cerebro, pero eso no explica que, debajo del pantalón, se te esté poniendo dura. Puto enfermo.

Aprovecho los escasos segundos que he comprado con mi deslumbrante maniobra para reevaluar la situación. El cabrón que escapó en Oklahoma me ha vendido, Taker sigue activo, y Pinocho va a matarme. No importa lo que diga, ni lo que haga, así que qué más da, ¿verdad?

—Tú también me caías bien, Pinocho, de verdad. Me parecías un tío majete, incluso. Fíjate que casi no aviso a los míos de que venía a verte. Pero mamá me enseñó bien. «No te fíes de los extraños», me decía. Por lo demás era una puta maltratadora, pero en eso tenía razón. Y no suele sentarme muy bien que intenten matarme, llámame raro—. Me miro el reloj de manera ostentosamente obvia, y lanzo una sonrisa lobuna—. Sharpe ya debe de estar viniendo con la caballería —digo enarcando una ceja—. Oh, es uno de los hijoputas que se cargaron a media Estirpe del León en Oklahoma. Seguro que tu topo te lo contó, pero, ¿entró en detalles? ¿Sabes lo que os espera si lo cabreáis?

Desde la relativa seguridad de mi parapeto, busco el móvil en mi bolsillo mientras mis ojos recorren nerviosamente la habitación en busca de cualquier cosa que pueda permitirme salir con vida de aquí: rutas de escape más o menos evidentes, armas a la vista o en manos de alguno de estos cabrones, extintores que puedan explotar o sensores antiincendios que pueda activar con mi cigarrillo.

¡Eso último sí que sería la caña!

Aunque tu gran amigo Joe parece pasmado ante la refutación de que el peso influye de modo decisivo en la pegada al recibir tu codazo, el muy cabrón ya se ha erguido en todos sus esplendorosos 198 centímetros dispuesto a darte la paliza de tu vida, en el más metafísico de los sentidos.

Cuentas rápidamente. Tres matones armados con pistolones. Un enano con una navaja automática. Una diana con seis dardos afilados clavados en ella. Dos mancuernas de 8 kilos tumbadas en el suelo. Una mesa de billar con síntomas de una partida a medias. La bola negra, number 8, te hace ojitos. Bill Withers en tu mente: 

Sigues contando a toda velocidad. Una puerta de salida a tu espalda franqueada por uno de los gorilas de Pinocho. Es la puerta que da a la taberna irlandesa. Ves una tela metálica superando a Pinocho. El botón de apertura electrónica te augura que no se alzará rápido. Dará a la parte trasera del local, un callejón oscuro y solitario, bastante estrecho. Oh, what's that sexy thing...? ¿Un extintor? Los Ohio Players hacen sonar la sirena:

Antes de acabar la cuenta, te da por ponerte optimista. ¿Quizás tengas un negro en camino? Menuda vacilada te has pegado, chaval.

Veamos: ¿Probabilidades de salir con vida? Sé sincero. Estás muy muerto. Pero hay muertos y muertos. Tú siempre sospechaste en tu fuero interno que morirías joven y guapo. Tendrá que valerte con joven y empalmado.

No piensas en nada ni en nadie más. Vas a dejar un puto caso de película abierto y es probable que tu doctora de cabecera Katherine Lizbon la palme esta noche a manos de los maníacos adeptos de las caretas porcinas. Harry encontrará tus restos en el Miskatonic y echará en falta tu nariz. Alex Collins es tu único vano consuelo ahora mismo. Esa niña es tu puta redención y el último jodido misterio que verás en tu vida.

Pinocho toma la palabra.

—Mitch, anda, sube la música mientras rajo a este mamón.

Es una forma de hablar, claro. El enano solo podría matarte en las distancias cortas rajándote la ingle. Tiene guasa la cosa. Tu inminente esquela rezará: Kyle Angel, apuñalado por un hobbit.

—Qué cojones tienes, Kyle... B. Joe, ¿a qué esperas? Pártele un brazo o algo, coño —gruñe Pinocho, presa de una gélida y bastante acojonante rabia centelleando en sus ojos glaucos. Nunca lo habías visto así. Quizás es de esas miradas que nunca sienta precedente ante la consiguiente inexistencia de supervivientes, te dices—. Greg, la cosa también va contigo, hijo de puta. Cargáoslo o me hago un collar con vuestras narices, me cago en la hossssstia.

Mitch dirige su dedo hacia el control del volumen del reproductor en la estantería, pero el concierto de Víctimas Aulladoras al otro lado de la puerta que conecta el reservado con la sala principal de la taberna irlandesa le encoge los genitales.

Alguien... No. Algo, está causando estragos en la sala al otro lado de la puerta.

—¿Puta mierda...?

—Eh, amigo... —dijo el barman del modo más sutil que le fue posible—. Creo que te has confundido de local.

Sharpe fingió indiferencia. Sus ojos mapearon el entorno. No veía al sobrado por ningún lado. Mal asunto. Advirtió al gorila custodiando la puerta lateral próxima a la barra y comprobó que su mera presencia ponía nerviosa al clan de los irlandeses. Toda una fortuna que solo hubiese por allí unos pocos camorristas en potencia bebiendo pintas a aquella hora de la tarde.

—¿Ha visto a un tipo joven algo intenso con pinta de sabérselas todas preguntando por un enano?

Al instante, los irlandeses allí presentes se pusieron en guardia.

—Oiga, amigo... Creo que tiene algún déficit perceptivo...

—¿Están asegurados? —preguntó Sharpe sin perder de vista al grandullón.

El barman, perplejo, arrugó el ceño y miró de soslayo al matón evidenciando incomprensión parcial del asunto.

—Creo que no te he entendido una mierda, amigo... Quiero decir: ¿Eres algún tipo de suicida o...?

—Pregunto que si tu clientela está asegurada.

Aquella pregunta retórica pareció activar alguna alarma oculta en el cerebro de la escuadra del trébol, porque se pusieron en pie como si fuese a estallar un súbito partido de rugby en la sala.

—Oye, negrata, si vienes a jodernos, ten por seguro que...

El barman no acabó la frase. Tuvo que agacharse instintivamente para esquivar al irlandés que sobrevolaba la barra, su cráneo rumbo al estante de las bebidas. El tabernero tuvo la leve sensación de que se había, de algún modo inexplicable, tropezado con aquel tipo trajeado y negro como el azabache y había girado sobre sí mismo 180 grados para precipitarse sobre su selección de whiskies doble malta.

Sharpe tenía una peculiar forma de dialogar.

La orden de ejecución parece salir de los labios de Pinocho a cámara lenta, como un momento largamente anticipado, esperado… deseado. Como si se tratase del pistoletazo de salida de una carrera de velocidad, toda una cadena de mecanismos y engranajes se pone en funcionamiento en mi interior. El negro amargor del miedo da paso a una euforia verde ácido cuando la incertidumbre se transforma en certeza, y no sé si odiar o querer al irlandés por el regalo que acaba de brindarme. El solo de saxo más espectacular que jamás se haya concebido empieza a sonar solo para mis oídos, animando mi cuerpo como un resorte, y mi sangre entra en efervescencia cuando veo a los matones desenfundar tres armatostes que dejan mi especial del sábado noche en el ridículo más espantoso. Espera, ¿eso es un Águila del Desierto? ¡Qué barbaridad!

Salto de mi escondrijo antes de darme cuenta de que la diana de dardos que estaba en la pared hace tan solo unas fracciones de segundo descansa ahora en mis manos, y, en un movimiento descendente cargado de furia nerviosa, la estrello contra el cráneo del primer matón. ¿Se llamaba Mitch? ¿Y qué coño importa eso ahora? Con un doloroso crujido, la cabeza atraviesa limpiamente el centro de la diana, que queda colgando de su cuello como un collar de madera, y por un momento creo tener ante mí el mismísimo planeta Saturno y su cinturón de asteroides. El muy desgraciado queda tan atontado que no es capaz de responder, así que uso su cuerpo como escudo humano mientras voy cogiendo rápidamente los dardos de la diana y se los lanzo al segundo pistolero. El tío es tan grande que los tres blancos en el centro de su pecho no suponen ningún mérito, pero el Do sobreagudo de soprano que él emite al encajarlos sí que es digno de elogio.

Sin perder tiempo, me desembarazo de Mitchy Mouse con una patada perezosa en sus orondas posaderas, y me hace gracia ver que el tío no tiene claro si ofenderse o acojonarse, porque su pipa ahora está en mi mano. Yo, como no podía ser de otra manera, sonrío desdeñosamente antes de lanzarme por el suelo, deslizándome por su superficie como si estuviese recién encerado, hasta la mesa de billar. La bola número 8 acaba en mi pie como por arte de magia, y se la mando con un pase raso al tercer gorila, que la pisa en mitad de su carrera y cae con estrépito encima de Pinocho. Strike. Parece que he inventado un deporte nuevo.

Ahora, desde el otro lado de la habitación, es más seguro (creo) apuntar al extintor, así que hago eso mismo, disparando el calibre 50 con una sola mano, como el cabrón con estilo que soy.

Bang.

—¿Pero. Qué. Coño? —El enano parece perplejo ante tu exhibición cinematográfica. Pinocho no tarda en estallar de pura ira, enrabietado ante lo absurdo de la situación. ¡Son tres y medio contra uno y el jodido detective paranoico con una autobiografía les está partiendo el culo en su propia casa!

—Puto Mitch de los cojones... ¿De verdad te ha encasquetado una diana en la cabeza? ¿¡Qué eres!? ¿¡Un puto dibujo animado!? ¡JO-DER! ¡Joe, esquiva algún puto dardo si quieres, ma-món! ¡DEJA DE PARARLOS CON EL PECHO, HOSTIAS! ¡Greg! ¡GREG! ¡Hijoputa! ¡Cárgatelo! ¡No me importa cómo lo hagas, pero cárgatelo! ¡No me jodas! ¡La bola de billar, capullo! ¡Qué hijopuuuuuta! ¡Cáete hacia otro lado, cabrón! ¡No! ¡Apártate! ¡MARICÓÓÓÓ*

Greg pierde el equilibrio efectuando un aparatoso vuelo sin motor que le lleva a caer con un sonoro batacazo sobre el gran jefe, ese encolerizado gnomo mutilador de napias.

—Te voy a matar, Kyle Fucking Angel... Te juro por mi santa madre que voy a guardarme tu nariz disecada para mi colección personal, mamonazo —alcanza a decir un escurridizo Pinocho mientras rueda por el suelo echando mano a la pistola del palurdo de Greg, alias Matón número tres.

Kyle dispara al extintor de la habitación y toda la puta estancia queda cubierta de una nube húmeda y grisácea que lo cubre todo como una mortaja fúnebre.

Suena Blam! Blam! Blam!

Kyle nota el amargo sabor del jarabe de plomo atravesar su hombro izquierdo y el crujido que emite su clavícula, un recordatorio intrascendente sobre la mortalidad. Sus dientes mascan una pasta sangrienta que fluye en ascenso por su gaznate, pero el puto Kyle Angel no tiene tiempo para morir.

—¡Suelta un poco de vapor, Kyle! —exclama el enano apretando los dientes y disparando como un mediohombre sin miedo.

Puto maníaco. Es cierto lo que dicen. No teme a la muerte.

Un pensamiento fugaz: vaya forma de echar a perder una bonita amistad, piensa Kyle, notando el ojo izquierdo temblarle con un tic nervioso.

Blam! Blam! Blam!

Llueven balas.

La música sigue sonando en mis oídos, solo que ahora es más salvaje, más enloquecida, más frenética. Con más percusión. Pero la noche es mía, y yo sigo bailando, consciente solo a medias de cuanto me rodea. La multitud me adora, bañándome en vítores y silbidos.

Pero espera, eso que silba… ¿de verdad son personas?

En mi arrobamiento, tardo mucho en volver al aquí y ahora. Demasiado. Joder, me están disparando. Mi cuerpo gira sobre sí mismo sin control; las balas son unas compañeras de baile demasiado apasionadas. Una de ellas, sin ir más lejos, se estrella contra mi clavícula izquierda, y noto algo romperse y astillárseme dentro. Quema.

—Ay —protesto sin humor en la voz, y fulmino a Pinocho con la mirada en señal de reprobación.

Abandono toda pretensión de control, y me convierto en puro instinto. Giro el torso, poniéndome de perfil, ofreciendo la mínima superficie de impacto. Y no me muevo en absoluto. No hace mucho, vi por la tele un documental sobre un sheriff que sobrevivió a no sé cuántos tiroteos porque se quedaba quieto. No tengo ni idea de cómo se llamaba el tipo, pero resulta que sus enemigos disparaban primero contra los blancos en movimiento, ya que, al parecer, en una situación de estrés, el cerebro registra como una amenaza todo aquello que se mueve, mientras que los elementos inmóviles en nuestro campo visual se funden con el entorno. Así que me fundo con el entorno, convirtiéndome en camaleón, y el brazo que sujeta mi Desert Eagle se estira, apuntando a Pinocho entre ceja y ceja. Mi dedo se tensa sobre el gatillo, y puedo ver su coco estallar como una sandía en uno de esos concursos de reventar sandías a cabezazos, solo que en este caso, el instrumento ejecutor no es una cabeza, sino una bala calibre cincuenta.

Rebobino.

Lo que acaba de suceder en mi mente aún no ha pasado en el mundo real, por fortuna para Pinocho. O no. Con una sonrisa de medio lado que solo podría esbozar el gánster más chungo de la ciudad, bajo el brazo del arma exactamente veintidós grados, treinta y cuatro minutos y doce segundos, y, ahora sí, disparo. La detonación precede a un agradable sonido, como un chasquido húmedo, en el mismo momento en el que el Gnomo se convierte en el Eunuco. Un momento, ¿eso ha sido una referencia a Juego de Tronos? ¿De verdad era el momento? En fin, supongo que no importa. A mí, claro; a Pinocho sí que parece importarle, a juzgar por la expresión de sus ojos, a medio camino entre la sorpresa, la incredulidad, el horror, y lo que solo podría definirse como el más supremo y absoluto dolor. Y grita. Oh, sí. Por supuesto que grita.

—Eh, tú. Mitchy Mouse. Espabila —digo sin dignarme a mirar al matón, que está más mareado que… que cualquier cosa mareada que resulte apropiada en esta metáfora que no se me ocurre ahora mismo—. No sé cuánto te paga tu jefe, pero apuesto a que tu vida vale más. Míralo un segundo, y dime sinceramente que lo ves pagándote el sueldo a fin de mes. —Sonrío, pero la sonrisa no me llega a los ojos, que están clavados en los de Pinocho—. ¿Te ves durando lo suficiente como para hacerlo, Pinocho? Porque. Yo. No —digo, escupiendo las palabras como si fueran veneno—. Así que hazme un favor, Mitchy, querido. No has tenido cojones de matarme, pero esto sí que sabrás hacerlo, por tu bien. Vete hasta ese panel, aprieta el botoncito para abrir la persiana, y lárgate de aquí cagando leches. Y cuando mañana encuentren el cadáver hinchado y desnarizado… ¿existe esa palabra? Bueno, tú ya me entiendes. Sin nariz. El cadáver hinchado y sin nariz de tu jefe… Diles a todos que fue Kyle Angel. Diles a todos que fui yo.

La pistola aún humea en las manos de Kyle Angel con las vainas de los .357 Magnum aún al rojo vivo deslizándose por el suelo del taller adosado a la taberna irlandesa que Pinocho usa de centro de operaciones. A su alrededor, el local parece ser testigo inusitado de una guerra abierta en el que ambos bandos se profesaban un mutuo, fanático incluso, odio atávico. Muescas de disparos graban paredes del Leary's y aunque amortiguados por las paredes insonorizadas del taller, los gritos de la clientela en la taberna parecen alejarse aterrados de las trazas de la violenta escaramuza.

El pequeño gánster yace en el suelo acurrucado como un feto tembloroso. En la muerte se reencuentra con la pose en la que aguardó su llegada al mundo. La única diferencia es que en el día de hoy Pinocho nota un entumecedor frío, orina sangre a borbotones y se le está nublando la vista por momentos. El enano mastica sangre forzando una mueca incomprensible, quizás un vano intento de sonreír al tiempo que su memoria graba a fuego el dolor más atroz que ha sentido en su vida, una vida que se le escapa en la misma transpiración.

—¿T-Te-Tenías que dispararme en los huevos...? —logra preguntarte con un deje sarcástico—. Menudo... hijo... de la... grandísima... puta —dice cerrando los ojos y frunciendo el ceño, tratando de domeñar un dolor que es por su propia ubicación ingobernable.

Pinocho es hombre muerto. El disparo, lo sabes, es fatal.

Su último hombre en pie, Mitch, no duda en dejarle de lado. Ha hecho los cálculos. No solo es cuestión de supervivencia personal. O, quizás, es solo cuestión de eso.

Los gritos en la taberna empiezan a enmudecer, y con ellos el caos, tras el salvaje estallido de violencia, se torna un silencio cortante.

—Tiene gracia, joder... ¿Sabes? Esta noche... Iba a tirarme a una tía cojonuda... —dice sin venir a cuento como si de una confidencia entre amigos se tratase—. Y mírame... Va a tener que ser rápido, ¿no crees?

A tu espalda la puerta del refugio privado de Pinocho se abre y escuchas al barman, tipo de voz gangosa e inconfundible, decir entre plegarias al Altísimo:

—He cumplido. ¡He cumplido! ¡No me haga daño, por favor!

Tras él entra el Caballero Negro.

Sharpe accede al interior de la estancia con una semiautomática del 45 en la diestra y la misma mirada que un gran felino padeciendo un largo y ya impostergable estado de inanición.

—Coño —espeta frunciendo los labios en un característico gesto indicativo de sorpresa—. Nada mal, Metralleta Angel. Nada mal.

La música de mis oídos ha dejado de sonar, viéndose rápidamente sustituida por el rasgueo de una guitarra que sale de los altavoces de la trastienda y que suena descaradamente alegre para la situación. Aunque sería tentador apartar la mirada y evadir toda responsabilidad, me obligo a observar a Pinocho mientras se desangra en el suelo. Tú has hecho esto, Kyle. Estas son las consecuencias de nuestros actos, y al final, hagas lo que hagas, alguien siempre muere.

Sea como sea, no logro encontrar en mi interior un ápice de arrepentimiento, pero eso no quiere decir que me sienta bien conmigo mismo, como atestigua el lento y pesado amargor que parece haber encontrado su hogar en la boca de mi estómago.

Objetivamente hablando, Pinocho no era un buen tipo, y sin embargo, me caía bien. Lo admiraba, incluso. Era un hombre que supo hacerse un nombre y un lugar, que supo hacer que los demás mirasen más allá de su estatura y lo respetasen por sus actos, independientemente de lo cuestionables que estos pudieran ser. Además, poseía un brillante intelecto y un sentido del humor estimulante. En el fondo, creo que para mí no ha sido más que un juego, una manera de darle emoción a una vida vacía y absurda, por melodramático se suene. Y ahora se muere, atrapado entre el peso de sus acciones y la trayectoria de una bala.

Me agacho junto a él, recogiendo el vial de lo que estoy convencido debe de ser Valkyr y guardándomelo en un bolsillo: él ya no lo va a utilizar. Siento una oleada de náusea cuando oigo la felicitación de Sharpe, pero al mismo tiempo, sus palabras me hacen sentir orgulloso. A lo mejor es precisamente eso lo que me produce náuseas.

Siento que debo despedirme de Pinocho. Honrarlo de algún modo, reconocer lo que ha representado con algún pequeño gesto. No sé, parece lo correcto, dadas las circunstancias.

—¿Me dirás cómo te llamas? —le pregunto con solemnidad—. Tu nombre de verdad. Para recordarlo.

La vida se escapa por momentos de los otrora penetrantes ojos glaucos de Pinocho.

Te asalta súbita la alarmante sensación de que no llegará a contestar a tu pregunta, pero el cabrón compra unos segundos extra a la Parca y fuerza una sonría revestida del helor que le carcome en estos momentos.

—Soy... podríamos decir... un muy literal... hijo de puta... Kyle... Mi nombre... Mi verdadero nombre... me lo dio la calle... Hazte un favor... No... No pruebes... _{essssaaaamierrrrdaaaa...}

Y entonces su cuerpo se torna en vestigio de su alma al partir en un viaje que no admite retorno.