Partida Rol por web

 Al tomar dicho camino el aventurero llegó hasta la sala conocida como la del fuego. 

La sala estaba iluminada por una serie de hongos que brillaban en la oscuridad, por lo que no había necesidad de encender ninguna antorcha. Había suficiente visibilidad como para poder procesar todo lo que había en el lugar.

En una de las esquinas de la sala se hallaba un pequeño cofre con un símbolo tallado. Y en el centro de la sala una especie de hoguera repleta de maderos, y ceniza. Pero ni una pizca de humo. El fuego parecía acabar de prenderse, pero parecía que ardía casi de forma mágica.

Era una sensación agobiante, la ropa se pegaba a la piel como si fuera pegamento y el calor que hacía en el interior empezaba a ser sofocante. 

De pronto la hoguera empezó a cobrar forma y se materializó una mujer de oscuridad y fuego. 

Bienvenido. Dijo. Has llegado a la sala del fuego. Yo soy una de las múltiples guardianes del anillo del deseo. Si quieres continuar por aquí tendrás que enfrentarte a mi. ¿Estás dispuesto? Dijo colocándose en guardia y preparada para la lucha.

El leve frescor de las cuevas empezó a desaparecer rápidamente ante la cercanía del leve resplandor que marcaba la proximidad de un descanso en los túneles. Unos momentos después, el motivo fue claro, ante él se extendió una sala caldeada, y el sudor comenzó a hacer que sus escasas ropas se pegaran a su piel. Observó con cautela el fuego encendido, los hongos luminiscentes y, por último, sus ojos se posaron en el cofre tallado.

La roca pareció susurró, el crepitar de las llamas le impelió a acercarse, las maderas convertidas en rescoldos suspiraron. Todo, allí, le llamaba, suscitando su interés, queriendo que abriera el intricado baúl y recogiera el tesoro que aguardaba dentro, sin duda una pieza clave para alcanzar el destino que le había llevado allí. Dio un paso. Sonrió. Alargó una mano y entonces se detuvo. A su lado, Centella, gruñó de manera casi imperceptible. Ambos giraron el rostro, uno lobuno, otro más parecido al de los orcos que al de los humanos, pero ambos dirigidos hacia la hoguera que, de golpe, cobró vida. 

Una mujer apareció, habló para que él escuchara, y preguntó. Se hizo el silencio, ella se colocó en guardia, y él se preparó también, alzando el escudo y la cimitarra que había mantenido mirando al suelo desde que había entrado. La loba, su fiel compañera, mostró los dientes. Y el ígneo ser, rápido, mortal, atacó.

Las palabras habían sonado como el crepitar de las llamas, y antes de que Centella o el propio Vincent se diera cuenta, el elemental de fuego ya se había cernido sobre ellos. Por suerte, el semiorco logró parar el golpe con el escudo evitando que el solo contacto de su cuerpo lo prendiera en llamas. Se había librado por un instante del combate, y ahora debía tomar una decisión, huir de allí o enfrentarse al elemental y derrotarlo. 

El fuego crepitaba frente a él, con forma humana, una esbelta mujer cubierta de llamas, ardiente, primaria como el mismo elemento que la cubría por entera, del que más bien estaba hecha. Su golpe, una garra prendida que destilaba calor, impacto contra su escudo con pasión, haciendo que le vibrara el brazo. Incandescentes tentáculos lamieron su rostro, un instante en que sus ojos se vieron nublados por la rojiza calina.

Junto a él, Centella, fiel como ninguna, gruñó ante la temperatura, con ímpetu, ansiosa por acabar con aquél ser. Él, imitando a la loba, emitió un sonido similar. Dispuesto a liberar a la criatura, devolverla a la naturaleza a la que pertenecía, dio un paso lateral, hacia la izquierda de su oponente, mientras lanzaba un tajo descendente con su cimitarra. 

A su vez, y a su orden, Centella se movió hacia la derecha, buscando flanquear al enemigo, y lanzó una poderoso mordisco que, sin embargo, no alcanzó la carne, oculta bajo las danzantes sombras que formaban a la mujer.

El trabajo en equipo de Vincent y su compañera consiguió hacerse cargo de la elemental de fuego. Juntos habían logrado flanquearla y ya de paso acabar con su existencia. Habían logrado derrotar a la criatura y lograr así que se desvaneciera. Tras ello, una runa cayó al suelo:

Ahora que se había librado de la criatura, podría abrir el cofre y obtener el ansiado tesoro. Para después seguir su camino por el único sitio posible. El pasillo que había justo enfrente.

El ser se desdibujó frente a sus ojos, llameó como un fuego a punto de extinguirse, y finalmente se desvaneció como si nunca hubiera existido. Devuelto al lugar al que pertenecía, enviado de nuevo al etéreo elemental del que nunca debía haber salido, no quedó de la mujer nada más que una runa caída en el suelo. 

Se agachó, la recogió, y con ella en mano se dirigió al cofre. Ordenó a Centella mantenerse unos metros alejada, consciente de que podría haber trampas. Sólo por asegurarse, aunque seguro de que no la encontraría aunque le explicaran exactamente como hacerlo, comprobó el baúl en busca de alguna artimaña, y luego, tras encogerse de hombros y pedir ayuda de la piedra, el viento, el fuego y el agua, lo abrió con la respiración contenida. 

Soltó el aire, pasara lo que pasara, cuando encontró lo que allí se escondía, y después, con ello, se dirigió por el camino marcado por el destino.

Vincent decidió dejar alejado a Centella por si el cofre contenía algún tipo de trampa o peligro. Por suerte, no había nada en su interior que pareciera dañino. Abrió el cofre y dentro encontró tan solo una poción con un único cartel:

Poción de Curar Heridas Leves

De pronto escuchó unos pasos, por el pasillo donde tenía intención de dirigirse, entró un hombre delgado acompañado de un perro. Había entrado alguien, ya no estaba solo.

Al tomar dicho camino el aventurero llegó hasta la sala conocida como la del fuego. 

La sala estaba iluminada por una serie de hongos que brillaban en la oscuridad, por lo que no había necesidad de encender ninguna antorcha. Había suficiente visibilidad como para poder procesar todo lo que había en el lugar.

En una de las esquinas de la sala se hallaba un pequeño cofre con un símbolo tallado. Y en el centro de la sala una especie de hoguera repleta de maderos, y ceniza. Pero ni una pizca de humo. El fuego parecía acabar de prenderse, pero parecía que ardía casi de forma mágica.

Era una sensación agobiante, la ropa se pegaba a la piel como si fuera pegamento y el calor que hacía en el interior empezaba a ser sofocante.

De rodillas junto al cofre se hallaba un enorme semiorco que acababa de abrir el baúl y en la esquina del otro lado, había un lobo. 

El pequeño tesoro paso a sus manos, y de ahí a su cinturón. Los elementos le habían sonreído, un pequeño premio tras la escaramuza en la que había devuelto al guardián a la corriente natural a la que pertenecía. Sonrió. Tras él, a unos metros, Centella gruñó.

Alerta, escuchó los pasos que provenían del pasillo. La loba, rápida, se acercó hasta él, mostrando los dientes, amenazadora, mientras él sujetaba con fuerza la cimitarra, aún de rodillas. El animal, fiel, se quedó inmóvil, atenta, preparada para atacar ante cualquier movimiento amenazador.

Al notar el posible peligro, Rice entró inmediatamente en estado de alerta. Con el pelo erizado, Rice comenzó a emitir un profundo gruñido mientras fijaba su mirada alternativamente al semiorco y al lobo, como intentando decidir cuál podía ser una mayor amenaza para su amo.

Cuerpo tenso, orejas hacia atrás y enseñando los dientes, Rice parecía estar listo para abalanzarse contra sus oponentes cuando una mano en su nuca lo hizo calmarse ligeramente.

Owel notaba la inquietud de su compañero, pero este no era el momento de hacer enemigos. Aún quedaban quién sabe qué pruebas y no podía permitirse malgastar fuerzas. Tras apaciguar ligeramente a Rice, Owel, de la forma menos amenazante posible, agarra el escudo colgado a su espalda y se lo engancha firmemente en el brazo.

Tras este gesto (nunca estaba de más ser precavido), Owel alza la rama que lleva consigo y dirige su voz hacia el semiorco.

Owel se dirigió hacia el semiorco intentando sonar conciliador, pero con una ligera tensión en su voz.

Saludos, viajero. - dijo sin que se le pudiera escapar una mirada de reojo al enorme lobo blanco - Asumo que ambos buscamos lo mismo, ¿no es así? - dijo de forma ligeramente enigmática.

Tras decir esto miró fijamente al semiorco. Algo no acababa de encajar. Cambiando la entonación súbitamente, pronunció en el idioma de las criaturas de la naturaleza:

¿Eres amigo de los bosques?

Al notar que no había hostilidad, solo tensión, en la voz del hombre, asintió con la cabeza y se puso en pie, más relajado. A su lado, Centella, la gran loba blanca, agachó las oscuras orejas y dejó de gruñir, sintiendo como su amo se relajaba. Incluso la respiración agitada de orco y animal se calmaron en el mismo instante que el primero hacía descender su espada curva hasta apuntar al suelo.

– Saludos, humano – dijo con una perfecta pronunciación del común, sin siquiera un leve atisbo del grotesco acento habitual en los que llevaban su sangre –. Mi nombre es Vincent, Vincent Valentine, y estoy aquí únicamente porque la tierra y el viento del este parecen haberme guiado hasta aquí. Sé que busco algo, aunque no sabré el qué hasta que el el fuego, el agua y la roca me lo revelen.

Luego carraspeó, se crujió el cuello, y negó. 

– No he entendido lo que has dicho al final, pero tu lengua me resulta familiar, parecida a la de muchos elfos que habitan los bosques y sus arboledas. ¿Acaso eres aprendiz de éstos? – preguntó, mirando con una sonrisa al perro –. Si es así, puedes acompañarme si quieres, juntos podemos descubrir los secretos de estas cuevas.

Owel no pudo evitar dejar escapar una sonrisa. Aquel semiorco era definitivamente un ejemplar único entre los de su raza. Aliviado, volvió a colocarse el escudo en la espalda.

Mi nombre es Owel. - dijo con una ligera reverencia. - Nuestro encuentro no parece una coincidencia, ya que yo también he sido traído hasta aquí por un motivo que aún desconozco. - dijo en tono pensativo. - Espero que juntos podamos encontrar una respuesta.

Al ver que su amo se había relajado completamente, Rice comenzó a mirar de forma curiosa al lobo blanco. Empezó a acercarse con timidez, jadeando frecuentemente debido al calor.

Notando el movimiento de su compañero, Owel alzó una mano hacia él.

- Este es Rice. - dijo con una nota de afecto. Acto seguido, se apoyó en su vara y miró alrededor. - Al entrar vi un total de tres caminos. Es extraño, pero esta cueva no parece tener una salida.

Tras haber pasado el momento de tensión, el calor sofocante de la sala volvió a posarse sobre Owel. Gotas de sudor caían por su frente, dejando surcos sobre los restos de polvo y arena.

- ¿Qué ha pasado aquí? - dijo señalando a la hoguera - Ese fuego es definitivamente mágico, pero no parece llevar mucho encendido. ¿Es obra vuestra?

No hizo una reverencia, pero inclinó la cabeza, respetuoso, ante la presentación del otro hombre. Escuchó sus motivos, sus preguntas y sus dudas. Lo hizo en silencio y, a su lado, Centella también permaneció así, tranquila. Incluso cuando el dorado can se acercó. Tras un silencio, asintió.

– No tengo nada que ver con este fuego, ni esta sala – dijo con sinceridad, aunque sin contar lo sucedido ahí, minutos antes –. Pero aquí ya no hay nada que nos pueda interesar – señaló el cofre, y luego un vial que ahora colgaba de su cinturón –. Ahora deberíamos buscar un nuevo camino. ¿Había algo por dónde has venido tú? Dónde yo entre... También había tres caminos, no había nada más, pero solo he tomado este.