Partida Rol por web

-Diré al detener el carro que unos heridos necesitarán ayuda, y que requerirán de almas caritativas. Por supuesto, los heridos serán los que conducen el carro si no nos ceden la compañía de la señora. Puede que se fíen de un hombre de edad y con aspecto respetable. Qué curiosos matices tiene esta lengua nuestra.

 - Diganmelo a mí, vuestras mercedes, que si yo os contara las cosas que he vivido... Pero no cambiemos de tema y al tajo.

 Sin más me escondí, esperando a que nuestra presa se presentara...

El viaje comenzó tarde, después de comer, recorriendo la calle Toledo hacia la zona sur de la villa. Poco después salíais dejando atrás el matadero e internándoos en la carretera, rodeadas de campos de cultivo y viñedos. Poco después se empezaron a ver algunos árboles y la espesura se hacía más densa. Un mozo joven, rubio, de veintipocos años se acercó a vuestra ventana montado en un corcel negro.-Señora,-os dijo con acento alemán- debéis ocultaros en los caminos, es más seguro.- Y tirando de la cortinilla de terciopelo rojo dejó el coche en penumbra solo iluminado por la poca luz que pasaba por entre los bordes que no cubría la cortinilla.
-No entiendo por qué hemos de ir a Toledo y menos a estas horas de la tarde.- Dijo la dueña que cuidó de ti desde que eras una niña.-Si hubiésemos salido esta mañana temprano, ya estaríamos a medio camino.

No podía verme, pero estaba segura de que mi rostro se mostraba más pálido de lo normal. No me encontraba bien. Debido al traqueteo del coche, haber salido recién llenado el estómago y el condenado vestido, la cabeza me daba vueltas y un sudor frío me recorría todo el cuerpo. 

Cómo envidiaba a mis hermanos con su ropa holgada, sus sencillos calzones y sus livianas camisas. Pero, no. Nuestro Señor quiso que naciera mujer y, con ello, que me condenara de por vida a vestir las ropas que, poco a poco, terminaban por matar a las jovencitas (o eso pensaba yo, amargada).

Respiré hondo, intentando no prestar atención al punzante dolor que sentía en las sienes. Abrí mi abanico y me eché algo de aire fresco en la cara, sintiendo un poco de alivio.

Me asomé a la ventana justo en el mismo momento en que el mozo corría la cortina frente a mis narices. Fruncí el entrecejo, molesta y tuve ganas de gritar quién diablos se creía aquel rapaz para decirme qué era lo más seguro o no en los caminos.

-Maldita sea- maldije, murmurando, recostándome en el asiento, cerrando los ojos durante un instante ante la penumbra que se acababa de formar.

En ese momento, escuché las palabras de Felisa, mi dueña. Al oírla, mi enfado aumentó por el simple hecho de tenerla en frente de mí, de no poder escapar de sus brazos o su simple mirada. Me sentía ya como una mujer adulta, que podía tomar mis propias decisiones y, sin embargo, aún estaba con ella. No era una mala mujer, pero sí con un hocico muy grande... Es decir que siempre que podía averiguaba dónde había estado, con quién y qué había hecho, para después contárselo a mi padre y recibir su hueso. Hueso entiéndase como un par de monedas.

-Y yo no entiendo por qué venís vos, Felisa- comenté, con una sonrisa lobuna-. Hubiera sido mejor que os quedaseis en casa- sugerí con malicia-. Con vuestra labor de costura- añadí, dejando entrever lo mucho que yo odiaba tal cosa.

El sitio era perfecto. El camino pasaba entre espesos matorrales y árboles de embergadura suficiente como para proteger a un hombre. Cerca de allí, un claro ofrecía un descanso cómodo con unas piedras como asiento desde donde salía otro sendero que se perdía entre hojas podridas, barro y la escarcha del suelo.
El clima se iba haciendo cada vez más frío a medida que el sol descendía, y con mucha rapidez, en esa época del año.  
Os ajustasteis las capas, los sombreros y esperasteis. Al cabo de dos horas un traqueteo y el relincho de un caballo os avisó de que alguien se aproximaba por el camino.

Agazapados entre la maleza veis como aparecen dos soldados a caballo, ambos vestidos con gregüescos, jubón y gorrilla de pluma de color amarillo, inconfundible de la guardia borgoñona. Detrás de ellos, un coche tirado por dos caballos y conducido por un cochero de la guardia española (también gregüescos y jubón pero de uniforme rojo con gorrilla negra) traquetea al son que le marca el camino, finalizando el séquito dos guardias más, también españoles.
Las cortinas del coche están echadas impidiendo ver a quién está dentro...aunque os lo imaginais.   

Con un tono de voz no más alto que un susurro, le digo desde mi puesto de emboscada al señor médico:

-Señor cirujano, podéis comenzar cuando gustéis.

Seguidamente, miro al jovenzuelo descarado, mientras me calo el sombrero como gesto de advertencia:

Si salimos vivos de esta, por mi santa madre que le deberé un favor.

Trago saliva durante unos instantes, repaso mentalmente mi libreto y salgo al escenario. Lo hago como un hombre desesperado en busca de ayuda.

—¡Ah del carro! ¡Ah del carro! ¡Se precisará auxilio! —grito. Con mi atuendo y años tengo pinta de todo menos de asaltador, espero que muerdan el anzuelo.

-Como imaginaba su padre.-Os miró fijamente y luego continuó con el bordado de hilo de oro en uno de tus pañuelos.-Quiere ir por las calles sin nadie que la proteja de cualquier rondador que luego la parta el corazón, y eso no lo voy a permitir, ni yo ni su padre y las damas que andan de esa guisa, entreviendo galanes y dando abanicazos tienen un nombre.-Como temiendo que alguien la oyera se acercó un poco a vuestro oido.-Busconas.-y asintiendo con la cabeza volvió a sus labores, pero de pronto, el coche se detuvo.

Veis como el coche se detiene de inmediato, guardando una distancia prudente. Los borgoñones se adelantan unos metros y con claro acento alemán, os preguntan:-¿Quién sois y qué os ha ocurrido?-.

Estaba segura de que no sólo pagaba mi padre a Felisa por las cosas que le contaba sobre mis salidas asolas o mis pequeños paseos lejos de ella, sino que también recibía por hablar. Esa mujer sólo cerraba la boca cuando estaba ocupada comiendo o bebiendo, y aquello me molestaba. 

Amaba el silencio por encima de todo y más en esa situación en la que estaba tan indispuesta. Me seguí abanicando, con la nariz alta, un tanto arrogante, como para indicar a Felisa que estaba hablando demás o que cuidase las formas pues no estaba con sus amigas, sino que tenía frente a sus narices a la hija de su señor.

Bufé ante sus palabras y abrí la boca para contestarla, enfada, sin embargo, la volví a cerrar y dejé que continuara con su diatriba, pensando en por qué seguía aún dentro del coche y no la había empujado por la puerta nada más atravesamos el río Manzanares. 

La miré fijamente cuando me susurró aquella palabra en mi oído y noté mi sangre hervir. Dejé de abanicarme y apoyé el abanico en mi regazo. Sonreí a Felisa con desdén y murmuré:

-Felisa, cuidad la lengua, si no queréis que os la corten- dije, acompañando mis palabras con varios asentimientos de mi cabeza.

Fue en ese momento cuando se paró el coche. Fruncí el entrecejo y olvidé por completo a Felisa. Mil ideas se me pasaron por la mente, cada una más inverosímil que la anterior, por lo que, antes de perderme en fantasías y quimeras, descorrí la cortina que antes había cerrado el mozo y me asomé a la ventana, escrutando el exterior.

-¿Qué diablos pasa?- pregunté-. ¿Por qué nos detenemos?

Un gallardo joven y español, con el uniforme de la guardia, se detuvo al lado vuestro mirando al frente. La pluma blanca de su gorrilla negra contrastaba exquisitamente con la perilla y el fino bigote pulcramente afeitados. Sus gergüescos llegaban casi hasta la rodilla donde unas botas altas lustradas con grasa de caballo, hacían reflejar el sol de aquella tarde de invierno del 10 de Diciembre del año 1624.-Tranquila mi dama,-dijo cortesmente-solo es un caminante extraviado. No os preocupeis.- 

Entorné los ojos ante la claridad del sol y maldije de nuevo a aquel rapaz que cerró la cortina cuando no debía. Cerré los ojos con fuerza y mi dolor de cabeza aumentó, golpeándome las sienes sin piedad.

En cuanto se acercó el hombre, lo examiné, evaluándolo con la mirada. Sonreí, mostrando mi mejor cara, la única que podía tener encontrándome en el estado en el que estaba, y asentí a sus palabras.

-Entiendo- me limité a decir, buscando con la mirada a aquel viajero perdido-. ¿Y por él nos detenemos? ¿Acaso está en mitad del camino?- pregunté con desdén-. ¿Cómo un solo viajero hace que paremos?

Isabel, cálmate, pensé, respirando hondo. La culpa no es de este caballero.

-¿Continuaremos algún día o esperaremos a que se nos haga de noche?- añadí, como para rematar, mirando al hombre.

A medida que hablabas te dabas cuenta que no te había dicho toda la verdad. Su mano estaba posada sobre la empuñadura de su pistola y la mirada de impaciencia denotaba que no era un simple viajero lo que estaba en mitad del camino. Su cara siguió mirando al frente, sin devolverte la mirada ni contestar a tus preguntas.

 Preparo mi arma para, cuando llegue el momento, darle matarile a los guardias...