Partida Rol por web

Katsumoto afirmó con efusividad a su compañero.

— Salgamos cuanto antes de aquí, esto parece obra de un Oni o algo peor. Adorar a Dios Luna tiene sus consecuencias  - dijo saliendo a correr en contradirección mirando de reojo hacia aquella oscuridad.

Sanzo asintió a su compañero mientras empezaba a correr a su par:

- Sensatas palabras, Katsumoto-san, que aquellos que atraen la ira de los Kami queden a merced de sus acciones.

Decididos a abandonar el lugar, emprendéis la retirada al trote en dirección sur, pero desde el este ya aparece la amenaza:

Más de una veintena de criaturas cabezonas, estridentes, desnudas y escualidas surgen desde la maleza. No alcanzan a medir lo que una catana y su piel grisácea se antoja enfermiza, aunque más que enfermiza resulta tétrica bajo el color carmesí que les brinda el Señor Luna.

Por si solos no resultan amenazantes. Parecen poco más que alimañanas pues ni siquieran llevan armas, tal es así que de hecho uno de los guardias avanza confiado para darles muerte... con funesto resultado.

Un par de sus compañeros hacen ademán de ir a ayudarlo, pero no tardan en aparecer aquellos seres que sugerían los rugidos más graves e imponentes. Cuatro bestias enormes que casi doblan la altura de un hombre se abren paso a la fuerza, llegando a derribar un par de árboles en el proceso.

Su presencia es imponente, muchos se quedan helados por la impresión incapaces de reaccionar, mientras destrozan las primeras cabañas a base golpes con los antebrazos.

Las criaturas más pequeñas, más veloces de lo que su tamaño aparenta, rápidamente se cuelan entre los invitados arañando, mordiendo, subiéndose por aquí y por allá provocando gritos y alaridos mientras unos tratan de defenderse, y otros huyen en desbandada en vuestra dirección.

Los rugidos y los chillidos se entremezclan ahora con los gritos de desesperación de aquellas gentes, que experimentan el verdadero terror por primera vez en sus vidas.

Sanzo se había girado un momento para contemplar el horror que se desparramaba sobre los sectarios. Espantosa visión capaz de helar la sangre de cualquier samurai, sin duda. Incluso sentía su cuerpo ralentizado por esa sensación de terror, y no pudo evitar exclamar:

- Las empresas violentas tienen fines violentos...

Si los alcanzaban, muy probablemente fuese el final, aunque estaba dispuesto a luchar hasta el final a pesar del miedo.

Katsumoto abrió los ojos al ver las criaturas enormes. Una sola de ellas ya era un adversario formidable, enfrentarse a cuatro era un suicidio.

Siguió corriendo cuanto pudo aunque notó como las piernas le seguían doliendo. A ese paso pronto les alcanzarían, así que se llevó una mano a la espada para sentirse más confiado, si tenían que morir, se llevaría a alguno de ellos por delante. Miró a su compañero.

- Sanzo-san... Yo... puedo retrasarlos. Me quedaré para darte una retirada. Uno de nosotros debe cumplir la palabra y encontrar al niño. Debes ser tú, eres el más versátil de los dos.

Tal vez no fuese en el momento el más valiente de los samuráis, quizás nunca hubiese sentido cierta hermandad hacia ningún otro samurai, pero ciertamente los periplos vividos con el gunso, unido al sentido del honor de éste, le hacían negar con gesto decidido:

- No, Katsumoto-San, nuestros compañeros ya llevan más de una jornada en esa búsqueda, y no huiré dejándote atrás. Nos marcharemos juntos, y si el Infierno se desata a nuestro alrededor, se enfrentarán a nuestro acero hasta el final. Nada de héroes, yo soy el más versátil, pero tú le enseñarías a ese joven la rectitud y el honor para ser un buen dirigente, ambos tenemos que salir de aquí.

[Pequeño resumen y avance después del largo parón]

Con el sanguinolento Señor Luna observando desde los cielos, el claro del lago donde se iba a llevar a cabo el ritual se cubre de gritos de terror y muerte.

Un cuerpo mutilado llega volando desde el este poco antes de que, desde la arboleda, una horda de cabezonas criaturas del tamaño de un niño se desparrame por el lugar. Sus voces chillonas y cacofónicas risotadas se os meten por los oídos mientras desgarran, tanto con sus colmillos y sus garras, a todo hombre que se les pone por delante.

Los asistenes que no quedan congelados por el miedo ponen los pies en polvorosa, cuando tres enormes criaturas que casi duplican en altura a un hombre, y multiplican por incluso más su masa muscular, hacen acto de presencia derribando árboles con sus brazos mientras sueltan gravísimos rugidos de rabia.

Sanzo y Katsumoto han recuperado sus armas y hacen un ademán de retirarse, pero incluso alguno de los invitados les sobrepasa a la carrera con alguna de aquellas criaturas persiguiéndoles, veloces y escurridizas, demasiado lejos del alcance de las armas de los samuráis. Entre tanto, las criaturas más grandes revientan a golpes las tiendas del campamento, mientras que una de ellas aplasta y quiebra entre sus manos los huesos de uno de los defensores, que había logrado sacudirse un puñado de las otras criaturas que se le habían echado encima.

Entre el caos, un maltrecho (muy, muy maltrecho) Yoshiaki ha estado siguiendo a algo o alguien entre la horda de pesadilla, y se encuentra entre la maleza a distancia de tiro de piedra de sus compañeros ronin. Aquel ser al que seguía no tarda en aparecer.

Con pasmosa tranquilidad y elegancia, una ¿persona? camina entre el caos con paso firme. Los reflejos carmesís revelan que porta la armadura propia de un samurái, así como su respectivo daisho. Avanzando mientras la horda se aparta ante su caminar, en lo que dura un parpadeo se convierte en un borrón y a una distancia sustancial, más adelante, se encuentra cogiendo por el cuello a uno de los sacedortes. Este tiembla de miedo y gimotea cuando, aquella mano seca y huesuda, lo alza en el aire sin esfuerzo. Un fulgor verde ilumina el rostro del hombre. Se le lanza una pregunta, y niega con la cabeza antes de ser aventado varios metros rodando por el suelo, con un único gesto firme a la par que ligero.

Mirando a su entorno, aquel ¿samurái? finalmente gira la cabeza por primera vez hacia vosotros. Os encontráis con lo que parece ser una cara a medio momificar, de cuyos ojos mana la luz de dos vivas llamas verduzcas, que advierten de la antinatural inteligencia de un ser que a todas luces está muerto, o que al menos debería estarlo. Pese a la distancia, por un instante parece escudriñaros antes de obviaros y tender la atención en otro de los allí presentes.

La horda por el momento está despedazando a los guardias que intentaron plantar cara, y a aquellos que no fueron capaces de correr (o de correr lo suficiente).

Los Kami y las Fortunas se encuentran demasiado lejos de aquel lugar como para implorarles ayuda.

No cabe duda alguna.

Los dioses os han abandonado.

La escena que se desarrolla delante de mí me pone los pelos de punta. Observo los enormes seres, una afrenta contra los kami a buen seguro. Igual que los otros más pequeños.

Quizá en otra situación, en otras circunstancias, hubiera buscado la muerte honorable que me fue negada luchando contra ellos. Pero tengo una misión que cumplir, una que no puedo dejar. Tengo que encontrar al nieto ilegítimo del emperador para protegerle a toda costa.

Empiezo a recular intentando mantenerme oculto. Quizá en el próximo pueblo busque al magistrado y le cuente lo que he visto, pero no puedo entretenerme en pelear contra ellos una batalla perdida.

Observo a mis dos antiguos compañeros. Hace tanto que nos separamos que me parece que ha pasado toda una vida. Independientemente del tiempo que haya pasado en realidad. Les hago una señal para que vengan conmigo mientras me alejo de la masacre. Quedarse es morir, y por tanto traicionar al emperador.

Sanzo intentaba alcanzar el camino para ir a por el niño, la única prioridad que importaba en ese momento, especialmente ante la criatura monstruosa que antaño fue un samurai y caminaba en busca de sangre. Tiró de la manga del kimono de Katsumoto para alertarle de la presencia de su compañero Yoshiaki, y sus ojos se abrieron como platos... ¿Qué hacía allí el Grulla? Esperaba que Nori no hubiese abandonado su búsqueda. Tenían que huir de allí, si no, tendrían que lanzarse a una lucha a muerte contra el samurái sombrío. No era el miedo a combatirlo lo que lo frenaba, era el miedo a no llegar a tiempo de salvar al niño. Pero no se hacía ilusiones, un combate contra un ser así de seguro significaría una muerte probable.

- Vamos, compañeros, no parece interesado en nosotros por el momento. Hay que salvar a ese niño. - Dijo como en un susurro.

Katsumoto vio a su antiguo compañero Yoshiaki y corrió siguiendo a Sanzo, ligeramente esperanzado al ver su regreso.

— Yoshiaki... gracias a los Kami que... — su voz se quebró cuando vio su aspecto malherido. Estaba realmente destrozado y Katsumoto se quedó sin aliento.

Se giró para ver como aquel "samurai" se movía a la velocidad del rayo, masacrando seres humanos como si fuesen flores, segando vidas y derramando sangre. Sangre.

Katsumoto se llevó la mano de forma instintiva a la empuñadura de "Anónima".

— Salid de aquí. Recuperad al niño... yo le entretendré.

El veterano gunso comenzó a caminar al centro de la llanura, lentamente, observando a aquel Samurai como si estuviesen solos en el mundo. Soltó un grito para llamar su atención y comenzó a posicionarse como si fuese a repetir un duelo, una última vez.

Abandonando a Yoshiaki y a Sanzo, el orgulloso y otrora gunso de la Grulla se interna unos pasos en el claro mientras la gente corre, grita y es cazada y despedazada a su alrededor. Afrontando la situación con valor, pese a que las piernas y hasta la espada le tiemblen, hace por reclamar la atención del supuesto samurái.

Más próximo a él, observa su armadura corroída por el paso de los tiempos, y por su manufactura, tal vez de las eras. Tonalidades anaranjadas, apropiadas para un Fénix, la salpican por aquí y por allá, pero no hay simbología que haya perdurado tanto tiempo.

Soltando un golpe de voz para llamar su atención, lejos de conseguir que se vuelva, reclama la atención de uno de los tres ogros, que avanza a paso firme y pesado a por él. Para suerte o desgracia de Katsumoto, un hombre de elegantes y cuidadas prendas, cuyo brazo izquierdo luce ensangrentado a causa de un mordisco, y del pedazo de carne faltante, recula tras zafarse de un par de trasgos hasta acabar enfrente de la gigantesca criatura. Distrayéndose con él, el ogro entrelaza ambas manos y le suelta un tremendo golpe de martillo sobre la cabeza, logrando deformársela y hundírsela entre las clavículas con su particular crujir. Para el oído atento, también se escucha el característico sonido de los sesos desparramándose por los orificios naturales... y otros recién abiertos que también podríamos considerarlos como naturales después de semejante mazazo.

Sea como sea, parece ser que la criatura se ha distraído brevemente con su reciente víctima, pero el supuesto samurái no solo no reacciona, si no que se aleja en parpadeo hasta dar con otro de los sacerdotes.

Varios invitados más salen corriendo por donde se encuentran Sanzo y Yoshiaki, con un puñado de dispersos trasgos encorriéndolos tan jovialmente, que parecen ir dando saltitos mientras disfrutan del caos que se ha organizado.

Katsumoto atisbó a la criatura y se preparó para enfrentarla. Pero todavía había sangre fácil de derramar, y el samurai seguía desmembrando sacerdotes sin piedad.

Katsumoto vio al ogro y su cabeza siendo aplastada como una fruta madura. Les estaban dando unos segundos. Se giró hacia Yoshiaki y Sanzo. Sus heridas seguían siendo devastadoras. Quizá no lo consiguiese.

Miró al samurai sombrío una vez más, tenía un poder devastador. Se enfrentaría a él en otro momento. Su deber era sacar de allí a sus compañeros... recuperar al niño. Todo lo demás no importaba.

Katsumoto comenzó a retirarse hasta llegar a sus compañeros, sin dejar de mirar de vez en cuando hacia atrás. Cogió a Yoshiaki y pasó su brazo por detrás de sus hombros para ayudarle a avanzar más rápido.

— Vamos... parecen entretenidos y debemos aprovechar para salir de este infierno. Si nos alcanzan yo les haré frente. ¡VAMOS!

Una parte de Sanzo se alegró de que el viejo Gunso se uniese a ellos en la marcha. Eso podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte de Yoshiaki, o incluso entre el éxito y la derrota en su misión. Con una sonrisa sincera, asintió en seco a Katsumoto, antes de coger a Yoshiaki por el otro brazo e intentar huir.

- Salgamos de este lugar abandonado por los Kami... Ya cruzaremos ese puente cuando lo alcancemos Katsumoto, por el momento vamos a intentar que Yoshiaki pueda moverse más rápido. Quizá deberíamos huir rodeados de estos pobres diablos, antes de separarnos sutilmente.

Allá en el islote donde debería de celebrarse el ritual, Kengo, arrodillado, implora a los kami para que detengan aquel sin sentido.

El sombrío samurái lanza contra el suelo a una de sus víctimas, aunque en pánico, aún sigue perfectamente viva y saludable. Parece sentir alivio, al menos hasta que tres de los trasgos se le echan encima mordiéndole la cabeza, muñeca y tripas. Le acabará alcanzando una muerte agónica... pero no ahora.

Entre tanto, los ogros siguen con su de vorágine de destrucción. El que queda próximo a Katsumoto, toma el cadáver del pobre desgraciado que se cruzó en su camino y, hundiéndole los pulgares en el pecho, lo abre por la mitad y, tomándose un tentempié, deja caer su sangre y vísceras en la boca antes de masticar un par de veces, y de engullir cual pato.

Mientras Katsumoto pone los pies en polvorosa, observa como su objetivo desaparece por un instante dejando una estela y aparece junto al sumo sacerdote de la secta.

Tras posar su huesuda mano sobre el hombro de Kengo, la criatura camina con elegancia a su alrededor hasta quedar frente al hombre. Desde arriba, observa con frialdad a un simple mortal. Tomándole el mentón con delicadeza, le hace alzar la mirada.

Aún se encuentra lanzando liturgias y letanías cuando abre los ojos, y ante sí observa el decrépito rostro de lo que otrora pudiera ser una mujer. Sus ojos ardientes le resultan molestos a la vista, pero el instinto le lleva a no poder dejar de mirarlos. Dos llamas verduzcas en cada cuenca ocular, vibrantes e intensas, que se modulan y realmente llegan a expresar con vida las reacciones de la criatura.

Mirando al mortal a los ojos, lo observa brevemente. Aquellos ojos marrones le observaban con intensidad, con determinación, sin miedo. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el terror en los ojos de un hombre, y no parecía tener claro si la novedad le convencía o le terminaba por disgustar. Exponiendo su voz cacofónica, sutilmente distorsionada y vagamente femenina, obvia su inquietud respecto al hombre y pregunta sobre lo que realmente le importaba. - Kengo-dono. - Le nombra directamente por su nombre, conociéndolo a causa del anterior sacerdote. - ¿Dónde se encuentra el sangre de Hantei? - Inquiere con cierta... ¿dulzura?

- Los kami y las Fortunas han conjurado contra ti, monstruo. - Le espeta sin ningún miramiento y sin temor alguno. El hombre no parecía temer a confrontar la muerte, aunque fuera por una criatura como aquella. - Siento no poder ayudarte, no tengo ni idea de dónde está. Nos lo han "robado". Lo han puesto a salvo de tus garras.

Irritándose por momentos, el fuego de los ojos de la criatura cobra intensidad y virulencia. Aun así, con delicadeza sube la mano desde el mentón del hombre hasta su mejilla, y posando la mano sobre la otra, parece hacerle una caricia. - Estás... demasiado tranquilo... - Continúa hablando con fiereza reprimida. - cuando estás... - Las caricias pasan a las sienes, lentas, que poco a poco se van conduciendo hacia las cejas. - por perder la vida. - Las manos comienzan a temblarle por la rabia, y sus uñas, sucias y afiladas, acaban causando pequeñas heridas en el rostro del sumo sacerdote. - ¿Por qué?

Las palabras de la criatura parecen entretener a Kengo, que si bien ya ha asumido su destino, no parece importarle el escozor. - He vivido lo suficiente, criatura del Jigoku. Que sea en las manos del tiempo o de las tuyas, no me importa en absoluto. - Sonriendo de forma genuina, pues siente que no tiene nada que perder, no parece importarle provocarla y, tal vez, agilizar el proceso. - Has fracasado.

Aparentemente ofendido por haber sido llamado "criatura del Jigoku", - Me subestimas... -el ser acaba hundiendo poco a poco las uñas desde el lateral de las cuencas, perforando lentamente la piel... carne... y los globos oculares... haciéndolos estallar en el proceso y arrastrarlos fuera de las cuencas, arrancando tanto los nervios como un profundo grito de dolor en el hombre, que no puede caer al suelo pues lo mantiene sujeto aún por la cabeza. - Solo se ha... demorado lo inevitable. - Le tamborilea las uñas en las sienes, abriéndole nuevas heridas. - Y tú... vas a ayudarme a encontrar al niño.

Escuchando en la lejanía a la criatura, pues el dolor es terriblemente agudo, alcanza a gruñir una negativa a sus pretensiones. - ¡Mátame! ¡Jamás te ayudaría a encontrarlo!

Sonriéndole, ahora divertida por la situación, poco más que le susurra ahora sí, con dulzura. - Oh, querido... - Acercándose a poco más de un palmo de distancia del rostro de Kengo, puntualiza. - No te lo estaba preguntando. Simplemente... lo harás...

Al pronunciar la última sílaba, de su aliento mana una negruzca neblina que engulle al hombre. Sus gritos ahora desesperados se sobreponen a todos los demás en el claro del bosque.

(...)

Poniendo los pies en polvorosa, avanzáis por el camino junto a un par de hombres más que se encontraban delante vuestro dubitativos, pues un par de trasgos se encontraban despedazando a un camarada y eran incapaces de actuar. Simplemente rodeándolos, proseguís mientras el tiempo pasa y los gritos de agonía y de terror van apagándose detrás vuestro.

Al rato, y al frente, extraños sonidos se suceden. No tardáis en encontrar cuerpos. Los cadáveres de seis trasgos parecen haber sido acuchillados por los filos de las wakizashi. Las entrañas de un par de hombres muertos se esparcen próximos a ellos, luciendo mordiscos y arañazos por doquier.

Prosiguiendo vuestro camino por el camino de la arboleda... tenéis la impresión de que algo no anda bien.