Partida Rol por web

Mientras "el líder" decidía qué camino tomar y qué hacer, mientras una mujercita con su hijo gritaban, el algonquino preparó su fusil para la que les avecinaba. Quizá no estuviesen todavía vendidos, pero poco les faltaba. El Erebus no estaba cerca, estaba muy lejos, y más sin provisiones. Previsor, Ojo-de-Cuervo se había guardado algo del aceite para las lámparas antes de que LeBrun lo vertiera sobre toda superficie inflamable. Sin comida un hombre puede vivir unos cuantos días, pero sin calor...

Lo único que lamentaba el montaraz era morir tan lejos de su gente. Ya se había hecho a la idea de que su espíritu jamás disfrutaría de los soleados Terrenos de Caza.

Goubert sintió nuevamente el contacto con la fría nieve al salir con presteza del interior de aquella maldita choza a la que el estúpido de Le Brun había prendido fuego. “Ahora tendrán motivos más que suficientes para ofrecer nuestras almas a sus dioses”, pensó el soldado al tiempo que les salía al paso una mujer y niño vociferando y hablando en aquella extraña lengua que más se asemejaba al sonido del hielo resquebrajándose que a un idioma humano. No, no podían permitirse dejar cabos sueltos, no podían dejar testigos de su huida. Jacques agarró con firmeza el puñal de hueso y se abalanzó sobre la garganta de la desdichada con furia, deseando ver como la vida se le escapaba a aquella desgraciada a través de la herida, ansiando entrar en calor con la sangre de su víctima. Después empujaría al crio y le haría caminar junto a ellos “tal vez el inútil del crío sirva como rehén, sí, tal vez esta gente nos deje en paz si temen por la vida de uno de los suyos…o tal vez pueda hacer negocio con el pequeño engendro una vez toquemos puerto”, reflexionó el soldado, ensimismado en su locura.

El doctor salió corriendo, poseído por la adrenalina y el miedo. Con el fuego a su espalda, era obvio que no había marcha atrás. "Mi última aventura", se prometió, mientras sus pies trastabilleaban sobre la nieve, como si todo aquel lugar quisiera retenerlo para reclamar su alma ya perdida. Cuando Goubert se lanzó sobre aquella mujer, supo que la sangre derramada sería la firma con el mismo Diablo para cerrar el pacto.

Quizás morir entonces no sería tan malo...

Empuñando el cuchillo, Goubert se dirigió hacia la mujer para hacerla callar. Al verle acercarse, la indígena echó a correr como alma que lleva el diablo, sin dejar de gritar en su repugnante lengua.

-¡Adelante! ¡No os detengáis! –ordenó el oficial, señalando la dirección a seguir.

Dejaban el poblado siguiendo la misma ruta que habían tomado para llegar. Ojo de Cuervo terminó de cargar apresuradamente su fusil y echó a correr en pos de LeBrun y su perro. Por su parte, el doctor no precisaba ningún acicate para abandonar el lugar, y galopaba tropezando por la nieve, jurando que no volvería a salir de Francia. La baronesa D’Uberville, olvidado cualquier indicio de su alcurnia bajo sus recios ropajes, corría tras sus compañeros con toda su alma, acompañada del leal LeFranc, que no se separaba de ella.

Los gritos de la mujer y el niño se intensificaron cuando Goubert se quedó atrás. El soldado había empuñado el cuchillo y saltado sobre ellos con gesto asesino. Cuando miraron, la mujer había escapado corriendo y el francés se incorporaba sobre la nieve, alzando en volandas a un niño que se debatía inútilmente entre sus manos de hierro.

-¡Qué diablos haces, Goubert! –le llamó LeFranc-. ¡No te quedes atrás!

Unos momentos después, y pese a su incómoda carga, que continuaba retorciéndose y chillando, Goubert alcanzó a sus compañeros.

-Ahora tenemos un rehén –dijo lacónicamente, reservando el aliento para la carrera.

Cuando, jadeando, coronaron la colina fuera del pueblo, pudieron ver una columna de humo negro levantándose de la choza que habían incendiado. De un lado a otro se vería correr a los nativos, reuniéndose en grupos y agitando los brazos violentamente. La confusión era grande, y todos rezaron en silencio para que durase, otorgándoles ventaja en la huida. Sólo cuatro nativos les perseguían, trotando decididos sobre el blanco del hielo, y con horror percibieron que les ganaban terreno rápidamente. No tardarían mucho en alcanzarles.

Quizá el padre del niño. Lógico.

Sin aliento ni para clamar al Señor, Catalina corría con todas sus fuerzas. Sabía que siendo quien era y teniendo la edad que tenía, no valía para nada como combatiente. Por su complexión, esos cuatro nativos parecían estar del todo reticentes a dejarlos ir por las buenas. Catalina no sabía hasta qué punto había sido una mala idea coger el rehén, pero las cosas estaban yendo de mal en peor. 

- ¡Soltad- al niño! -gritó entrecortadamente, sin dejar de correr-. ¡Por el-l amor de D-ddios, es un-un niño!

"¿Hasta qué punto de barbarie vamos a seguir?", pensó el montaraz al ver cómo Goubert se llevaba al niño. Que, por cierto, seguía gritando. Los perseguidores les alcanzaban, pero todavía les llevaban bastante ventaja. Aún así les acabarían cogiendo. No era momento de correr como unas gallina descabezada, a lo loco y sin saber adónde ir. No con cuatro guerreros diminutos pero fieros detrás.

-Suelta al crío Goubert -dijo Ojo-de-Cuervo con seriedad, parándose finalmente y descolgando el fusil cargado del hombro, listo para disparar. Sólo que antes miró al francés-. Ni mujeres, ni niños.

Después llevó la vista a los perseguidores y apuntó al que iba en cabeza. "Gitche Manitou, guía mi mano", rogó.

-¡Suéltalo!

El médico no lo pensó, y corrió hacia atrás, sobre Goubert. No era un soldado como él, y quizás por ello no entendía que, en la guerra, todo valía. Incluso usar a niños como rehenes. Pero su corazón, su alma de sanador le decía que aquello no estaba bien. Las voces de Catalina y de Ojo-de-Cuervo se unieron a su petición, haciéndole ver que quizás, y sólo quizás, no estaba loco.

-¡Deja al pequeño ir! -ordenó, intentando que el hombre entrase en razón. Si no fuera así, intentaría quitarle al pequeño y, finalmente, correr lejos de él, incluso si aquello implicaba regresar a aquel malhadado campamento donde sólo la muerte esperaba.

Su último pensamiento fue para sus compañeros. "No os detengáis", pensó.

Las críticas de sus compañeros hicieron a Goubert estallar de risa. El francés confiaba en poder sacar algún beneficio del arriesgado trance por el que pasaban…y para él aquel crío era tan solo una posibilidad de negocio, “Seguro que al llegar a puerto me pagan bien por este ejemplar de simio”, pensaba. Pero había una razón más: estaban en inferioridad numérica frente a una tribu que conocía el terreno y que se encontraba guiada por un fanático codicioso que deseaba hacerse con aquellos “palos de trueno”, no cejarían en su labor de perseguirlos aun cuando “los hombres blancos” no hicieran rehenes. Su única posibilidad de escape consistía en aterrorizar a aquellos salvajes, en presentarse ante ellos como dioses inmortales a los que no convenía enfurecer, en ser expeditivos para ocultar en lo posible lo evidente: que estaban huyendo.

“¿Piensan que esos salvajes serían tan considerados con ustedes? De los franceses me lo esperaba, pero no de ti, Ojo-de-Cuervo ¿Acaso no fue la actitud cortés y caballerosa hacia los vencidos en el fuerte William Harry lo que le valió al marqués de Montcalm la desafección de tu pueblo? ¿Ni mujeres, ni niños? ¡De sobra sabes que lo primero que harían nuestros enemigos si cogen a Catalina sería violarla!...y, además,- dijo el soldado mientras preparaba el puñal de hueso- ¡Yo soy  el que da órdenes y no el que las recibe!”. Con un rápido movimiento de muñeca rebanó el cuello del muchacho, “Espero que el cuerpo inerte del chico sirva de advertencia, tanto a ellos como a ustedes”.

Goubert continuó avanzando con la mirada puesta en sus perseguidores, quería ver la reacción de éstos al disparo del algonquino así como situarse en una posición ventajosa para disparar él su arma, ganando tiempo para que el montaraz pudiera cargar el mosquete al tiempo que continuaba con la retirada.

Fue un disparo magnífico. Los ecos de la explosión se perdieron secos en la lejanía, y el aire fino del Ártico se adornó unos instantes con el olor amargo de la pólvora. A muchos pasos de distancia, el primero de los perseguidores se desplomó sobre la nieve. Los otros tres quedaron petrificados en sus lugares, e incluso uno de ellos se arrojó al suelo de rodillas y cubriéndose la cabeza.

Mucho más próximo, más discreto, se produjo algo como un gemido o alguna especie de protesta inarticulada, casi de inmediato sellado por un gorgoteo espantoso. El cuerpo del pequeño convulsionaba débilmente sobre la nieve hollada por sus pies, abandonado a la muerte por el soldado, que continuaba su carrera con las manos y el cuchillo llenos de sangre roja y caliente.

La baronesa se cubrió la boca con una mano, sofocando un grito. A su lado, LeFranc volvió a asirla del brazo y tiró de ella evitando que se detuviese.

-¿Pero qué has hecho, loco desalmado? –exclamó sin dejar de correr.

El doctor se derrumbó de rodillas sobre la nieve, contemplando el cuerpo del niño mientras su sangre levantaba una minúscula nube de vapor antes de congelarse. Ojo de Cuervo, tras colgar a hombro su mosquete, agarró del hombro al médico forzándole a recuperar el paso.

-Por Dios Vivo, ¡no se detengan! –gritó LeBrun. Aun horrorizado, el oficial era consciente de que debían ganar toda la distancia posible.

El resto de la jornada discurrió en una desbocada carrera por el hielo que les robaba todo aliento. El aire acuchillaba sus gargantas y pulmones, las piernas pesaban como el plomo y continuamente sus pies fatigados fallaban y caían de bruces en la nieve. Cuando se detenían agotados y jadeantes, intercambiaban miradas estremecidas, y oteaban más allá del paisaje para descubrir invariablemente la figura de alguno de sus perseguidores. En poco rato notaron que el número de indígenas había crecido, pero también se dieron cuenta, tras hacer puntería con los fusiles, que eran condenadamente cautos, manteniendo una considerable distancia. Se movían en varias parejas o pequeños grupos, siguiéndoles el rastro, flanqueando su rumbo, observándoles sin dejarlos ir. No reducían la distancia, pero tampoco les permitían alejarse.

Nubes grises cubrieron el cielo unas horas antes del ocaso, adelantando las gélidas sombras polares. Subían y bajaban suaves montículos lamidos por el viento. A su derecha divisaban ya las malditas columnas de hielo donde por primera vez vieron a los salvajes, y tomándolas como referencia, LeBrun y Ojo de Cuervo reorientaron el rumbo hacia el Erebus.

Caía la noche, inmisericorde asesina en aquella latitud. Estaban exhaustos y ateridos, sin agua, sin provisiones ni combustible, rondados de aquellos demonios hirsutos. Al menos otras diez horas de marcha forzada les separaban del navío de su majestad, de todo posible auxilio. ¿Cómo harían para sobrevivir?

La visión del asesinato a sangre fría del niño estremeció al algonquino. Había visto muchas clases de barbarie cuando servía con los franceses... y era precisamente la de ese tipo la que más le repugnaba. Por ese camino solo se descendía a la locura, una espiral cuyo final siempre era la ayuda de un compañero de armas en forma de puñal en el pecho.

No había tiempo para filosofar, no obstante. Correr y sobrevivir, eso era lo único. El montaraz les guió como mejor pudo, aún a sabiendas que cuando cayera la noche de nuevo -si es que de verdad había sido de día en algún momento-, la mayor parte de ellos estaría cruzando los límites de la resistencia humana.

Cuando se detuvieron por fin para coger algo de aliento, cuando la grisácea luminosidad de la tarde dio paso a la oscuridad del anochecer, Ojo-de-Cuervo planteó sus indicaciones.

-Escavar un refugio en la nieve y dormir todos juntos, compartiendo el calor -sentenció-. Es la única manera de aguantar. Descansar unas horas... y después continuar. Deberíamos turnarnos en hacer guardias y con las armas cargadas -añadió.

Expuso su plan: un agujero en la nieve con todos dentro, pero dos de ellos, tal vez Goubert y él mismo, mirando hacia afuera y turnándose para vigilar. Compartiendo calor pero con ojos atentos a lo que quiera que les pudiera estar siguiendo, ya fueran los hombrecillos, Wendigo, Trashthagherr o cualquier otro. Los fusiles les habían impresionado lo suficiente a los nativos como para temer su poder. Eso quizá les diera una oportunidad.

Al soldado no le gustaba la idea de parar a descansar. Sentía que aquellos salvajes estaban jugando con ellos, podía intuir las risas de sus perseguidores al tiempo que les rodeaban. Sí, eran la presa de una extraña cacería y lo único que podían hacer era cavar una madriguera para esconderse y dejar pasar las horas hasta que dieran con ellos. Jacques estuvo a punto de oponerse al plan de Ojo-de-Cuervo, pero el frío había hecho mella en el duro soldado y apenas podía dar un paso.

“De acuerdo, descansaremos…”