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La máscara de la Muerte Roja

1. Sala Blanca - 2ª parte.

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17/07/2013, 00:23
Director

Las horas transcurren, marcadas por el sonido del reloj, que desde el mediodía aumenta de nuevo su caudal de campanadas. 

A lo largo de la tarde, el estado de uno de los invitados de Próspero empieza a preocupar al resto de invitados. Al principio parecía símplemente cansado, pero poco a poco su aspecto empeora. Su frente se perla en sudor, y su rostro se vuelve pálido. Sin lugar a dudas, está enfermo, y sobre todo durante las últimas horas del día, su condición empeora a pasos agigantados. Lautone se derrumba sobre una de las sillas, y es asistido por Elisabetta, que le contempla preocupada y desconsolada. 

No es lo único que sorprende a aquellos que ahora se encuentran en la sala blanca. Pronto, a Lautone se une alguien más. El rostro del propio príncipe, comienza a mostrarse demacrado, empeorando a la misma velocidad que lo hace el del conde. Ambos parecen sentenciados sin lugar a dudas, y la atención de los presentes se centra inevitablemente sobre Chiara, que no duda en situarse al lado del príncipe, intentando aliviar su malestar de cualquier manera posible con una expresión llena de congoja y preocupación, y Juliana, que toma una de sus manos, desolada.

Una hora antes de la medianoche, ambos comienzan a toser de una forma que no augura nada bueno. La sangre pronto comienza a brotar de sus gargantas, manchando sus ropas, en un caudal cada vez mayor, provocando que, tal y como le sucedió a Camelia, sus cuerpos se debatiesen en una lucha agónica en la que obtener una bocanada más de aire era la diferencia entre la vida y la muerte. Lágrimas sanguinolentas comenzaron a correr por sus mejillas, y pronto, sus rostros congestionados expiraron, en el preciso momento en que el reloj empezó a sonar de nuevo. 

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17/07/2013, 01:26
Reloj

De pronto la puerta que daba hacia la sala del baile se cerró de golpe.

La media noche caía sobre los invitados de Próspero, y tal y como había ocurrido la noche anterior, con cada campanada, un miedo irracional y un sentimiento de huida difícil de eludir sacudió por completo a los presentes, que fueron incapaces de evitar reaccionar tal y como lo habían hecho antes, enarbolando sillas y arrancando las patas de las mesas para romper las ventajas, obligando a aquellos que acababan de perder a sus seres queridos a abandonar sus cadáveres.

De nuevo, ninguna de ellas cedía, y no fue hasta que sonó la última campanada que una de ellas se abrió, ofreciendo la única salida viable. Ofreciendo un refugio a todos los supervivientes, una escapatoria, un alivio ante la sentencia de muerte segura que sentían sobre sus espaldas.