Cuaderno de notas de Martin Hesselius, doctor metafísico
Cuanto más profunda es nuestra ignorancia, más creemos saber; y, cuanto más conocemos, más oscuro es el mundo que nos rodea. La poesía y el simbolismo humano ha transformado la luz en sinónimo de conocimiento, la oscuridad en sinónimo de ignorancia. ¡Cuán equivocada la poesía y cuán equivocado el simbolismo!
El conocimiento es, en realidad, la más profunda oscuridad. ¿No se arrancó acaso los ojos Edipo en el momento en que supo la verdad, en que adquirió el conocimiento que tanto había anhelado? ¿No tuvieron que ser expulsados del Edén, indignos, Adán y Eva al comer del fruto del Árbol del Conocimiento? Así es como empieza lo propiamente humano: por una sed de conocimiento que nos destruye, que nos arroja al abismo más oscuro, que nos expulsa del Edén de la Inocencia y la Ignorancia.
¿Y qué ganancia hay en esa luz de inocencia e ignorancia? ¿Qué ganancia en mantener intactos los ojos de la cara para ver una falsa luz, una mentira iluminada? ¡Expulsadme del Edén! ¡Arrancadme los ojos! ¡Entregadme a la oscuridad y al pecado original! Pues sé que en esa oscuridad está realmente el conocimiento que deseo.
He aquí, querido lector, una historia oscura, una historia que permite navegar en el verdadero conocimiento, aquel que no tiene vuelta atrás y que requiere de nosotros, una vez alcanzado, que nos arranquemos los ojos y crucemos los umbrales del Edén hacia un mundo de dolor.
De cuantas historias han llegado a mis oídos y he podido documentar, ninguna me ha resultado tan peculiar y estremecedora, tan extrañamente fantástica y al mismo tiempo real, como la sucedida durante el mes de noviembre del año 202… en el Schloss von Galler, ubicado en las boscosas y umbrosas regiones de la Alta Estiria, en Austria.
Durante mis infatigables investigaciones, mi único propósito ha sido seguir indagando en los principios básicos que rigen nuestro universo. ¡Tan material y, al mismo tiempo, tan espiritual! Y esta historia que presento a continuación me ha concedido la valiosa oportunidad de comprobar hasta qué punto el mundo espiritual se entrelaza con los cuerpos físicos, manifestando el Ser en toda su maravillosa oscuridad; oscuridad, es decir, por arte de este nuevo simbolismo que hemos acuñado, en toda su maravillosa verdad.
Podría haber titulado esta historia con el nombre de cualquiera de sus protagonistas: bien podría haberse llamado «Laura», «Lycius», «Richard von Galler» o «Doctora Vordenburg». Sin embargo, no haría esto justicia al verdadero ser que, de algún modo, cambió la vida de todos ellos para siempre. Temo escribir este nombre e incluso pronunciarlo, algo que aún hoy hago solo en voz baja, pues las resonancias de esas sílabas, de esos fonemas, son suficientes como para estremecer mi espíritu como las cuerdas de una vieja arpa que, abandonada en un desván entre la penumbra de un tibio rayo de luz lunar, amenaza con volver a traer a la vida melodías que sería mejor dejar calladas en la oscuridad.
Aun así, para que a cuantos esta tierra alumbre después de mí tengan fidedigno testimonio de lo sucedido en el Schloss von Galler, no debo retener mi lengua. He aquí, pues, la historia de todos ellos, la historia también de ella. He aquí una historia de oscuridad y de luz, una historia de rayos de sol apenas entrevistos en un cielo pálido, una historia de plateados rayos de luna que alumbran los suelos alfombrados de ocre hojarasca en el otoño, una historia de flores que explotan en lozanía primaveral antes de caer en el letargo invernal, una historia de transformación, una historia de sueños reales y de una realidad onírica, una historia de vida que es muerte y muerte que es vida, una historia de cosas vivas y de cosas muertas. He aquí su historia. Esta, querido lector, es la historia de…
Las muchachas no son más que orugas y solo se transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crisálidas y larvas.
— Sheridan Le Fanu, Carmilla.
30 de octubre de 202…
Schloss von Galler, Estiria.
Hacia las 6 de la tarde.
El sol de finales de octubre, oblicuo, temeroso y débil, casi pidiendo disculpas, bañó con sus últimos rayos las copas de los árboles que rodeaban el Schloss von Galler como guardianes de un gigante adormecido. En las ventanas del palacio y en las puntas de sus torres hubo apenas un perezoso destello antes de que el crepúsculo extendiera su manto purpúreo sobre el bosque. Las ocres hojas de los árboles resistían a la oscuridad otoñal y crepuscular, lanzando aún sus últimos brillos de tonos cobrizos, agitadas por una suave brisa que, con la marcha del sol, refrescaba a su paso. Sin embargo, unas oscuras y densas nubes se habían hecho visibles en el horizonte horas antes y ya empezaban a aproximarse, como si aprovecharan la marcha del sol para acelerar su paso.
De entre el frondoso ramaje, el sonido de las aves diurnas empezaba a atenuarse, dando paso al sonido más luctuoso y grave de las aves nocturnas. Era aún, sin embargo, la hora en que ambas clases se daban encuentro en una fusión todavía indistinguible, aunque tímida: unas porque, cansadas, daban su labor canora por terminada; otras porque, todavía desperezándose, daban al viento sus primeros y adormecidos ululares.
Las ventanas del Schloss, como los ojos cansados de un titán envejecido que ya solo sigue existiendo porque su raza es inmortal, empezaron a mostrar las primeras luces: muy tenues, escasas y apenas visibles a través de unos cortinajes gruesos que, con la caída del sol, se abrían en algunas estancias. La luz del sol estaba vedada en la residencia de los von Galler, pero no así la del crepúsculo o la luna, que en esas noches brillaba con especial fuerza.
Un viento frío se fue levantando, como envalentonado por la decreciente luz, y el único camino que llevaba hasta el palacio entre la inmensidad de los árboles que lo rodeaban mezclaba ahora la tenue iluminación del crepúsculo con la intensa de los focos de un moderno y lujoso BMW X7 negro, que se aproximaba hacia la residencia conducido por el chófer familiar y llevando en su interior a la doctora Regina Vordenburg.
En el comedor del castillo, bajo la atenta mirada del retrato al óleo que presidía la chimenea y a la luz del atardecer que se filtraba por las altas ventanas con vidrieras de colores, se había dispuesto ya una mesa para cuatro comensales, algo poco habitual en la residencia de los von Galler no solo por el número de servicios dispuestos, sino porque pocas veces se usaba el comedor.
Sin embargo, el comedor estaba aún vacío y solo algún miembro del servicio aparecía y desaparecía de vez en cuando llevando o trayendo alguna bandeja con vajilla o cubiertos. Los von Galler andabais todavía cada uno en vuestros quehaceres, a la espera de la visita de la doctora Vordenburg, que todos en el Schloss sabíais que llegaría pronto y que casi coincidía con la visita que llegaría en la tarde del día siguiente: la de Carmilla y su madre.
Estabas en tu despacho aquella tarde, como tantas otras veces. Y, también como tantas otras veces, no te habías dado cuenta siquiera de que la luz se iba haciendo más y más débil mientras seguías enfrascado en archivos y documentos. La luz de tu escritorio y la poca que entraba ya por las ventanas era lo único que iluminaba tu ajetreo vespertino. Habías dejado orden de que la señora Perrodon recibiera a la doctora Vordenburg, de que el servicio dejara dispuesta la mesa para la cena con ella y tus dos hijos —como si fuerais una familia normal— y, también, de que te avisaran cuando llegara la doctora, a la que habías citado hacia las seis de la tarde, hora que ya era cercana cuando te fijaste en el reloj.
Sin embargo, no fue eso lo que te sacó de tu enfrascamiento, sino el débil sonido de un mensaje en tu teléfono móvil, sobre el escritorio. Una lucecita iluminó la pantalla y pudiste ver el nombre: Martin Spielsdorf, el antiguo CEO de Von Galler AG, con el que habías contactado unas semanas atrás para ver si tenía alguna información más sobre lo sucedido con Katherina. Había quedado en visitar el Schloss en cuanto le fuera posible, pero todavía no habías tenido nuevas noticias suyas.
En la pantalla iluminada apareció su nombre: un mensaje.
En tu habitación, todo parecía más tranquilo, más calmado, los sonidos más amortiguados, las luces más amables. Aquella misma mañana, Mina había dejado un jarrón con flores nuevas junto a una de las ventanas. Tenían colores vivos, mezclando el amarillo, el blanco, el rosa, el rojo e incluso el exótico azul; era como si Mina hubiera querido dar luz a ese rincón de una casa demasiado oscura.
Mientras la tarde se iba desgranando y los colores se tornaban purpúreos al otro lado del cristal, tú estabas frente a tu ordenador, ocupada en una nueva entrada para tu blog. Quizás la última entrada antes de que al día siguiente llegara al fin Carmilla. Casi pudiste escuchar el aleteo de una mariposa que terminó posándose muellemente sobre el teclado, muy cerquita de la tecla Esc y de tus propios dedos.
Como si hubiera sido una encarnación del fresco ramo de flores que había junto a la ventana, sus alas —que se movían muy despacio una vez que había detenido el vuelo— tenían los mismos colores vivos. Movió lentamente las antenas, como si estuviera prestando atención al sonido de tus dedos.
Ese silencio que te permitía escuchar cada pequeño movimiento de la mariposa se rompió de pronto, aunque con suavidad, por el amortiguado y tranquilo relincho de un caballo fuera de la ventana; lo pudiste reconocer —por supuesto que podías reconocer el relincho de tu caballo favorito—, de igual manera que pudiste reconocer la voz de Bernhard que pronunciaba un paciente «Sooooo» antes de que volviera a hacerse el silencio en la habitación.
En esa época del año, los días empezaban a hacerse más cortos y el atardecer sucedía cada vez antes. Eso te permitía salir más temprano de tu encierro al exterior. Aquella tarde, el término de tu clase online de latín coincidió casi de manera cronometrada con el comienzo del ocultamiento del sol tras los árboles que rodeaban el Schloss von Galler. Así pues, en cuanto la profesora dio la clase por concluida, cerraste tu ordenador y te dirigiste a tu lugar favorito: el invernadero.
Al entrar en aquella estancia tan conocida y querida por ti, varias mariposas alzaron el vuelo, quizás como si estuvieran saludándote al entrar, o quizás como si se hubieran asustado por la entrada de alguien. A un costado y casi de espaldas a ti, sin darse cuenta todavía de que habías entrado en el lugar, estaba Mina con las manos enguantadas y metidas en la tierra de una mesa de cultivo en la que destacaban flores de muy variados colores, aunque el color que más destacaba era el verde de los capullos aún por abrirse.
La luz del crepúsculo que entraba por las inmensas cristaleras del invernadero tocaba el pelo de Mina con delicadeza y sin pedir permiso, dándole a la oscuridad de su liso cabello unos suaves visos purpúreos, casi como si se tratara de las tornasoladas alas de alguna mariposa.
El coche que había enviado Richard von Galler para recogerte era elegante y lujoso; y su chófer, silencioso, pues había recorrido casi todo el camino desde la estación de tren del poblado más cercano en completo silencio. Una vez que habíais salido del poblado, la carretera pronto empezó a hacerse más boscosa, hasta quedar únicamente rodeada de árboles con frondosas hojas en tonos ocres, propios de la época del año.
Al llegar con el tren que te había traído desde la ciudad de Graz, el sol todavía estaba en el cielo, aunque en sus últimos estertores. Sin embargo, a medida que el coche avanzaba por la estrecha carretera y profundizaba más y más en el bosque, la luz se había ido haciendo más tenue y crepuscular.
Tras algo más de media hora, el Schloss von Galler apareció frente a ti. Imponente. Señorial. Y, al mismo tiempo, con cierta aura triste rodeándolo. Quizás era esa luz del crepúsculo, quizás sus viejas piedras —demasiado viejas para un mundo que avanzaba a ritmo vertiginoso—, quizás que ya no parecía haber en él la bulliciosa vida que uno esperaría de un lugar de semejante tamaño.
El coche cruzó un puente levadizo para entrar en el amplio patio del castillo y se detuvo frente a unas puertas. Allí fuera, como si estuvieran esperándote, había una señora de edad avanzada, pelo cano y ropas sencillas junto a un muchacho joven de aspecto taciturno y tímido.
Estaba inquieto. A medida que preparaba y ordenaba los documentos médicos, las carpetas llenas de todos esos diagnósticos y resultados de pruebas, encima del escritorio, no podía evitar preguntarme si había hecho lo correcto, si es que acaso podía haberlo hecho alguna vez. La doctora Vordenburg estaba próxima a llegar... incluso podría encontrarse ya en el castillo si el chófer había pillado bien la carretera. Habría odiado admitirlo, pero estaba avergonzado. ¿Esto era todo a lo que podía llegar, a traer a alguien cuyos conocimientos y prácticas se basan en historias y mitos, leyendas y sueños de villanos supersticiosos y pueblos analfabetos e ignorantes? ¿Y yo les estaba dando validez?
Cuando estas sensaciones empezaron a socavar demasiado mi voluntad y mis emociones traté de justificarme: mientras leía —sin entender— las palabras descritas en esos documentos, ordenando los dosieres por fecha sin prestarles mayor atención, forzaba en mi mente la creencia —quizá mayormente sugestionada— de que todo esto lo estaba haciendo por él, por ella... por ellas. Discutía conmigo mismo cuando la pantalla del teléfono se iluminó.
Martin Spielsdorf. Habían pasado varias semanas sin que recibiera una respuesta por su parte y, justo en ese momento, con tantas cosas pasando a la vez en un lugar donde prácticamente nunca pasa nada, de repente a él también le apetecía echar una gota más al maldito vaso que llevaba tanto tiempo intentando que no se desbordara.
Me quedé observando el móvil durante un rato, pensando en lo que podría querer decirme. ¿Quería venir de visita? ¿Tenía, por fin, algo que decirme sobre Katherina... o sobre su asesino? Todas estas ideas rondaban mi cabeza como si tuvieran vida propia e intentaran llamar mi atención a la vez. La pantalla se apagó mientras sostenía mi cabeza sobre el móvil, mirándolo fijamente con los ojos muy abiertos, estirándolos con mis dedos mientras me masajeaba las sienes, sin pestañear. Habían pasado cinco años repletos de silencio, sin avances. Cinco años llenos de tristeza, pesadillas e inquietud, marcados por una ansiedad cada vez mayor debido a la falta de comprensión sobre todos los qué, los cómo y los por qué: ¿cómo había pasado? ¿Por qué Katherina estaba muerta? ¿Qué le estaba pasando a mi hijo? ¿Dónde estaba mi...?
Me recosté en mi asiento y suspiré. Esperé, respirando profundamente, a que la voz de mis pensamientos callara o, por lo menos, se relajara un poco. Miré la hora en el móvil, pensando que la doctora ya debía estar en el castillo y que yo, como siempre —desde la muerte de mi mujer—, iba a llegar tarde. No pasaba nada, el servicio ya tenía todas las órdenes dadas para facilitar el asentamiento de la nueva inquilina, ofreciéndole aquello que necesitara y añadiendo un plato más a la mesa en la cena. Hacía tanto que no cenábamos todos juntos... quizá era demasiado pretencioso esperar de los niños el que pareciéramos una familia normal aunque fuera por una noche...
Abrí el chat de Martin Spielsdorf esperando no tener la mala suerte de que justo fuera a venir también al castillo. Estaba bien tener una visita... ¿pero tanta gente desconocida, a la vez? Ni que el Schloss von Galler fuera un hotel.
La alarma sonó al mismo tiempo que el pitido del fin de la conferencia ponía término a una aburrida hora de declinaciones inútiles y absurdas, como todo lo que rodeaba a una lengua muerta, usada apenas para recordar que en algún punto de la historia, el alemán se nutrió de ella. Y ya está.
La aplicación que activaba la alarma, marcaba puntualmente la hora de puestas de sol, acorde con la latitud y la fecha, cosa totalmente necesaria si eres alguien que vives con ansias el no desperdiciar cada minuto de oscuridad que te pueda brindar la naturaleza. Al apagar la pantalla del ordenador, el piloto led que parpadeaba me encontró hipnóticamente meditando sobre la posibilidad de haber residido en una zona cercana al polo Norte. ¿Cómo sería poder vivir, de seguido, seis meses en oscuridad, regocijándose en la falsa sensación de libertad que a los siguientes seis meses se esfumaba por arte de injusticia.
Tras un suspiro, metí en el bolsillo delantero el móvil, conectado a los cascos inalámbricos, cruzándome con apenas nadie, en el trayecto al invernadero. Mejor. Ya tendríamos suficiente movimiento en la casa esta tarde. Más movimiento del que desearía tener.
La sorpresa me esperaba allí. Sin quererlo, esbocé una sonrisa de la que no fui consciente hasta que sentí tirantez en la piel. La propia cabeza se giraba, siguiendo el trazado de las últimas motas de luz inocuas, reflectando contra su pelo en un halo de ... perfección.
Otro suspiro silencioso que ahogué para no llamar su atención. Prefería observarla en la distancia,ver como sus dedos acariciaban los capullos verdes, tratándolos con ternura. Pero mucho me temo que no duraría esta quimera, puesto que la primera de las mariposas (¿Ernst?) ya abandonaba su soporte y buscaba, como yo a Mina, mi compañía.
A ¿Ernst? le siguió una blanca esbelta de alas moteadas, nervios marcados y silencio en su alma. Y a ella, Victoria con apenas dos días de vida pero más intensidad en su mover que cualquiera de todas las anteriores que revoloteaban a ciegas por el recinto.
Me encantaba escribir al atardecer en los días como aquel, cuando el cielo se prendía en una llamarada justo ante mi ventana y el oro líquido se derramaba por los bordes del mundo para iluminar toda mi habitación. Era sencillo prender una chispa de inspiración cuando tenía delante el más hermoso cuadro que la naturaleza podía pintar.
Aquella tarde, además, la inminente llegada de Carmilla me tenía especialmente inquieta. Esa entrada en mi blog era para ella, igual que las de los últimos días, aunque lo escondía detrás de metáforas y dobles sentidos con la excusa de la lírica. No estaba muy segura de si quería que Carmilla se diese cuenta de que esas noches mis sueños giraban a su alrededor, porque al imaginarla leyéndome con una sonrisa, un calorcito suave se extendía por mi piel; pero, al mismo tiempo, también me daba vergüenza pensar que podría malinterpretar mi entusiasmo o considerarme un poco tonta por ilusionarme demasiado solo por conocerla en persona.
El dulce aroma de las flores terminaba de dotar el momento de calma. Era esa una calma que flotaba en el aire como transportada en el polvillo de las alas de las mariposas de Lycius. Una calma que parecía caer sobre mi piel como una blanda manta de dulzura.
En realidad, bien podría haberme dado cuenta de que era una de esas calmas traicioneras, de esas que anticipan tormentas. No era aquella una tranquilidad pacífica, sino el instante de quietud en que las sombras se hacían más largas, adueñándose de los rincones sin hacer ruido, acechando desde los bordes y las esquinas a mi alrededor sin que yo en ese momento fuese capaz de darme cuenta. Como una de las mariposas nocturnas a las que les había tomado el nombre prestado, estaba cegada por la luz y no veía las sombras oscureciéndose a mi espalda.
Envuelta en sueños e ilusiones, alargué el dedo meñique muy despacio, ofreciéndoselo a la mariposa por si quería subirse a él. Con la otra mano, puse el punto final a mi escrito y moví el puntero del ratón para publicarlo. Mi sonrisa se alargó y me mordí el labio. Todavía tenía que esperar un día más. Solo un día más y tendría a mi amiga en el palacio. Anticipaba tardes maravillosas en su compañía, días llenos de luz y excursiones en el exterior. ¿De qué hablaríamos? ¿Le gustaría el palacio? ¿Cómo sería su risa? Me la imaginaba cantarina, llenando los pasillos como campanitas. Aunque también me preguntaba cómo sería su madre. Crucé mentalmente los dedos para que mi padre no se pusiera demasiado raro con esa mujer de la que no sabía casi nada. En ocasiones podía ponerse muy rarito, era la realidad.
La llegada esa noche de la doctora que venía a ver a Lycius quedaba totalmente deslucida para mí ante la perspectiva del siguiente día, cuando por fin llegaría Carmilla. Y claro que me importaba la salud de mi hermano, era una de las cosas que más me preocupaban en el mundo, pero me costaba tener esperanzas en que esta vez fuese a funcionar cuando tantas veces no lo había hecho antes. Tantos doctores me habían desilusionado antes fallando al ayudar a Lycius que daba por hecho que sería así también en esta ocasión. No quería hacer castillos en el aire para luego tener que derruirlos una vez más.
El relincho de Delirio amplió mi sonrisa. Parecía la nota perfecta para el final del día. Me puse de pie despacio y me acerqué a la ventana para asomarme por ella. Desde donde estaba, traté de ver a Bernhard sin que él se diese cuenta de que lo observaba. Por eso me quedé muy quieta junto al marco de la ventana y estiré el cuello sin hacer nada de nada de ruido.
El silencio dentro de tu despacho era palpable, como te diste cuenta una vez que levantaste la mirada de los documentos y archivos en los que estabas tan atareado. El silencio tiene la extraña propiedad de pasar desapercibido hasta que uno se fija en él o bien él mismo se hace escuchar; este último pareció ser el caso en esta ocasión. La luz de la pantalla de tu móvil, que se había vuelto a apagar antes de que decidieras abrir el chat, fue como una llamada del silencio, que te decía «mírame, estoy aquí, a tu alrededor, estrechándote entre mis oscuros brazos». E, irónicamente, era en los brazos del silencio cuando más elocuente parecía tu cavilosa mente.
Al abrir el chat con Martin Spielsdorf, te esperaban varios mensajes.
Hola, Richard.
A pesar de los años pasados, habíais trabajado juntos, codo con codo, unos cuantos años en Von Galler AG. En ese tiempo, habías trabado confianza y Spielsdorf había terminado llamándote por el nombre de pila como tú hacías con él.
He recibido noticias tristes.
Mi sobrina Bertha Rheinfeldt ha fallecido recientemente.
Joven. 18 añitos. Mi hermana está desolada.
Aquello era algo nuevo. Resultaba que la amiga de tu hija Laura era familiar de Spielsdorf. O había sido, pues ahora el antiguo CEO de la empresa te comunicaba que había muerto.
Iré al funeral.
Es en Estiria, allí vive mi hermana, no muy lejos de tu casa.
Después de eso, puedo acercarme al Schloss.
Tenemos que hablar.
Será dentro de unos días.
Ernst —si es que era realmente Ernst— se apoyó en uno de tus hombros, despacio. Y allí se quedó, como si hubiera querido susurrarte algo al oído, ponerte al día de lo que había sucedido mientras el sol había estado en el cielo. La mariposa que siguió a Ernst revoloteó todavía un poco más, silenciosa, lenta, como cansada, y terminó posándose en una mesa cerca de ti. Por el contrario, Victoria, joven y muy vivaz, aleteó frente a tu cara, como si estuviera jugando con tu rostro, con tu naricilla, con tus labios. Traviesa, cómplice, jovial.
Otra de las mariposas que habían alzado el vuelo, en cambio, se dirigió hacia Mina y se posó delicadamente en uno de sus brazos. Mina todavía no se había percatado de tu entrada, pero al sentir la mariposa que se posaba en su brazo giró un poco el rostro para fijarse en ella. Pudiste ver entonces sus labios moviéndose despacio para formar una sonrisa suave. Sacó lentamente las manos de la tierra que removía y acercó una de ellas —todavía enguantada y con tierra en el guante— hacia la mariposa. Un dedo, acercó un dedo a la mariposa. Y ella, la mariposa, movió sus antenitas —lo podías ver desde la distancia que os separaba aún— como si al moverlas estuviera saludando a Mina o quisiera olfatearla y sentirla.
Apenas una suave brisa y el suave murmullo acuoso del riego por goteo rompían el silencio que reinaba en el invernadero, un silencio púrpura como los visos tornasolados que la luz crepuscular formaba en el cabello de Mina. Era como si el cabello de Mina impregnara con sus tonos el mundo que te rodeaba.
Nada de nada de ruido. El silencio, tu cómplice, te rodeaba en tu habitación. Casi podías sentirlo contra la piel de tu rostro, suave y tierno. Tu amigo. Tu escondite. El silencio. Desde el silencio podías observar. Al otro lado de la pantalla, al otro lado del cristal. El mundo, ese lugar peligroso, podía ser vislumbrado sin ser vista. ¿No era aquel un maravilloso descubrimiento?
Con la mariposa todavía en tu meñique —parecía tranquila allí, compartiendo el silencio contigo— viste a Bernhard acariciando el cuello de Delirio, despacio y con una sonrisa en sus gruesos labios. Con la otra mano, tomaba sus riendas junto al bocado. El caballo parecía cómodo con él, como si no pudiera haber ningún riesgo mientras Bernhard estuviera allí con él, mientras le acariciara el cuello y le dijera que todo estaba bien. Conocías esa sensación de Delirio, pues tantas veces tú misma la buscabas cuando cepillabas o acariciabas al caballo.
De pronto, tu ordenador dejó escapar un sonido que quebró el silencio. Fue apenas un segundo. Conocías ese sonido. Y, sobre todo, conocías el efecto que ese sonido tenía en tu estómago, donde todas las mariposas criadas por Lycius empezaban a revolotear de pronto. Era el sonido que hacía tu ordenador cuando alguien escribía un comentario en alguna de las entradas de tu blog.
Mientras tomaba el móvil para desbloquearlo dibujando la runa dagaz1 como patrón no pude evitar percibir el silencio que se adueñaba de la sala a mi alrededor. En mi hábito de lectura encontré un símil que me hizo suspirar, un recuerdo de una historia inconclusa en la cual, en uno de sus capítulos, hablaba de los tres silencios2 que gobernaban la estancia de aquel protagonista cuyo nombre el autor tuvo que explicar fonéticamente para evitar malentendidos.
El primer silencio, en este caso, ocasionado por el casi inaudible sonido del viento que mecía los árboles en el exterior de la mansión; el segundo, el de las hojas y carpetas que reposaban sobre mi escritorio y el de los libros y las estanterías llenos de polvo que parecían escudriñar el lugar, juzgándome; el tercero... el tercero era el mío, ansioso y y desesperado como el de alguien que aguarda su veredicto final sin haber finalizado sus labores ni haber realizado sus deseos.
Al leer los mensajes me quedé más pálido, si cabe, teniendo en cuenta que mi encierro ya había afectado al tono de mi piel. Bertha se llama la amiga de mi hija, de Laura, aquella de quien hablaba tan bien y tan emocionada. Alguna vez la vi cuando aproveché para llevar a Laura a clase. Mientras leía el mensaje no pude evitar temerme lo peor siendo que el entierro iba a ser aquí, en Estiria. Abrí las redes sociales en las cuales tenía agregado a Martin —algo que no acostumbraba a mirar excepto de vez en cuando para animar un poco mi alma con la felicidad de un amigo— y busqué a sus familiares a partir de etiquetados o comentarios. Para mi congoja pude confirmar que, en esas fotos, esa niña a la que pedían no olvidar era la amiga de mi hija.
Le respondí. Mientras mis dedos viajaban rápidamente por el teclado notaba que tenía que pulsar los caracteres un poco más de lo normal, como si mi piel estuviera demasiado fría como para que el sensor de calor de la pantalla notara correctamente mis pulsaciones.
Lo siento, Martin. Tómate el tiempo que necesites.
Avísame y me encargaré de mandar a mi chófer a tu dirección cuando estés preparado, si prefieres no traer tu vehículo por cualquier razón.
Quería preguntarle más, quería que me adelantara lo que fuera que supiera, algo con lo que romper el hastío en el que me encontraba desde hacía cinco años; pero no fui capaz. En su situación, yo mismo habría mandado a la mierda a cualquiera que intentara sonsacarme. Sólo podía esperar que los días pasaran lo más rápido posible.
Y me preguntaba, seriamente, ¿cómo demonios le iba a contar esto a Laura?. ¿Debía hacerlo? Estaba tan cansado de soportar toda esa carga a solas que me planteé seriamente contarle a los niños que su padre era probable que estuviera loco... pero no podía. No quería que Laura volviera a hundirse pero sabía que se lo tenía que decir de alguna manera. ¿Cómo debía hablarle a mi hija sobre esto?
Volví a apoyar los brazos en el escritorio y a sujetar mi cabeza con las manos, estirando los ojos, masajeando mis sienes.
«¿Qué es lo que harías tú, con lo perfeccionista e inteligente que eras? Seguro que ya habrías encontrado todo lo que tuvieras que encontrar...», pensé, visualizando el rostro que desde el salón comedor nos observaba inquisitivamente a todos, estuviéramos donde estuviéramos.
Esperé un rato a que Martin me respondiera, si lo hacía, mientras investigaba en el portátil sobre la muerte de Bertha. Quizá alguna noticia o artículo al respecto podría responder las preguntas que no podía realizarle a Martin. Sabía que iba a llegar tarde a encontrarme con la doctora; pero, al fin y al cabo, ella tenía que acomodarse en su habitación, descargar sus pertenencias. A saber lo que estarían haciendo los críos... Laura seguramente estaría en su habitación o en los establos y Lycius, como siempre, o en su habitación o en el invernadero con sus mariposas.
Pronto volvería a verles. Me preguntaba si ellos habrían preferido que hubiera sido yo el que no estuviera aquí.
1: la runa Dagaz señala un giro importante, una transformación profunda en el proceso de búsqueda del ser.
2: la referencia es hacia el capítulo "Un silencio triple" del libro "El Nombre del Viento".
Los últimos rayos de sol acariciaban débilmente las hojas de los árboles con sus últimas fuerzas, mientras, poco a poco, iban desapareciendo y dando paso a la oscuridad de la noche. A lo lejos, asomaba la imponente figura del palacio, aumentando su tamaño cuanto más nos acercábamos. Mi mirada se perdía en el horizonte mientras diversas imágenes recorrían mi mente, ecos de una vida que había abandonado tiempo atrás, para ir a estudiar aquello que me apasionaba. Además, una desagradable sensación atenazaba mi estómago al recordar la última vez que había visitado esa región. Había estado tan cerca de encontrar respuestas… Esperaba que en esta ocasión pudiese llegar a conclusiones sólidas.
El conductor no pronunciaba palabra, lo que sumía el interior del coche en un silencio incómodo. No podía dejar de pensar en el joven Lycius y en su extraña enfermedad. No cabía duda de que sus síntomas guardaban similitudes con el vampirismo, si bien el hecho de que hubiese sufrido esa condición desde su nacimiento desmontaba la mayoría de mis teorías, y lo diferenciaba de la epidemia que había investigado. Fuera como fuese, no me daría por vencida hasta descubrir la verdad.
Finalmente, llegamos a nuestro destino. El palacio se erguía imponente, fruto de otra época, que contrastaba con las modernidades actuales. Sin duda era majestuoso, aunque también transmitía cierto aire lúgubre, como si hubiese perdido la grandeza que lo caracterizaba en el pasado. El lugar que antes rebosaba vida ahora estaba dominado por el silencio.
Al bajarme del coche, me esperaban dos personas. Una de ellas era una mujer anciana. La otra era un joven cuya debilidad en la sangre era palpable a simple vista. Supuse que serían parte del servicio. Esbocé una pequeña pero cordial sonrisa, mostrando una actitud amable sin perder una pizca de profesionalidad.
—Buenas tardes. Soy la doctora Regina Vordenburg. Como sabrán, el señor von Galler ha requerido mis servicios para atender al joven Lycius —dije, directa al grano.
En ocasiones como aquella me gustaba el silencio, cuando era yo la que lo buscaba y me refugiaba en él. En el silencio no había insultos ni vídeos, en el silencio podía respirar en paz y observar desde fuera, refugiada tras la pantalla o tras la ventana. También había veces en que el silencio daba miedo, cuando era tan profundo y oscuro que zumbaban los oídos, cuando el silencio se hacía tan grande que se traspasaba a sí mismo y se llenaba de sonidos inaudibles, hasta que el silencio era un estruendo ensordecedor.
Pero el de aquella tarde llegando a su final era un silencio de los que sí me gustaban. Y envuelta en ese silencio, contemplaba a Bernhard en la lejanía. Era sencillo perderse en esa sonrisa y, sin ser realmente consciente de ello, mis dedos se deslizaron también por mi cuello, con la misma cadencia lenta con la que el hombre acariciaba a Delirio. Respiré profundamente, vacié mis pulmones en total silencio, y mi mano descendió por la clavícula, hasta alcanzar ese punto sensible entre los dos huesos. Mi respiración se había hecho más pesada y mi mirada no se separaba de la mano de Bernhard, que imitaba sin querer con la mía propia.
En esa contemplación, me sentí los labios secos y los humedecí sin hacer ruido. La vergüenza que me provocaba la idea de que Bernhard podría subir la mirada y descubrirme observándolo calentó mis mejillas un poco. Lo justo para que me dijese a mí misma que tenía que separarme de la ventana y dejar de espiar, pero no lo suficiente como para que hiciese caso a esa precaución.
El sonido del ordenador atrajo primero mi atención, mi rostro giró también, pero tardó un segundo más, como si le costase abandonar aquella visión. Y, sin embargo, había una sonrisa en mis labios cuando dejé la ventana para volver a la mesa. Esa campanita avisando me provocaba, de nuevo, dos emociones opuestas. Por un lado, la ilusión de pensar que podría tratarse de Carmilla, tal vez devolviéndome alguna de las metáforas lanzadas. Por otro, un cosquilleo de temor que no podría decirse que fuese irracional, pues estaba bien fundado, pero del que llevaba un año intentando librarme.
«Aquí no pueden alcanzarme», me dije, me decía siempre, intentando convencerme a mí misma de que estaba a salvo, de que mi blog secreto era no solo secreto sino también seguro.
Tomé aire, quebrando esta vez sí el silencio, y pulsé el enlace para ver el comentario recibido. Me mordía el labio al hacerlo, expectante y esperanzada, pero sin poder desprenderme del todo de la inquietud.
Imaginabas el rostro de Katherina casi como si lo tuvieras presente, cuando te preguntabas qué haría ella. Quizás habría tomado la mano de Laura para darle la noticia suave, con esa voz delicada que sabías que podía llegar a poner cuando quería ser amable; quizás, en cambio, le habría espetado la noticia casi con desprecio, pues también sabías que Katherina podía ser muy hiriente cuando se lo proponía. Esa dualidad de la mujer que habías amado y que habías odiado, tan presente en tu mente y en tu corazón. A ti, además de una cuantiosa herencia, te había dejado su apellido, su ilustre apellido. ¿Qué había quedado de ella en tus hijos?
Mientras dabas vueltas a si debías hablar con Laura de esto, mientras buceabas infructuosamente en la red buscando alguna información que no había sobre la repentina muerte de Bertha Rheinfeldt, el teléfono volvió a mostrarte la notificación de respuesta de Spielsdorf.
Gracias…
Te mantendré al tanto…
Parece que enfermó recientemente…
Muy súbito…
Triste historia…
Gracias.
Saludos a tus niños.
Después de ese mensaje, silencio de nuevo. Y, cada vez, un poquito más de oscuridad filtrándose por las ventanas, todavía con luz y sombra tenue de crepúsculo. Sabías que a esa hora Lycius ya debía haber terminado sus clases del día. No tenías claro qué debía estar haciendo Laura, quizás estaba en su dormitorio, quizás dando un paseo, quizás pasaba tiempo con Lycius.
«Saludos a tus niños». Spielsdorf había llegado a conocer a tus hijos, varios años atrás, solo unos niños. Ellos seguramente ni siquiera recordarían quién era él. ¿Un señor del trabajo? A saber.
La mujer mayor dio un paso al frente, adelantándose un poco con un aire sencillo, campestre, pero con una dignidad que habías visto otras veces en mujeres de su edad y de la región, según recordabas de tu anterior viaje a la zona.
—Buenas tardes, señora doctora —te respondió con una educación que emanaba ese aire digno y rural al mismo tiempo—. Sí, la estábamos esperando. Yo soy la señora Perrodon y soy la ama de llaves del Schloss. —Su acento, pudiste identificar con rapidez, era marcadamente local—. El señor von Galler ha dejado órdenes para que la ayudemos a acomodarse. Deje que mi nieto Stefan la ayude con sus maletas.
Le hizo un gesto con la cabeza a su nieto, el chico de aspecto anémico. Incluso en esos gestos podías notar la digna autoridad de la mujer en su sencillez. El muchacho se dirigió al coche y abrió el maletero, del cual empezó a sacar tu equipaje.
—¿Preferiría ir a su habitación y desempacar? —te preguntó la señora con amabilidad—. ¿O quizás prefiere ir directamente a ver al señor von Galler? Él está en su despacho ahora mismo, podríamos informarle de que ya ha llegado. También podemos servirle un… —dijo una palabra que no llegaste a entender y que debía ser dialecto local—. Refrigerio —añadió—, un refrigerio, si desea. Mientras espera al señor.
La luz del crepúsculo se había ido arremolinando en tus mejillas mientras tus dedos habían paseado por tu piel. El aroma de las flores se había condensado de pronto en tus narinas con la intensidad de sus colores; las azules mezclaban su aromático color con el de los ojos de Bernhard, que notabas brillar en la yema de tu dedo.
Pero las contradictorias emociones que aleteaban en tu interior te llevaron como una polilla a la luz de la pantalla donde había aparecido aquella notificación; como una polilla temerosa de que quizás esa luz pudiera acabar con ella, pero al mismo tiempo esperanzada de que en ella estuviera su solaz.
Antes incluso de ver quién había escrito el mensaje, pudiste leer:
¡Hola, @polilla!
Quizás era ella. O quizás alguien que te había descubierto y estaba profanando esa identidad oculta. Pero la duda duró poco. Cuando tomaste aire y rompiste el silencio, la mariposa de vivos colores que te había visitado alzó el vuelo por la habitación hasta esconderse en las sombras en las que la luz tenue ya no conseguía iluminar. Desde la callada oscuridad en la que se había refugiado, todavía te llegaba un ligero reflejo de sus colores, apenas visible, pero presente. Sus dos alas brillaban en la penumbra, parecidas a dos ojillos.
El mensaje era de Carmilla.
¡Qué cercano está ya nuestro encuentro! Ayer soñé que salíamos juntas de la crisálida en la que estábamos encerradas; desplegábamos nuestras alas, las enredábamos en un baile de colores en el aire. ¿De qué color crees que será la estela que dejaremos detrás cuando lo hagamos, cuando volemos así con nuestras alas? En mi sueño, podíamos volar para siempre y nadie, ni el tiempo cruel, podía detenernos. Y creo que es verdad, porque los sueños son premonición del futuro. Lo sé. Volaremos para siempre.
Ellas hablaban a su manera. No sólo conmigo, sino también parece que con Mina ¿Le habrán contado los mismos secretos que me contaban a mí? Tal vez, Mina, también necesitaba confidencias con las mariposas. Eso sería bueno puesto que podrían susurrarme algunos retazos de las cosas que le gustaban, como si tuviera un espía entre estas paredes de cristal, rebotando en sus deseos y conjugándose con los míos.
Y lo más importante ¿le habrán contado esos pensamientos que les encomendé yo a ellas y sólo a ellas? Eso ya me gustaría mucho menos. Nadie los conocía, nadie los entendería y sólo con ellas me sentía lo suficientemente tranquilo para confiar en que las barreras de las palabras se desmontasen con un simple y fluctuante aleteo.
Dicen que una mariposa batía las alas en París y en Japón llovía. En mi invernadero, todas se movían a la vez, vibrando y entonces, se producía el milagro y Mina por arte de magia aún seguía aquí. Nunca he llegado a entender, porqué de un tiempo a esta parte me estaba pasando esto donde todo este mundo se reduce a su respiración.
Observé la delicadeza con la que ofreció apoyo a la Monarca (No, ella no tenía nombre ni era un alma vieja, pero eso no le restaba importancia o capacidad para escuchar) y el halo que desprendía, lanzaba oleadas de micropartículas efervescentes que impactaban en todas las partes de mi anatomía, especialmente el vientre, temiendo, receloso, el momento en que se percatase de mi presencia.
Siempre sentí que se comportaba como debió hacerlo la madre ausente que faltó en este lugar, cuidando de mis larvas conmigo, en esta constante metamorfosis de ambas, las de ellas y las de un hijo que comenzaba a experimentar la oscuridad de un mundo que se abría. Deseaba que sus manos abrazasen mi espalda y respirar ese perfume térreo, floral y húmedo que desprendía tras sus tareas en este vergel de colores.
Pasé un mechón de pelo tras la oreja, mientras en ese descuido, resbaló de mi mano, tanto el bloc de acuarelas, como el móvil, en un crujido frágil al impactar contra la baldosa del suel