Fanático SS hasta el final. Lo alcanzó su destino. Alguno de vosotros normal que muriera en la guerra, veremos qué fue de Otto y Klaus.
Alemania Occidental, otoño de 1950.
El cielo estaba encapotado, de un gris plomizo que parecía envolver la pequeña aldea como un sudario. En el interior de la modesta casa familiar, el tiempo se detenía. El fuego crepitaba suavemente en la chimenea, lanzando destellos cálidos sobre las paredes cubiertas de retratos y memorias suspendidas. Frente a ella, de pie, una figura alta con uniforme británico permanecía en silencio, el rostro endurecido por los años pero con los ojos enrojecidos por algo más que el frío.
Geoff Riggs, ex-piloto de la RAF- colocó cuidadosamente la cajita de terciopelo sobre la mesa. El sonido seco del cierre al abrirse fue como el golpe de una campana fúnebre. Dentro, descansaba la Cruz de Hierro de Segunda Clase, algo ennegrecida por el tiempo, con un hilo de sangre seca todavía visible en uno de los bordes metálicos. La insignia de valor del Rottenführer Klaus Wagner.
Junto a Geoff, Liesl sostenía la mano de su hijo de cinco años. El niño, de cabello rubio como el trigo maduro y ojos azules, observaba con una mezcla de asombro y confusión. No entendía del todo lo que significaba aquel momento, pero sentía el peso de algo importante en el ambiente, algo sagrado. Liesl, ahora más madura, de gesto firme pero con el alma aún marcada por la pérdida, tomó la medalla entre los dedos.
Geoff rompió el silencio, su voz rasposa y con acento extranjero.
— Su marido me salvó la vida. Me arrastró hasta el acantilado, con las balas silbando por encima. Le dije que no lo hiciera… que me dejara… Pero él solo sonrió. Dijo que los hombres no se medían por sus banderas, sino por sus actos —guardó un segundo de silencio— Vi cómo caía. No pude devolver el fuego, pero le prometí que si sobrevivía… esta medalla volvería a casa.
Liesl asintió lentamente, con las lágrimas deslizándose, silenciosas, por su rostro. Acarició la mejilla del niño y se arrodilló frente a él. La Cruz de Hierro tembló un poco en su mano mientras la colocaba, con cuidado, sobre el pequeño pecho del niño, sujetándola sobre la camisa blanca que él llevaba con gesto solemne.
— Esto es de tu padre, Klaus. —susurró— No por ser un soldado. Sino porque fue un hombre bueno. Porque cuando muchos escogieron el odio, él eligió salvar a un enemigo. Porque hizo lo correcto, aunque le costara la vida.
El niño alzó los ojos hacia ella. Por un instante, tan parecido a su padre que a Liesl se le quebró la voz. Entonces, en un gesto instintivo, el niño cerró los dedos sobre la medalla, como si la comprendiera sin necesidad de palabras.
Geoff se cuadró en silencio, saludando con respeto militar. Y luego, sin añadir más, se marchó bajo la llovizna lenta, dejando tras de sí una estela de honor y memoria.
En aquella casa alemana, un capítulo de la guerra se cerraba. No con disparos, ni con discursos vacíos, sino con una madre, un hijo, y el eco del coraje de un hombre que eligió la compasión por encima del odio.
Y la Cruz de Hierro, símbolo de valor en tiempos oscuros, encontró su lugar…
No en un museo,
No en una tumba,
Sino en el corazón del legado de Klaus Wagner.
Podías sacar a Klaus de Frankenberg pero no fue posible volver a sacar nunca más Frankenberg de Klaus, se quedó con Liesl, y en cierta forma tocado por Bruno, también tuvo su cruz. Gracias por contarnos como fue la vida de Klaus.
1 de mayo de 1945. "5. HJ-Panzervernichtungszug 'Ost-Berlín'"
(5º Pelotón antitanque de la Juventud Hitleriana, Berlín Este)
La comparsa de sonidos de artillería, ametralladoras y morteros, resuenan entre las ruinas de la que fuera la capital del Reich de los Mil años.
El pelotón aguarda erguido y detenido las instrucciones de su Haumpstumfürher. Todos ellos en silencio, con la mirada perdida. Algunos intentando no agachar la cabeza, sin poder reprimir la impresión que el estridente eco de las armas soviéticas y alemanas les causaba. Sus hombros se contraían ante el contundente impacto de los proyectiles más cercanos.
Dieter Müller, recientemente ascendido a Rottenfhürher, les había dado la orden de cuadrarse frente al oficial. Era el mayor de su grupo. Rondaba los 14 años de edad.
Todos vosotros sabéis cual es vuestra labor hoy aquí. Sois soldados de Alemania y como tal tenéis un deber con vuestra patria. El Fürher en persona os ha condecorado por vuestro valor en los últimos días. Nadie puede poner en duda que habéis dado lo mejor de vosotros como guerreros. Por eso, como Haumpsturmfürher vuestro que soy, os pido que realicéis una última tarea por vuestro país y el futuro de nuestra nación.
Aguardo un segundo en silencio, mientras retiro de mi cabeza la gorra distintiva o Schirmmütze, que designa la posición adquirida como oficial de las Waffen-SS.
¡Unidad!, ¡dejad los Panzerfaust en el suelo, ahora!.
Comienzan a depositar el pesado equipo de combate en el suelo. Algunos sin ocultar el alivio de abandonar la carga.
¡Rottenfürher Muller, un paso al frente!.
Conforme se acerca, extiendo el brazo y le acerco la gorra para que la tome con sus manos. Extrañado, acata la orden sin hacer preguntas.
La (Eisernes Kreuz) de 2.ª clase que portáis encima, es algo más que un distintivo. No hay compatriota que pueda poner en tela de juicio vuestra acción en el combate. Por ello, es preciso que ahora continuéis la lucha donde verdaderamente os necesitan. Marchad al oeste, al sur o al norte. Dejad vuestro uniforme y tomad vuestras ropas de civil. Marchad con vuestras familias. Ayudad en lo que podáis. Dad asilo y atención a los enfermos, cuidad de vuestros padres, como ellos también cuidaron de vosotros. La guerra ha terminado para este pelotón. Vuestro frente no está entre las ruinas de Berlín. Vuestro frente de batalla está en la Alemania de mañana. En reconstruir sus ciudades, en sus fábricas y en vuestras familias. Ahora conocéis la guerra. Luchad por vuestro porvenir.
El Rottenfurher Müller guiará a partir de ahora al pelotón. Él será el encargado de transmitir mis órdenes. Si algún oficial de la Werchmacht o las SS os pregunta, estáis acatando las órdenes de vuestro Haumspturmfürher Otto Kruger. Este es vuestro último servicio.
Dicho esto, me cuadro y realizo el saludo romano a modo de despedida. El Rottenfürher me devuelve el saludo, más coordinado que el resto. Uno a uno, comienzan a abandonar el lugar, con una parte de sus pertenencias encima. El Rottenfürher duda un momento. Algo en él le hace dudar sobre su deserción, pero finalmente accede a la última petición de su oficial.
Los enemigos estaban al caer. Un hecho que Otto corrobora al poco de asegurarse de que el grupo de la Hitlerjund desaparecía de su vista en dirección opuesta al frente.
Podía haber huido inmediatamente de ahí. Pero algo todavía me retenía con mi deber. Pese a que ya no luchaba por la victoria final, sabía que el pelotón ruso podría darles alcance si no detenían su avance.
El combate duró poco. Utilizando la pared semiderruida de un edificio como cobertura, disparo uno de los misiles del Panzerfaust. De manera estéril, este impacta de refilón contra el casco del T-34, sin ocasionar grandes daños.
Berlín moría bajo la sombra de los estandartes rojos que ondeaban al viento, mientras el estruendo de la artillería en las propias calles retumbaba como un rugido de despedida.El rugido de los motores avanzando por la avenida me confirmó mis peores temores.La estrella de cinco puntas de aquel tanque se giraba y daba paso a la visión del cañón. De repente, un estruendo que golpeó contra el suelo. Y mi cuerpo era transportado por los aires por una sacudida tan fuerte que me hizo caer dejándome paralizado contra lo que restaba del deteriorado asfalto. Pero lo que mas sentía era la pérdida auditiva, la pérdida de la noción de lo que había a mi alrededor y sobre todo la metralla. Los cristales y elementos de construcción que penetraban en mi carne como cuchillas afiladas. No podía gritar. Solo ser movido como un despojo por la agresiva sacudida del impacto del misil.
La sacudida me dejó tendido boca arriba, golpeando mi espalda contra los escombros de alrededor. Todavía podía respirar. Pero no alcanzaba a moverme. El tanque ruso pasó de largo y tomó posición un poco más adelante. Deteniendo su marcha momentáneamente.
El enemigo no tardaría en dar cuenta de mí. Al menos, eso les daría algo de tiempo... pienso mientras soy consciente de mi vulnerable situación. Cerca de mí ya oía las pisadas de la infantería rusa que acompañaba al tanque de vanguardia. Era inevitable, darían conmigo.
En ese lance, no puedo evitar pensar en los últimos momentos en todo cuanto había hecho los últimos años. Había combatido en Polonia, en Francia y en Rusia. Pero sentía que nada de lo que habíamos hecho merecía la pena. Tan solo el recuerdo de Frankenberg y nuestra primera misión logra sacarme una pequeña sonrisa de satisfacción. Me preguntaba qué habría sido de mis compañeros. Deseaba que hubieran encontrado un destino mejor que el mío. A Fritz le vi de manera ocasional tras la ocupación de Polonia. A Hans le destinaron a Yugoslavia y creo que el mediterráneo, ¿era Creta o el Afrikka Korps? ya no lo recordaba.
Ahora estaba aquí tendido en el suelo, mis pulmones todavía podían coger algo de aire, pero sabía que me encontraba demasiado malherido. Sabía que estos eran mis últimos instantes entre los vivos. Aquella visión de Bruno me había dado a conocer que posiblemente había un más allá. Sonrío. Sonrío con una única certeza en aquel momento. Al menos, ahora lo se. No estábamos destinados a morir aquí. Yo he elegido morir aquí, como he elegido darles a esos chicos el salvoconducto para que huyan. Parece que la visión de Bruno no estaba del todo en lo correcto. Mientras tanto, extraigo de mi cinto el último vestigio de Frankenberg. El filo de bayoneta que perteneció al propio Guillotine. "La sangre llama a la sangre".
"YA nashel ublyudka iz SS!!" ,
Uno de los soldados rusos ha dado conmigo, mientras se acerca corriendo hasta mí, dándose cuenta de que sigo vivo. Sigue hablando con sus compañeros. Por alguna razón, decide no matarme en ese mismo instante. Sabía lo que les sucedía a algunos oficiales de las SS cuando eran capturados vivos por el enemigo.
Veo como una sonrisa sádica se forma en su rostro, mientras me encañona con una pistola accesoria. Parecía que no iban a darme una muerte rápida. Respondo a su sonrisa con otra sonrisa, consiguiendo enfurecerle aún más. Mientras tanto, comienzo a llevar mi mano al cinto, alcanzando a palpar la Luger que tengo a mi derecha.
El soldado ruso emite un último grito de advertencia. Yo persisto sonriendo y mirando a mi propia muerte a los ojos.
¡Heil Hit...!
(¡¡¡BANG!!!)
Un disparo seco. Mi cabeza, desprovista de casco o gorra, impacta contra la dura piedra de los escombros.
El cuerpo de Otto no descansaría en paz en los días siguientes. Al poco de ser asesinado, sus restos fueron vejados y tendidos boca abajo por miembros del ejército rojo. Poco después, pasarían a ser enterrados en una fosa común junto a otros soldados alemanes caídos en el Berlín oriental .Solo su Erkennungsmarke permaneció sobre su pecho como única señal identificativa, siendo enterrado en un territorio dominado por sus enemigos.
Los años pasaron y Alemania sufrió los efectos de la posguerra. La desnazificación, la división del país y la reconstrucción económica. Fueron tiempos difíciles, pero superados. Frank Krüger, hijo único de Otto y Frieda, no llegó a conocer a su padre. No sería hasta la década de los 90, ya adulto, cuando la reunificación hizo posible acceder al Berlín oriental. Una tarde de otoño, recibió la llamada de la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge (comisión alemana de cementerios de guerra). En Halbe, a 40 kilómetros al sur de Berlín, los restos de su padre habían sido reconocidos por su placa identificativa, único remanente que diferenciaba lo poco que de él quedaba. Frank se reuniría con un grupo de veteranos de guerra, antiguos miembros de las juventudes hitlerianas, entre los que se encontraba el Rottenfürher Muller. Ellos le dieron testimonio de como era su padre, y compartieron los últimos momentos de su vida con él. Allí le rindieron homenaje, en un encuentro que tuvo un especial impacto emocional para Frank ante su crianza frente a la figura de un padre ausente. Él y los antiguos miembros de las juventudes compartieron testimonios y experiencias de la posguerra, y juntos se congraciaron de haber superado el duro destino que la Alemania del Fürher había deparado a su país.
Allí en la tumba del cementerio de Halbe, reposan los restos de Otto Krüger. En una modesta lápida ahora reconocida y poblada por flores, el difunto Otto por fin parecía descansar en paz, obteniendo su debido reconocimiento por quienes todavía podían recordarle. Inscrito en la lápida, hay un breve epitafio encargado por su hijo que dice así:
"De mi cuerpo descompuesto crecerán las flores, y yo estaré en ellas. Eso es eternidad."
Otto acabó convirtiéndose en su propio capitán al mando de sus propios... niños. El Renault FT fue el primero de muchos tanques de los que el granadero dio cuenta, pero aún así, no pudo escapar al destino que Bruno le había mostrado.
Y con esto, cerramos. Ha sido un placer. Gracias a todos por vuestra participación en crear entre todos este regalo inesperado.