Partida Rol por web

Kichiro hizo una reverencia más antes de despedirse, entonces siguió el recorrido que todos estaban haciendo hasta que finalmente llegó a donde estaban los novios aguardando a que le llegase su turno para presentarles sus respetos. 

Delante de Ikino Torama siguieron pasando varios miembros de las familias hasta que el nivel de los invitados bajó un escalón. En ese momento una voz le sacó de su ensimismamiento:

—Ikino-sama intenta disfrutar del día —dijo reprendiéndole Sessai, el onmyoji¹. Había estado junto con otros monjes de su misma secta budista trabajando en todas las operaciones de protección que habían culminado con 24 horas de cánticos y sutras—. Hemos realizado todas las ofrendas a los kamis, además hemos cubierto todo de sal por lo que los malos espíritus no deberían ser capaces de hacerse con el pergamino. Intenta disfrutar de este día maravilloso que tenemos. 

Estaba a punto de marcharse cuando de pronto se detuvo y le agarró del brazo susurrándole una pregunta para que nadie más le escuchara. Le habían revelado lo sucedido en confidencia y quería respetar ese acuerdo de confidencialidad:

—¿Qué has hecho con el rosario que te di?²

Torama pareció volver de donde quiera que estuviese.

—Los dioses nuevos de los cristianos valen tanto como los viejos espíritus. Nada. Después de nuestro encuentro el oni regresó varias veces, intentando nuevos engaños. Empecé a estudiar los pergaminos por saber lo que ansiaba encontrar y leí cosas... que hubiera sido mejor que nadie dejase por escrito.

En la mirada del samurai había un infinito cansancio. Pero entonces pareció reparar en algo. Se quedó mirando al novio y murmuró algo que Kichiro no llegó a descifrar.

—Debo hacer algo.— dijo entonces de forma resuelta mientras se dirigía al exterior.

Pero esa forma repentina de irse, y sobre todo esa mirada que transmitía un fulgor de locura, dejó intranquilo a su amigo.

Aunque la curiosidad embargaba a Kichiro quién distraído intentaba adivinar lo que hacía Torama-san, alguien le trajo de vuelta a la realidad.

–Matsumae Kichiro, samurái del clan Ikino – anunció el vocero permitiéndole así acercarse a la pareja.

Dio tres pasos hasta que se colocó a una distancia más que prudencial de los recién desposados, entonces hizo una profunda ceremonia que mostraba todo sus respeto por los contrayentes y a continuación depositó una pequeña cajita lacada. Ésta era sencilla, en color azul a excepción de un ruiseñor dibujado de manera tan realista que parecía estar a punto de echarse a volar.

–En el interior de esta caja hay una daga que ha pasado de generación en generación entre las mujeres de mi familia. No tenemos hijas por tanto a mi mujer y a mí nos honraría que la sobrina de Ikino-sama tuviera este presente. No quisiéramos que la tradición familiar se interrumpiese, aceptad por favor este humilde regalo os ofrezco.

Una vez terminada su exposición se incorporó y agradeció con otra reverencia más leve que la pareja aceptase su propuesta, ambos sonreían amablemente y así daban por terminado su turno.

Al terminar aquel protocolario momento recordó lo que había estado haciendo hasta aquel momento, tanto Ikino como el monje budista habían desaparecido así que empezó a moverse por los terrenos aledaños al templo a ver si así lograba localizar una pista sobre lo sucedido.

Encontró a Torama hablando con el monje. Parecía que este último recriminaba algo al samurai. Torma se giró enfurecido:

—Mi promesa de proteger los pergaminos está por encima de cualquier otra cosa, incluso de mi integridad... o de la de mi familia.

—¿Te estás escuchando Torama-san? ¿Eres tú o es la locura generada por el acoso del oni la que habla?

—Cuidado, hombre santo. Te debo mucho y te lo agradezco, pero no oses interponerte en el camino de mi virtud.

El monje vio venir a Kichiro y buscó en él un posible aliado:

—Kichiro-san: hazlo entrar en razón. Está dispuesto a pedirle a su sobrino un sacrificio el mismo día de su boda. ¡Su obsesión lo arrastrará a la ruina!

—Te interpusiste una vez en mi camino de forma y demostré que estabas errado. ¿Lo harás nuevamente Matsumae-san?— dijo entonces Torama mostrando su desprecio devolviéndole el uso del formalismo mientras lo retaba.

—¿Interponerme? —preguntó sin parecer sorprendido de aquella nueva falta de respeto—. ¿Aún no lo entiendes verdad? Eras un loco y pareciste cuerdo porque resultó ser un Oni... Suerte nada más.

Miró entonces al monje brevemente como si aceptase aquel pedido.

—Has hecho un buen trabajo, eso me han dicho... Déjanos solos, hablaré con él como me has pedido—pidió con calma.

Volvían a estar enfrentados y encarándose el uno con el otro, sin embargo, las cosas habían cambiado con el paso de la estación. No había sudor por el calor del verano, tan sólo la calma que precedía a la caída de las hojas, no había duda... Se disiparon todas al no recibir respuesta a ninguna misiva.

—No lo culpes... Ha hecho un buen trabajo —reconoció en cuanto confirmó que estaban solos—. Por eso estoy aquí. ¿Sabes? Las cartas que te mandé, tu silencio... Mi caída... Todo fue un buen caldo de cultivo para que él volviera reclamando la lealtad que le juré hace una estación. 

Ya tenía su atención, sentía la mirada de aquellos ojos inyectados en ira.

—¿Sabes el poder que tienen los juramentos de sangre cuando hay onis por medio? Ese Oni ha reclamado la promesa que le hice en forma de tributo de sangre. Por eso estoy aquí, ¿sabes? Hice un regalo a los novios, allí donde no ha alcanzado la mano de ese monje¹. Me ha pedido que te haga la promesa de que no va a detenerse por nada hasta que no le entregues los pergaminos... Quiere que ellos sean el mensaje, no van a ser tu sacrificio... Si no el suyo. —En ese momento alzó su tono de voz dejándose llevar por la misma desesperación que consumía a Ikino Torama—. ¿Lo entiendes Torama? ¡Ayúdame con esto, termina con la deuda que tengo con él y no pongas a más gente cercana a ti en medio!²

No esperó Torama a escuchar más de Kichiro, en su lugar echó a correr cruzándose brevemente con el monje, después con todos los invitados. La premura provocó que la preocupación se asentase en todos los presentes, algunos de ellos siguieron al samurái para descubrir qué era lo que pasaba... ¿Les atacaban?

Hacía media hora que los contrayentes se habían retirado y en cuanto vieron cómo Ikino se abalanzaba hacia la habitación donde habían preparado el lecho matrimonial intentaron detenerle, sin embargo, ya era tarde para cualquier tipo de esperanza. Nada les habría preparado para lo que se encontraron: el novio estaba muerto y en el suelo estaba tirado el kaiken¹ que les habían regalado, frente a ellos Omi lloraba mientras negaba con la cabeza. Estaba cubierta de sangre y parecía a todas luces culpable².

INVIERNO

Aquel invierno fue especialmente crudo. Los bandidos habían bajado varias veces a la aldea en busca de alimentos y bebida. Por suerte para los lugareños el ronin los había defendido con eficacia. No eran más que una banda de zaparrastrosos que poco podían hacer contra un guerrero tan entrenado. Los aldeanos, a cambio, le dieron un lugar donde dormir, comida y bebida. Le habrían entregado una mujer de haberla querido, pero el ronin se mantenía apartado de los demás. Nadie sabía de su pasado, ni el motivo por el cual se había echado a los caminos. Algunos decían que tenía que ver con ese fardo del que nunca se despegaba, lleno de pergaminos.

El ronin no daba pie a obtener respuestas. Desde que había llegado a la aldea sólo salía del establo que usaba como hogar para mirar el horizonte nevado, como si esperase la llegada de alguien o de algo de un momento a otro.

Por eso cuando vio al jinete solitario que se aproximaba no se sorprendió. Lanzó un suspiro y se alejó de las casas para que aquel encuentro tuviera lugar en medio del camino, entre la nieve, lejos de los oídos curiosos de los campesinos. Los que le vieron ir al encuentro del viajero se fijaron en que, por primera vez, no llevaba con él sus preciados pergaminos. Sólo su espada.

—¿Qué haces Ikino-san? —recriminó el recién llegado en cuanto descendió de su montura. Se había detenido a cinco metros de distancia por cortesía y salvó los escasos metros restantes a pie.

—No daba crédito cuando me contaron lo que hiciste y tenía que venir hasta aquí para creérmelo... ¿Por qué? ¿Por qué has hecho lo que has hecho para acabar viniendo hasta aquí como si fueras algún tipo de asceta? ¿Qué tienen esos malditos papelajos para empujarte a este estado de locura?

Torama-san se encogió de hombros.

—¿Acaso escoge la hoja a donde la lleva la tormenta? ¿Puede el agua del manantial subir la montaña de la que fluye?

Miró hacia atrás, al poblado. Algunos aldeanos comenzaban a congregarse en la entrada, mirando con curiosidad a los dos hombres que charlaban en la nieve.

—Nadie me conoce aquí. El oni no puedo atormentar a nadie más porque ya nadie me protege o me ayuda. Pero tú sigues tras mi pista como un perro de presa insaciable. He oído que las cosas te han ido bien. A mi no me engañarás como a los demás. ¿Saben tus nuevos amigos cual es tu verdadera lealtad? ¿Cómo duermes por las noches ahora?

—Te estoy pasando tus descortesías por ahora en honor a nuestra historia... Pero te invito a parar porque te estás pasando —sugirió Kichiro en respuesta mientras desenvainaba un palmo su katana en señal de aviso—. Un samurái debe servir a su señor primero y a su familia después. Tu señor te ha dado la espalda por tu obstinación, y de tu familia no diré nada por respeto pero querías sacrificar a uno de los tuyos. El oni tan sólo te ha dado una coartada para tu infamia.

Miró entonces al grupo de aldeanos quienes no paraban de concentrarse.

—¿Qué te hace pensar que no van a morir? Si estás aquí algo te importan, y si no... Simplemente tendrás sus vidas en tus manos.

Se mordió el labio inferior y tras meditar breves segundos echó a andar hacia los aldeanos dando la espalda al hombre maldito. Si por un momento Torama pensó que iba hacia los pergaminos, no podía estar más equivocado:

—Mejor que lo hagan por mi mano, al menos así sus almas descansarán en paz... Algo que no pasará si se convierten en sacrificios de Sakatori¹ —musitó terminando de desenvainar su arma mientras avanzaba a un paso cada vez más animado hacia los pobres diablos que no parecían estar entendiendo lo que sucedía.

—¡Detente!

La orden de Torama no parecía afectar al paso decidido de Kichiro. Los aldeanos contemplaban como el otro se acercaba igual que un caballo herido contempla la llegada del amo que va a sacrificarlo, sin entender nada.

En ese momento vieron el humo. Una columna negra que se alzaba desde un punto bien conocido por Torama-san. ¡El establo!

—Maldito ¡me has vuelto a engañar!

Salió a la carrera hacia el pueblo adelantando a Kichiro, quién parecía tan sorprendido como él de la aparición del fuego. ¿Qué sentido tenía aquello? La gente del pueblo estaba intentando organizarse apagar las llamas que consumían los viejos maderos, pero Torama entró ignorando toda precaución. Avanzando entre el humo y las llamas llegó hasta el punto donde debía estar el hatillo y vio en su lugar el sitio revuelto.

Una furia infinita le embargó al ver un pañuelo que el ladrón había perdido por accidente allí. Eran los colores de la tribu de bandidos que vivían en las colinas. Entonces recordó las palabra de Kichiro-san: Simplemente tendrás sus vidas en tus manos. Todo este tiempo había pensado que los ladrones atacaban la aldea en busca de comida y que él los estaba defendiendo. Saliendo a trompicones se dejó caer de rodillas delante del establo en llamas mientras Kichiro alcanzaba la entrada del pueblo.

El fuego había crecido rápidamente por la paja acumulada y había empezado a derretir y ennegrecer a partes iguales toda la nieve acumulada en los alrededores.

—No sé qué ha sido eso —reconoció Kichiro al ver a Torama totalmente derrotado—. Pero no me vas a detener... Al fin y al cabo no son más que himin¹.

Avanzó en silencio hacia donde había visto a aquel corrillo por última vez, sin embargo, por primera vez desde que Ikino había llegado, los roles se invirtieron y ésta vez ellos decidieron pagar la deuda con su protector en forma de una pedrada contra Kichiro que le provocó una fea brecha en la sangre².

La reacción de los campesinos sacó de su letargo a Torama-san.

—¡No lo permitiré!

Estaba cansado. Harto de que el oni arrasase a todo aquel que le rodeaba. Fue esa pedrada la que le dio a entender que debía hacer. Levantándose con una rapidez casi inhumana su katana surcó el aire que lo separaba del que antaño fuera su amigo. El tajo fue certero y a traición. El honor de Torama-san ya no tenía importancia. Todo carecía de importancia. Sintiendo la pérdida de sangre de su costado derecho Kichiro-san se giró para defenderse.

Con los pergaminos siendo pasto de las llamas se había acabado el servicio de Torama y con ello su función de samurái. No había lugar ya para el honor y por eso Torama había atacado de esa manera. Kichiro sangraba profusamente y tras dar un paso alejándose de su rival se dio cuenta de que los campesinos a los que iba a atacar ya habían desaparecido.

Gotas carmesíes teñían la nieve caída mientras los dos enarbolaban sus armas estudiándose durante varios largos segundos. De pronto decidieron bajarlas casi al unísono. Ambos habían traspasado la línea y debían expurgar todo, sin embargo, no era el momento ni el lugar.

Sabían en su fuero interno que la próxima vez que se vieran sería el último día para uno de ellos.

Interludio: Odio

De camino a su casa Kichiro tuvo que parar en una posada próxima a una posta del camino donde hizo llamar un médico para que le tratase las heridas. Un mes hubo de estar parado recuperándose mientras el dolor le atenazaba el cuerpo para acabar extendiéndose a su razón. Las cataplasmas sólo pudieron traer paz al primero, mientras que la segunda sólo atendía a la llamada de la sangre.

Cuando pasó un mes finalmente pudo volverse a poner en marcha de vuelta al valle. Allí se dirigió a su señor feudal, el dueño de todo el valle y que estaba por encima de su antiguo señor, Hibiki Yasuhiro y por supuesto sobre el Clan Ikino. Le relató todo lo que había tenido lugar y consiguió que todo el Clan Ikino fuese encontrado culpable de traición. Todos fueron apresados, incluyendo los miembros de la familia de Torama a los que quería haber dejado fuera tras todo. Tras varias torturas en las que se intentó que revelasen el nombre del desaparecido se les encarceló durante todo el invierno hasta que con el primer deslhielo de las nieves se ejecutó a los escasos supervivientes. Tan sólo hubo piedad para los que no habían pasado la mayoría de edad a los que se les retiró el apellido y se les obligó a trabajar como himin del Clan.

El oni observaba todo lo que tenía con una sonrisa, pues ese odio era del que realmente se alimentaba y hasta aquel momento había sido un bien escaso, sin embargo, sus últimas acciones habían dado el fruto ansiado.

Interludio: Odio

Le habían arrebatado todo. Su honor, su vida, su familia. Impotente en la lejanía Torama vio como todos sus seres queridos eran masacrados sin piedad. No comprendía nada: él ya no tenía los pergaminos ¿por qué el oni seguía atormentándolo?

Entonces, en un momento en lo alto de la montaña, lo comprendió todo. El oni no quería los pergaminos. Lo quería a él. Los pergaminos no eran más que otro juego de la retorcida mente de esa criatura espectral. Probablemente aquel oni había sido ofendido por él o por un antepasado de una manera que no alcanzaba a comprender. El mundo de los espíritus era traicionero y no se regía por las reglas de los mortales.

Completamente desquiciado Torama subió a la montaña y acabó con el jefe de los bandidos convirtiéndose en su líder. Ya no tenía nada más que perder así que se dejó caer hacia lo más bajo. Olvidó quien era y se entregó a la bebida y el odio. Mató, saqueó e hizo todo tipo de maldades en nombre del odio que lo consumía. Los clanes de bandidos aprendieron a temer al Loco de la Montaña. Muchos se unieron a él porque el botín siempre era grande.

Cuando ya no podía caer más bajo Torama se detuvo. Tras una noche de borrachera se despertó especialmente lúcido y reunió a sus hombres. Llegaba el momento de cobrarse una venganza. Días antes alguien le había informado de donde se encontraba Ichiro y de las fuerzas que lo protegían. Era el momento de reencontrarse con su viejo amigo y terminar de una vez por todas con aquello...

Primavera: Un momento único

Habían estado observándose y escrutándose con la mirada durante largos minutos mientras que de cuando en cuando algún pétalo caía, si hubiera habido un observador creería erróneamente que estaban estudiándose. Matsumae Kichiro miraba al rostro de su enemigo recordando cómo habían llegado hasta aquel momento, todo lo que tuvo lugar desde la llegada del extraño emisario de Kyoto hasta aquel momento.

Ahora, ambos estaban ensangrentados pero ninguna de las manchas de sangre no era suya. Un rápido vistazo a los caídos de todo su clan, de reciente fundación, ahora desperdigados para servir como pasto de las alimañas hizo que Kichiro sintiese cada una de las gotas de color rubí en la ropa de su enemigo, como propia.

—Torama... Para ti nunca es suficiente, siempre tienes que tener tú la última palabra. Me rechazaste, me empujaste al Oni, no hiciste nada por liberarme poniendo incluso a tu familia en medio. ¿Y ahora buscas acabar con mi clan? Tu locura... No tiene límites. Sakatori-dono tenía razón cuando hacía un año te calificó de loco.