Partida Rol por web

-Iremos cuando termine. -espetó realmente enfadado. Y no irá nadie por mí. Terminemos estas malditas ceremonias.

-  ¿Pero no habían terminado ya lo oficios matinales? - Preguntó extrañado Muadril. 

Y es que en efecto, Bertrand ya había cumplido con los oficios de la mañana y aún así el padre Ander insistía en retenerlo tras los muros de la Abadía.

- ¿Por qué insiste, pater, en impedir que nuestro buen Abad cumpla con el mandato divino? - Preguntó extrañado.

- Esto... - El padre Ander su mesó su furibunda barba buscando una respuesta.

Aquella barba miraba a su portador de forma expectante, tratando de ver en él una respuesta adecuada a las preguntas de aquel al que los más vetustos del lugar, consideraban un caído. Y es que Muadril no era santo de la devoción de los veteranos de la iglesia y ahora que ponía en duda al sector más conservador de la Abadía, no iba a hacer muchos puntos para cambiar aquella presepctiva.

- ¡El Abad no puede irse y punto! - Gruñó enfadado a lo que su barba rabiosa se cruzó de brazos como un chiquillo enfurruñado. - ¡Éste es su sitio!

Fue entonces cuando algo inesperado sucedió. Entró por la puerta de la Abadía una figura conocida por parte de Bertrand. Se trataba de Lord Tisef Oderlof, el marido de Lachard. Que estuviera allí no podía ser coincidencia. Venía en busca de Bertrand y el motivo no podía ser otro que la mujer objeto de sus deseos, Lachard. Desde que Bertrand practicara el exorcismo sobre Lachard, Tisef le había tomado como modelo a seguir y consejero y realmente, si Bertrand tenía a alguien a quien pudiera un amigo, ese era Lord Oderlof.

Y, lo que era más preocupante, parecía herido. Cojeaba en su armadura de combate, y apoyaba su mano en la espada como si esperara un ataque inminente.

—¡Bertrand! —dijo con naturalidad—. ¿Os marcháis?

¡Éste es su sitio!

-¡¡PERO SERÉIS FARISEOS!! -Exclamó sorprendido el Abad, quien algo ya se intuía. Colérico, escuchó la voz de un hombre, al que reconocía de tiempos atrás.

-¿Qué os ha pasado? Sí, efectivamente, mi compañero y yo marchamos. 

- ¿Cómo se atreve? - Exclamó lleno de ira el padre Ander, mientras su barba airada de encabritaba como un caballo furioso. - ¡Llamarme así a mí, el padre Ander! ¡Qué desfachatez! 

Efectivamente, el padre Ander estaba muy enfado, colérico, a las punto de explotar de ira. Y estaba rojo de furia y casi echaba humo por las orejas. Su barba enajenada presentaba un aspecto similar al de su portador, estando ambos furiosos y a punto de estallar en cólera. 

El padre Ander se acercó a Muadril y le susurró algo al oído.

- ¿Qué puñetas me ha llamado? - Le preguntó entre dientes y sin dejar de mirar a Bertrand.

- Creo que nos ha llamado fariseos. - Respondió un sonriente Muadril. - Signifique lo que signifique. - Se encogió de hombros.

Lord Oderlof levantó la mano en un gesto imperativo que Bertrand nunca habías visto en él. No quería abrazos, después de todo, ni iniciar una charla intrascendente sobre este o aquel asunto de gobierno mientras tomabais el té. Algo realmente grave lo preocupaba.

—¡Mi hacienda fue atacada anoche por un ejército de demonios! —soltó, como un jarro de agua fría—. Sólo hemos sobrevivido unos pocos de mi familia, mi guardia está diezmada... ¡y se han llevado a Lachard!

Depositó ambas manos en tus hombros.

—Bertrand, os lo ruego: ayudadme a encontrarla. ¡Sois mi única esperanza!

Bertrand le chocó la mano, agarrándosela con fuerza en señal de aceptación. No iba a perder a su amigo  ni a aquella mujer que amaba, por el demonio. 

- No... - Dijo el padre Ander. - ¿Pero qué significa ésto? - Preguntó. - Ese estrechón de manos...  

La irascible barba del Pater se retorció sobre si misma como un caracol, era como si se hubiera encogido de pura rabia. Pero no solo la barba de barbarabiosa parecía enojada, su legítimo dueño parecía a punto de estallar. 

Pero no estalló, sino que se lanzó con los brazos abiertos hacia el Abad agarrándole en un abrazo de oso y tirándole la suelo inmovilizado. Y aunque parecía que había sido el padre quien había atrapado a Bertrand, Bertrand sabía la verdad, quien se había abalanzado sobre él había sido aquella furibunda barba.

- ¡No! - Gritó el padre agarrado como un mono al Abad. - ¡No puede marcharse así! ¡Hizo un juramento! ¡Su sitio está aquí! - Le recordó. - ¡Si se marcha llamaré a la inquisición, al patriarca de nuestra fe y a quien haga falta! ¡No puede tomar una decisión así, de la noche a la mañana! -  Le recriminó. - ¡La única urgencia es con su congregación! Y... - Frunció el ceño. - ¡Ha sido corrompido por el maligno!

Lord Tisef y Muadril miraron aquello con cara de no entender nada. El Abad, el padre Ander y una barba rabiosa estaban en el suelo revolcándose, en un abrazo extraño que impedía al pobre Bertrand todo movimiento. Ciertamente ni uno ni otro sabían muy bien que demonios hacer ante aquella surrealista situación.

​​​​​

- ¡Así me gusta Abad! - Le dijo el pater. - ¡No oponga resistencia! - Sonrió. - Su sitio está aquí, con nosotros, en la Abadía.

Bertrand notaba como la barba del padre Ander, aquella barba furiosa y rencorosa, se enroscaban a sus extremidades, torso y en general en todo su cuerpo. Aquella barba traicionera le agarraba con fuerza inmovilizándole y dejándole a merced de su poseedor, el padre Ander, quien le había hecho una llave perfecta dejándole totalmente inmóvil.

- Jure por Mitra que no se marchará de aquí. - Le pidió.

- ¿A qué están jugando? - Preguntó Muadril mirando con los brazos cruzados a los dos religiosos en el suelo, y sin aparentes ganas de ayudar a ninguno de ellos. 

- ¡Betrand, deje de jugar con el pater! - Le recriminó Tisef. - ¡Hay asuntos serios que tratar! ¡Todo minuto perdido es un minuto que Lachard, mi querida esposa, pasa bajo el yugo de un demonio! ¡A saber a que nausebundas prácticas está siendo sometida! - Oderlof parecía terriblemente enfadado y además perplejo ante los acontecimientos. - ¿Es que no le importa el bienestar de mi amada? ¡Le tenía por un amigo!

-¡Soltadme!, ¡ayuda! 

Beltrand agarró la barba del señor padre y tiro de un montón de pelos de ella. Escuchó los gritos de dolor. 

Muadril y Lord Tisef finalmente ayudaron a Bertrand a ponerse en pie y librarse del terrible abrazo de Barbarabiosa. El padre Ander entendió al fin que el Buen Abad iba a abandonar la Abadía y que poco o nada más podía hacer por tratar de evitarlo. 

- Está bien Bertrand... - Le dijo muy serio y con el ceño fruncido. - Pero si se va, no le garantizo que cuando regrese, está Abadía siga fiel a su mandato. Como ya le he dicho, su sitio está aquí. Le juro por Mitra que depuraré responsabilidades y si veo el más mínimo interés personal en sus actos... - Negó con la cabeza. - ... serás excomulgado Bertrand. Palabra de fiel devoto...

ero si se va, no le garantizo que cuando regrese, está Abadía siga fiel a su mandato. Como ya le he dicho, su sitio está aquí. Le juro por Mitra que depuraré responsabilidades y si veo el más mínimo interés personal en sus actos... 

Excelente -comentó Bertrand a lomos de su caballos, señor padre, excelente. El deber me llama. ¡ARRE! 

- Me ha decepcionado mucho padre Ander. - Dijo Lord Tisef. - Mucho.

El noble se montó sobre su caballo blanco y tiró de las riendas, alcanzando poco después a Bertrand y cabalgando a su lado alejándose de la Abadía camino de la Torre de Lucien, donde les esperaba, a saber en que condiciones, Lachard.

- Padre... - Se despidió Muadril esgrimiendo una sonrisa de superioridad.

El padre Ander había quedado el totalmente retratado por su actitud egoísta. Estaba claro que el buen Bertrand era digno de su leyenda, un hombre que no temía el mal que azotaba ese mundo y que gustoso lo combatía siempre que tenía oportunidad. Muadril, al igual que Tisef, se montó sobre un corcel y apuró el paso para alcanzar a sus compañeros  de aventuras.

-  ¡Bertraaaaaand! - Gritó Ander desde la  lejanía. Su barba encabritada, echaba humo y aunque sólo lo escuchaba Bertrand, también soltaba improperios tan terribles, que no podrían ser reproducidos por el Abad por mera vergüenza. - ¡Esto no quedará así! ¡Se lo aseguro!

Dejaron al padre Ander meneando su puño cerrado en alto y apretando su colérica, rabiosa e iracunda barba terrible. Y es que no había nada que enfureciera más a esa barba, que el hecho que la dejaran con la palabra en la boca.