Partida Rol por web

Payton alza el mentón mientras deja escapar un suspiro.

—_{Señor, llévame pronto}... Strickland, cómo no. Estamos demasiado bajos para mi gusto, letrado. Tendría que arrojarme desde un décimo piso al menos para asegurarme de que no vuelvo a verle jamás. Pero no le daré el gusto. _{No todavía...}

>> Oiga, supongo que ha venido para asegurarse de que no intimido a su representada y hacerse el duro. Bien, es su trabajo. Aquí la tiene, sana y salva. Ha sido una charla cordial, nada más. Ahora, les agradecería que sacasen a la menor de aquí. Ya ha estado suficientes horas confinada entre estas paredes. —Payton lanza una mirada fulminante a Thompson de soslayo que advierte un vendaval de mierda sobre el agente en cuando los civiles desaparezcan de la vista. 

—Milton, acompáñeles abajo. —el agente negro da un paso al frente, sus brazos en jarras y su mirada, mucho más penetrante que la del pusilánime de Thompson, se clava en Armín.

—Señora Liebermann. —llama Payton girándose antes de llevarse a Thompson a la uci. —Estoy de su lado. Llámeme.

—¡Sargento! —exclama Strickland agitando la mano a Payton antes de despedirse.

—¡Sales de fruta! ¡Le aliviarán su ardor de estómago! ¡Je, je, je! Suelo causar ese efecto en la gente, ¿sabe? —afirma orgulloso el abogado mientras se aproxima con tono confidencial a Victoria.

—Bien, querida mía, debo preguntar: ¿De qué han hablado ustedes dos ahí dentro? —lanza la pregunta por puro formalismo profesional, ya que consulta su reloj, un orbe sobre una montura de oro de lo más ostentosa, y chasquea la lengua. —Es evidente que el tiempo pasa volando. Tenga. Mi tarjeta. Por si comete algún crimen, Dios no lo quiera. —de nuevo, esboza esa taimada sonrisa que tanto le caracteriza.

Cabe preguntarse si alguien puede eclipsar el sentido del humor de Clarence L. Strickland, el hombre más feliz de haberse conocido.

—Me pondré en contacto con Charles para comunicarle el éxito de nuestra misión. Odio reconocerlo pero Payton tiene razón. Ustedes ya no pintan nada aquí. No les dejarán entrar en la uci, pero pueden intentarlo si lo desean. Su amiga está en coma inducido. Si me entero de algo, y le aseguro que lo haré, tardará un minuto en enterarse. Tiene mi palabra. Saque a la pequeña de este laberinto anodino y llévela a cenar una hamburguesa al más puro estilo americano. 

Strickland se permite una amistosa palmadita en el hombro de Vicky.

—Celebro haberla conocido. —dice mientras baja sus gafas tintadas con sangre por su grueso puente nasal y sus ojos negros como el azabache sonríen a la joven periodista. Acto seguido dedica una mirada burlona a Armín, Kyle, Farah y Jezebel. —Y a ustedes también, claro. En menor medida. ¡JA! ¡Annette, vamos! El crimen nunca duerme. Y yo... tampoco.

Ahora Victoria Liebermann tiene dos tarjetas de dos seres antagonistas entre sí.

Quedáis a solas con la pequeña Alex y un hosco oficial de Policía que os impele con su lenguaje corporal a mover el culo.

¿Cuál será vuestro próximo movimiento...?

Por fin, la puerta por la que el sargento Payton había desaparecido con Liebermann se abre de nuevo, y ambos regresan a la sala, ignorantes del ambiente tan caldeado que había hace apenas unos momentos. Le lanzo una última mirada a Kyle para comprobar si ha tomado nota mental del último dato que Strickland ha compartido con nosotros antes de dedicar mi atención a los recién llegados. Como cabía esperar, Payton no parece nada contento de ver al letrado. Los dos se dedican a marcar el territorio. A pesar de la hostilidad casi palpable que se masca entre los dos hombres, el sargento parece estar en buenos términos con Victoria; nuestra compañera ya nos contará cómo ha ido la conversación. El hombretón da la orden de que nos llevemos a Alex del hospital (ya era hora), indicando al señor Milton que nos acompañe hasta la salida.

Tuerzo el gesto cuando Clarence nos informa de que no se nos permitirá entrar en la UCI. Y entonces, ¿qué coño hacemos aquí? ¿Solo se nos ha traído para que nos hagamos cargo de la cría y después se nos echa de una patada? ¿Es que no importa lo que nosotros queramos o necesitemos, como por ejemplo despedirnos de una amiga que podría no llegar a mañana?

—Inadmisible —resoplo, devolviendo a Milton su misma mirada asesina, la mía también con un componente despreciativo, aunque no es con él con quien estoy hablando—. Somos las únicas personas con alguna relación con Aileen que se han molestado en dar la cara, ¿y ni siquiera podemos verla? Strickland, usted sabe de estas cosas más que nosotros. ¿De verdad pueden negárnoslo?

Una vez asumo que no hay nada que hacer, me descubro a mí mismo sintiendo algo demasiado parecido al alivio como para que me pase desapercibido. ¿Tanto temía un reencuentro con Aileen? ¿Tanto miedo me daba lo que sea que pudiese descubrir?

—Hasta la vista —me despido de Strickland, sin acabar de tener claro si realmente ha sido una ayuda. Una parte de mí tiene la sensación de que todo esto es alguna clase de paripé orquestado para dar credibilidad a una situación cuyo único objetivo era poner a Alex bajo nuestra custodia. Miro a la niña, reflexivo. No. Sería demasiado rocambolesco montar algo así, y más teniendo en cuenta el perjuicio que podría haber sufrido la menor con todo este asunto. Dejando escapar un bufido, me giro hacia los demás—. Venga, vámonos. Ya tendremos tiempo de hablar cuando nos hayamos largado de aquí.

Volviéndome hacia Milton, ladeo ligeramente la cabeza, haciendo un gesto cordial con el brazo, como cediéndole el paso.

—Usted primero, agente.

Tomo la tarjeta del sargento como si fuera una ofrenda y la miro unos instantes, luego lo miro a él y carraspeo -Lo haré me la llevaré de aquí en cuanto pueda -sostengo -Y le llamaré, claro, si tengo novedades, es un trato -sostengo y le doy una mirada a los ojos desde mi pequeña posición, siento que estoy tratando de mirar la cima de una montaña.

Cuando vamos caminando de regreso decido contestarle su pregunta: -Ha dicho que llevaban mallas en la cara y tatuajes y es lo primero que se me vino a la cabeza, el porqué no lo tengo en claro todavía -me encojo de hombros y miro al suelo. O sí lo tengo claro, pero no quiero tener esta conversación ahora con el policía... Si hace bien su trabajo lo hablaremos después cuando el destino lo ha llevado de nuevo hacia nosotros.

-Por cierto, no soy señora -aclaro, solo porque tengo ganas antes de ver que Strickland viene hacia nosotros.

Cuando Vicky sale de la habitación acompañada de Payton, mi mirada se posa directamente sobre su rostro, tratando de discernir su estado emocional. Espero que el sargento haya tenido en cuenta que una persona importante para Vicky se encuentra en estado crítico en la UCI y que, en consecuencia, no se le haya ocurrido interrogarla como si fuese una vulgar criminal. Mis ojos abandonan a Vicky y se clavan en los de Payton, como si su cara fuese a decirme si ha sido un capullo.

La indignación de Armín me distrae momentáneamente. No acabo de entender esa necesidad de ver a Aileen cuando probablemente no esté muy habladora. De hecho, lo más seguro es que esté inconsciente y en un estado que le haga perder el apetito. Aunque por otras razones, a mí también me interesaría verla, o como mínimo tener acceso a sus efectos personales: me niego a creer que no haya pistas que seguir en este maldito sitio.

—Déjalo, Armín —digo con gesto abatido—, tienen razón. Si Aileen de verdad está tan mal, lo único que haríamos sería entorpecer al personal médico. Seguro que si... que cuando Aileen se recupere, nos avisan enseguida. Vámonos a comer algo con Alex.

Desde luego. Y a perder de vista a Milton antes de colarme otra vez en el hospital sin que me vean.

Mi rostro acorde a las emociones del momento permanece sereno, sombrío pero alerta, doblo la comisura de mis labios apenas agradeciéndole al sargento su paciencia y asegurándole que le llamaré. Luego abro bien los ojos obligándome a prestar atención a las palabras de Strickland -Dígale a Charles que le agradezco infinitamente su ayuda y que lo llamaré apenas pueda -deslizo con suavidad como para que el abogado agregue mi mensaje al suyo. No sé por qué ha dicho lo que ha dicho a lo último y mi expresión extrañada me deja en evidencia, pero no hay tiempo de pedir explicaciones ni de leer entre líneas; desaparece antes de que pueda decirle algo y quizás sea mejor así en este momento.

No quiero que sea tan visible pero estoy agotada -Sí, por favor, vámonos de este lugar -les ruego a todos repasándolos con la mirada, le aprieto la mano a Jezz y miro a Angel y a Farah tratando de leer sus expresiones al tiempo que emito un ruego silencioso: si no puedo verla quiero irme ya mismo de aquí, quedarme a hacer vigilia sería el equivalente a una agonía para mí también. La queja de Armín me toca la herida y frunzo los labios, le doy una mirada y niego suavemente tratando de que lea mis pensamientos. Dibujo un "luego" con la boca cuando ni el poli ni el abogado me ven.

Yo he pensado lo mismo que él, claro, -Kyle tiene razón Armín, vamos a darle algo de comer a la niña -pido con suavidad y mis ojos bajan hacia ella, miro a la pequeña y le tiendo la mano aunque dudo que vaya a tomarla, me pongo a su altura como había hecho Jezz antes y le pregunto -¿Qué te gustaría comer?

@Kyle: —Déjalo, Armín —digo con gesto abatido—, tienen razón. Si Aileen de verdad está tan mal, lo único que haríamos sería entorpecer al personal médico. Seguro que si... que cuando Aileen se recupere, nos avisan enseguida. Vámonos a comer algo con Alex.

Farah se aproxima a Armín casi para enfatizar las palabras de Kyle.

—Los ánimos están muy caldeados con los polis. Y es cierto que la niña lleva demasiado tiempo aquí. Ven. —dice agarrándote con suavidad del brazo. —Vamos a tomar el aire. Luego, ¿Quién dice que no puedas intentarlo si quieres?

En un ejercicio de retórica y serenidad diplomática, la joven, su mirada flava clavada en ti sin apenas pestañear, traslada con sutileza un susurro en tu oído, inaudible para tus compañeros.

—Si permanecemos mucho más tiempo aquí, Payton podría entrar en combustión con Kyle... No sabes la que nos ha hecho pasar en el ascensor cuando íbamos a buscaros... —susurra.

Alex, un cascarón de inalterable indiferencia, repara en Victoria cuando esta le pregunta qué desea comer. Al parecer, la joven mantiene algunos impulsos primarios, algo que os podría consolar con la remota impresión de que, aun en el interior de su carcasa de titanio, alberga un alma humana.

La pequeña se aproxima con paso decidido hacia el ascensor, seguida de cerca por un suspicaz Milton y por todos vosotros. Solo al llegar a la planta baja y superar las puertas de la recepción, Alex señala al horizonte, donde una arqueada M de un color amarillo solo catalogable como «patata frita» señala el lugar.

La niña quiere una hamburguesa en la madre de todas las franquicias.

McDonald's. Vuestro destino.

Milton no se despide de vosotros. Es decir, si consideramos que un gruñido remotamente animal puede considerarse una despedida formal entre seres humanos, entonces sí que se despide.

El McDonald's no está lejos. Salís del hospital Mercy, cruzáis la calle por un largo paso de peatones y reparáis en que habéis debido perder casi la totalidad de la tarde en ese laberinto de linóleo impoluto que era el hospital. Los policías no se han tomado la más mínima molestia en seguiros ni con la mirada, algo que os tranquiliza por el momento. No parecéis ser sospechosos prioritarios en este complejo embrollo en el que andáis metidos por mediación de la enigmática Aileen.

La unidad de cuidados intensivos tiene un protocolo muy estricto con las visitas a los pacientes que están bajo su vigilancia. Sortear a los médicos para ver a Aileen puede ser una misión más dependiente de la suerte que de la habilidad o el carisma personal. Y, en todo caso, Strickland ha lanzado una pista significativa: Aileen está en coma inducido. Poca conversación daría a cualquiera de vosotros. A menos... 

Bah. Olvidadlo. 

El sol se pone sobre Oklahoma City. Pronto, los edificios que se aglomeran en el centro de la ciudad se erigirán como silenciosas y sombrías efigies sobre la ciudad. Debéis pensar cuál será vuestro propio movimiento. Aunque, como pronto vais a descubrir, esa decisión va a tomarla alguien por vosotros.

Zumban los teléfonos móviles.

El de Armín:

—¿Cómo ha ido? 

Lacónico. Preciso. Se trata de Charles.

El de Vicky:

—¿Cómo estás? ¿Has podido ver a tu amiga?

—¿Sabes ya qué ha pasado?

Étienne. 

 El de burner de Kyle:

—¿Cómo se porta el coche? ¿Te sientes más Jon Voight?

Pinocho interesándose por la compra. Inesperado.

El de Jezz:

—Dulces sueños, Jezabel.

Número oculto. 

Los móviles tienen un problema.

Distraen a la gente.

Estáis cerca del McDonald's. Alex aprieta el paso. Tiene hambre. No os fijáis en que el establecimiento al que os dirigís, un restaurante de comida rápida con un pequeño parque infantil colindante, hace esquina con un callejón en el que alguien os aguarda. Al otro lado del callejón os avista un monstruo de acero cuyo corazón palpita sangre de alto octanaje. Luces blancas se encienden en sus ojos bestiales antes de emitir un rugido. Se os echa encima con una exhalación. Os estaba esperando.

El Dogde surca la callejuela amenazando embestiros, pero en su lugar la puerta del flanco izquierdo se desliza, mostrándoos a dos demonios de rostro cubierto por mallas blancas. Una Colt ACP del calibre 45 os apunta a la cabeza.

—Entregadnos a la niña. 

Voz femenina, pero inmisericorde.

El pulgar retira el seguro de la Colt.

No kidding.

—Creedme. No queréis que me repita. —añade, como si no la tomaseis en serio.

Parece dispuesta a sacaros de dudas si le dais una mínima ocasión.

El señor Angel quiere que nos vayamos de aquí. Victoria también. Y joder, mentiría si dijese que, en el fondo, yo también estoy deseando salir de este sitio que ya se sentía como una tumba antes incluso de mi visita a los depósitos de cadáveres. Incluso Farah, que se ha mantenido en un discreto segundo plano hasta ahora, parece sentirlo cuando, delicada, me toma del brazo y me invita a que nos marchemos todos de aquí. Me inclino ligeramente hacia ella para escuchar su pequeña confidencia; mi mirada no puede evitar cerrarse como un cepo sobre Kyle mientras la escucho. Vaya. Kyle, usted no es precisamente un ángel, por lo que parece.

—Qué lástima. Para una cosa divertida que pasa, yo me la pierdo —dejo escapar, en un tono tan hierático que es imposible saber si hablo en serio o si, por el contrario, estoy bromeando.

En cualquier caso, puedo sentir claramente cómo el mismo aire, que parecía estarse volviendo más denso y opresivo a cada minuto, levanta su peso en cuanto la decisión de abandonar el hospital está tomada. Casi me dan ganas de reírme, y me pregunto cómo puñetas es que soy tan cobarde. Es lo que siempre hago. Posponer las cosas, evitar aquello que realmente me da miedo, esperar. A estar más preparado, de mejor humor, a que sea más apropiado. Lo arrastras como una bolsa que cada vez pesa más, y todo a tu alrededor se va hundiendo poco a poco. Y cuando te quieres dar cuenta, tus hijos han crecido y ya no son niños. O se mueren. Entonces al menos tienes la excusa. Ibas a hacerlo, pero ya no puedes. Ya, claro. La misma vieja historia de siempre.

Cuando salimos a la calle, me sorprende ver lo tarde que es y la poca gente que hay. No es que me haga especial gracia meterme en un McDonald’s a estas horas, y tampoco es que sea la opción más saludable para Alex, aunque supongo que por una vez no pasa nada. Mientras caminamos por la acerca casi desértica, me planteo iniciar alguna conversación con mis compañeros acerca de lo que ha ocurrido, de dónde y cómo he encontrado a Alex, pero, con la niña aquí mismo, con nosotros, me resultaría demasiado extraño. Será mejor dejarlo para más tarde. Estoy seguro de que la jovencita debe de estar agotada; en cuanto tengamos hotel y Alex se haya dormido, podremos hablar tranquilamente de qué hacer. Porque una cosa está clara: Alex no es una chica convencional, y seguramente requiera atenciones especiales con las que no sé si los demás contarían antes de coger el vuelo a Oklahoma. Mierda, ¿es que podíamos contar con algo, acaso? Ni siquiera hemos tenido tiempo de asimilar nada. Me pregunto si mis compañeros también tendrán esta misma sensación que tengo yo, de verme forzado a caminar hacia el frente sin poder pararme a mirar a mi alrededor, sin tener ni puta idea de qué está pasando.

O puede que solo sean los nervios. Los nervios de saber de Aileen, de enterarme de que estaba en coma en un hospital, de descubrir que tenía una hija. Son muchas cosas, demasiadas como para tragarlas de un solo bocado, tan deprisa. Le echo una discreta mirada a Vicky. Ella debe de estar pasando por lo mismo que yo. Su mente debe de ser un hervidero de preguntas ahora mismo, si es que no es capaz de pararla por pura higiene mental. Piloto automático. Sí, parece una buena alternativa. Quizá debería probarla.

Mi teléfono suena dentro de mi bolsillo, y lo cojo casi por acto reflejo. Es Charles, preguntando cómo ha ido la cosa. De pronto, el rugido de un motor, acompañado por el súbito y deslumbrante fogonazo de unos faros encendiéndose de golpe, me sobresalta. Siento el chute de la adrenalina abrirse paso por mi organismo con un repentino latido cuando un enorme coche arremete contra nosotros. En un gesto inconsciente de protección, levanto instintivamente ambos brazos, cortándoles el paso a Alex y a Victoria al tiempo que me detengo en seco. El vehículo se para justo frente a nosotros, y sus puertas se abren. Mi boca se seca como una esponja cuando veo el cañón del arma apuntándonos. Alguien dice que le entreguemos a la niña, amenazando con volarnos la cabeza con un disparo de esa pistola que, curiosamente, y a pesar de lo que me dice la lógica, en este momento no siento más peligrosa que un juguete.

Así que sois vosotros.

Eso lo único que puedo pensar mientras, muy lejos, oigo el sonido del seguro del arma al ser levantado. Pero no tengo miedo. Extraña, absurdamente, no tengo miedo. Todo lo que siento es una enorme irritación, una frustración que, como una cuerda tensa a punto de romperse, bulle en lo más oscuro de mis tripas, a punto de convertirse en algo más. Algo que quizás, en este preciso instante, no sea lo más prudente que salga a la luz.

—Todo el mundo quieto —espeto con brusquedad, sin bajar los brazos que cubren parcialmente a Victoria y a Alex. Mis ojos revolotean rápidamente por mi alrededor, buscando portales de viviendas, jardineras, coches aparcados junto a la acera o cualquier otro lugar donde pudiésemos cubrirnos en caso de que las cosas se pongan feas. Este rápido análisis solo dura un par de segundos, tras los cuales vuelvo a fijar la vista en los cabrones enmascarados que nos están amenazando—. Desde luego, los tenéis bien puestos. ¿De verdad pensáis liaros a tiros en plena calle, tan cerca del hospital, que ahora mismo está lleno de policías después de la que montasteis anoche? ¿Delante de un McDonald’s, en estos tiempos en los que cada puto crío tiene un teléfono móvil que lo graba todo? No escaparéis ni de coña. No me extraña que algunos de los vuestros estén en la morgue.

Chasqueo la lengua despectivamente, aunque mi mente empieza a llenarse de estadísticas de esas a las que uno nunca presta atención hasta momentos como este: los estudios dicen que la mayoría de tiroteos finalizan sin heridos. Estadísticamente, aun siendo alcanzado por un disparo, lo más probable es que la bala atraviese limpiamente el cuerpo sin dañar ningún punto vital. Un incómodo hormigueo empieza a hacerme cosquillas en los labios, al mismo tiempo que siento como si mis piernas se estuvieran engrosando, como si los pantalones me apretasen cada vez más; no tengo ni idea de medicina, pero supongo que será la respuesta de huida, enviando la sangre a mis piernas en caso de que necesite salir corriendo o algo por el estilo. A pesar de todo, el chute de adrenalina me ha envalentonado tanto que no puedo dejar de hablar.

—Anda, ¿por qué no os largáis antes de hacer algo estúpido y que no tenga vuelta atrás? La niña se queda con nosotros. Y tiene hambre, así que, si no os importa, vamos a cenar.

Aficionados.

Si a mí me preguntan, el que los tiene bien puestos es Armín.

El cañón de la pistola describe un suave arco horizontal hasta apuntar al pecho del artista. La tiradora mantiene una inusitada calma. A esa distancia, dos balazos al centro de gravedad son capaces de dejar un fiambre en el asfalto con un cómico epílogo con ciertos tintes de Gran Torino, film crepuscular del gran Eastwood. Bueno, cómico desde un punto de vista sarcástico, claro está.

—Creo que nos la vamos a jugar. —asevera la mujer con frialdad, inmutable a tu más que razonable amenaza. Sus rasgos resultan indistinguibles tras la malla blanca. Sí llama la atención de Armín que la mujer tiene una corpulencia importante, más propia de una culturista. —Dame a la niña o te juro que no llegarás a la cena, abuelo.

Armín encuentra este epíteto innecesario y falso de toda falsedad. ¿Calvo? Vale. ¿Viejo? ¡Un alma inmortal como la suya jamás envejece!

Putos pandilleros...

La enmascarada hace un rápido gesto al tipo que está a su lado, que se baja del Dodge dispuesto a coger a Alex.

Tipo corpulento, fibroso. Rostro cubierto por un sudario blanco, guantes gruesos negros, tatuaje surcándole el cuello. Lleva una guerrera de camuflaje urbano y una camiseta de tirantes blanca. De su cuello tintinean dos placas de identificación militares. Se intuye la cabeza de un animal de fiera mirada en la parte izquierda de su caja torácica.

Extiende su zurda hacia Alex, refugiada tras Jezebel. Su diestra está dispuesta a su espalda, agarrando algo.

—O me la dais o esto se va a poner acojonantemente feo. —ladra el tipo con una voz áspera como el papel de lija.