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J.D. Draft: Taller de herramientas de redacción de ficción

La Araña. (Die Spinne, 1915) de Hanns Heinz Ewers -Relato de Terror-.

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10/06/2020, 17:37
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Éste relato en particular constituye una excepción porque debido a su longitud no lo pegué en mi cuaderno, sin embargo es uno de los relatos de terror que más me ha llamado la atención y en la época tuve la oportunidad de buscar la referencia y leerlo, por ello lo dispongo para los interesados.

También por ello rompo algunos de los principios que establecí en la sinopsis que se ve de esta partida y le añado música al texto, además de hacer algunos añadidos como negrillas para algunos diálogos y cursivas para algunos pensamientos.

 



La Araña

Die Spinne, Hanns Heinz Ewers (1871-1943)
 

 

And a will therein lieth, which dieth not.
Who knoweth the mysteries of a will with his vigour?
(GLANVILLE)

Y en eso reside la voluntad, que no muere.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su fuerza?
(Joseph Glanvill)



Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número siete del pequeño hotel Stevens, situado en el número 6 de la rue Alfred Stevens, tres personas se habían ahorcado en esa misma habitación colgándose del dintel de la ventana en tres viernes sucesivos. El primero era un viajante de comercio suizo. Su cuerpo no se encontró hasta la tarde del domingo; pero el médico dedujo que su muerte debió de haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes.

El cuerpo colgaba de un robusto gancho hincado en el dintel de la ventana, que normalmente se utilizaba para colgar ropa. La ventana estaba cerrada. El muerto había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana era bastante baja, sus piernas arrastraban por el suelo casi hasta las rodillas. El suicida debió desarrollar, por tanto, una considerable fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Se comprobó además que estaba casado y que era padre de cuatro niños, así como que se encontraba en una situación completamente desahogada y segura y que era de talante jovial y estaba casi permanentemente satisfecho.

No se encontró ningún escrito que pudiera tener relación con el suicidio, ni testamento alguno. Tampoco había hecho jamás manifestación alguna en ese sentido a ninguno de sus conocidos.

El segundo caso no era muy diferente. El artista Karl Krause, empleado como equilibrista sobre bicicleta en el cercano circo Medrano, alquiló la habitación número 7 dos días más tarde. Al no comparecer el siguiente viernes para su actuación, el director envió al hotel a un acomodador, que se lo encontró colgado del dintel de la ventana, exactamente en las mismas circunstancias (la habitación no había sido cerrada por dentro). Este suicidio no parecía menos misterioso: a sus veinticinco años, el prestigioso artista recibía un buen sueldo y parecía disfrutar plenamente de la vida. Una vez más no apareció nada escrito, ningún tipo de manifestación alusiva al caso.

Dejaba a una anciana madre, a la que acostumbraba enviar puntualmente los primeros días de cada mes trescientos marcos para su manutención. Para la señora Dubonnet, propietaria del pequeño y barato hotel, cuya clientela estaba formada casi exclusivamente por miembros de los cercanos espectáculos de variedades de Montmartre, esta extraña segunda muerte en la misma habitación tuvo consecuencias ciertamente desagradables. Algunos de sus clientes abandonaron el hotel y otros huéspedes habituales regresaron.

En vista de ello, acudió al comisario del distrito IX, al que conocía bien, el cual le prometió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla. Así pues, no sólo prosiguió las investigaciones, tratando de averiguar con especial celo las razones de los suicidios de ambos huéspedes, sino que puso a su disposición a un oficial que se alojó en la misteriosa habitación.

Se trataba del policía Charles-Marie Chaumié, que se había ofrecido voluntariamente para el caso. Este sargento era un viejo lobo de mar que había servido durante once años en la infantería de marina, y durante muchas noches había guardado en solitario numerosos puestos en Tonkín y Annan, dando la bienvenida con un vivificante disparo de su fusil a cualquier pirata de río que se acercara furtivamente. Por lo tanto, se sentía perfectamente capacitado para hacer frente a los fantasmas de los que se hablaba en la rue Stevens. Se instaló, pues, en la habitación el domingo por la tarde y se retiró satisfecho a dormir, después de hacer los honores a la abundante comida y bebida que la señora Dubormet le había ofrecido.

Cada mañana y cada tarde Chaumié hacía una rápida visita al cuartel de la policía para presentar un informe. Durante los primeros días los informes se limitaron a constatar que no había advertido nada en absoluto fuera de lo normal. El miércoles por la tarde, sin embargo, anunció que creía haber encontrado una pista. Al pedírsele más detalles, suplicó permiso para guardar silencio por el momento. No estaba seguro de que lo que creía haber descubierto tuviera en realidad relación alguna con las muertes de ambos individuos, y temía hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreir de la gente. El jueves parecía menos seguro, aunque más serio; una vez más no tenía nada de que informar.

La mañana del viernes parecía en extremo excitado; opinaba, medio en broma medio en serio, que la ventana de la habitación indudablemente ejercía un extraño poder de atracción. No obstante, seguía insistiendo en que este hecho no guardaba relación con los suicidios, y que si decía algo más, sólo sería motivo de risa. Aquella tarde no se presentó en la comisaría de distrito: lo encontraron colgado del gancho en el dintel de la ventana.

También en este caso las circunstancias, hasta en los más mínimos detalles, eran las mismas que en los casos anteriores: las piernas se arrastraban por el suelo y, como soga, había empleado el cordón de las cortinas. La ventana estaba cerrada y no había cerrado la puerta con llave. La muerte se había producido alrededor de las seis de la tarde. La boca del muerto estaba totalmente abierta y de ella le colgaba la lengua. Como consecuencia de esta tercera muerte en la habitación número 7, todos los huéspedes abandonaron ese mismo día el hotel Stevens, a excepción de un profesor alemán de enseñanza superior que ocupaba la habitación número 16, el cual aprovechó la oportunidad para lograr la reducción de un tercio en el hospedaje.

Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet que Mary Garden, la famosa cantante de la ópera Cómica, se detuviera allí con su coche algunos días más tarde para comprar el cordón rojo de las cortinas, que consiguió por doscientos francos. En primer jugar porque traía suerte y en segundo lugar... porque la noticia saldría en los periódicos.

Si esta historia hubiera sucedido en verano, por ejemplo, en julio o agosto, la señora Dubonnet habría exigido por el cordón tres veces esa cantidad. Con toda seguridad los diarios hubieran llenado sus columnas con el caso durante semanas. Pero en estas fechas tan agitadas del año (elecciones, desórdenes en los Balcanes, quiebra de bancos en Nueva York, visita de los reyes ingleses) realmente no sabrían de dónde sacar espacio. Como consecuencia, la historia de la rue Alfred Stevens consiguió menos atención de la que probablemente merecía, y las noticias, breves y concisas, se limitaron casi siempre a repetir el informe de la policía, manteniéndose al margen de cualquier tipo de exageración.

A estas noticias se reducía todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont sabía acerca del asunto. Desconocía por completo un pequeño detalle, que parecía tan insignificante que ni el comisario ni ninguno de los restantes testigos lo había revelado a los periodistas. Tan sólo después, una vez pasada la aventura del estudiante, se recordó este detalle: cuando los policías descolgaron el cadáver del sargento Charles-Marie Chaumié del dintel de la ventana, de la boca abierta del muerto salió una enorme araña negra. El mozo del hotel la ahuyentó con los dedos, exclamando:

—¡Demonios, otro de esos bichos!

En el curso de la siguiente investigación, es decir, la relacionada con Bracquemont, el mozo declaró que, cuando descolgaron el cadáver del viajante de comercio suizo, había visto deslizarse por su hombro una araña semejante... Pero de esto nada sabía Richard Bracquemont.

No ocupó la habitación hasta dos semanas después del último suicidio, un domingo. Lo que allí experimentó lo anotó meticulosamente en su diario.



 

Diario de Richard Bracquemont, estudiante de medicina.

Lunes, 28 de febrero.

Me instalé aquí la noche pasada. Deshice mis dos maletas, ordené unas pocas cosas y después me acosté. He dormido maravillosamente; acababan de dar las nueve cuando me despertó un golpe en la puerta. Era la patrona del hotel que me traía personalmente el desayuno. Indudablemente se muestra muy solícita conmigo, a juzgar por los huevos, el jamón y el exquisito café que me trajo. Me he lavado y vestido; después, mientras fumaba mi pipa, me he puesto a observar cómo hacía la habitación el mozo. Aquí estoy, pues.

Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que si tengo suerte podré llegar al fondo de la cuestión. Y si antaño París bien valía una misa, ahora no se consigue tan barata, y creo que bien puedo arriesgar mi miserable vida por ello. Esta es mi oportunidad y no pienso desaprovecharla. A propósito: hay quienes se han creído tan listos corno para intentar resolverlo. Al menos veintisiete personas se han esforzado en conseguir la habitación, algunos por medio de la policía y otros a través de la patrona del hotel. Entre ellos había tres damas. Así pues, he tenido bastantes competidores; todos ellos, probablemente, unos pobres diablos como yo.

Pero sólo yo he conseguido el puesto.

¿Por qué? ¡Ah!, yo era probablemente el único que podía ofrecer una «idea» a la astuta policía. ¡Una hermosa idea! Por supuesto, se trataba de una mera argucia. Estas anotaciones van dirigidas también a la policía. Y me divierte decir a esos señores desde un principio que me he burlado de ellos. Si el comisario es sensato dirá: ¡Hum! Precisamente por ello, Bracquemont es el hombre adecuado.

De cualquier forma, me tiene sin cuidado lo que diga después. Ahora estoy aquí, y me parece de buen agüero haber iniciado mi trabajo dando una buena lección a esos caballeros. Primero hice mi solicitud a la señora Dubonnet, pero ésta me mandó a la comisaría de policía. Durante una semana anduve dando vueltas por allí todos los días; mi solicitud siempre «estaba sometida a estudio», y siempre me decían lo mismo, que volviera otra vez al día siguiente. La mayoría de mis competidores hacía tiempo que había arrojado ya la toalla; probablemente encontraron algo mejor que hacer que esperar hora tras hora en el mugriento puesto de policía.

Para entonces, el comisario estaba muy irritado a causa de mi obstinación. Por último, me dijo claramente que era del todo inútil que volviera. Me estaba muy agradecido, así como a los demás, por mis buenas intenciones, pero no podía recibir ayuda de legos aficionados. A menos que tuviera un plan cuidadosamente pensado.

Así pues, le dije que tenía esa clase de plan. Naturalmente, no tenía nada por el estilo y no hubiera podido proporcionarle ni un solo detalle. Pero le dije que mi plan era bueno, aunque bastante peligroso, que probablemente podría terminar como el sargento de policía, y que se lo explicaría tan sólo si me prometía llevarlo a cabo personalmente. Me dio las gracias por ello, expresando que, desde luego, no tenía tiempo para hacer una cosa así. Pero me di cuenta de que yo dominaba la situación cuando me preguntó si al menos podía adelantarle algo.

Y eso hice. Le conté una historia fantástica y bien aderezada, de la que ni yo mismo tenía idea unos minutos antes.

No entiendo en absoluto cómo me vinieron de repente esos pensamientos tan extravagantes. Le dije que, entre todas las horas de la semana, había una que ejercía una misteriosa y extraña influencia. Se trataba de la hora en la que Cristo había abandonado su tumba para descender a los infiernos: la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Y debería recordar que era a esa hora del viernes, entre las cinco y las seis, cuando se produjeron los tres suicidios. No le podía decir más, por el momento, pero le recordé el Apocalipsis de San Juan.

El comisario puso cara de haberlo entendido todo, me dio las gracias y me citó para esa misma tarde.

Entré en su despacho puntualmente; ante él, sobre la mesa, vi un ejemplar del Nuevo Testamento. Entre tanto, yo había hecho lo mismo: había leído el Apocalipsis de cabo a rabo... y no había entendido ni palabra. De cualquier forma, me dijo con suma amabilidad, creía comprender adónde quería yo ir a parar, a pesar de mis vagas indicaciones, y se confesó dispuesto a acceder a mi petición y a apoyarla en todo lo posible. He de reconocer que su ayuda me ha facilitado mucho las cosas. Ha llegado a un acuerdo con la patrona para que, mientras dure mi estancia en el hotel, mi alojamiento sea totalmente gratuito.

Me ha dado un estupendo revólver y una pipa de policía. Los agentes de servicio tienen órdenes de recorrer la pequeña rue Alfred Stevens cuantas veces les sea posible y de subir a mi habitación a la menor indicación mía. Pero lo más importante ha sido que ha hecho instalar en mi habitación un teléfono de mesa, mediante el cual estoy en contacto directo con la comisaría. Como ésta se encuentra tan sólo a cuatro minutos de aquí, podré disponer de ayuda inmediata. Por todo esto entiendo que no debo temer nada.



Martes, 1 de marzo.

Nada ha ocurrido ni ayer ni hoy. La señora Dubormet ha traído de otra habitación un cordón nuevo para la cortina..., ¡como tiene tantas libres!

Aprovecha cualquier ocasión para venir a verme y siempre me trae alguna cosa. He dejado que me contara otra vez lo sucedido con todo detalle. Pero no me ha aportado nada nuevo. Tiene sus propias opiniones respecto a los motivos de esas muertes. En cuanto al artista, piensa que se trataba de un amor desgraciado. Mientras fue su huésped el año anterior, había sido visitado frecuentemente por una joven dama, que este año ni apareció. Realmente no comprendía las razones que impulsaron al caballero suizo a tomar su decisión, pero una no puede saberlo todo. Sin lugar a dudas, el sargento se había quitado la vida sólo para fastidiarla. He de confesar que estas declaraciones de la señora Dubonnet son un poco mezquinas. Pero la dejé parlotear; eso al menos hace menos tedioso el paso del tiempo.



Jueves, 3 de marzo.

Nada todavía.

El comisario me llama un par de veces al día y yo le informo de que todo marcha maravillosamente. Evidentemente, esta información no le satisface del todo. He sacado mis libros de medicina y me he puesto a estudiar; así, al menos, tiene algún sentido mi retiro voluntario.



Viernes, 4 de marzo. 2 de la tarde.

He almorzado excelentemente. Además, la patrona me ha traído media botella de champán. Ha sido una auténtica comida de última voluntad; y es que me considera ya tres cuartas partes muerto. Antes de marcharse me suplicó, con lágrimas en los ojos, que me fuera de allí con ella; tenía miedo de que yo también me ahorcara por fastidiarla.

He examinado el nuevo cordón de la cortina. ¿Así, pues, pronto tendré que colgarme con esto? ¡Hummm!, no siento grandes deseos. Además, la cuerda es tosca y dura y sería difícil hacer con ella un nudo corredizo.... necesitaría una considerable dosis de voluntad para seguir el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado en mi silla, con el teléfono a la izquierda y el revólver a la derecha. Miedo no tengo, pero siento curiosidad.

Seis de la tarde del mismo día.

Nada ha ocurrido, casi agregaría ¡desgraciadamente! La hora fatal llegó y se fue corno todas las demás. Cierta. mente no puedo negar que siento una especie de impulso de acercarme a la ventana. Ya lo creo, ¡pero por otras razones! El comisario llamó por lo menos diez veces entre las cinco y la seis; estaba tan impaciente como yo. Pero la señora Dubonnet está contenta: alguien ha logrado vivir en la habitación número 7 sin ahorcarse. ¡Fabuloso!



Lunes, 7 de marzo.

Ahora estoy convencido de que nada descubriré, y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores han sido una rara coincidencia. He pedido al comisario que continúe con la investigación de los tres casos, pues estoy convencido de que dará finalmente con los motivos. Por mi parte, pienso quedarme aquí todo el tiempo que pueda.

Probablemente no conquiste París esta vez, pero aquí me hospedo gratis y me alimento satisfactoriamente. Además, trabajo afanosamente y advierto que adelanto sobremanera. Finalmente, existe otra razón que me retiene aquí.



Miércoles, 9 de marzo.

Pues bien, he dado un paso más. Clarimonde.

Por cierto, todavía no he contado nada acerca de Clarimonde. Pues bien, ella es mi tercera razón para seguir aquí. Precisamente ella es la causa por la que me hubiera acercado gustoso a la ventana en aquella hora fatídica, pero no ciertamente, para ahorcarme.

Clarimonde. ¿Por qué la llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero tengo la sensación de que debo llamarla Clarimonde. Y apostaría a que algún día descubriré que ése es su verdadero nombre.

Descubrí a Clarimonde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle y su ventana está exactamente frente a la mía. Está allí sentada, detrás de las cortinas. Por otra parte, debo señalarles que ella me vio antes de que yo la descubriera y que mostró visible interés por mí.

No es extraño. La calle entera sabe que estoy aquí y por qué. De eso ya se ha ocupado la señora Dubonnet.

No soy, en modo alguno, de esas personas enamoradizas y mis relaciones con las mujeres han sido siempre muy superficiales. Cuando uno viene a París desde Verdún para estudiar Medicina y apenas tiene suficiente dinero ni siquiera para comer decentemente cada tres días, tiene uno otras cosas en qué pensar antes que en el amor. Por lo tanto, no tengo mucha experiencia y este asunto quizá haya comenzado de un modo bastante estúpido. Sea como fuere, me gusta.

Al principio ni se me pasó por la cabeza establecer comunicación con mi extraña vecina. Sencillamente decidí que, puesto que de cualquier manera estaba allí para hacer averiguaciones y que probablemente no había nada que descubrir, bien podía observar a mi vecina.

Después de todo, uno no puede pasarse el día entero delante de los libros. Así pues, llegué a la conclusión de que Clarimonde vive aparentemente sola en el pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero se sienta únicamente ante la que está enfrente de la mía; allí sentada, hila en su rueca pequeña y anticuada. En una ocasión vi una rueca semejante en casa de mi abuela, que ella ni siquiera había usado; la había heredado de su tía abuela. No sabía que aún hoy se utilizaran.

Por cierto, la rueca de Clarimonde es un artefacto diminuto y muy delicado, blanco y aparentemente de marfil. Las hebras que hila deben ser extraordinariamente finas. Está todo el día sentada detrás de los visillos, trabajando incesantemente, y sólo abandona la faena cuando oscurece. Por supuesto, en una calle tan estrecha oscurece muy temprano estos días de niebla. A las cinco de la tarde ya tenemos un hermoso crepúsculo.

Nunca he visto luz en su habitación.

¿Qué aspecto tiene? Eso no lo sé realmente.

Tiene cabellos negros con rizos ondulados y es bastante pálida. Su nariz es estrecha y pequeña, con aletas que palpitan dulcemente. Sus labios son pálidos y me da la impresión de que sus pequeños dientes son puntiagudos como los de un animal feroz. Sus párpados son sombríos, pero cuando los abre, brillan unos ojos grandes y oscuros. Todo esto, más que saberlo, lo presiento. Es difícil describir con exactitud algo que se encuentra detrás de unos visillos. Algo más: lleva siempre un traje negro, cerrado hasta el cuello, con grandes lunares color lila. Y siempre lleva largos guantes negros, posiblemente para no estropearse las manos mientras trabaja.

Resulta curioso ver cómo esos delgados y negros dedos se mueven rápida y, en apariencia, desordenadamente, cogiendo y estirando los hilos... de forma tal que casi recuerda el movimiento de los insectos.

¿Nuestras relaciones? He de confesar que son bastante superficiales, pero, aun así, me da la impresión de que son más profundas. Comenzaron verdaderamente cuando ella miró hacia mi ventana y yo hacia la suya. Me miró y yo a ella.

Y luego debí de agradarle bastante, evidentemente, puesto que un día, mientras la observaba, me sonrió. Y yo a ella también. Continuamos así durante unos días, sonriéndonos de esa manera, cada vez más a menudo. Más adelante me propuse saludarla a todas horas, pero no sé muy bien qué es lo que me impidió hacerlo. Finalmente lo he hecho esta tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Casi imperceptiblemente, por supuesto; pero, a pesar de eso, he visto perfectamente cómo ha inclinado la cabeza.
 



Jueves, 10 de marzo.

Ayer estuve sentado largo tiempo ante mis libros. A decir verdad, no estudié mucho; estuve haciendo castillos en el aire y soñando con Clarimonde. Tuve un sueño muy agitado hasta muy entrada la mañana. Cuando me acerqué a la ventana, allí estaba Clarimonde. La saludé y ella inclinó la cabeza. Sonrió y me miró durante largo tiempo. Quería trabajar, pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté en la ventana y la miré absorto. Luego advertí que ella también ponía las manos en su regazo. Tiré del cordón y aparté las cortinas blancas, y... casi al mismo tiempo ella hizo lo mismo. Los dos sonreímos y nos miramos. Creo que estuvimos sentados así quizá una hora. Luego comenzó a hilar de nuevo.



Sábado, 12 de marzo.

Los días transcurren tranquilamente. Como y bebo y me siento ante la mesa de estudio. Entonces enciendo mi pipa y me inclino sobre los libros. Pero no logro leer una sola línea.

Lo intento una y otra vez, pero sé de antemano que será inútil. Luego me acerco a la ventana. Saludo a Clarimonde y ella me devuelve el saludo al miramos mutuamente. Sonreímos y nos miramos durante horas. Ayer por la tarde, a eso de las seis, me sentí un poco intranquilo. Oscureció muy pronto y experimenté un miedo indescriptible. Me senté ante la mesa y esperé. Sentía un impulso irresistible de acercarme a la ventana, no para colgarme, por supuesto, sino para mirar a Clarimonde.

Me puse de pie de un salto y me coloqué detrás de las cortinas. Tenía la impresión de que nunca la había visto con tanta claridad, a pesar de que había oscurecido ya bastante.

Tejía, pero sus ojos me miraban. Sentí un extraño bienestar y un ligero miedo. Sonó el teléfono. Me enfurecí contra el necio comisario que con sus estúpidas preguntas había interrumpido mis sueños.

Esta mañana ha venido a visitarme acompañado de la señora Dubonnet. Ella está satisfecha de mi trabajo: se conforma plenamente con que haya vivido dos semanas enteras en la habitación número 7. Pero el comisario quiere, además, resultados. Les insinué confidencialmente que estaba detrás de una pista muy extraña. El muy burro se creyó todo lo que le dije. En cualquier caso, podré quedarme aquí semanas... y ése es mi único deseo.

No es ya por la comida y la bodega de la señora Dubormet (¡Dios mío, qué pronto se vuelve uno indiferente hacia esas cosas cuando se dispone de ellas en abundancia!) sino por su ventana, que ella tanto odia y teme, y yo tanto amo; la ventana que me muestra a Clarimonde.

Cuando enciendo la lámpara dejo de verla. He escudriñado a fondo para averiguar si sale de casa, pero nunca la he visto poner el pie en la calle. Dispongo de un cómodo sillón y de una lámpara de pantalla verde, cuya luz me envuelve con su cálido reflejo. El comisario me ha traído un paquete grande de tabaco; nunca he fumado nada mejor... y a pesar de eso no puedo trabajar.

Leo dos o tres páginas y, al terminar, me doy cuenta de que no he entendido ni palabra. Mis ojos leen las letras, pero mi cerebro rechaza cualquier concepto. ¡Qué extraño! Es como si mi cerebro hubiera puesto el letrero de Prohibida la entrada. Como si no admitiera ya otro pensamiento que no sea Clarimonde. Finalmente he retirado los libros, me he recostado en el sillón y me he puesto a soñar.



Domingo, 13 de marzo.

Esta mañana he presenciado un espectáculo.

Recorría el pasillo de arriba abajo, mientras el mozo ordenaba mi habitación. junto a la pequeña ventana que da al patio cuelga una tela de araña con una enorme araña negra. La señora Dubonnet no permite que la quiten: dice que las arañas traen suerte y bastantes desgracias ha tenido ya en su casa.

Entonces vi que otra araña, mucho más pequeña, corría cautelosamente alrededor de la tela: era un macho. Tímidamente, se acercaba un poco por los finos hilos hacia el centro, pero, apenas se movía la hembra, se retiraba apresuradamente. Daba la vuelta a la red e intentaba acercarse por otro extremo. Finalmente, la poderosa hembra pareció prestar atención a su pretendiente, desde el centro de su tela, y dejó de moverse.

El macho tiró de uno de los hilos, primero suavemente y luego con más fuerza, hasta que toda la tela de araña tembló. Pero su adorada permaneció inmóvil. Entonces se aproximó rápidamente, aunque con suma prudencia. La hembra lo recibió pacíficamente y se dejó abrazar de forma serena, conservando una inmovilidad y una pasividad completas. Durante algunos minutos las dos arañas permanecieron inmóviles en el centro mismo de la tela.

Luego observé que la araña macho se liberaba lentamente, una pata tras otra; parecía como si quisiera retirarse en silencio, dejando a su compañera sola en su nido de amor. De repente, se soltó del todo y corrió tan deprisa como pudo hacia un extremo de la red. Pero, en ese mismo momento, una furiosa vitalidad se despertó en la hembra, que al instante lo persiguió.

El macho negro se descolgó por un hilo, pero su amada hizo lo mismo. Cayeron las dos en el alféizar de la ventana y la araña macho intentó, con todas sus fuerzas, huir. Demasiado tarde. Su compañera lo tenía ya cogido con sus poderosas garras y se lo llevó de nuevo a la red, al mismo centro.

Y ese mismo lugar, que había servido de lecho para sus lujuriosos apetitos, se convirtió en algo muy distinto.

En vano agitaba el amante sus débiles patitas, intentando desembarazarse de aquel salvaje abrazo: la amada ya no lo dejaba marchar. A los pocos minutos lo tenía atrapado de tal forma que no podía mover un solo miembro. Luego introdujo sus afiladas pinzas en el cuerpo de su amante y sorbió con fruición su joven sangre. Finalmente, la vi dejar caer el lastimoso e irreconocible montón -patas, piel y hebras- y arrojarlo con indiferencia fuera de la red. Así, pues, es el amor entre esas criaturas. En fin, me alegro de no ser una araña macho.



Lunes, 14 de marzo.

Ahora ni siquiera echo una mirada a mis libros. Me paso los días ante la ventana. Y sigo allí sentado incluso cuando anochece. Ella ya no aparece, pero cierro los ojos y sigo viéndola. Vaya, este diario se ha convertido realmente en algo muy distinto de lo que pensaba. Habla de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde. Pero ni una sola palabra acerca del descubrimiento que me proponía hacer. ¿Tengo yo la culpa?



Martes, 15 de marzo.

Clarimonde y yo hemos descubierto un curioso juego que practicamos durante todo el día.

Yo la saludo e inmediatamente ella me devuelve el saludo. Luego tamborileo con los dedos en el cristal de la ventana y ella, en cuanto lo ve, se pone también a tamborilear. Le hago señales y ella a su vez me las hace a mí. Muevo los labios como si hablara y ella repite lo mismo. Luego, con las manos, me echo hacia atrás el cabello de mis sienes, y en seguida su mano se dirige a su frente. Un auténtico juego de niños del que nos reímos. Es decir, ella realmente no se ríe, es una especie de sonrisa sosegada, lánguida, como supongo que debe ser la mía.

Por cierto, todo esto no es tan tonto como puede parecer. No se limita a ser una simple imitación. Creo que, si así fuera, pronto nos cansaríamos los dos. En esto debe desempeñar un papel importante una especie de transmisión de pensamiento. Pues Clarimonde repite mis más insignificantes movimientos en una fracción de segundo; sin haber tenido tiempo siquiera de verlos, ya los está representando. A veces me parece que todo ocurre al mismo tiempo. Eso es lo que me estimula a hacer algo totalmente nuevo e insólito.

Y es sorprendente cómo ella hace lo mismo simultáneamente.

A veces intento tenderle una trampa. Hago una serie de movimientos diversos sucesivamente; luego los repito de nuevo una y otra vez. Finalmente repito por cuarta vez toda la serie, pero cambiando el orden e introduciendo alguno nuevo, o bien olvidándome de alguno.

Es notable que Clarimonde no haga un movimiento en falso ni una sola vez, a pesar de que yo los cambio con tal rapidez que casi no tiene tiempo de reconocer cada uno de ellos. Y así paso el día. Pero en ningún momento tengo la sensación de perder el tiempo. Por el contrario, tengo la impresión de no haber hecho nunca nada más importante.



Miércoles, 16 de marzo.

¿No es curioso que jamás se me haya pasado seriamente por la cabeza dar una base más sólida a mis relaciones con Clarimonde que esos juegos interminables?

Anoche medité sobre ello. Sí, verdaderamente sólo tendría que coger el abrigo y el sombrero, bajar dos pisos, cruzar la calle en cinco pasos y subir otra vez dos pisos. En la puerta hay una pequeña placa en la que pone Clarimonde...

¿Clarimonde qué? No lo sé. Pero sí pone Clarimonde. Después llamo y luego... Hasta aquí me lo puedo imaginar todo fácilmente, puedo ver cada movimiento que hago. Pero de ningún modo puedo imaginar lo que sucederá después.

La puerta se abre, eso aún lo veo. Pero me quedo allí de pie y miro a través de la oscuridad que no permite reconocer nada en absoluto. Ella no viene, nadie viene. En realidad allí no hay nada; tan sólo esa tenebrosa e impenetrable oscuridad.

A veces es como si sólo existiese la Clarimonde que veo allá, en la ventana, y que juega conmigo. No me puedo imaginar a esa mujer con sombrero y con otro vestido distinto del que lleva: negro con grandes lunares color lila. Ni siquiera me la imagino sin sus guantes. Si la viera por la calle, incluso en un restaurante comiendo, bebiendo, charlando. Tengo que reírme, pues la escena me parece imposible. Hay veces que me pregunto si la amo. No puedo responder con certeza a esa pregunta, puesto que nunca he amado.

Pero si el sentimiento que siento hacia Clarimonde es verdaderamente amor, entonces el amor es, sin duda, muy distinto de como yo lo veía entre mis compañeros o de lo que me enseñaron las novelas. Me es muy difícil definir mis emociones. Sobre todo me es difícil pensar en algo que no esté relacionado con Clarimonde, o mejor dicho, con nuestro juego. Pues no he de negarlo: realmente ese juego es lo único que me preocupa.... lo único. Y, francamente, no lo entiendo.

Clarimonde. Sí, me siento atraído por ella. Pero en esa atracción se mezcla otro sentimiento, algo así... como si la temiera.

¿Temor? No, tampoco es eso; tiene más que ver con la aprensión, un leve miedo ante algo que no conozco. Y es precisamente ese miedo —que encierra algo curiosamente atrayente, voluptuoso— lo que me mantiene a distancia y a la vez me atrae hacia ella. Es como si recorriera un amplio círculo en torno a ella, me acercara un poco más, me retirara otra vez, corriera de nuevo hacia ella y otra vez volviera a retroceder. Hasta que al final —y eso lo sé positivamente— tendría que volver a ella otra vez.

Clarimonde está sentada en la ventana e hila. Hilos largos, finos, infinitamente delgados. Está haciendo un tapiz; no sé exactamente de lo que se trata. Y no puedo comprender cómo puede hacer esa red sin enredar ni romper una y otra vez tan delicados hilos. Su fino trabajo está plagado de dibujos fantásticos, animales fabulosos y criaturas grotescas. Pero, ¿qué estoy escribiendo? La verdad es que no puedo ver lo que teje; los hilos son demasiado finos. Y, sin embargo, tengo la impresión de que su trabajo es exactamente como me lo imagino cuando cierro los ojos.

Exactamente. Una gran red con muchas criaturas, animales fabulosos y seres grotescos.



Jueves, 17 de marzo.

Me encuentro en un notable estado de excitación. Ya no hablo con nadie; apenas doy los buenos días a la señora Dubonnet o al mozo. Ni siquiera me tomo el tiempo para comer; ya sólo quiero sentarme frente a la ventana y jugar con ella. Es un juego inquietante; realmente lo es. Y tengo el presentimiento de que mañana sucederá algo.



Viernes, 18 de marzo.

Sí, sí, tiene que ocurrir hoy.

Me digo a mí mismo —bien alto, para oír mi voz— que para eso estoy aquí. Pero lo malo es que tengo miedo. Y ese miedo de que me pueda ocurrir en esta habitación lo mismo que a mis predecesores se confunde curiosamente con el otro miedo: el miedo a Clarimonde.

Apenas puedo separarlos. Tengo miedo. Quisiera gritar.

Seis de la tarde del mismo día.

Rápidamente, unas pocas palabras, con el sombrero y el abrigo puestos. Cuando dieron las cinco mi fortaleza me había abandonado. ¡Oh!, ahora sé con toda seguridad que esta sexta hora de la tarde del penúltimo día de la semana es bastante extraña.

Ahora ya no me río del truco que le hice al comisario.

He estado sentado en el sillón y me he aferrado a él con fuerza. Pero algo me arrastraba, tiraba materialmente de mí hacia la ventana... y otra vez surgió ese horrible miedo a la ventana. Los vi allí colgados. Al viajante de comercio suizo, grandote, de recio cuello y con barba de dos días. Y al esbelto artista. Y al sargento, bajo y fuerte. A los tres los vi, uno tras otro. Y luego los vi juntos en el mismo gancho, con las bocas abiertas y las lenguas fuera. Y luego me vi a mí mismo entre ellos. ¡Oh, este miedo!

Sentí que era tan grande el temor que experimentaba hacia Clarimonde como el que me causaban el dintel de la ventana o el espantoso gancho. Que me perdone, pero es así. En mi vergonzoso terror, siempre la mezclaba a ella con las imágenes de los otros tres, colgando de la ventana, con las piernas arrastrando por el suelo.

La verdad es que en ningún momento sentí deseos o impaciencia por ahorcarme; tampoco tenía miedo de desearlo. No, tan sólo tenía miedo de la ventana... y de Clarimonde.... de algo terrorífico, incierto, que debía ocurrir ahora.

Aun así, sentía el ardiente e invencible deseo de levantarme y acercarme a la ventana. Y tenía que hacerlo. En ese momento sonó el teléfono. Tomé el auricular y, antes de que pudiera oír una sola palabra, grité:

—¡Venga!

Fue como si ese estridente grito hubiera hecho desaparecer al instante todas las sombras por entre las grietas del pavimento. De repente me tranquilicé.

Me sequé el sudor de la frente y bebí un vaso de agua; después reflexioné sobre lo que diría al comisario cuando llegara. Finalmente me acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde saludó y sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba conmigo.

Le dije que por fin había llegado al fondo del asunto y le rogué que por el momento no me hiciera preguntas, que pronto estaría en condiciones de poder hacerle una singular revelación. Lo extraño de todo es que, mientras le mentía, estaba completamente seguro de decirle la verdad. Y aún lo creo... pese a la falta de toda evidencia.

Probablemente advirtió mi singular estado de ánimo. Sobre todo cuando me excusé por mi grito de terror e intenté balbucear una explicación lo más razonable posible... sin que pudiera encontrar las palabras. Muy amablemente me sugirió que no necesitaba preocuparme por él; que estaba a mi disposición; que era su deber; que prefería realizar una docena de viajes inútiles a hacerse esperar una sola vez cuando fuera realmente necesario. Luego me invitó a salir con él aquella noche; eso me distraería; no era bueno que estuviera tanto tiempo solo.

He aceptado, aunque me resultaba difícil: no me gusta separarme de esta habitación.



Sábado, 19 de marzo.

Estuvimos en el Gaieté Rochechouart, en el Cigale y en el Lune Rousee.

El comisario tenía razón. Fue bueno para mí salir de aquí y respirar otra atmósfera. Al principio me sentí incómodo, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuera un desertor que hubiera abandonado su bandera.

Pero luego esa sensación desapareció; bebimos mucho, reímos y charlamos. Cuando me asomé a la ventana esta mañana me pareció leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Aunque quizá sólo fue una apreciación mía.

¿Cómo podía saber ella que yo había salido la pasada noche? De cualquier forma, aquello no duró más que un segundo, pues al instante sonrió de nuevo.



Domingo, 20 de marzo.

Hoy sólo puedo repetir lo que escribí ayer: hemos jugado todo el día.

Lunes, 21 de marzo.

Hemos jugado todo el día.

Martes, 22 de marzo.

Sí, y eso es lo que hemos hecho también hoy. Y ninguna otra cosa.

A veces me pregunto ¿para qué?, ¿por qué? O bien, ¿qué es lo que quiero en realidad?, ¿adónde me lleva todo esto? Pero no me contesto.

Pues lo más seguro es que no desee otra cosa. Y que lo que sucederá más adelante es lo único que anhelo.

Por supuesto que en todos estos días no nos hemos dicho ni una sola palabra.

Algunas veces hemos movido los labios; otras, simplemente nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien.

Tenía yo razón: Clarimonde me reprochaba el haberme ido el pasado viernes. Después le pedí perdón y le dije que reconocía que había sido tonto y poco amable. Me ha perdonado y yo le he prometido que nunca más abandonaré esta ventana. Y nos hemos besado: hemos apretado los labios contra los cristales durante mucho tiempo.



Miércoles, 23 de marzo.

Ahora sé que la amo.

Así debe ser, estoy impregnado de ella hasta la última fibra. Es posible que el amor sea distinto en otras personas. Pero ¿existe, acaso, una cabeza, una oreja, una mano, igual a otra entre miles de millones? Todas son distintas. Por eso no puede haber un amor igual a otro. Mi amor es extraño, eso bien lo sé.

Pero ¿es por eso menos hermoso? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no fuera por ese miedo! A veces se adormece y entonces lo olvido. Pero sólo durante unos pocos minutos; luego despierta de nuevo y se aferra a mí.

Es como una pobre ratita que luchase contra una enorme y fascinante serpiente para librarse de su poderoso abrazo. ¡Espera un poco, pobre y pequeño miedo, pues ya pronto te devorará este gran amor!



Jueves, 24 de marzo.

He hecho un descubrimiento: no juego yo con Clarimonde, es ella la que juega conmigo.

Sucedió de este modo: Anoche, como de costumbre, pensaba en nuestro juego. Escribí algunas complicadas series de movimientos, con los que pensaba sorprenderla esta mañana; cada movimiento tenía asignado un número. Los practiqué, para poder ejecutarlos lo más rápidamente posible, primero en orden y después hacia atrás. Luego solamente los números pares seguidos de los impares. Después sólo los primeros y últimos movimientos de cada una de las cinco series.

Era algo complicado, pero me producía gran satisfacción porque me acercaba más a Clarimonde, pese a no poder verla.

Practiqué durante horas y al final los hacía con la precisión de un reloj. Por fin, esta mañana me acerqué a la ventana. Nos saludamos. Entonces empezó el juego. Hacia delante, hacia atrás.... era increíble lo rápidamente que me entendía; repetía casi instantáneamente todo lo que yo hacía.

Entonces llamaron a la puerta: era el mozo que me traía las botas. Las cogí. Cuando regresaba a la ventana reparé en la hoja de papel en la que había anotado mis series. Y entonces me di cuenta de que no había ejecutado ni uno solo de esos movimientos.

Estuve a punto de tambalearme; me sujeté al respaldo del sillón y me dejé caer en él. No lo podía creer. Leí la hoja una y otra vez. La verdad es que había ejecutado en la ventana una serie de movimientos, pero ninguno de los míos.

Y una vez más tuve la sensación de que una puerta se abría..., su puerta. Estoy de pie ante ella y miro a su interior; nada, nada, tan sólo esa oscuridad vacía. Entonces supe que si me marchaba en ese momento, estaría salvado. Y comprendí perfectamente que podía irme.

Sin embargo, no me fui. Y no lo hice porque tenía el presentimiento de que estaba a punto de descubrir el misterio. París... ¡iba a conquistar París! Durante unos momentos París era más fuerte que Clarimonde.

¡Ay! Pero ahora ya casi no pienso en eso. Sólo siento mi amor y dentro de él ese miedo callado y voluptuoso. Pero en aquel momento eso me dio fuerzas. Leí de nuevo mi primera serie y grabé en mi mente con exactitud cada uno de sus movimientos. Luego volví a la ventana.

Me fijé bien en lo que hacía: ni uno solo de los movimientos estaba entre los que me proponía ejecutar. Decidí entonces tocarme la nariz con el dedo índice. Pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre el alféizar de la ventana, pero me pasé la mano por el cabello. Así, pues, era cierto: Clarimonde no imitaba lo que yo hacía; era más bien yo quien hacía lo que ella indicaba. Y lo hacía con la celeridad del relámpago y casi tan instantáneamente que incluso ahora me parece como si lo hubiera hecho por mi propia voluntad. Y soy yo, yo, que estaba tan orgulloso de haber influido en sus pensamientos, el que estoy total y completamente dominado. Sólo que... este dominio es tan suave, tan ligero... ¡Oh! No hay nada que pudiera hacerme tanto bien.

Todavía lo intenté otra vez.

Metí ambas manos en los bolsillos y decidí firmemente no moverlas de ellos, La miré. Vi cómo levantaba la mano, cómo sonreía y cómo me recriminaba suavemente con el dedo índice. No me moví. Sentía que mi mano derecha quería salir del bolsillo, pero clavé profundamente los dedos en el forro. Seguidamente, pasados unos minutos, mis dedos se relajaron, la mano salió del bolsillo y el brazo se elevó. La reprendí con el dedo y sonreí.

Era como si no fuera yo el que hacía esas cosas, sino un extraño al que observaba. No, no, no era eso. Yo, era yo quien lo hacía... en tanto que un extraño me observaba a mí. Precisamente era ese extraño, tan fuerte, el que intentaba hacer un gran descubrimiento. Pero ése no era yo. Yo, ¿y a mí qué me importa ya el descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que quiera ella, Clarimonde, a la que amo con delicioso terror.



Viernes, 25 de marzo.

He cortado el cable del teléfono. No tengo ya ganas de que ese estúpido comisario me interrumpa, precisamente ahora que se acerca la hora fatal ¡Dios mío! ¿Por qué escribo estas cosas? Nada de esto es cierto. Es como si alguien guiara mi pluma.

Pero yo quiero..., quiero..., quiero escribir lo que ocurre. Tengo que hacer un atroz esfuerzo. Pero quiero hacerlo. Si pudiera hacer tan sólo una vez más... lo que verdaderamente quiero hacer. He cortado el cable del teléfono. ¡Ah! Porque tenía que hacerlo. ¡Por fin lo he escrito! Porque tenía, tenía que hacerlo. Esta mañana hemos estado jugando frente a la ventana. Nuestro juego ha variado desde ayer. Ella hace algún movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta que finalmente tengo que ceder, impotente, y hacer lo que ella desea. Y difícilmente puedo expresar el maravilloso placer que supone esa rendición, esa entrega a sus deseos.

Jugamos. Y, de repente, ella se levantó y retrocedió. Su habitación estaba tan oscura que casi ya no podía verla. Parecía haber desaparecido en la oscuridad.

Pero pronto volvió, trayendo en sus manos un teléfono de mesa igual que el mío. Lo colocó, sonriendo, sobre el alféizar de la ventana, cogió un cuchillo, cortó el cable y se lo llevó de nuevo. Durante un cuarto de hora me resistí. Mi temor era mayor que nunca, y esa sensación de sucumbir lentamente, cada vez más deliciosa. Finalmente traje mi teléfono, corté el cable y lo puse otra vez sobre la mesa.

Así es como sucedió. Estoy sentado ante mi mesa.

He tomado el té y el mozo se ha llevado ya la bandeja. Le pregunté qué hora era, ya que mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las cinco y cuarto... Sé que si miro ahora, Clarimonde estará haciendo algo. Estará haciendo algo que yo tendré que hacer también. De todos modos, miro. Está allí, de pie y sonriente. ¡Si pudiera siquiera apartar mis ojos! Ahora se acerca a la cortina. Toma el cordón, es rojo, como el de mi ventana. Hace un nudo corredizo. Cuelga el cordón arriba, en el gancho del dintel de la ventana.

Se sienta y sonríe.

No, esto que experimento ya no puedo llamarlo miedo.

Es un terror enloquecedor, sofocante, que aun así no cambiaría por nada del mundo. Es una fuerza de una índole desconocida, y no obstante extrañamente sensual en su ineludible tiranía. Podría correr inmediatamente a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me resisto.

Siento que esa atracción se va haciendo más apremiante cada minuto que pasa. Así, pues, aquí estoy otra vez sentado. Me he apresurado a hacer lo que ella quería: tomar el cordón, hacer un nudo corredizo y colgarlo del gancho. Y ya no quiero mirar más. Sólo quiero estar aquí y mirar fijamente el papel. Pues ahora sé lo que ella hará si la miro; ahora, en la sexta hora del penúltimo día de la semana.

Si la miro, tendré que hacer lo que ella quiera.... tendré entonces que...

No quiero mirarla. Entonces me río... en voz alta. No, no soy yo el que se ríe, alguien lo hace dentro de mí.

Y sé por qué: por ese «no quiero». No quiero, y sin embargo sé con certeza que debo hacerlo. Debo mirarla, debo, debo mirarla... y después... todo lo demás.

Si todavía no lo hago es tan sólo para prolongar esta tortura. Sí, eso es. Estos indecibles sufrimientos constituyen mi más sublime deleite.

Escribo rápidamente para permanecer aquí más tiempo, con el fin de prolongar estos segundos de dolor que aumentan mi éxtasis amoroso hasta el infinito.

Más, más tiempo... ¡Otra vez el miedo! Sé que la miraré, que me levantaré, que me ahorcaré. Pero eso no es lo que temo. ¡Oh, no! ¡Eso es bueno, es dulce! Pero hay algo, algo más... que ocurrirá después. No sé lo que es pero sucederá con toda seguridad. Pues el gozo de mis tormentos es tan inmensamente grande. ¡Oh! Siento, siento que ha de suceder algo terrible.

No debo pensar... Debo escribir algo, cualquier cosa. Pero deprisa... para no pensar. Mi nombre... Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, Richard... ¡Oh!, no puedo seguir... Richard Bracquemont, Richard Bracquemont... Ahora, ahora tengo que mirarla... Richard Bracquemont, tengo... no, más, más... Richard... Richard Bracque...
 



Al no obtener respuesta alguna a sus repetidas llamadas telefónicas, el comisario del distrito IX entró a las seis y cinco en el hotel Stevens. Encontró en la habitación número 7 el cuerpo del estudiante Richard Bracquemont, colgado del dintel de la ventana, exactamente en la misma posición que sus tres predecesores. Tan sólo su rostro tenía una expresión distinta. Estaba desfigurado, con una mueca de terrible horror, y sus ojos, abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Los labios estaban separados y los dientes fuertemente apretados. Y entre ellos, mordida y triturada, había una gran araña negra, con curiosos lunares violeta. Sobre la mesa se encontraba el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se acercó inmediatamente a la casa de enfrente. Descubrió que el segundo piso había estado vacío y deshabitado desde hacía meses.
 

H.H. Ewers (1871-1943