Partida Rol por web

El hombre de los bosques era un joven alto y agraciado que se presentó con el nombre de Annatar y les ofreció aquella comida deliciosa que traía consigo. 

—No es necesario que sufráis aquí abajo. El amo de este lugar tiene muchos hombres a su servicio, sí, y también enanos y otra gente. Arrodillaos ante él y aceptadle como vuestro señor, y se os concederá un lugar de honor a su servicio. Pensad en esta oferta, amigos, es mejor que morir ¿no?

El tal Annatar dejó la bandeja de comida para el grupo y después se marchó dedicándoles una amigable sonrisa. 

—Volveré mañana, dadme la respuesta para entonces. 

Desde que el orco había hecho su... oferta... Welf había permanecido con la mirada baja y perdida. El no iba a aceptar ningún trato con ese ser, pero no podía hablar por los demás. Sería esclavo de sus decisiones pero se sentía incapaz de arrastrar a los demás hacia un destino horrible solo por sus principios y deseos.

Tras todo lo que pasó la llegada de Annatar fue un soplo de esperanza, la comida lo suficientemente decente como para recuperar las fuerzas y su ofrecimiento... algo demasiado dulce para poder degustarlo. Meneó la cabeza, no iba a aceptar algo asi,nunca. Pero de nuevo guardó silencio.

Vanwa se apresuró (cuando creyó que era seguro hacerlo) a revisar el cadáver del orco. No por codicia, sino más bien con la esperanza de encontrar algo útil. No recordaba si había abierto él mismo la puerta y si iba a ser tan afortunado como para que lo hubieran dejado con las llaves, pero en cualquier caso era posible que se pudieran aprovechar alambres u otras cosas de su indumentaria para que buen amigo Ainar improvisara unas ganzuas. Si consiguió romper una cadena de los tiempos antiguos con los deshechos de una forja descuidada de trasgos, seguro que podría apañar algo para salir de allí.

Agradeció el cambio de situación con la llegada del hombre del bosque con comida de verdad, que comió, a pesar de los recelos. Necesitaba fuerza y si hubieran querido envenenarlos, habían tenido mejores oportunidades.

¿Quién era aquel tipo? Su nombre le sonaba... Sí. Le sonaba mucho. Quizás demasiado.*

Nada le dijo en aquel instante y esperó a volver a estar a solas para hablar con libertad. Estar apresado tanto tiempo estaba haciendo mella en el espíritu salvaje y libre del elfo.

Quería ser libre, pero no como el gordo y asqueroso alcalde que había vuelto a su pueblo para esclavizar y matar a su propia gente. Ese era un precio muy alto. Pero necesitaba salir de allí.

- Hemos de salir de aquí. Me da igual como. No quiero aceptar ser vasallo del señor de este lugar, pero tampoco quiero estar en esta celda más tiempo. Esa... Esa máquina y su "chumchum" día y noche es insoportable. Hemos de salir de aquí. Me da igual morir por el camino. Pero hemos de salir.- Murmuró, observando al grupo con ojos furtivos, fruto de la desesperación.

Baldbrand recuperó el sentido cuando todos dormían. Le habían cuidado dentro de sus posibilidades y eso emocionó al beórnida... dentro de lo que cabía, estando en aquel extraño ¿sueño? ¿encantamiento?

La cabeza le dolía terriblemente, pero el olor del orco muerto cerca de la puerta pronto llamó su atención. Al menos su pequeño sacrificio había servido para algo aunque... seguían encerrados.

Resopló e intentó concentrarse en las palabras que había oído en su estado de ¿inconsciencia o despertar?

Daba igual, tenía que concentrarse en aquello y eso hizo.

Antes de que se diera cuenta, sus compañeros fueron despertándose. Baldbrand no dijo nada, concentrando y dolorido como estaba, pero si agradeció el trato dispensado con una mirada de agradecimiento a sus compañeros. El tal "Annatar" hizo acto de presencia. Al menos trajo comida pero les ofreció una salida que no le gustaba. ¡No si hacía caso a las palabras de la Dama!

Por suerte, sus compañeros tampoco parecían demasiado proclives a aceptar la oferta de aquel tipo.

Baldbrand gruñó.

-La dama me ha vuelto a repetir que aguantemos. Que mantengamos la esperanza. Quizá esta oferta es un modo de quebrarnos. Desesperado. No debemos aceptar. Al menos así lo veo yo. -terminó de decir tensando la mandíbula y de forma concisa. 

Welf dedicó casi toda la mañana a atender a Aldor, la salud del tabernero seguía siendo delicada pero habían conseguido que mostrara leves signos de mejoría. Aún así, aquel pobre hombre permanecía dormitando la mayor parte del tiempo y cuando se despertaba era para retorcerse entre terribles toses. 

Apenas el tal Annatar salió por la puerta de la celda cuando empezaron a considerar su oferta. Welf no dijo nada, pero pensaba que sería mejor rechazarla. A Vanwa parecía poderle la desesperación y estaba incluso tentado de aceptarla aunque fuera para pergeñar algún tipo de treta, pero Baldbrand lo tenía claro, la dama Irimë le había transmitido de alguna forma que debían aguantar, rechazar aquella oferta sin contemplaciones. 

Aldor estaba demasiado débil todavía como para considerar cualquier oferta, por lo que fuera cual fuera la decisión que tomasen lo tendrían que hacer sin contar con él. Haleth y Rodwen rechazaron sin paliativo alguno la propuesta. Pero el bardo Geb parecía contrariado. Se había acercado a la bandeja de Annatar para comer con fruición incluso más de lo que le correspondería y cuando hablaron de rechazar la oferta del generoso hombre del bosque miró la excelente comida pensativo. 

Fue tras escuchar aquellas palabras del beórnida cuando Geb, que había permanecido casi todo el tiempo en silencio desde que habían sido encerrados allí, que pronunció por primera vez más de tres palabras seguidas. Venciendo el miedo, el frío y la desesperación para decir lo que pensaba sobre aquel tema. 

—No quiero morir aquí en la oscuridad, así de sencillo. ¿Qué diferencia hay ante quien se arrodille uno, o qué juramentos preste?

Annatar. Pero vaya cómo le sonaba ese nombre a Vanwa. Lo había escuchado más de una vez, estaba seguro. Había cientos de canciones que hablaban de los Días Antiguos y estaba seguro de aquel nombre aparecía en alguna de ellas. Analizó entonces el nombre, Annatar significaba "señor de los dones", y entonces recordó los antiguos versos. 

Annatar fue un viajero que llegó a los Puertos Grisis afirmando ser capaz de lograr numerosos prodigios. Gil-Galad desconfió de él y no le permitió la entrada a la antigua ciudad, y eso llevó al viajero a dirigirse a la región de Eregión donde se hizo un nombre como herrero, ganando amistad con los orfebres hasta que consiguió que el gran maestre herrero Celebrimbor compartiera sus conocimientos con él. Annatar les habló a los herreros de Ost-in-Edhil de los Anillos de Poder y les enseñó los secretos de cómo fabricarlos al tiempo que los grandes herreros élficos compartían con él sus secretos. En las Estancias de los Herreros de la capital de Eregion se forjaron numerosos anillos con la ayuda de Annatar, a excepción de tres que fueron obra únicamente de las hábiles manos de Celebrimbor. 

Hizo bien el gran maestro herrero en desconfiar de Annatar para la creación de aquellos tres anillos, o quizá toda la raza élfica hubiera sucumbido a la perdición. Pues aquel Annatar no era otro que Sauron, el Señor Oscuro, quien se había valido de tales artimañas para engañar a los elfos y robar sus secretos mientras él forjaba en secreto, en sus viajes a Mordor, el Anillo Único que dominaría a todos. Los elfos lograron salvar aquellos tres anillos de poder que había creado Celebrimbor, pero Sauron se llevó dieciséis de aquellos anillos de poder consigo y hubo guerra y murieron grandes héroes. Se saqueó Ost-in-Edhil que terminó destruida, perdiéndose grandes conocimientos y obras de incalculable valor, más otras que, como los anillos, cayeron en poder de Sauron. 

- ¿Que qué diferencia hay, mucacho?- Masculló.- No voy a decirte cosas sobre ese que ha venido aquí con dádivas ponzoñosas, pues poco entenderías, pero retén su nombre, Annatar, y con el paso de los años, entenderás.- Dijo.- Dices que no importa a quien rindes vasallaje, pero dependiendo de a quien sirves, puedes pasar de ser un alcalde benevolente a un esclavista y asesino y sanguinario, consumido por la codicia y la maldad.- Añadió furioso.- ¿Quieres convertirte al igual que tu amado alcalde? No importa lo que hagan a tu cuerpo, pues tu alma vale mucho más. Por eso ese Annatar ha venido a tentar tu alma. Lo que es más valioso para él, así que no menosprecies lo que tanto valora tu carcelero.- Explicó.

- ¿Ya has tomado tu decisión? Esa es la canción que quieres tocar? Cuidado, pues tú mejor que nadie deberías saber que las canciones sobreviven muchos años a aquel que la canta, y en tu mano está ser recordado como un bardo heroico o como un hombre débil que se vendió por un plato de carne y una cerveza. Puedes ser el héroe de tu propia canción o la moraleja. Tú decides.

Vanwa se sentía triste, abatido, aunque empezaba a entender.- Todos queremos salir de este agujero deprimente, pero no es esa la manera. No así. Si aceptamos no saldremos de aquí, pues erá nuestra alma la que quedará anclada para siempre en este pozo.- Se repitió, para darse fuerzas con sus propias palabras.

Ya suponía lo que estaba pasando allí. El ruido de maquinaria debía ser una especie de forja. Allí se estaba forjando algo. Quizás alguna obra para ganarse el aprecio del gran Celebrimbor. No había venido un sirviente del Oscuro, sino que le Oscuro mismo había venido a tentarlos. Por un instante sintió la melancolía y desesperanza de Irimë. Si estaban allí por la dama, si esas eran sus vivencias y su maldición, era normal que quisiera marchar a las Tierras Imperecederas. Para eso habían venido con ella. Era esta la escolta que necesitaba. La escolta onírica por aquel sueño.

Fuera una trampa o no Miriel estaba cansada y hambrienta como para dejar pasar la comida; en esta ocasión no hubo rastro de la habitual frugalidad de la elfa comiendo hasta saciarse, aunque conteniéndose para respetar las partes de los demás. A Geb le reprendió en varias ocasiones que pretendiera comer parte de lo que correspondería a los demás al ver que los demás podían no recibir el suficiente alimento.

Escuchó las palabras de Annatar* con desafío y odio en su mirada, pero con más atención aún escuchó las palabras de Baldbrand.

- ¿Quizás esa sea la forma de derrotar al espíritu? No ceder a la desesperación, mantener la esperanza, no dejarnos doblegar, demostrarle que no tiene poder sobre nosotros… Si lo tuviera, ¿para qué todo esto? – preguntó a sus compañeros – Todo está pensado para romper nuestro espíritu porque si no nos entregamos voluntariamente no tiene poder sobre nosotros. – se le acababa de ocurrir, pero conforme lo decía más lo creía en su fuero interno.

Lo que hiciera Geb le traía sin cuidado, era un atrezo más en toda aquella farsa destinada a doblegar su alma, pero…

- Vanwa lleva razón, Geb. Aún tienes oportunidad de redimirte, de cambiar y alejarte de la sombra. – Geb bien podía ser parte de la prueba, demostrar que no iban a dejar a nadie atrás a pesar de que no fuera real, igual que hacían con Aldor.

Con las esperanzas renovadas comenzó a cantar una canción sobre la alegría de la primavera, de los rayos de sol y la suave lluvia que traían de nuevo la vida a los campos. La Esperanza era su mayor arma contra la Sombra, incluso más poderosa que espadas, hachas y arcos.

El enano se había mantenido mucho más sombrío que de costumbre luego de la muerte del orco. No porque le cayera bien, o algo así, si no más bien por la frustración. No sabía qué hacer, y de a poco la desesperación estaba haciendo mella en la mente del enano, que no era tan recia como su cuerpo.

Una vez Vanwa revisó el cuerpo y se alejó mirándolo fugazmente, el enano se acercó hecho una tromba y le arrancó los pedazos de armadura que tuviera (al menos era metal, si había, y si no podía ser mera protección) lanzándolas hacia atrás. Con sus cansados y debilitados brazos, demostró tener la fuerza suficiente para levantar el cuerpo del orco y estamparlo contra las rejas sacando frustración, enojo, tristeza, desesperación. Comenzó a golpearlo, y los golpes eran salvajes. Sentía cómo la sangre manchaba su rostro, sus manos, su barba.

Escuchaba a lo lejos las risas de los orcos, y más enojo tenía, más los insultaba. Sintió una mano sobre su hombro, pero no cesó su violento accionar hasta que no estuvo realmente cansado. Ahora sentía vergüenza. Vergüenza de haberse dejado llevar por las emociones, hacerles el juego a los orcos, y haber dado un espectáculo a sus compañeros que no ayudaba en algo. Estaba cayendo...

Los alimentos fueron un alivio para su cuerpo, pero su mente había despertado más sombría. Ese tal Annatar podía sólo soñar con un enano como él hincando la rodilla. Mucho menos ante un Ser Oscuro como el que seguramente estaba detrás de todo eso.

Pero las palabras del jovenzuelo lo sacaron de sus casillas una vez más.

-¡¿Sabes qué?! ¡Arrodíllate ante esa basura, y serás tan basura como el asco de hombre que vino con sus comidas y bebidas! Lo único que podemos proteger en este momento, es nuestro honor, y eso sólo depende de nosotros- le gritó, escupiendo saliva -Y si arrebatas otro pedazo que no te corresponda, te arrancaré la mano para dárselas a esos monstruos-

Había pocas cosas en los bolsillos del orco, y pocas que no fueran asquerosas: algún potingue extraño con olor nauseabundo, algún amuleto extraño y poco más. Había un pellejo que contenía algún tipo de líquido, tal vez una bebida espirituosa o algo semejante. Su armadura era de cuero, duro como el pellejo de cualquiera de esas mismas alimañas. Poco más pudieron sacar de aquel cadáver que antes de antes de la irrupción de Annatar sirvió para calmar la frustración de Ainar.

Geb escuchó los argumentos de todos los que se dirigieron a él sin parecer muy convencido de que tuvieran razón. Allí había apetitosa comida y no el pan duro y mohoso que llevaban comiendo todos esos días, y la promesa de más. Mayores comodidades y mejores condiciones que las que estaban padeciendo allí. Alejó la mano de los trozos de comida que no le pertenecían por miedo a que el enano cumpliera su promesa pero torció el gesto mostrando que no estaba de acuerdo con su punto de vista. 

—Me habláis de alma, ¿de qué sirve el alma si aquí no puede hacer nada atrapada en estas paredes? ¿El honor se come? ¿Os mantendrán calientes el valor o las heroicidades en esta mazmorra? ¿Acaso no estáis comiendo la comida que nos trajo ese hombre? ¿Qué diferencia hay?

La impertinencia de Geb era demasiado. Como si no tuviera ya bastante con las palabras melosas de de Annatar. Lo que menos necesitaban era otro agente del Enemigo creando duda y desesperanza.

- ¿Que qué diferencia hay?- Entonces señaló donde había estado el orco muerto.- La diferencia está en que no nos rendimos, muchacho. Luchamos contra nuestros carceleros, no nos doblamos ante ellos. Que ese Annatar nos traiga la comida que quiera, pero no por ello vamos a convertirnos en sus lacayos. ¿Cuánto tiempo se necesita para acabar como un orco? ¿Cuánto tiempo se necesita para acabar odiando la luz y a la gente de bien, como le ocurrió a vuestro alcalde? Puedes seguir a ese gusano resbaladizo de Annatar y convertirte en su marioneta sin voluntad, o puedes alzarte libre, indómito, y acompañarnos para salir de aquí.- Razonó, seguro de si mismo.- Hemos viajado muchas millas, enfrentándonos a muchos peligros y nunca, Geb, nunca hemos cedido a las palabras del Enemigo. Aquí, en estos lugares, es cuando se pone a prueba el horno en que hemos sido forjados. Yo te juro que saldremos de aquí, todos, dejando un recuerdo aquí que no olvidarán.- Acabó por decir, seguro de si mismo.

Miriel quiso hablarle a Geb de todas las buenas razones que había para no darse por vencido, de la importancia de su alma por encima de su cuerpo temporal, del tormento horrible que sufriría su mismo ser por la eternidad si sucumbía a la Sombra, de la misma forma que todavía sufría el espíritu que les atormentaba ahora… pero todas esas palabras se atragantaron en su garganta cuando Vanwa mostró tal coraje, tal porte. Él ya había expresado lo que ella quería de una manera infinitamente mejor.

Sintiéndose poco útil para la tarea de convencer a Geb se centró en inspeccionar las cosas encontradas al orco, en especial los pontingues, con la esperanza de que alguno fuera aquel brebaje milagroso que le dieron a Baldbrand para recuperarlo en la ciudad por si pudiera ayudar a Aldor con su enfermdad.

Sí, quizás esa era la forma de derrotar al espíritu, no dejar a nadie atrás, no dejar que la Sombra ni sus instintos egoístas pudieran más que sus instintos altruistas. No todo se combate con arcos y espadas.

Annatar significaba "señor de los dones". Pero quien llevo ese nombre en tiempos antiguos era alguien notable y que no precisamente intentó repartir dones, sino más bien calamidades. Annatar fue un viajero que llegó a los Puertos Grisis afirmando ser capaz de lograr numerosos prodigios. Gil-Galad desconfió de él y no le permitió la entrada a la antigua ciudad, y eso llevó al viajero a dirigirse a la región de Eregión donde se hizo un nombre como herrero, ganando amistad con los orfebres hasta que consiguió que el gran maestre herrero Celebrimbor compartiera sus conocimientos con él. Annatar les habló a los herreros de Ost-in-Edhil de los Anillos de Poder y les enseñó los secretos de cómo fabricarlos al tiempo que los grandes herreros élficos compartían con él sus secretos. En las Estancias de los Herreros de la capital de Eregion se forjaron numerosos anillos con la ayuda de Annatar, a excepción de tres que fueron obra únicamente de las hábiles manos de Celebrimbor. 

Hizo bien el gran maestro herrero en desconfiar de Annatar para la creación de aquellos tres anillos, o quizá toda la raza élfica hubiera sucumbido a la perdición. Pues aquel Annatar no era otro que Sauron, el Señor Oscuro, quien se había valido de tales artimañas para engañar a los elfos y robar sus secretos mientras él forjaba en secreto, en sus viajes a Mordor, el Anillo Único que dominaría a todos. Los elfos lograron salvar aquellos tres anillos de poder que había creado Celebrimbor, pero Sauron se llevó dieciséis de aquellos anillos de poder consigo y hubo guerra y murieron grandes héroes. Se saqueó Ost-in-Edhil que terminó destruida, perdiéndose grandes conocimientos y obras de incalculable valor, más otras que, como los anillos, cayeron en poder de Sauron. 

Las palabras de Geb le calaron hondo, pese a que sabía que Miriel podía tener razón. Aquella celda se le hacía cada vez más pequeña y la Sombra volvía a intentar tentarles para que se rindieran. El mantra de que aquello no era más que un sueño sonaba cada vez más lejano. Pero no podían rendirse, ¿verdad?

Qildor se puso en pie. Se sentía débil, al igual que los demás, pero sabía cómo actuar para inspirar a su gente. Por unos instantes, la celda pareció iluminarse.

—Dime, Geb, ¿qué es mejor? Morir en pie o vivir toda tu vida de rodillas, lamiendo las botas de aquellos que masacraron a tu gente, corrompiéndote más y más cada día hasta que de ti no queda más que la sombra de lo que eras. ¿Eso quieres, Geb? Si es así, ríndete ahora y déjate de falsos dilemas. Besa las botas de tu amo y deja de fingir que aún tienes dignidad*.
»Eso es lo que quiere la Sombra de nosotros. Así es cómo consigue lo que quiere. Los orcos una vez no fueron diferentes a nosotros, pero se rindieron ante la oscuridad tras la agonía y la tortura. La Sombra no crea, solo sabe corromper. Demostremos que somos mejores.

Tanto Vanwa como Qildor dieron válidos y muy razonables argumentos que lograron hacer que Geb se quedara meditabundo durante unos instantes. Aquellas palabras le hicieron pensar y cuando iba a soltar una réplica él mismo se contuvo, dándose cuenta que ambos elfos tenían razón. Si aquel grupo de individuos con los que compartía su suerte no se rendían, no mostraban debilidad ni síntomas de agotamiento, por qué lo iba a hacer él. Valía mucho más que aquello. Qildor le hizo darse cuenta de que había que luchar por la libertad, había que ganársela. Si no de qué servía. Salir de una cárcel mugrienta para acabar siendo un lacayo de alguien que le tiraría los huesos ya roídos de sus sobras. ¿Acaso aquello le haría más libre? No. Tenían razón. Haleth, el joven muchacho que había pretendido ser escudero de Baldbrand, se había mostrado de acuerdo con Vanwa y Qildor y añadió sus propios motivos para resistir las tentaciones de la Sombra. 

—No podemos rendirnos, Geb. ¿Si lo hacemos quien vengará a nuestro pueblo?

El resto del día pasó con una hora sobre otra, sin que supieran cuantas iban ya. A veces parecían años y otras pasaban eternamente. Solo tenían una vaga constancia del tiempo a través de los momentos en que sus carceleros les traían comida, y a veces les rugían las tripas mucho antes de que se acordaran de hacerlo. No llegaba ninguna luz, por lo que era difícil saber si era de noche o de día, e imposible saber qué hora. Dormitaron, despertaron hambrientos, y luego dormitaron algo más hasta que los carceleros les trajeron una jarra de agua fresca para calmar su ardiente sed. Annatar llegó poco después. 

—¿Y bien? ¿Ya habéis tomado una decisión sobre mi propuesta? —les preguntó paseando su vista entre todos ellos. 

Quedaba claro que sus compañeros eran mucho más duchos que él en el arte de la conversación. 

Por suerte para aquel mequetrefe ladrón, el joven beórnida se encontraba cansado y demasiado centrado en seguir las palabras de la Dama. De otro modo le hubiera hecho recapacitar a aquel tipo con.... ¿con qué? La verdad es que no lo podía haber hecho mejor, definitivamente.

Resistir aquella tortura sombría que sólo traía desesperación era duro, pero igual por las dos veces que Baldbrand había cruzado al otro lado y había visto la lucha de la Dama con aquella Sombra, se había vuelto más resiliente a su influjo.

Cuando el tal Annatar entró allí dispuesto a quebrar nuevamente su voluntad, el Beórnida se levantó y exclamó con toda la fiereza que pudo encontrar.

-¡Pierdes el tiempo! No vamos a rendirnos. La Dama asi nos lo ha dicho. No caeremos en tu trampa Sombra pestilente. -Intentó dar a sus palabras una imagen de inquebrantabilidad. Se había estado preparando mentalmente para negar todo aquello y había llegado el momento.

     Welf recordó... su cabeza había ignorado a Annatar, no le entendía pero tampoco quería juzgarle. Respetaba a los demás y entendía que cada uno tomara sus decisiones por mucho que eso no encajara en su visión del mundo, eso daba igual. Ahora había recordado una tarde en un claro en el Bosque Negro cuando la anciana les contó lo que sabía sobre los males que afectaban al espíritu. Recordó sus palabras, sus gestos y el aura de paz que desprendía y supo, en ese mismo instante, cómo curar las dolencias de Aldor. Cerró los ojos y se olvidó del lugar en el que estaban, de su cansancio, de sus miedos y de todo lo que había pasado desde que aparecieron en este lugar de ensueño, llevó sus manos sobre el cuerpo de Aldor y buscó cada uno de los puntos donde más estaba afectado, usó los restos de las hierbas que había encontrado en el fondo de sus bolsillos, parte del agua limpia que Annatar había llevado y puso toda su fuerza interior en transmitir esa misma paz a Aldor.

     No podía hacer más, solo la magia de los elfos sería capaz de lograr un efecto mayor y para eso tendrían que buscar a alguno de los sabios pero quizá estuvieran en otro lugar o incluso otro tiempo. Sea como sea demasiado lejos.

Ainar estaba dispuesto a golpear al muchacho, más por frustración que como si eso fuera a solucionar algo. Por suerte para todos, Qildor supo manejar la situación a la mejor manera élfica.

El enano iba y venía por la celda. Por momentos más rápido, por momentos lentamente. No podía creer que se estuvieran pudriendo allí, y que no encontraran la salida. A decir verdad, había una oscura voz que le repetía en susurros que sí, que no sólo podía ser si no que además era así, y que no habría salida alguna. Morir en esa oscuridad vil, con el ruido diabólico y los orcos regodeándose.

De todas formas, Ainar se resistía a aceptar ese destino. Forjaría uno nuevo, como quien funde una espada vieja para forjar una nueva. Quedará igual, no, por supuesto que no, pero será funcional.

Por lo que, cuando llegó el hombre del bosque al servicio de la Oscuridad, el enano se irguió, levantándose de donde estaba, y se puso junto a los demás.