Partida Rol por web

A la mañana siguiente, el fontanero del que Anke les había facilitado el número se presentó, tal y como había prometido, a primera hora de la mañana para revisar las cañerías y encontrar el problema que había inundado su casa el día anterior. Era un hombre de mediana edad, con un poblado mostacho y un rostro ovalado y bonachón. Vestía un mono desgastado de color azul y cargaba una bolsa de herramientas que lucía de lo más pesada.

El fontanero comprobó que los grifos ahora funcionaban perfectamente, abrió todos los que pudo y dejó que el agua corriera aparentemente en buen estado y con los grifos abriendo y cerrando el paso del agua como debía ser. Aún así comprobó las juntas y los mecanismos de todos los grifos de la casa, comprobó las tuberías y las bombas de agua que hacían que el agua subiera al piso superior, midió la presión de las tuberías, comprobó los calentadores e hizo una infinidad de pruebas de las que ni siquiera Eber llegó a comprender. Cuando finalmente terminó, se dirigió a la familia rascándose el cogote y con una expresión de extrañeza en el rostro.

-No lo entiendo. -Dijo. - El sistema está perfecto. La instalación es nueva, y no hay ni una sola avería. No entiendo como pudo pasar lo que me cuentan. Desde luego no hay ningún problema. No obstante, si les vuelve a ocurrir me llaman y vendré de inmediato, tal vez si veo el problema en el momento pueda saber qué ocurre.

- Gracias señor - le dijo Eber conteniendo su enfado en ese momento. La casa parecía haberse vuelto loca en pocos días y por más que miraban no conseguían encontrar el origen. Aquello parecía una mala broma. - Le llamaremos si vuelve a suceder, aunque sea en mitad de la noche - dijo a modo de advertencia, porque ya puestos, Eber se ponía en lo peor. 

Cuando el fontanero se fue Eber cerró sus puños y los golpeó uno con otro. Estaba enfadado, estaba furioso. No conseguía entender qué pasaba. La casa, su casa, la casa que tanto les había costado poder pagar y permitirse... su hogar, parecía haber enloquecido.

—Tranquilo, Eber, cariño. Ya se nos ocurrirá algo —trató de tranquilizarlo.

Ella también se sentía agotaba y nerviosa. ¿Cómo iba a criar a sus hijos en un ambiente como aquel? Por supuesto, culpar a Eber de todo lo que estaba pasando era bastante injusto, pero tampoco sabía a quién culpar. ¿Por qué estaba dando tantos problemas aquella casa?

—Tal vez… tal vez por eso se mudaron los antiguos inquilinos.

Genial, si les volvía a pasar podían vivir en una piscina tranquilamente. Pensó Ed un tanto sorprendido que dijera que todo estaba perfecto, mientras miraba preocupado los grifos ¿Todos a la vez, de golpe? Que raro.

- Bueno, quien sabe, quizá no vuelve a pasar... - Dijo - Pero igual deberíamos cerrar el agua cuando la casa quede sola - Sugirió - Por si las moscas.

Pasaron el día bastante tranquilos, aunque manteniendo el temor de que en cualquier momento la luz volviera a irse o los grifos rebosaran agua de nuevo o cualquier cosa que pudiera pasar. Incluso Arabella se atrevió a sugerir que aquel podría ser el motivo por el que se fueron los anteriores inquilinos. Pero fuera como fuera, Eber y Edward no habían encontrado fallo alguno en la instalación eléctrica de la casa y el fontanero no había encontrado fallo alguno en las tuberías. La casa estaba nueva.

Afortunadamente no ocurrió ningún otro desastre más en la casa, aunque Eber ya empezaba a temer que el techo se desplomara sobre sus cabezas, los enchufes soltaran relámpagos al ir a enchufarlos o cualquier cosa semejante. Comieron tranquilamente, dentro de la normalidad posible, y pudieron descansar la comida en el sofá hasta bien entrada la tarde. Todavía sentían los brazos doloridos tras los esfuerzos del día anterior por achicar agua. Entonces el timbre de la puerta principal sonó un par de veces.

Tenían todos los nervios a flor de piel. Edward por los estudios, Hilda al no comprender del todo qué estaba pasando, Eberhard frustrado con los problemas de la nueva casa y Arabella porque se sentía impotente al no poder garantizar un hogar seguro y acogedor a sus hijos.

Y entonces, el clamor del timbre sobresaltó a todos los Weigel.

—Ya voy yo —anunció Arabella mientras se acercaba a abrir la puerta.

Solo esperaba que no fuesen malas noticias.

Cuando Arabella abrió la puerta se encontró a un señor mayor, de rostro arrugado y pelo blanco con frente despejada, ceño fruncido y gruesas gafas. Lo reconoció de inmediato, era el señor Rosenberg, el vecino fisgón que  les había estado observando tras las cortinas de sus ventanas desde que llegaran al pueblo y, al menos que ellos supieran, hasta que Eberhard le plantó cara malhumorado.

-¡Márchense de este casa! - Le espetó a Arabella en cuanto ella abrió la puerta. Ni un buenos días, ni un qué tal, ni siquiera mire que pasaba por aquí... Directamente le soltó en la cara que se fueran de su nueva casa. -¡Váyanse ya!

Ed no estaba demasiado lejos de la puerta cuando escuchó al vecino y la contundencia con que lo dijo. Acudió apurado a la puerta para encarar al vecino y sin salir, quedándose dentro de la casa le dijo:

- ¡Hable bien a mi madre! - No quería tener que echar del porche a aquel señor, pero por dios que entre la mudanza, las despedidas, las ausencias, el colegio nuevo, el vecino, aquellas maletas abandonadas y los putos grifos, se sorprendio de la mala leche con la que habló. - ¡Discúlpese! ¡Y si quiere decir algo dígalo como una persona! - Le exigió

Eber se había mantenido en sus cosas cuando su mujer fue a abrir la puerta. En cuanto escuchó al vecino fisgón hablar de malas maneras a Arabella dio un respingo y se acercó a la puerta de pocas zancadas. 

Asintió orgulloso a la reacción de su hijo y se mantuvo detrás de él. Controló sus impulsos de darle una paliza ahí mismo por meterse donde no le llamaban y atacar de esa forma a su familia. Respiró profundamente varias veces para relajarse. 

- Un impresentable eso es lo que es. Nos acabamos de mudar y esta casa no da más que dolores de cabeza como para que vengas aquí a insultar a mi familia. Controla esa lengua y como dice mi hijo discúlpate ahora mismo con Arabella - le dijo apretando los dientes y cerrando los puños de sus manos.

El viejo no atendió a las exigencias del padre y el hijo Weigel, simplemente se quedó allí plantado mirándoles con el ceño fruncido y la mirada severa. Únicamente lo que dijo Eber sobre la casa le hizo reaccionar, daba la sensación de que no le extrañaba nada que la casa se estuviera convirtiendo en un quebradero de cabeza.

-Deberían irse ahora mismo. - Insistió antes de darse la vuelta para regresar a su casa.

Realmente no había insultado a mama, como dijo su padre, solo le había hablado como si fuera un perro, que era peor.

- ¡¿O qué?! - Le impelió a contestar al viejo. Si había una amenaza con la que ir a la policía igual los dejaba de una puta vez en paz. - ¡¿Por que nos debemos ir?!

—Tranquilos, por favor.

Arabella decidió poner las cosas en orden y enfriar los ánimos. Se sentía tan alterada y confusa como Eberhard y Edward, pero sabía que en ese momento debía ser pragmática y pensar en sus hijos. Recordó sus fugaz estancia en la universidad, los apuntes de medicina, los análisis… 

—Usted… Usted ha venido a prevenirnos, ¿no es cierto? Lo hizo también con los anteriores inquilinos. Sabe que a esta casa le pasa algo raro. ¿Qué es? ¿Qué está ocurriendo con esta casa?

Con lentos movimientos propios de la edad, el señor Rosenberg se alejó de la casa sin hacer caso a las interpelaciones de Edward. Únicamente las palabras de Arabella le hicieron detenerse, giró la cabeza lentamente hacía ella, con su rostro severo surcado de arrugas, tanto de la edad como del fruncimiento de ceño y labios que dibujaba su rostro. Aflojó el gesto un segundo, miró al suelo, y cuando alzó la vista Arabella creyó ver en el algo de empatía hacía ellos, tal vez lástima.

-¡Vayanse! - Dijo con tono áspero de nuevo. Y regresó con su camino alejándose de la nueva propiedad de los Weigel.

Conforme el viejo se alejaba Edward se deshinchó y se fue relajando, negó con la cabeza y puso la mano sobre el hombro de su madre, la abrazó para reconfortarla por el mal trago.

- Lo siento, mamá. - Le dijo en parte por el incidente, en parte por su enfado y su actuación, podría haber sido mas moderado.

Eber pegó un manotazo a la puerta por no pegárselo al viejo. 

- Me parece acojonante el odio a los desconocidos en este barrio. Parece que sólo se quieren y respetan entre ellos. ¡Joder! qué mala suerte - dijo mascullando. 

Luego miró a su familia y agachó un poco la cabeza. 

- Sé que no es lo que deseábamos, pero no tenemos más opciones... esta casa tiene que ser nuestro hogar... - dijo mirando a su hijo y luego a su mujer. 

Y sin mediar más palabra Eber salió corriendo detrás del viejo para agarrarlo por la pechera.

Arabella trató de tranquilizar a su hijo, pero el arrebato de Eberhard la sobresaltó. Aquella casa estaba sentándole fatal a todos los miembros de la familia y cada vez se sentía más impotente.

Cuando su marido salió de la casa como un toro desbocado, ella corrió tras él para intentar contenerle.

—Eber, por favor, no merece la pena...

- Ya se fue, pero me ha puesto los pelos de punta - Reconoció Edward 

Sin que nadie se diera cuenta, Hilda habia sido testigo mudo de toda la escena. Había corrido a la puerta cuando su madre la abrió y habia visto, sorprendida, cómo el hombre se había dirigido a su madre. La reacción de su hermano también le sorprendió y la de su padre más aún. Asistió a todo lo que pasó como una sombra, sin ser realmente consciente de porqué había pasado todo aquello.

Solo cuando su padre salió de casa tras el vecino, reaccionó.

-¿Por qué discutimos tanto? ¡No me gusta!-exclamó mientras pasaba junto a su hermano y a su madre y salía a la calle para alcanzar a su padre-¡Papá! ¡Papá! Vuelve a casa... déjalo...-le rogó.

Eber quería salir detrás de aquel imbécil. Estaba seguro de que tenía respuestas para sus preguntas y estaba dispuesto a sacárselas a puñetazo limpio pero fue entonces cuando los gritos tanto de su mujer, como de su hijo, como de su hija le aturdieron...

Él continuaba seguro de si mismo, de que tenía que interrogar al vecino pero no quería decepcionar una vez más a su familia y se quedó quieto en el sitio viendo cómo aquel vecino chismoso se alejaba tal y como había venido.

Eber tuvo que contener la rabia y la ira que le empujaban a ir tras el vecino, agarrarlo de la pechera y sacarle una disculpa a golpes. Pero las voces de su familia, especialmente la de su pequeña Hilda, terminaron por detenerle y regresó a su casa. Desde el umbral de su puerta, la familia Weigel pudo ver como el vecino regresaba a su propia casa y justo antes de entrar en ella les dedicó una última mirada, fría y severa, que parecía repetir lo que ya les había dicho: váyanse.

Después de eso, la familia trató de volver a la normalidad en la casa, pero estaban bastante nerviosos tras lo sucedido como para dejarlo pasar. ¿A qué podía haber venido esa repentina visita del vecino para decirles que se fueran? Todos en el pueblo habían sido amables con ellos y les habían dado la bienvenida, a excepción de aquel hombre y... de la propia casa. Que con tanta avería e incidente parecía estar indicándoles lo mismo que el viejo: que se fueran de allí. Pero la familia no tenía otro lugar donde ir, las deudas y los problemas con las autoridades que había arrastrado el estilo de vida de Eber en Berlín les había hecho perderlo todo.