Partida Rol por web

El Fuego

León

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05/11/2010, 01:15
Director

 

Por una ancha calzada, cuyo pavimento de pequeños guijarros muestra, en sus frecuentes baches y descarnaduras, el descuido de los hombres, caminas seguido de un vieja y terca mula, precedido por las gentes que atraviesan la misma senda buscando arribar a la plaza de grano de la urbe legionensis. Es una mañana tibia de Abril, en cuarta feria, día dedicado a Mercurio., como decían los romanos. El aire mantiene echado una cortina de arena sobre tus ojos, que adquiere la estación antes de que las lluvias logren posar el polvo que levantase el próximo estío. Tus pasos mantienen los de sendos ricoshombres, seguidos de sus gentes, aprovechando su ilustre y disuasorio porte a lomos de dos hermosos potros, uno castaño, el otro bayo. Señores y vasallos cruzan el páramo leonés. A izquierda y derecha del camino se extiende la suave llanura ondulada. A su vista se ofrecen simientes verantes a la espera de amarillear, barbechos que esperan la semilla, praderas, campos de lino, frondosas viñas que no brindan ya negros racimos entre sus verdes pámpanos, grandes choperas en la orilla de los arroyos y ríos, y al norte, la silueta oscura de los montes lejanos.

La luz de la mañana permite divisar a la izquierda de la calzada que siguen los jinetes alguna míseras aldeas, cuyas casas de barro y ramaje ya seco, paenas se destacan del rojizo suelo. Junto al camino, un grupo de labriegos on remozan la tierra en el barbecho para favorecer el aposentado de la futura semilla. Son juniores o tributarios de Santa María, que prestan las habituales sernas, obligadas jornadas de trabajo que deben prestar varias veces al año, en las tierras cuyos productos íntegros se reservan para sus cellarios o graneros la iglesia de León.

Al cruzar el Porma, les alcanzan unos mercaderes judíos que traen en su recua ricas sedas, tapices y brocados de las tierras de los musulmanes y otros diversos productos obtenidos de los bizantinos y los al-andalusies. Han traficado con cierto éxito en Castilla, viéndose cada vez más al norte, seguramente huyendo de las zonas e la extremadura, donde sus extrañas costumbres serían mayormente perseguidas por los moros. Acomodaron los hebreos el  paso de sus cabalgaduras al de los jinetes, apurando el paso para llegar en buena hora al mercado y platicando todos ellos, pues eran todos latinados, acercándose a León.

Durante sus viaje, parecen explicar como sus mentes se sobrecogieron ante la sencillez y simetría de la iglesia de San Miguel, la de Escalada, instalada en el pequeño cerro pelado que ve correr a sus pies el anchuroso Esla. El dialogar ameno acorta los caminos, si bien no entiendes nada, si puedes apreciar los ricos matices de sus gestos y entonaciones, más de lo que pueda ofrecerte el rechinante quejido de tu mula. Cruzando ya el Torio por un viejo puente adelantas a varios labriegos del alfoz que, erguidos sobre sus asnos, llevan en cuévanos o cestos, nabos, ajos, cebollas y castañas, y a varios campesinos de Macellarios, que, también caballeros en pollinos, traen a León carne, sebo y cecina. Una lenta carreta de bueyes cargada de madera queda, como los labriegos, rezagada, y llegan al mercado. Apiñada muchedumbre de gentes se estruja, grita, discute, gesticula. Los colores vivos de las túnicas o sayas de las mujeres, y de los jubones, sayos y mantos de los hombres destacan sobre el fondo gris oscuro de los lienzos de muralla que empieza a dorar el sol del mediodía. Se oyen voces humanas, sonar de esquilas, mugidos y relinchos, Los judíos avanzan como pueden por medio de aquella masa en que se funden hombres, bestias y mercaderías. Las gentes armadas que acompañan a los dos caballeros se desvían hacia saliente para entrar en León por la Puerta del Obispo, y sólo queda junto a ellos un siervo que, con treinta vacas, un toro y dos perros, les habían cambiado Froilá y su mujer por unas tierras.

Un leve arrero en los cuartos de tu mula provocan un virado cara el sur, caminando frente los lienzos de las murallas en busca de la Puerta Moneda, así conocida por efectuarse el cobro del portazgo en el mismo lugar. Una larga hilera de gentes serpentea hasta cesar delante de sendos hombres de armas. Uno más enjuto rebuscaba entre todas las pertenencias de los labriegos, rústicos, mercaderes y demás allegados a León emitiendo su juicio de cobro, acarreando quejas e improperios de los presentes. Si fuere todo correcto, el cobro se efectuaría según lo estipulado por mandato real, el rey todavía mantenía derecho de portazgo sobre León. Si sintiere el cobrador la estafa, sendos guardias flanqueándolo, no tendrían reparo en emplear una violencia desmedida para efectuar el cobro. Esa mañana nadie parecía quere tentar su suerte, pero en otras ocasiones más de uno y de dos, daban con sus dientes y costillas en suelo, para acabar unos saltando y otras restallando producto de las inmisericordes patadas recibidas.

Tu carro apenas contiene una saca de sal, dos cestos con grano y par de barriles de cerveza, escasa prevenda para el cobrador, que masculla para sí y te da paso tras arrojarle un par de cobres. La mula avanza lastimera por las calles empedradas al abrigo sombrío de las cinturas de casas y talleres hasta abrirse el lugar cara al mercado.

Tu vista se detiene en el teso del ganado. Dos leoneses comen grandes rebanadas de pan y refrescan la garganta empinando una bota llena de vino ras-cante del país. Celebran el alboroque con que acaban de cerrar su trato. El que con rostro más alegre moja con el vino el gaznate ha vendido al otro una yunta de novillos. Son dos hermosos animales, uno berrendo y otro blanco; pero ha recibido por ellos veinte sueldos y está satisfecho de su venta. Un su compadre ha vendido tres bueyes óptimos n doce sueldos, y a lo sumo por dos bueyes, con su atondo y su carro, se han pagado en el mercado último quince sueldos romanos. Supera incluso el precio conseguido por cada uno de sus novillos al de seis sueldos en que se ha mercado un buey negro, orgullo de su dueño. Y se explica por ello el regocijo del afortunado vendedor que obsequia con su bota a los testigos de su éxito.

Junto al grupo que come, bebe y ríe se vende una vaca preñada en doce sueldos; un campesino pide cuatro por un asno gigante; un aldeano ofrece ocho denarios por un cerdo cebado; se compran cien ovejas en cien sueldos, una cabra en un modio de trigo, y se tantean potros, mulas, yeguas y pollinos. Los dos jinetes misteriosos vuelven a detener sus pasos ante un corro que presencia interesado el regateo de un feo potro de color morcillo. El comprador es un villano de Castrrojeriz venido a León a liquidar la herencia de una tía. Ha vendido un herrén, un linar y su parte en unos molinos del Torío, y es tal su impaciencia por convertirse en caballero que no espera a volver a su tierra para comprar caballo. Ha obtenido unos sesenta sueldos por esos bienes, divisa o partija que le había tocado al repartir con sus hermanos la herencia referida. La cifra de los sesenta sueldos es reducida. No le permite adquirir un buen caballo, que se cotiza a muy altos precios en todos los mercados del reino de León. El caballo es indispensable para la guerra con el moro y alcanza un valor elevadísimo en proporción al conseguido por las demás especies animales. Después de la batalla de Simancas, en que perecieron tantos brutos y jugaron tan decisivo papel los jinetes cristianos, los reyes distinguen a los caballeros con marcada preferencia, la demanda de cabalgaduras ha crecido y es más que difícil adquirir una de ellas. Un gallego unido al grupo que presencia el trato refiere en este punto que ha visto cambiar en su tierra, por ocho y por seis bueyes, un caballo castaño y otro bayo como los que montan los dos incógnitos jinetes que te precedían en el camino. No aceptarían ellos un cambio semejante. Exigirían de diez a veinte bueyes, o un centenar de sueldos, a lo menos, y en León vale un caballo de cuarenta a sesenta, es decir, de cuarenta a sesenta ovejas, de seis a doce bueyes como mínimo. El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de altos borrenes en diez sueldo; pero no puede emplear los cincuenta restantes en mercar el caballo, porque necesita adquirir el atondo propio de todo caballarius, y ha de comprar aún: cabezada, pretal, riendas, freno y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura, y escudo, espada y lanza, para su equipo personal.

Ha encontrado un potro morcillo huesudo y con mal pelo, por lo que su dueño le pide treinta sueldos. No le satisface la estampa de la bestia; pero con la esperanza de engordarla, y forzado por lo exiguo de su caudal, discute de modo peregrino con el dueño del potro para alcanzarlo más barato. El trato dura; el vendedor, a quien urge la venta, pues la ruindad de la cabalgadura es imagen de la pobreza de su dueño, cede al cabo; y el nuevo caballero da veinte sueldos galicanos por el potro.

Más allá se ve tratar a dos desconocidos pagando a lomos cien sueldos por un mulo a un siervo del obispo, quince por una yegua vieja a un infanzón del conde que gobierna Luna, y, sorprendidos, admiran un caballo bayo de la alzada, estampa y pelo mayor a dos juntos, por el que entregan también hasta cien sueldos. .

No es empresa fácil abrirse paso por medio del mercado. Como las gentes de León han de proveerse en él de semana en semana de todo lo preciso para el vivir diario, y aun de lo superfluo, que como indispensable les reclama también el regalo y adorno de su persona y casa, la ciudad se ha vaciado toda en la explanada situada, mirando al mediodía, fuera de las murallas. Hay ya algunas tiendas dentro de la cerca que ciñe la agrupación urbana; pero unas se han abierto para remedio de los más pobres, cuya penuria no les permite hacer acopio un día a la semana de lo más necesario, y otras han surgido al calor del lujo, para ofrecer a los ricos que viven o vienen a León, pan tierno, bocados exquisitos, carnes frescas, joyas y bellos paños Ni aquéllas por lo mísero, ni éstas por lo escogido de los productos en que trafican, bastan al aprovisionamiento de la ciudad. El número de todas es, además, pequeño, no llegan tal vez al de los cuatro Evangelistas, y el vecindario acude todas las cuartas ferias al mercado, a vender y a comprar, que pocos dejan de ser a la vez mercaderes y consumidores. Unos venden las galochas, abarcas y zapatones que han fabricado durante la semana, para comprar nabos, sebo, pan, vino, una pierna de carnero, cecina de vaca o de castrón y, si los hay, algunos lomos; y otros el trigo o el vino que les sobra, cabezas de ganado menor, lino, legumbres o alguna res envejecida en el trabajo o desgraciada en accidente fortuito, para adquirir rejas de arado, espadas y monturas o para mercar sayas, mudas de mesa, tapetes y plumacios.

A vender y a comprar acuden al mercado también los aldeanos del alfoz e incluso los ricos propietarios laicos y los numerosos monasterios de la campiña leonesa. Lo reducido y lo disperso de sus pobres dominios, por lo general grandes tan sólo en parangón con las pequeñas parcelas que poseen los más de los labriegos, les impide vivir de sus propios recursos y les fuerza a enviar sus mayordomos o vaheas a León las cuartas ferias. Ni aun los más poderosos pueden bastarse a sí mismos económicamente. Necesitan vender los sobrantes de sus cosechas o de sus ganados para adquirir enseres de labor o de casa, prendas de lujo, armas, arreos de caballo o productos alimenticios de comarcas extrañas. Se mueven, por tanto, sin remedio, dentro de la órbita comercial de la ciudad vecina, y con frecuencia, de una parte sus bolsas bien repletas y de otra sus gentes, sus ganados o sus carros –cargados de cereales, de legumbres o de frutas–, contribuyen a hacer del mercado leonés centro de contratación importantísimo, por el que no se puede marchar sin embarazo.

Al dejar atrás el teso del ganado cruzan primero tus ojos por entre algunos labriegos y varios mayordomos de diversas iglesias y magnates que, al socaire de sus asnos o al pie de sus carretas, venden, en sacos, cebada, centeno, trigo y mijo. Cuando pasan por frente a los criados del monasterio de Abeliare, ven medir a una panadera de León varios modios de trigo a sueldo el modio. No les sorprende el precio. De antiguo es el modio de trigo, como también la oveja, valor equivalente al sueldo, y a menudo han visto pagar en modios o en ovejas, tierras, ganados o mercaderías ajustados en sueldos.

Más allá atraviesan entre los hortelanos de la ciudad y del alfoz. Para gozar de sombra –el sol calienta hoy después de haber estado oculto entre nubes varios días– los hortelanos han armado sus miserables toldos. Han clavado en el suelo gruesos troncos, han cruzado dos ramas por los dos agujeros abiertos en los palos, unos dedos antes de su remate superior, y han tendido, sobre las dos varas aspadas, un sucio pedazo de lienzo moreno. Bajo estos tenderetes, en grandes banastas hechas con delgadas tiras de castaño, haya o sauce, o en cestos, cuévanos, carguillas o talegas de mimbre, ofrecen manzanas, ajos, cebollas, uvas, higos, peras, castañas, nueces y otras mil frutas y hortalizas diversas. Empiezan ya a venderse también nabos tempranos, alimento fundamental en todos los yantares leoneses y de los que hacen por tanto, gran acopio las mujerucas de León vestidas de ordinario con sayas bermejas y amarillas. Un hombre al servicio de los canónigos de Santa María elige ahora en uno de los puestos referidos los mejores higos que ha logrado encontrar en el mercado. No son para la mesa del capítulo, sino para la del monarca, pues mientras el soberano habita en la ciudad han de proveerla de higos y de postre los capitulares de León.

El sayón viene recaudando las maquillas del rey, los derechos que pertenecen al monarca, impuesto que pagan cuantos llevan algo a vender al marcado de León las cuartas ferias. Por cada carreta de nabos exige tres denarios, uno por la carga de cada pollino y un puñado de nabos a los labriegos que vienen a pie con las alforjas llenas. De cada carro de ajos o cebollas toma veinte ristras de ocho cabezas, diez ristras por la carga de un asno y cinco por la de un peón, y en proporción análoga cobra maquillas de las castañas, peras, nueces y demás productos que se venden en aquella zona del mercado.

Desde allí te encaminas hacia poniente, donde se agrupan pellejos de vino de Toro y de aceite de Zamora, traídos de las márgenes del Duero por recuas leonesas; varios sacos de sal, venidos a lomos de pollinos desde las salinas de Castilla; ramas de urce para encender el fuego, sebo, cestos con gallinas y palomas, cera, miel, pimiento, grandes patos, queso, sícera, es decir, sidra del país o de Asturias y numerosas grullas, que crían para el mercado de León las gentes de una aldea vecina, los moradores de Grullarios. El sayón cobra una emina por cada carro de sal, un sueldo y una olla de vino por cada carreta de pellejos o cubas, quince cuartillos a los vinateros por la carga de cada asno, y así de la cera, grullas, gallinas y palomas. Los pellejos de aceite están ya desinflados. No viene aceite a León todas las cuartas ferias, sino de tarde en tarde, y el día que aparecen con él las recuas de Zamora, en las primeras horas del mercado se lo disputan los siervos de cocina del obispo, del conde, de palacio y de algunos ricoshombres. La disputa se explica; no es siempre fácil proveerse de manteca en cantidad bastante, es insufrible el sabor del sebo en las comidas, y da mejor gusto en ellas el aceite de olivas que el de linaza –de uso muy general, procedente del Órbigo –, y que el de nueces, fabricado en el país o traído de Asturias, pero también difícil de encontrar y de adquirir. Hoy se han terminado los pellejos venidos de Zamora más temprano que nunca, porque unos hombres del monasterio de Escalada han acudido de mañana al mercado y han adquirido cuanto aceite han podido cargar en sus carretas. Mozárabes aún algunos monjes de aquel claustro y acostumbrados al aceite andaluz o toledano, por todos los medios a su alcance pesquisan el rico producto de aquellas luminosas campiñas que les vieron nacer.

Tus pies dan finalmente en este lugar, donde tratas de aposentar buenamente los bienes restantes tras el paso del sayón mientras, resguardados por toldos parecidos a los usados por los hortelanos, los industriales de León y su alfoz venden, hacia saliente del mercado, diversos utensilios de uso diario en las casas de los artesanos y de los labradores, de la ciudad y de las aldeas. Sentadas detrás de sus cántaros, ollas, pucheros, barreños y cazuelas de barro rojo vidriado en su interior, unas mujeres de Nava de Olleros, cejijuntas, de pómulos salientes, pelo entrecano y tez morena, esperan comprador a sus cacharros. A su lado otras mujerucas de Tornarios venden zapicos o jarros y platos, fuentes, domas y herradas de madera. Junto a ellas unos mozos, de manos ennegrecidas y de rostros ahumados, ofrecen instrumentos de hierro, latón, acero y cobre. Sobre mantas raídas tienen hachas, hoces, azadas, azuelas, candados, cuchillos y tenazas; amontonadas junto a las mantas varias rejas de arado, y delante largas filas de trébedes, morteros, sartenes, cuencos y calderos, entre los que figuran algunos de latón. Un siervo de cocina del obispo, que ha comprado entero un pellejo de aceite, elige en este instante unas enormes trébedes, y un rústico de Trobajos trata de convencer a Domingo, el herrero, de que gana, al cambiarle por una carga de nabos y de trigo, un caldero, un hacha, un cuchillo y una reja.

Actividad frenética de unos y otrs te despierta en parte de tu mutismo. Las mercancías no se venden solas y el día avanza presto con las gentes dejando dineros en bolsas ajenas. Es turno de traer unas pocas monedas a tu bolsa para luego dejarlas en las de otros. Tu vida no se presenta fácil, nunca consigues suficiente con el mercadeo de productos, así que tratas de mantener la casa famliar, actuando en tugurios por algo de comida, comerciando mercancía de dudosa procedencia y escamoteando de cuando en vez el pago de las tasas, como muchos paisanos leoneses.

Tu padre difícilmente da con sus pies en camino, los inviernos no perdonan y donde sus manos vierten experiencia es en las mamas de las vacas, los ollares de los caballos y las pezuñas de las mulas, administrando emplastos allá donde surge el furúnculo o la fiebre y machacando hierbas para sacar su jugo. Poca ayuda puedes prestar, pues andáis muy necesitados de tiempo y dineros, pasando penurias más tiempo que alegrías, tratando de llevar algo a la boca y calor a los huesos en vuestra vivenda de una única estancia. Las voces aclamando las bondades de los bienes reclaman tu atención y tus elogios hacia los beneficios de la sal, la cerveza y el grano resuenan en el aire cargado de humanidad del mercado.

 

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08/11/2010, 16:11
Osorio Recaderiz

Preparo mis exiguas mercancias para exibirlas a los ojos de las gentes que caminan por el mercado y me preparo para un dia de duro trabajo.

- ¡La mejor cerveza de Leon, vengan y compren la mejor cerveza de toda la region! - comienzo a gritar - hecha por los monjes de los montañas gallegas solo para unos pocos provilegiados! ¡Vengan y compren algo que seguramente no podran volver a probaran jamas!

- ¡Señora, Acerquese! !Mire aqui el mejor grano, parece que tiene el color de sol!

- ¡Vengan y compren Sal para salar sus comidas, vean que pura y sin humedad ninguna. Acerquense a mi humilde puesto y se sorprenderan!

Y asi continuo la mañana intentando atraer a la gente para que vean mis mercancias hasta que el sol del medio dia empieza a hacer sentir su fuerza. En ese momento me tomo un descanso para tomar un poco de vino y una manzana resguardandome a la sombre que me da mi fiel mula "Narizona", y asi poder recuperar fuerzas para el resto de la jorndada.

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22/06/2011, 18:11
Director

"No envidies a otros. Para nuestra familia, el camino, es nuestra propia biblioteca. Cada posada, una lección. Cada paso que damos, una nueva palabra."

Esas habían sido las últimas palabras de Gencus antes de su última desaparición. De ello, distaban ya más de seis estaciones y, no parecía que aquello fuese para corto. Vuestra familia, era el último eufemismo que se te hubiese ocurrido para describir a vuestros ancestros. No conocías a nadie siquiera remotamente ligado a vosotros. Había gentes sí, personas y personas, como guijarros del camino en todos y cada uno de vuestros viajes. Muchos parecían conocer a Gencus, o al menos a alguna de sus caras. Tu mismo habías descubierto a una el mismo día en que tus padres se habían desecho de ti.

No los culpabas, habías visto la miseria en el camino. Lo salvaje de la subsistencia entre los páramos de los reinos cristianos. No era una excusa cierto es pero, tu vida no había cambiado demasiado en su apariencia. Viajabas; solo o acompañado, según el camino te ofreciera la oportunidad. Gencus, el hombre sin rostro, así te había adiestrado. Cada lugar tenía múltiples aspectos; cada evento podía marcar el camino. Para Gencus, o al menos así lo creías, la vida, con todos sus momentos; pasados, presentes y futuros, se enmarañaba en un velo de conexiones. Como si de un tejido se tratase. Si sabías tirar de un hilo, una parte del tapiz se desenmarañaba, permitiendote echar un vistazo rápido a lo que sucedía detrás, antes de que subitamente volviese a cambiar.

"El destino es un artesano incansable; teje un tapiz de capas y capas, usa hebras de diferente naturaleza que unen los eventos y en sí mismo los desencadenan. Arroja un guijarro y harás tropezar al caballo del rey en su carga. Ciertoes, una individuo común, no puede desentrañar que eslabones pertenecen a cada cadena pero, los que poseen nuestras capacidades, nuestro entendimiento, y pueden abstraer sus esencia, pueden provocar cambios que afecten a generaciones.

Observa, relaciona, intuye, pero no intervengas. No, al menos que seas capaz de establecer las consecuencias últimas detrás de tus actos."

Gencus había sospesado tu expresión.

"¿Cuándo?"

Había preguntado robando tus palabras.

"No tengas prisa. En su momento, lo sabrás. Por el momento, limítate a observar."


Y eso hacías. Caminabas, observabas y llegabas a tus propias conclusiones. Te hubiese gustado contar con alguien con quien contrastarlas pero, ¿alguien entendería los desvaríos derivados de las enseñanzas de Gencus?

Lo dudabas, pero no por ello dejabas de caminar. A cada paso, ciertas frases de su cháchara, parecían arrojar luz sobre enventos que presenciabas. Así que por el momento, no dudabas.

 

En ese mismo momento un golpe en tu hombro te hizo regresar al presente. Parecía increible que los ecos de la muchedumbre hubiesen desaparecido. Pero desde que Gencus te iniciara en el arte de la abstractio, conocías esas sensación. Cuando te abstraías, todo a tu alrededor se volvía más lento, como si las gentes, al caminar, avanzasen contra un fuerte viento en todas direcciones. Los sonidos desaparecían pero sin embargo, los detalles se volvían más vívidos, como iluminados bajo el haz de una vela. Una vez dentro, costaba mucho salir del estado de la abstractio. Te habías preguntado en infinidad de ocasiones, que sucedería si en alguna ocasión no lograses salir del trance. E

¿Envejecerías sin siquiera saberlo?

Ese tipo de elucubraciones te intranquilizaban. Recordabas haberte abstraido con Gencus. Como tu conciencia regresaba mucho antes que la suya. Y mientras el permanecía en aquel lugar de eterno silencio, donde la vida parecía detenerse, su cara parecía esculpida en granito. Al regresar, nunca hablaba claramente. Siempre aquella cháchara suya.

Lo cierto era, que pese a tu temor. La abstracción era atrayente. Cuanto más la temías, más creías necesitarla. Era útil en sus aspectos más complejos aplicados a vuestra capacidad. Pero incluso más a la hora del día a día. En ese mismo momento allí, en la plaza del mercado de León; estabas seguro de que nadie había reparado en que el bodeguero que descargaba del carro los barriles frente a tus ojos, había asesinado a más de un hombre; mientras que un poco más allá, donde se elevaban las voces de los comerciantes de paño, el mercader de prominente papada, no vería más amaneceres que los de aquella feria. Y un poco más allá, un comerciante sencillo, alto y robusto con media melena y barba, vestido con ropas de vieja gastadas cuyo puesto aparentaba albergar todo tipo de quincalla y artilugios, era más de lo que aparentaba.

Durante un momento, centraste nuevamente tu mirada en ese último. Parecía obsevar minuciosamente a cada persona mientras los gritos se elevaban en la densidad del calor humano y animal por iguales. Había atraido a una buena cantidad de mujeres a su puesto. Algunas probaban su cerveza y sonreían satisfechas, pero era evidente que la mercancía que querían no se guardaba en aquella madera. El hombre poseía un magnetismo natural aunque no parecía del todo consciente del uso que le proporcionaba. Sencillamente era su naturaleza. Y a su vez, su naturaleza le infundía cierto temor.

Tus viajes te habían llevado desde la base de los mismo Pirineos hasta la urbe. En Pamplona, alguien parecía haber visto a Gencus, o al menos a alguno de sus rostros. Su ruta parecía seguir el camino del apóstol y recordabas haber mantenido un par de estancias en un asentamiento en la costa del reino de galicia, más allá de la tumba del discípulo de Cristo.

No era un viaje demasiado largo y no recordabas haber mantenido una conversación con nadie de la Orden en mucho tiempo. Sabías por los mensajes, que se avecinaba un concilio, nunca habías acudido a ninguno. No os encontrábais a gusto entre gente de vuestras características. El origen de Gencus lo complicaba todo; sangre, linajes y todo lo que rodeaba a esas relaciones eran un auténtico quebradero de cabeza y Gencus, en más de una ocasión te había comentado que desentrañar las madejas de otros dotados solía resultar en acontecimientos funestos.


Entretenido, mantuviste tu mirada fija en sus movimientos durante un buen trecho. De todo aquello parecía salir un desencadenante común. Y no parecía muy a favor de aquel hombre.

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24/06/2011, 16:34
Director

Dos sacas de sal, dos más de grano y unos cuantos picheles de cerveza amarga habían cambiado de manos con sus correspondientes cobres en tu bolsa. No era mala pesca para un las primeras luces del mercado, cuando este todavía no había despuntado.

Pero más que mercancía y metales, la clientela te repartía sonrisas. Tus buenos cinco pies y medio de altura empapados en sudor al cargar y descargar la mercancía, hacían que tus ropas cubrieran tanto tu piel como las capas de una cebolla. No tardarías en dar cuenta de que la mayor parte de tus reclamos iban a caer en oidos de mujeres, ya entradas en edad, que se desprendían de los pasos de sus hombres para acudir atraídas por la musicalidad de tu voz. 

Rápidamente, la situación se volvió propicia. Usando ese leve acento afrutado tan característico de aquellos que habían transitado palabras en el Camino del Apóstol, donde trovadores, francos y provenzales desgranaban parte de sus encantos; endosabas halagos y encantos bastante acertados. Las monedas empezaban a fluir con mayor celeridad, para desaparecer bajo tu mandil. Estabas convencido de que en ese momento hubieras sido capaz de vender un hueso a un fanado.

- Buen mercader, ¿tendríais la bondad de acercarle una saca a mi siervo para que pueda trasegarla a mi hacienda? - preguntaba una mujer cercana a la treintena calzada en fino paño.

- No podría mi señora - respondías para sorpresa de la dama - Yo soy vuestro humilde siervo, en ese caso habría de abandonar mis puesto y al resto de mis clientes. ¿Acaso pretendáis arruinarme mi señora? - argumentábas ante una cada vez más sonrojada y complacida fémina.

Esa mujer se había llevado dos sacas de trigo. Amén de tres pañuelos, un sayo y un tonel de vino. Tu habías conservado la localización de su hacienda y una invitación durante el viaje de su esposo.


La mañana se  mantenía ya avanzada, para cuando sentiste por primera vez el beso de la desconfianza y la envidia de los comerciantes más cercanos. Tus ventas habían inflado el ego de los más veteranos y las miradas de recelo hacia tu puesto comenzaron a preocuparte.

- Vos muchaço, si quieres mujeres harías bien de poner tu puesto dos calles más abajo, con las putas. Seguro darían buena cuenta de un pellejo joven como el tuyo. Aquí se está a vender, no ha tratar de meter la verga en cada agujero que pase por delante - escupió un viejo picado de viruela de un puesto aledaño.

Se notaba que era fiel cliente de algún tugurio. Sus mejillas estaban arreboladas en rojo, con una maraña de pequeñas venas cada vez más henchidas. Sabías de él su nombre, Marcelo; un comerciante de Toledo venido a menos. Probablemente por su afición a los malos vinos o tal vez los malos vinos eran la recompensa por unas malas ventas, igual te daba.

Las ventas eran buenas, pero si iban acompañadas por la juventud, siempre se podía acabar en medio de una trifulca, con el almotacén* interviniendo o peor aún, con una cuchillada en algún callejón oscuro.

No es que pecases de avaricia, más bien lo contrario. Pero te quemaba cuando algún aprovechado pretendía marcar con su infortunio tus espaldas. Marcelo era un borracho sí, pero hasta un borracho podía dar problemas si levantaba revuelo. Y estaba ese asunto...procurabas no llamar la atención, pero siempre terminaba por pasar lo mismo. Allá donde fueras, ya fuera por suerte, por labia o por tu presencia, atraías la atención.

Dicho y hecho fue. Las quejas de Marcelo comenzaron a propagarse como el fuego en los tejados. Eran varios los que lamentaban su falta de atino ese día. Tu fortuna, o tu saber hacer, pintaron una diana sobre se rostro anguloso y de atractivos rasgos perlado en sudor.


Si había algo que odiase un almotacén, era que los gritos de los comerciantes ahogasen el de las monedas repiqueteando. Cobraban su estipendio directamente del Concejo de la ciudad, una buena parte de los impuestos por ferias y mercados así que, cuantos más vellones y dineros pasasen de manos, más caían titineando en sus bolsas. Una trifulca en medio del mercado podía espantar a la clientela y echar a perder un día de mercado y ese, era el mercado más importante de la semana.

Notas de juego

* Cargo público de los municipios que se encargaba de vigilar la corrección del peso y las medidas empleadas para la mercancía en los mercados, así como de la moneda empleada en las transacciones.