Partida Rol por web

El Fuego

Santiago de Compostela

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24/09/2010, 19:57
Director
Sólo para el director

¹Por una ancha calzada, cuyo pavimento de pequeños guijarros muestra, en sus frecuentes baches y descarnaduras, el descuido de los hombres, caminas seguido de un vieja y terca mula, precedido por las gentes que atraviesan lla misma senda buscando arribar a la plaza de grano de la urbe legionensis. Es una mañana tibia de Abril, en cuarta feria, día dedicado a Mercurio., como decían los romanos. El aire mantiene echado una cortina de arena sobre tus ojos, que adquiere la estación antes de que las lluvias logren posar el polvo que levantase el próximo estío. Tus pasos mantienen los de sendos ricoshombres, seguidos de sus gentes, aprovechando su ilustre y disuasorio porte a lomos de dos hermosos potros, uno castaño, el otro bayo. Señores y vasallos cruzan el páramo leonés. A izquierda y derecha del camino se extiende la suave llanura ondulada. A su vista se ofrecen simientes verantes a la espera de amarillear, barbechos que esperan la semilla, praderas, campos de lino, frondosas viñas que no brindan ya negros racimos entre sus verdes pámpanos, grandes choperas en la orilla de los arroyos y ríos, y al norte, la silueta oscura de los montes lejanos.

La luz de la mañana permite divisar a la izquierda de la calzada que siguen los jinetes alguna míseras aldeas, cuyas casas de barro y ramaje ya seco, paenas se destacan del rojizo suelo. Junto al camino, un grupo de labriegos on remozan la tierra en el barbecho para favorecer el aposentado de la futura semilla. Son juniores o tributarios de Santa María, que prestan las habituales sernas, obligadas jornadas de trabajo que deben prestar varias veces al año, en las tierras cuyos productos íntegros se reservan para sus cellarios o graneros la iglesia de León.

Al cruzar el Porma, les alcanzan unos mercaderes judíos que traen en su recua ricas sedas, tapices y brocados de las tierras de los musulmanes y otros diversos productos obtenidos de los bizantinos y los al-andalusies. Han traficado con cierto éxito en Castilla, viéndose cada vez más al norte, seguramente huyendo de las zonas e la extremadura, donde sus extrañas costumbres serían mayormente perseguidas por los moros. Acomodaron los hebreos el  paso de sus cabalgaduras al de los jinetes, apurando el paso para llegar en buena hora al mercado y platicando todos ellos, pues eran todos latinados, acercándose a León.

Durante sus viaje, parecen explicar como sus mentes se sobrecogieron ante la sencillez y simetría de la iglesia de San Miguel, la de Escalada, instalada en el pequeño cerro pelado que ve correr a sus pies el anchuroso Esla. El dialogar ameno acorta los caminos, si bien no entiendes nada, si puedes apreciar los ricos matices de sus gestos y entonaciones, más de lo que pueda ofrecerte el rechinante quejido de tu mula. Cruzando ya el Torio por un viejo puente adelantas a varios labriegos del alfoz que, erguidos sobre sus asnos, llevan en sus cuévanos o cestos, nabos, ajos, cebollas y castañas, y a varios campesinos de Macellarios¹, que, también caballeros en pollinos, traen a León carne, sebo y cecina.

Una lenta carreta de bueyes cargada de madera queda, como los labriegos, rezagada, y llegan al mercado. Apiñada la muchedumbre de gentes se estruja, grita, discute, gesticula. Los colores vivos de las túnicas o sayas de las mujeres, y de los jubones, sayos y mantos de los hombres destacan sobre el fondo gris oscuro de los lienzos de muralla que empieza a dorar el sol del mediodía. Se oyen voces humanas, sonar de esquilas, mugidos y relinchos. Los judíos avanzan como pueden por medio de aquella masa en que se funden hombres, bestias y mercaderías. Las gentes armadas que acompañan a los dos caballeros se desvían hacia saliente para entrar en León por la Puerta del Obispo, y sólo queda junto a ellos su siervo que, con treinta vacas, un toro y dos perros, les habían cambio por unas tierras.

Tu pasos persiguen sin embargo, los lienzos de las murallas cara al sur, buscando la Puerta del Obispo, conocida así por dar paso a la Plaza del Mercado de León. Gentes apiñadas, mulas, bueyes y mercancías despramadas por la explanada del camino esperan rezongando delante de tres hombres. El más enjuto de ellos reclama a los dos guardias la revisión de todas las pertenencias de labriegos, rústicos, mercaderes y demás allegados a León. Si fuere todo correcto, el cobro se efectuaría según lo estipulado por mandato real. En caso de que el cobrador sospechase de estafa, sendos guardias que flanqueaban a este, no tendrían reparo en emplear una violencia desmedida para efectuar el cobro. Esa mañana nadie parecía quere tentar su suerte, pero en otras ocasiones más de uno daba con sus dientes y costillas en suelo, para acabar unos saltando y otras restallando producto de las inmisericordes patadas recibidas. Aprovechando el tumúlto muchos comercian con sus prevendas y bienes, legando a despejarse en cierta medida la puerta entre aquellos registrados y otros satisfechas sus aspiraciones.

La buena mula se introduce por callejas empedradas flanquadas por las apretadas cinturas de las vivendas y talleres camino a la plaza. Mansamente se detiene en el tenso del ganado. Dos leoneses comen grandes rebanadas de pan y refrescan la garganta empinando una bota llena de vino rascante del país. Celebran el alboroque con que acaban de cerrar su trato . El que con rostro más alegre moja con el vino el gaznate ha vendido al otro una yunta de novillos. Son dos hermosos animales, uno berrendo y otro blanco; pero ha recibido por ellos veinte sueldos y está satisfecho de su venta. Un su compadre ha vendido tres bueyes óptimos en doce sueldos, y a lo sumo por dos bueyes, con su atondo y su carro, se han pagado en el mercado último quince sueldos romanos. Supera incluso el precio conseguido por cada uno de sus novillos al de seis sueldos en que se ha mercado un buey negro, orgullo de su dueño. Y se explica por ello el regocijo del afortunado vendedor que obsequia con su bota a los testigos de su éxito.

Junto al grupo que come, bebe y ríe se vende una vaca preñada en doce sueldos; un campesino pide cuatro por un asno gigante; un aldeano ofrece ocho denarios por un cerdo cebado; se compran cien ovejas en cien sueldos, una cabra en un modio de trigo, y se tantean potros, mulas, yeguas y pollinos. Los mula, curiosa de parecer vuelve a detener sus pasos ante un corro que presencia interesado el regateo de un feo potro de color morcillo. El comprador es un villano de Castrrojeriz, venido a León a liquidar la herencia de una tía. Ha vendido un herrén, un linar y su parte en unos molinos del Torío, y es tal su impaciencia por convertirse en caballero que no espera a volver a su tierra para comprar un caballo. Ha obtenido unos sesenta sueldos por esos bienes, divisa o partija que le había tocado al repartir con sus hermanos la herencia referida. La cifra de los sesenta sueldos es reducida. No le permite adquirir un buen caballo, que se cotiza a muy altos precios en todos los mercados del reino de León. El caballo es indispensable para la guerra con el moro y alcanza un valor elevadísimo en proporción al conseguido por las demás especies animales. Después de la batalla de Simancas, en que perecieron tantos brutos y jugaron tan decisivo papel los jinetes cristianos, los reyes distinguen a los caballeros con marcada preferencia, la demanda de cabalgaduras ha crecido y es más que difícil adquirir una de ellas. Un gallego unido al grupo que presencia el trato refiere en este punto que ha visto cambiar en su tierra, por ocho y por seis bueyes, un caballo castaño y otro bayo como los que montaban los jinetes de la Puerta del Obispo. No aceptarían ellos un cambio semejante. Exigirían de diez a veinte bueyes, o un centenar de sueldos, a lo menos, y en León vale un caballo de cuarenta a sesenta, es decir, de cuarenta a sesenta ovejas, de seis a doce bueyes como mínimo.

El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de altos borrenes en diez sueldos; pero no puede emplear los cincuenta restantes en mercar el caballo, porque necesita adquirir el atondo propio de todo caballarius, y ha de comprar aún: cabezada, pretal, riendas, freno y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura, y escudo, espada y lanza, para su equipo personal. Ha encontrado un potro morcillo huesudo y con mal pelo, por lo que su dueño le pide treinta sueldos. No le satisface la estampa de la bestia; pero con la esperanza de engordarla, y forzado por lo exiguo de su caudal, discute de modo peregrino con el dueño del potro para alcanzarlo más barato. El trato dura; el vendedor, a quien urge la venta, pues la ruindad de la cabalgadura es imagen de la pobreza de su dueño, cede al cabo; y el nuevo caballero da veinte sueldos galicanos por el potro. Más se ve pagar diez sueldos por un mulo a un siervo del obispo, quince por una yegua vieja a un infanzón del conde que gobierna Luna, y, sorprendidos, las gentes admiran un caballo bayo de la alzada, estampa y pelo superior a dos mismos, por el que entregan también hasta cien sueldos.

Las gentes mantienen diatribas entre gritos, empellones y calumnias. En tu carro se pueden ver un par e cestas con grano, un gran saca con sal y un par de barriles de cerveza ahora tibia.