Partida Rol por web

Por la mente de la Maca pasaron en un flash, en el tiempo que dura la descarga de una sinapsis neuronal a otra, miles y miles de imágenes. De recuerdos. La niñez, y ese mocoso de pelo rizado sacándole la lengua. El abuelo, su risa franca, y cuando se ponía serio de golpe. Ella, haciéndose mujer, pasándolo mal, y su primo, sacándola de un apuro grave. Y él, haciéndose hombre sin llegar a conseguirlo, arrastrándose por ese lodo furioso, pasándolo peor, mientras ella trataba de sacarle de un apuro grave tras otro.

Pasaron juntos, atropellándose en esa sinapsis, tan entremezclados y tan imbrincados que no podían separase los rizos de los tacones.

Y en esa fracción de millonésima de segundo, en ese relámpago de neurotransmisores, Macarena, que nada ha podido calibrar ni sopesar, ha decidido.

-¡Niño! ¡Vamos, joder!

Se paró en seco, dejando que ese rubio inglés se largara, permitiendo que ese poli incoherente les ayudara con la pistola, mientras ella se agachaba y cogía del sobaco al Chapas, mientras lo agarraba con fuerza y tironeaba de él para obligarle a levantarse, obligarle a correr. Mientras sabía a ciencia cierta que se le echaban encima esos ladridos, y los colmillos con ellos, esa palabra escupidas en otro idioma que, ¡joder! también entendía, aunque esta vez comprender era lo fácil...

-¡Arriba, ya!

Agustín siguió al Ingles cuando este comenzó a correr, lo ultimo que vio fue que el policía, el mago y el chapas, venían hacia ellos tres, siguió y no se volteo en ningún momento, puede que no allá escuchado los gritos de Domingo o los de Maca insistiendo al Chapas a que se parase, puede que allá estado muy aterrorizado para voltear y mirar si aun sus compañeros lo seguían, puede que a Agustín simplemente le importara su vida antes que las de los demás.
Pero lo importante es que el ex carcelario corría como si el mismísimo lucifer lo persiguiera, dejo de sentir la fría lluvia y la blandes del suelo ante sus pasos, solo sentía su corazones golpear con fuerza y sus pulmones comenzó a gritar de dolor por respirar tan rápido el frió aire del lugar.

El pánico rubricando la voz de su guía fue lo peor, lo que acabó por desquiciarle, peor aún que la orden. Entonces había sonado aquel estrépito, de alguien que caía de bruces, y Elías había girado la cabeza, sin frenarse, los perros ya llegaban, para ver a Domingo alzar a Ricardo por las axilas, y casi había chocado con Macarena, quien se había detenido en seco justo enfrente y ahora retrocedía para ayudarlos, y él… volvía a enfilar el callejón, donde Cornellius ya había desaparecido y Agustín comenzaba a hacerlo. ¿Y él qué iba a hacer? ¿Correría para salvar su propio pellejo? Eso pareció, puesto que continuó corriendo hasta la embocadura, pero se detuvo allí, temblando como una hoja en otoño, maldito fuese el miedo que anulaba la identidad o bien la regresaba a su esencia. Se agarró al quicio, incapaz de articular palabra, asomando apenas la cabeza. ¡Los perros, por los clavos de cristo, no podía verlos aún, pero ya se les echaban encima, iban a destrozarlos!

Entre la Maca y Domingo intentaban levantar al Chapas quien, con el contacto humano, pareció recuperar un poco de entereza. La mínima al menos para alzarse y trastabillear hacia el callejón. El viejo policía se vio entonces casi cegado por la linterna. Alzó la pistola a ciegas.

Dos enormes mastines saltaron entonces por el aire hacia los tres fugitivos. Desde la entrada del callejón Elías contemplaba aquella escena bizarra casi a cámara lenta. Los perros eran enormes, del tamaño quizás de un hombre, pero esqueléticos y negros. Parecía como si hubieran ardido en el infierno durante el tiempo suficiente como para volverse totalmente locos. Sus fauces enormes, llenas de colmillos afilados, babeaban buscando el cuello de sus víctimas. Pero lo peor era el individuo que los seguía, el que había soltado las cadenas y enfocaba con su linterna al grupo. Un hombre alto, vestido de negro, cuyo rostro tapaba una máscara antigas de la primera Guerra Mundial. No. No era una máscara. ¡Era su rostro! Inhumano, carente de piedad o expresión. Sus manos eran garras afiladas.

A sus espaldas Agustín solo escuchaba gritos y ladridos. Corría como nunca había corrido, sabiendo que detenerse podría significar su muerte. Había escuchado muchas veces que la gente desesperada es la que realiza las mayores proezas. Él estaba dispuesto a correr durante horas si era necesario para dejar atrás a lo que fuera que los perseguía. En el fondo, aunque odiaba pensarlo, sabía que tenía la ventaja de que los otros entretendrían a sus perseguidores: les darían una oportunidad. ¡Él no tenía la culpa! ¡Era una locura pararse! ¿Qué iban a ganar muriendo todos?

Le sacó de su desesperado pensamiento el tipo que corría delante de él. En lugar de seguir hacia el final del callejón se detuvo de pronto y se tiró al suelo. ¿Qué hacía? De pronto Agustín se dio cuenta: había un ventanuco abierto que conducía a un sótano. No era fácil colarse por allí, pero el inglés lo estaba haciendo rápidamente, dejandose piel y carne en el proceso. ¿Por qué no seguía corriendo? No había tiempo para preguntárselo, el tipo ya se había escurrido hacia el interior de aquel sótano. 

Si la situación era tan peligrosa como para auto flagelarse intentando escapar Agustín trago saliva y no lo pensó, se arrojo al suelo y se arrastro por el hueco con sus brazos, tratando de agazaparse lo mas posible, pero aun así, los clavos y vidrios se quedaban con partes de sus brazos y se mezclaban con la sangre que el Ingles dejo en ellos al pasar, mordió con fuerza, hasta que callo al suelo del sótano, con sus brazos ensangrentados y doloridos.

Domingo reculó unos pasos con la mirada fija en los enormes perros. Las manos no se separaban del revolver apuntando al primero de los perros que se acercaba.

Dió un paso para colocarse delante de la Maca y el Chapas y soltó dos descargas del revolver que resonaron ahogadas en la oscuridad de la noche.

—Vamos, largaos de aquí joder. Vamos Ricardo, vamos —continuaba arengando al muchacho mientras lo protegía con su cuerpo.

La cabeza iba a estallarle. Estaba disparando sobre una criatura digna de sueño pero todo esto parecía muy real. El miedo era real, muy real y el frio sudor que caía por la frente de Domingo le reafirmaba en la teoría de la realidad absurda que estaba viviendo.

Domingo disparó su arma dos veces. La oscura sangre del perro salpicó el asfalto mientras el hombre de negro que iba detrás lanzaba algún tipo de improperio. Los canes no se detuvieron pese al fragor de los disparos. El individuo avanzó unos metros siguiendo a los animales mientras levantaba un enorme revolver que recordaba a una magnum. Domingo sintió la sangre antes de darse cuenta de que el individuo le había disparado casi a bocajarro. Una fea herida crecía en su hombro izquierdo y manchaba su sudada camisa. 

Mientras se arrastraba en la oscuridad sintiendo como se rasgaba su carne Agustín escuchó tres disparos. Aunque hasta el momento habían oído tiros en la lejanía, voces y explosiones, estos impactos sonaban terriblemente cerca: a la entrada del callejón.

Se tiró al suelo de lo que parecía ser una especie de sótano de madera, intentando ver a su alrededor. La luz que entraba por el mismo ventanuco por el que se habían colado era tan escasa que sólo permitía adivinar unos barriles apilados y unas escaleras de madera que ascendían.

- Maldita sea su estampa.- gruñó William en la oscuridad, junto a la escalera - El Enisäntzer los va a hacer trizas... Jodidos locos...

Murmuró unas palabras por lo bajo que Agustín no llegó a entender. Luego sacó de su bolsillo una pequeña piedra de cristal azulado, casi transparente. Ignoraba totalmente a su acompañante, enfrascado tan sólo en mirar aquella pequeña joya del tamaño de un pulgar. En el interior de la misma podía verse una voluta de humo atrapada que se retorcía.

- Mierda, mierda...- murmuraba dubitativo mientras miraba la pequeña piedra

Si pensar ya ha dejado de ser una opción desde hace rato, ahora mismo el sentimiento le gana la partida no sólo a la razón, se la gana incluso al instinto.

La Maca ve crecer la mancha escarlata por el rabillo del ojo, asida como está al Chapas, entre subida y bajada de párpado, entre ida y vuelta de pupila. Una danza lenta, extrañamente sincopada, una danza de miradas, de ladridos y gritos, de imágenes y sonidos catapultados a la retina y al cerebro con el estallido de las balas.

Casi sin esfuerzo, con un movimiento coordinado que es fruto de la inercia regida por el miedo, una de sus manos, la buena, se dirige al interior de su bolso. Si no fuera por lo incongruente parecería que va a sacar un pitillo. O quizá no tanto, en este delirio absurdo. Pero no, la Maca saca una navaja que poco tiene que envidiar a la del Agustín.

No se detiene para ayudar a Domingo, un destello de tristeza y de impotencia es cuanto cruza con el poli, si es que éste alcanza a verlo. Su carrera sigue adelante, tirando de su primo, navaja en ristre. Puede que si se muere aquí, en esta pesadilla, ella también lo haga. Pero no sin llevarse por delante un perro, sea éste animal o humano...

El perro infernal se abalanzaba sobre la Maca que, impotente e incapaz de seguir avanzando a la vez que se defendía, soltó una cuchillada al animal. La cosa terminó en un rasguño para el animal, que aunque ya había sido herido gravemente por Domingo, seguía en sus trece de atacar a los fugitivos, azuzado como estaba por su siniestro dueño. Por fortuna para la chica el animal estaba tan enfurecido que no acertó más que a babear en su rostro. ¡Al menos Ricardo había logrado levantarse del suelo!

Como tratándose de cubrir del frió, busco tapar sus brazos ensangrentados, pero estos dolían como el demonio apenas se toca las heridas, no podía saber que tan profundos eran los cortes a causa de la poca luz, pero por el dolor pudo intuir que no seria mortal. Se acerco con ojos curiosos al Ingles y trato de mirar la piedra que sostenía entre sus dedos, estar junto aquel extraño le trasmitía seguridad, al parecer en este mundo no eran muy distinto a las calles de Madrid, donde conocer la gente y el lugar te podía dar mas posibilidades de sobrevivir.

-El eni...sas...ter que? que mierda era eso? y que es lo que tanto miras?

Elías había estado esforzándose por seguir la secuencia desde su posición, puesto que un coche carbonizado naufragaba en su perspectiva. Estaba entreviendo a Domingo y Macarena inclinándose para ayudar a Ricardo, aquel bueno para nada, cuando el silencio súbito de los perros le había hecho desviar la mirada hacia su izquierda, justo a tiempo para verlos irrumpir en escena: dos lebreles monstruosos que en veloz carrera hacían desaparecer sus cuerpos martirizados detrás del armazón de metal. Y no había podido dejar de vislumbrar a su amo, una suerte de engendro que se apresuraba por la avenida empuñando un arma de fuego. En trance de mascar el horror, dos explosiones habían resonado en el sentido opuesto, acompañadas de sendos fogonazos, moviéndolo a acuclillarse y encogerse en su esquina. Estirando el cuello como una garza pudo captar a través de las ventanillas, de forma fragmentaria, la pugna que aquellas tres personas, la extraña compañía con que el destino le había obsequiado, comenzaban a sostener con los monstruos. Y entonces, la réplica de la presencia espantosa y rezagada quebró del todo su entereza: el cañón de la pistola aún flameaba bajo la lluvia y ya Elías emprendía la retirada por el callejón, tras la pista de Cornellius y Agustín, con menos remordimiento que pánico.

Elías corría alejándose de la escena brutal. ¿Dónde estaban los otros dos? No los veía a través del callejón lleno de basura, de fragmentos de realidad rotos. Pero ¡no podían haber corrido tanto! Fue entonces cuando vislumbró un movimiento: había un ventanuco abierto que conducía a un sótano. No era fácil colarse por allí debido a su terrible estechez, pero el viejo mago llegó a ver como una zapatilla de deporte desaparecía por él. ¡Era Agustín! ¡Se estaban escondiendo en el sótano de uno de los edificios!

El segundo perro llegaba azuzado por el olor de la sangre. Se abalanzó como un demonio sobre Domingo mordiendo el brazo del policía, que notó como la dentellada rasgaba su carne. Aguantando el dolor golpeó al perro en el hocico para apartarlo un poco y tenerlo a tiro.

El Chapas por fin logró levantarse del todo. Desesperado cogió un tubo de metal del suelo. Los perros ladraban encima del grupo y el enorme soldado negro parecía disfrutar de la escena mientras apuntaba desde unos metros atrás hacia Domingo...

El individuo apretó el puño alrededor de la joya, tapándola de la vista de Agustín:

- ¡Es un Sueño hecho Realidad! Un conjuro muy poderoso... podría convocar algo que nos protegiera pero la pregunta es ¿vale la pena? Maldita sea... el que importaba era Bonabre... Pero ¿cuánto importaba?

Unos pasos se aproximaban corriendo por el callejón.

- ¡Silencio! ¿Quién viene?- dijo susurrando y agachándose al borde de la ventana, en la oscuridad, de tal forma que podía ver quien venía sin que desde fuera lo viesen a él.

Se echó la mano al brazo dolorido y volvió a descargar como por instinto sobre el perro que tenía a mano. Quizá la acción más lógica había sido disparar al que le amenazaba desde la lejanía pero el policía sólo podía pensar en su brazo dolorido.

Pensó en correr pero la Maca y el Chapas estaban ahí, no podía dejarles atrás. Su código ético, ese código ético que había aprendido en la academia iba a acabar esta vez con su vida.

—Vamonos joder, correr, al puto callejón. ¡CORRER! —gritaba tras el disparo.

Domingo caminaba, corría rápidamente sin perder la mirada a sus atacante, sin perder la mirada a los muchachos.