Partida Rol por web

El hombre del traje gris

Proyecciones

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18/11/2009, 13:31
Macarena
Sólo para el director

El reflejo le devolvió su propio yo, deformado, y en su rostro surcado de lagrimones de rimmel la Maca vio algo más allá del miedo y de la incomprensión. Vió impotencia, resignación a algo que de ningún modo controlaba, que estaba más allá de ella, que estaba sucediendo sin su intervención, a su pesar y arrollándola. Y mientras sentía eso en su carne, en su alma, mientras sus ojos se llenaban de esa evidencia de sí misma, las palabras del inglés navegaban hacia su conciencia como buques fantasma en una noche de tormenta, en un infierno imposible, en un mundo de realidad rasgada.

Pero comprendió. Extrañamente, entendió lo que quería decir, lo aceptó, y no tuvo que pensar demasiado. No, no tuvo que pensar nada.

En ese rostro de franjas negras se vio a sí misma en otro espejo, en otro lugar, las mismas veredas de lagrimones de rimmel, la misma mirada de impotencia y resignación. Porque tendría que vivir con ello para siempre, ahora ese recuerdo formaba parte de sí misma, y ya nada lo arrancaría de allí, sin desgajarla.

Estaba como ahora de pie, frente a ese otro espejo, y, como ahora, la ropa destrozada, ropa de muñeca hecha girones. Estaba en un urinario público, en el metro. Era de noche, aunque eso no importaba. A su lado, en el suelo, una bolsa de plástico con su ropa de colegiala, encima de la pica del lavabo los trastos de maquillaje, un bote de laca y el peine. Una bota a medio colocar, así la había encontrado ese tipo. Había quedado con sus amigas para al cabo de media hora, iban a "destrozar la noche". Llevaban un par de meses haciéndolo, en secreto. Salían de clase y las tres decían que iban a dormir en casa de otra. Se cambiaban en el metro y salían a por todas. A por todas...

Dieciocho años.

Parecía imposible, pero entonces aún era virgen. Se había pasado esos dieciocho años en un cole de monjas, creyendo que el mundo era jauja, y la vida de color de rosa. Y había puesto de su parte para romper ese esquema, había sido valiente: ella y sus amigas habían decidido salir a la calle, y estaba decidida a perder esa virginidad. Encontraría pronto a un chico, no buscaba el amor de su vida, no, buscaba a un chico que supiera lo que hacía, y que la hiciera volar, que le mostrara que aquello que la gente veneraba, el sexo, el placer, era un sueño por el que valía la pena haber esperado.
Esa noche venía de su casa, y habían quedado en un local. Pero antes, tenía que "arreglarse". Cambiarse. Lo hizo en el metro, una vez más. Una estación solitaria, vacía. El lavabo.

Cuando estaba con una bota a medio poner, entró ese tipo en el urinario. -"Eh, que es el de señoras...!" le espetó. Pero el tío no dijo nada. La miró, los ojos entornados. Tendría los cincuenta, o más. Inmenso, barrigudo. Arrastraba una fregona, y un cubo medio lleno de agua sucia. Y un también sucio mono de trabajo abotonado, manchurreado, grasiento, era lo que llevaba puesto. Lo recordaba bien, en detalle... el detalle que da la proximidad.

Empujó la puerta tras él, miró el reloj de la pared, y sacó una llave. Y cerró. "-¡Eh! !¿Pero qué hace...?!" No dijo nada. Se acercó, seguía mirándola, con los ojos entornados. Dejó el cubo en el suelo, y con una rapidez inexplicable descargó sobre la sien de Macarena un puño como un mazo. El palo de la fregona cayó, el ruído sonó en su cabeza, rebotando. Casi al mismo tiempo ella, que había empezado a retroceder a saltos, aún sólo una bota puesta, supo que no podría evitarlo. Lo que fuera. Su rostro se descompuso, y se tiñó de impotencia. El dolor la invadió, temió perder el conocomiento, pero no. No. Sólo una arcada profunda, inmensa, que afloró desde su estómago hasta los labios recién pintados, que le hizo abrir la boca como un pez fuera del agua. "-Así, así vas bien." Su voz era amable, jodidamente amable, perdidamente amable.

Con un zarpazo le rasgó la ropa de muñeca, uno de sus pechos quedó bajo su mano, él impasible. Subió la mano, hasta su hombro. Ella no podía moverse, sentía las lágrimas deslizarse por sus mejillas, el martilleo en la sien golpeada taladrando su cerebro, y la impotencia taladrando su voluntad. La mano en su hombro la empujó, de pronto, hacia abajo, con fuerza, y ella cayó de rodillas. La otra mano desabotonaba ya el mugriento mono. Sintió como la apretaba contra la tela, el hedor, terrible. Otra arcada, y ya no pudo cerrar la boca.

Apenas unos minutos.

Ahora se veía ahí. De nuevo. Sola de nuevo, mirándose al espejo, la ropa hecha girones, su rostro surcado de lagrimones de rimmel. Lavándose la boca una y otra vez. Vomitando, lavándose de nuevo.
La impotencia, la vergüenza, la humillación. Y tener que seguir viviendo.

Aquel día recogió sus cosas, se lavó la cara, se hizo un nudo en la blusa, se maquilló otra vez. Cuando se reunió con sus amigas, no dijo nada. Nunca se enteraron. Pero, nunca fue la misma.
...

Ahora, la Maca, mirando el reflejo de sí misma, escapó de él. Hacia él.
Corrió hacia sí misma, rechazó el sentimiento, la razón, se resignó una vez más. Y saltó hacia la superfície de cristal.

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18/11/2009, 23:42
Director

La Maca miraba fijamente aquel espejo. En su rostro una lágrima se derramaba lentamente cruzando sus mejillas. Entonces, sin mediar palabra, sin mirar a los demás se lanzó de frente contra su propio reflejo. Por un momento los demás esperaron verla estrellarse contra la pared reflectante... pero no fue así. Atravesó limpiamente la superficie como quien se sumergía en un imposible lago vertical. Un sólo instante después ya no quedaba rastro de la chica.

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18/11/2009, 23:56
Agustín Morales Sierra
Sólo para el director

Agustín trago saliva y se asomo al espejo, miro sus celestes ojos en su reflejo, por alguna razón callo en la cuenta de que estaban apagados no tenían el brillo que tenían cuando era niño, luego su figura se encogió a un chico de 17 o 18 años tal ves con la mirada perdida en sus pies Agustín agacha la cabeza tratando de ver lo que su reflejo ve y ve a el hombre que asesino, levanta la mirada hacia su reflejo y se ve a ese mismo chico pero esta ves cubierto de sangre, se arrodilla y abrasa a un hombre inerte tendido en el suelo y como una tubo fluorescente recién encendiéndose es cuerpo parpadeaba y cambiaba, un momento era su victima y en otro la victima de su victima.
La imagen del cadáver de padre tan fresca y real, no como la tenia en su mente, casi difuminada lo hace volver emocionalmente a ese momento, lo hace sentirse de nuevo con miedo e impotencia una abrumadora impotencia que lo hace llorar no por tristes, si no por odio, se muerde el labio fuertemente y estira los brazos para intentar abrasar a ese chico de 18 años y decirle que no se preocupe, que todo va a salir bien. Que el culpable ya a pagado peero por mas que estire sus brazo no lo alcanza y se va metiendo mas y mas en el espejo.

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19/11/2009, 21:34
Director

Agustín se lanzó tras la Maca. Por un instante, por un corto instante, pareció que el matón no lo lograría... Pero en el último momento el cristal se plegó ante su voluntad y le permitió el paso...

Sólo quedaban Elías y Domingo espectantes ante el espejo.

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23/11/2009, 13:04
Domingo Torres
Sólo para el director

Domingo estaba perdiendo el duelo con lo real. Sus rectos valores, el consejo de su padre de permanecer siempre con los pies en el suelo, estaban a punto de desmoronarse frente a un simple espejo.

Dio ligero paso al frente definiendo que él sería el siguiente en enfrentarse a la irracional factura del espejo y lo miró.

En un primer instante se vio claramente demacrado, exactamente como debía de estar después de la terrible lucha contra los horribles perros. Pronto cambiaba casi a ojos vista.

Se hacía más y más joven y se encontraba sentado en el despacho de Velez. Una lágrima de derrota surcaba su mejilla.

—Tu sabrás donde te metes Domingo, si me aceptas un consejo, no hagas tratos con esa gente —le decía Velez.

Pronto se encontraba en mitad de un parte solitario. Alrededor multitudes de pandilleros sobrevivían ante la mierda de vida a la que les habían conducidos los juegos sucios que se traían.

—Joder, Domingo, porque no fuiste fuerte la primera vez —se repetía.

Conocía a muchos de ellos. A muchos les había dado cancha alguna vez, confiando en que lo entenderían. Y se equivocaba.

Ahora frente al espejo se sucedían decenas de escenas que atormentaban al viejo policía. Se sentía una mera marioneta alejada del mundo real. Quizá esto fuera consecuencia de sus actos. Quizá el portugués estaba ahí porque en su día Domingo aceptó algo que no debió aceptar. Quizá esta mierda fuera consecuencia de sus actos.

Atormentado dio un paso más con la mano al frente hasta tocar el espejo. El corazón palpitaba a un ritmo aterrador. Y cerró los ojos...

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23/11/2009, 18:12
Elías Bonabre
Sólo para el director

“La libertad, ¿este era el tema?”, se debatía Elías con Elías, como Jacob con el ángel, luchando a brazo partido.

Porque ni siquiera lo había intuido en esta peripecia, que se trataba de eso; instintos más neutros lo habían movido, la domesticación del animal en fuga, de modo que en aquella correspondencia de un ascenso y un descenso, Elías no había acertado a ver un propósito aquilatado, un alambicado proceso del espíritu, ninguna alegoría en absoluto, sino que se había entregado, más bien, a graduar el vacío de la precipitación en el registro de los hechos indistinguibles de las impresiones (o estas inextirpables de aquellos), prometiéndose la supervivencia del testigo, viviéndose en la paráfrasis:

las efigies sanguinolentas de Domingo y Ricardo -ambos heridos con indefinición, como conviene en los sueños-; los rieles de angustia en las mejillas de unos, su implacable ausencia en las de otros; el patetismo de Domingo en su intento de recomponerse, la asistencia remordida de Macarena y su primo; a la señal de Cornellius, la indignación del héroe; érase una muchacha a un cigarrillo pegada, Ricardo y él mismo los vagones de cola; el asfalto minado y el pálpito de una deuda: un agradecimiento para con el policía.

“Y que el espejo nos acoja en su seno, amén”, pensó el mago, sucumbiendo a un continuado pestañeo.

Había interrumpido sus reflexiones sobre esas barreras a las que Cornellius se había referido, que no existían más que en la propia mente y que habría que sortear, barreras que no eran sino el remate de unas imponentes murallas que yacían enterradas, ceñidoras de ciudades olvidadas que los arqueólogos de la conciencia consideraban tabú: “no descubráis las ruinas que nos sustentan, es mejor no averiguar qué actos sangrientos impusieron con su fundación a la raza humana”.

Pero a Elías le costaba trabajo concentrarse para encontrar lo demandado, su yo más odioso, porque se sentía perplejo ante las desapariciones sucesivas, maravillosamente reconcentradas, de Cornellius, de Macarena, de Agustín; y temeroso, porque era imposible saber si estaban a salvo; y miserable, porque la sombra de Domingo era alargada; y un punto contrito, porque a pesar de su edad, todavía andaba apurando heces de justicia en lo que debía ser hecho, como huir entonces.

Para un hombre de escenario como Elías, su peores papeles no podían estimarse en esos dramas sobrenaturales que venían siendo la tónica, ni en los dilemas de opereta ni en las traiciones de vodevil; no, la expresión más insoportable de la infamia acontecía en donde no había guión ni alguien que diese el pie ni oportunidad de dar la nota, e iba dejándole añicos de su máscara de conformidad en los momentos de automatismo (cuando se ocupaba de su aseo, por ejemplo), en los tiempos muertos (en cuanto se le secaba el pozo de la disciplina), o en recuerdos muy concretos de su infancia (esa época que se vive en la ilusión de la irresponsabilidad). Las malevolencias de poca monta, la cobardía, la falsedad, las culpas no visitadas por ninguna virtud (el abuso de confianza y la delación, como apuntó Borges), esas mezquindades que no hay hombre que no padezca, le componían la faz, pero sin tumulto: una única,
clara,
distinta,
desoladora en cuanto verdadera,
faz.

Y, reparando en la infancia, su mente ya había iniciado una marcha inexorable de lo abstracto a lo concreto: Elías opinaba que esa suerte de banalidad del mal (por supuesto, una variedad mucho menos cuadriculada que la que Hanna Arendt pusiera de relieve en la actuación de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial) estaba en los genes de los argentinos con toda evidencia, y por tanto, en él mismo: ¿qué podía decirse de un país que había firmado las recientes leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, sancionando la primera la impunidad de los militares por la desaparición de treinta mil personas y la segunda eximiendo a la masa de los militares de la responsabilidad en los delitos cometidos bajo mandato castrense?

Ya casi estaba, unos pasos más en su biografía y…: su madre, Rosa Renán, una mujer medrosa de por sí, había recurrido a la familia española para poner pies en polvorosa, entonces que todavía la extrema inestabilidad social no había desembocado en un Proceso de Reorganización Nacional, por impedir que sus dos hijos (“sobre todo Elías, mi pobrecito Elías”) tuviesen que pagar por los pecados del padre, Horacio Bonabre, propietario de una ferretería, miembro de un club de lectura marxista con sede en la trastienda y muerto de una embolia algunos años antes del golpe. Elías, que había vivido hasta los cuarenta en la calle Garay, en el barrio de Constitución, hasta ese exilio voluntario en el 76, consideraba que la sumisión a los desvelos maternos le había hecho hacer el ridículo ante sí mismo, consintiendo en dejar todo atrás: su trabajo en el café Emporio, sus cultivadas amistades, su fama, sus amantes… ¡El ridículo, ahí estaba la madre del cordero, cuántas veces lo había hecho, el ridículo, la suma de todos sus ascos, el nombre del mal, que radicaba en la renuncia a la libertad, en la heteronomía del amor, en la carrera destructiva hacia el objeto amado, enquistado en la calle Garay para siempre!

Blas Donotti era uno de los hijos del ferroviario, muy desarrollado para su edad, trece años, para catorce, un descarado, fumador, hermoso, moreno, de ojos verdes, un apunte de galán. Blas y su compinche, Honrado, habían permitido que Elías, un año menor, los acompañase durante todo ese verano, para mortificarlo, y él se dejaba, claro, dócil, locamente enamorado. Fue en una de esas tardes tórridas porteñas, durante las vacaciones de Enero, en el sótano de una casa semi-derruida donde se escondían para fumar, cuando Blas sacó a relucir esa mirada interesada, la petición de que les presentase a su hermanita, estaban aburridos, pero ella es chica, no sé cuántos años menor, pero chica, que se la veía bien linda, Adelita, para qué, el aburrimiento, le insistieron, no supo negarse, muriéndose por complacerle, qué no hubiera hecho por el ser amado. Así que luego de engatusarla con unas golosinas, la condujo al lugar, amordazando el sentido común, está oscuro allá abajo, hermanito, y la humedad pasó a convertirse para él en el olor de la culpa. Blas y el compinche recibieron a Adelita con sonrisas de carnívoro, Elías, insoportablemente desmañado, estorbándole todo el cuerpo, sobre todo las manos, y bien, aquí está, sos un buen amigo, para qué la quieren, oh, muy bien sabía él para qué la querían, cómo iba a sorprenderse de lo que pasó, el acoso primero, el arrinconarla, el manoseo, el descorrerse de las cremalleras, la incredulidad ante la traición que reflejaban los ojos grandes, enormes de su hermana, los ojos de la humanidad, mirándolo, las yemas nuevas del pecado disparándose desde las braguetas, el cerco inexpugnable de sus figuras restregándose por la faldita azul, azul, así vestía Adelita ese día, pero sí sorprendido por su propia reacción, relamerse sin pudor en la contemplación de la anatomía bulbosa de los muchachos, un gesto de indiferencia, de impaciencia incluso, ante las súplicas de la chiquilla, la crueldad suficiente del sumiso, el desdén incluso, la excitación un poco más compungida cuando los llantos comenzaron, el espectáculo de ese abuso a las cuatro de la tarde, el apretón en uno de los bracitos, el postrarla en el suelo ese Honrado –el que sobraba en el cuadro, el maldito-, de rodillas, punteándole las comisuras con los glandes enrojecidos, chupá, chupá, y él allí de pie, sintiéndose de repente como un pasmarote, con la esquina del pánico clavándosele en la espina, se lo contará a nuestros padres, sin arrepentimiento todavía, miedo ruin sólo, saca la lengua, hasta sus fosas llegaba el olor a pescado, que todo lo inundaba, pescado picante, la operación de fimosis de Blas evidentísima, la mácula en el efebo, la náusea súbita, las manitas de Adelita atrapando el miembro, el puñetazo imperioso en su cabecita, chupá, niñata, la pobre cabecita de Adela, hermano, hermanito, cuántas lágrimas puede sorber una persona antes de ahogarse, la voz potente desde arriba de las escaleras, entonces, la voz de dios, qué hacéis ahí abajo, niños, en lo oscuro, dios entornando los ojos para distinguirlos, un nostálgico de las ruinas, salid de ahí, podéis haceros daño, estáis locos, los brutos presentaron entonces sus caras infantiles, detestables, la inmadurez del mal, enfundándose las pollas a la carrera, la niña sorbiéndose los mocos, la mente de Elías abismándose, Blas y Honrado ya han salido, luego Adelita, cabizbaja, Elías ocultándose en la sombra, tendiéndose de espaldas sobre el piso de baldosas, sin encontrar un nombre para lo que ha hecho, los ecos de la riña allá arriba, se lo diré a vuestros padres, Elías, inmóvil, en lo oscuro, fijando los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera y queriendo morir, de vergüenza, de inanidad, lo mismo da, adivinándose como ahora delante del espejo implacable, o recordándose, da lo mismo.

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23/11/2009, 23:31
Director

El espejo succionó a Elías casi de inmediato, ansioso como un amante insatisfecho. Por un momento el viejo mago se preguntó acaso si aquella entidad cristalina no se alimentaba quizás de sus pecados, de sus culpas, de sus miserias. Si así era desde luego no devoraba sin rastro... Al contrario: dejaba el poso del asco tan marcado que por un momento el argentino deseó no salvarse, quedar allí atrapado, sufrir la muerte más cruel como expiación de los pecados.

Pero sólo fue un momento, un espejismo, una idea loca rápidamente deshechada. El espejo lo abrazó y Elías se dejó abrazar. Como siempre él se salvaría. Que otros pagasen sus culpas.

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23/11/2009, 23:36
Director

El viejo policía estaba deshecho: física y moralmente. Lo último que necesitaba era mirar aquel reflejo maltrecho de cuerpo y alma. Pero lo miró. No era difícil sentirse culpable. A lo largo de su carrera Domingo conoció la verdad pero sólo ahora llegó a comprenderla totalmente: nadie es inocente. Hasta el alma más inmaculada guarda un atisbo de oscuridad que espera tan sólo una pequeña oportunidad para devorar la bondad que pueda albergar un corazón. Nadie es inocente, todos somos culpables. Pero hay culpas que pesan más que otras. Es la única satisfacción que le queda a la humanidad. Echarle la culpa de todo a quien es más malvado que nosotros, porque si no fuera así ¿qué esperanza nos quedaría?

El espejo se combó para recibir en su interior al policía...

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23/11/2009, 23:40
Director

Sólo quedaba Rircardo. ¿Por dónde empezar? El muchacho miró hacia el espejo y se vio totalmente desdibujado. Aquel fracaso de persona que jamás había sido capaz de domar una voluntad tan voluble que ni siquiera en el sexo era capaz de decidir si prefería a hombres, mujeres o a ambos... El Chapas, que merecido apodo por sus trabajos en Lavapiés. ¿Y qué importaba? Un día moriría de sobredosis y a nadie le importaría. Le lloraría la Maca, seguro, pero ¿qué sabría ella? Había hecho tantas cosas malas. Intento recordar la peor sólo para buscar un sentido al paso del Espejo. Y entonces recordó... Recordó lo peor... Porque hasta ese momento no lo sabía. Era algo tan terrible que ni siquiera él había sido quien de encararlo. Normalmente el Chapas buscaba una disculpa, un sanbenito que cargara con la culpa. No fui yo... fueron mis amigos. Pero esta vez, esta vez había sido él...

Y todos lo oyeron gritar mientras se lanzaban hacia el espejo:

- ¡Yo no quería abuelo! ¡Me obligaron! 

En ese momento se lanzó contra la superficie del cristal... Y el espejo lo engulló deliciosamente, saboreando la culpa más terrible, porque no hay mayor culpable que el que no conoce su culpa.

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23/11/2009, 23:58
Director

Notas de juego

Seguimos en Siempre hay un lugar llamado hogar.