Partida Rol por web

Le Fin Absolue du Monde

Poenitentiam agite (Capítulo I)

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19/09/2015, 01:31
Director

La ciudad estaba atestada y llena de pavor.

Las noticias eran alarmantes, y lo habían sido desde hacía semanas. El ejército del Diablo no era una fantasmagoría, si no algo tangible, sumamente destructivo. Las legiones de los muertos paseaban a su antojo por Italia, en un paseo militar que empequeñecía al de Carlos VIII de Francia en la Guerra del Yeso.

Lodi, en el ducado de Milán, había caído hacía escasos dos días. El gobernador había decidido que Milán no podía acoger a más refugiados, así que fueron reconducidos a otros castillos y ciudades. Pero ahora se rumoreaba que el ejército de Satán había puesto cerco a Pavía, y las noticias eran recientes. No había que ser un gran estratega para saber que lo que estaban haciendo era comerse el ducado, plaza a plaza, reservando la capital para el final.

El gobernador Trivulzio tenía órdenes de resistir. Órdenes del rey de Francia. Ninguna potencia quería que el ducado cayese, y habían prometido refuerzos. Los cantones suizos, el próximo objetivo de los seres del inframundo, estaban unos kilómetros más allá, ocupando los pasos alpinos que debían cruzar para llegar a Francia o el Sacro Imperio. Por eso, el rey Luis XII quería asegurar en Milán una frontera, tanto como lo quería el emperador Maximiliano o el gobierno cantonal suizo. Milán debía resistir, no retórica ni metafóricamente.

Por eso, se habían institucionalizado varias políticas para controlar a tan grande población. Se recompensaba el trabajo el obras públicas con ración asegurada, y se dejaba entrar en la ciudad a aquellas personas que vinieran con carretas o fardos cargadas de suministros, sobre todo comida. Ya había suficientes manos vacías a las que alimentar en caso de asedio. La desesperación obró milagros en éste sentido, y a base de esquilmar (a veces por la fuerza) a las regiones circundantes, muchos ganaron su pasaje de entrada. Después de todo, todas aquellas reses, el grano de los pósitos y los caballos caerían en manos del enemigo si se los dejaba en campo abierto.

Por último, y no menos siniestro, todos los hombres hábiles y capaces de empuñar un arma podían presentarse voluntarios, con ración de comida asegurada, en la guardia de la ciudad a las órdenes del gobernador. Se sacaron para ello armas de las armerías, y se vigilaba estrechamente, instalando horcas en las principales plazas de la ciudad, que los nuevos reclutas recibían una instrucción básica, y no utilizaban las armas para para atropellar a la población y robarle a los refugiados lo poco que tenían. Sin embargo, fue menester colgar a muchos, siempre con la precaución de tirarlos por la muralla, enterrarlos o quemar los cuerpos. Se rumoreaba que muchos difuntos volvían a la vida, para engrosar el ejército del Demonio.

Evitando lo que sucedió en Lodi, relatado por los supervivientes, se puso a trabajar a las manos ociosas, tapiando el viejo sistema de alcantarrillado para evitar que por él entraran las criaturas demoniacas. Eso complicó todavía más la sanidad en la ciudad.

Milán era, pues, un caos. Una ciudad cerrada, que cada día lo estaba más. La tensión y el miedo eran un caldo de cultivo que propiciaba el atropello y los desmanes. Se penaba el derrotismo como si fuera alta traición, y cualquiera que fuera escuchado pregonando que todo era vano, o que debían rendirse, era conducido discretamente por la guardia de la ciudad y silenciado de una u otra manera.

La ciudad estaba sucia, superpoblada. Pronto las enfermedades se propagarían en aquel caldo de cultivo. Aquel barril de pólvora al que se suponía última defensa de Italia, y muro de la Cristiandad. El gobernador se planteaba echar gente, pero también sabía que aquello era servir en bandeja al enemigo a aquellas personas, muchas de las cuales podían seguir siendo útiles. Además, ellos sabían que los rumores tenían algo de cierto, y que posiblemente los muertos pudieran levantarse para engrosar las legiones infernales. Convenía, pues, guardar a los vivos, por penoso que fuera. Y en todo ello se mostraba a partes iguales, mezquindad y gran ánimo. Había ejemplos de sacrificio, caridad y valentía, tantos como de cobardía, abuso y falta de humanidad. No era nada nuevo, sin embargo. Los veteranos de guerra conocían bien lo que sucedía en caso de asedio.

Y sin embargo, la pregunta rondaba a todos, de una u otra manera. Si Roma había caído, si los belicosos señores de la Romaña habían caído, si Venecia estaba cayendo, y nada parecía poder detener a la horda. ¿Por que en Milán iba a ser distinto?

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19/09/2015, 01:55
Director

Hacía días que las puertas de la casona estaban atrancadas. De hecho, los bastimentos se subían por las ventanas, con ayuda de cuerdas y poleas. Para tal fin, daban un dinero a los brazos capaces, pues había muchos esperando su turno. Demasiados.

La ciudad no era segura, y los nobles tenían miedo. Pero, a diferencia de otros señores con viejos castillos donde refugiarse, los patricios urbanos no tenían más defensa que las murallas de la ciudad. Y éste era el caso de los Bianchi. Los lacayos y criados estaban armados, y vigilaban la calle con recelo. Allí fuera había multitudes, y todos sabemos lo que pasa cuando se juntan multitudes de la plebe: la cabeza del rico peligra.

La convivencia no habría sido un problema, de no ser por su madrastra. Sus relaciones eran tensas, y normalmente se evadía en lo posible de ella. Pero ahora, el nerviosismo y el peligro hacía que su mundo se estrechara. Ya no se vendían libros, y de hecho algunas imprentas habían sido saqueadas. Los pobres usaban el papel para encender pequeñas hogueras y calentarse por la noche.

Era verano, sin embargo, y gracias a Dios, por que el combustible escaseaba más que la comida. Tanta gente necesitaba hacer fuegos para cocinar, y las armerías seguían trabajando, pues eran necesarias más armas y armaduras para la guardia de la ciudad.

Ahorraba papel, por lo que cosía con la única criada que no había abandonado la casa en busca de su propia familia. Cosían a la luz que entraba por la ventana, aunque no junto a ella. Su padre decía que era mejor que no vieran que había mujeres jóvenes en la casa, o Dios sabe que planearía hacer el populacho.

Las horas pasaban, tensas, con un silencio incómodo, monótonas. Por un lado, ahí dentro estaban seguros. Pero por el otro, sentía que se estaba perdiendo todo lo que pasaba en la ciudad.

El tedio se rompió cuando uno de los lacayos subió a aquella planta, asomándose por la ventana sin reparar en ellas. Al cabo, se giró con un gesto de sorpresa.

-¡Es el joven señor Tiépolo!

Tiépolo, su hermano menor, que se había casado con la hija de un comerciante en Pavía, y se había afincado en dicha ciudad. Su adorado hermano, ahora estaba a las puertas de casa.

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19/09/2015, 02:09
Director

En el Apocalipsis, algunos encontraban la oportunidad de redimirse. El padre Forlani había acogido a muchos refugiados en la nave de la iglesia de San Salvador, y se precisaba ayuda para confortar a tantas almas, curar las heridas y repartir las raciones de comida que el obispado había provisto.

A diferencia del gobernador, para el que toda comida debía ganarse con el sudor de la frente, el obispado seguía la práctica habitual en el día a día de la ciudad: caridad y sopa boba. Era una manera muy efectiva de mantener a la gente cerca de la Iglesia, y que ésta fuera vista como el benefactor del pobre, y no solo una institución terrena que recaudaba impuestos y se disputaba el poder con la nobleza.

Entre los refugiados estaba Giovanna, la ciega, a la que el padre Forlani había ayudado en ocasiones, siendo correspondida por ella con trabajos de criada, en la medida de sus posibilidades. Otras veces, sin embargo, no podía mantenerla, pues eran muchas las personas que necesitaban caridad. Y por eso ella solía malvivir en la calle, contando romances y ayudada de su joven lazarillo Andrea, que era tan pobre como ella y de nación uscoque. También hacían cosas menos confesables, como robar, traficar con información o espiar a sueldo de otra gente. Pero había que ganarse el pan, pues éste no era siempre cosa asegurada.

La última en llegar a la escena, en medio del reparto de pan, fue una persona bastante insospechada. Todos se giraron a mirarla, intrigados por la presencia de una dama de calidad. Venía acompañada por un lacayo armado con espada y broquel, que les miraba con rostro ceñudo. Pero no venían allí a robar, a reclamar o a suponer una carga, si no a ayudar.

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19/09/2015, 02:23
Padre Bartolomeo Forlani

El párroco se acercó a los recién llegados, todavía con la cesta llena de panes bajo el brazo. Les miró, sin entender muy bien que hacían allí. Pero Giulia había decidido que, llegado el fin del mundo, esconderse en su casa era una mezquindad. Tampoco quería vivir a la sombra del gobernador, no cuando había tanta gente que necesitaba cuidados médicos, y a lo único que podían aspirar era a una caterva de desgraciados sacamuelas, más proclives a la sangría que al uso del "bec de corbin" para contener el flujo de la preciosa sangre.

-No hacen falta armas en ésta santa casa -dijo, señalando con el mentón la espada del lacayo.

Luego miró a la dama, cuya presencia allí era una sorpresa, tanto como un peligro. Nadie podía asegurar que el populacho ocioso no quisiera divertirse violándola hasta la saciedad.

-¿Que os trae a ésta humilde parroquia, señora?

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19/09/2015, 02:27
Director

De un plumazo, reclutado para la guardia de la ciudad y el duque de Milán.

Así podría resumirse el encuentro del maestro de esgrima con el capitán de dicha guardia, un sujeto al que conocía (muy a su pesar), por unos asuntos de mujeres que terminaron a estocadas en un callejón oscuro. Nunca había ido a su sala a entrenar, si bien algunos de sus hombres, guardias veteranos, si lo hacían. Gente fanfarrona y altanera, como buenos hombres de milicia, pues no es lo mismo el honroso servicio en el ejército que mantener el orden en las calles por mandato del duque y el gobernador. Aquel era un poder que se ejercía normalmente sobre gente desarmada, y eso, naturalmente, hacía a los hombres propensos al desmán.

La alternativa fue clara: o cierre de la sala de esgrima en lo sucesivo y verse malviviendo en la calle, para aprovechar el espacio en la instalación de los nuevos miembros de la guardia, o unirse a la misma en calidad de maestro de armas, con un sueldo decente y un plato de comida asegurado. Vincenzo podía ser temerario, incluso libertino, pero no tenía un pelo de tonto.

Tanto recluta nuevo necesitaba entrenamiento con las armas, y el patio de armas del Castelo Sforzesco, sede del gobernador y principal fortaleza de la ciudad, era un lugar excelente para darlo. Los tenderos, mozos de cordel y campesinos reclutados para aquella heterogenea fuerza no eran, precisamente, amadises. Pero Roma no se construyó en un día, y el entrenamiento para manejar una espada y un broquel (junto a una lanza, iban a ser las armas que recibiera la mayoría de los reclutas) evolucionaba con los contratiempos habituales en aquella primera semana.

Los suizos, que sumaban un regimiento de dos mil hombres, eran la fuerza principal de la ciudad. Antes eran muchos más, pero el general francés Lautrec, que había llegado con refuerzos del país galo, despobló la plaza hacía tres días, para tratar de romper el cerco a Pavía.

A los esguízaros los mandaba un muy veterano coronel Leupp, antiguo capitán en la guerra contra el duque de Borgoña. Eran la tropa de mayor calidad en la defensa de la ciudad, junto a una compañía de ballesteros y arcabuceros de un condottiero particular apellidado Salviati. Lautrec les había prometido que el rey de Francia había mandado un refuerzo, que llegaría con el señor de la Tremoille y pronto.

Así que los suizos, sometidos a disciplina militar, se dividían entre los ociosos, los que se instruían en movimientos de picas y los que estaban de guardia en las murallas del castillo, junto a los veteranos de la guardia de la ciudad. Los ociosos miraban los torpes movimientos de los reclutas, y se sonreían mientras cataban el vino que, gracias a Dios, no escaseaba tanto como otras cosas. La leña era una de ellas. Afortunadamente, el gobernador mantenía suministros separados para las tropas, pues era consciente de que el peso de la defensa de la ciudad recaía sobre ellas.

El capitán de la compañía de guardia era Sverg Gisler, el superior de Urs. Un hombre grande de espalda ancha y manos fuertes, que daba órdenes con voz recia y mantenía la disciplina aún en aquella tesitura demoníaca.

Hacía dos días que los veían merodear por el campo. El rostro del enemigo. En su mayor parte eran muertos recientes, provocados por toda aquella locura. Muertos de los que habían echado de la ciudad. Algunos no se levantaban, pero otros si lo hacían, vestidos con sus ropas manchadas de sangre, decrépitos. Deambulaban por la campiña, en busca de rezagados a los que matar con sus propias manos. Eran inteligentes, o estaban dominados por un poder maligno, así que usaban con soltura las armas, aunque sus movimientos eran más torpes, lentos y pesados que los de los vivos.

Su número no era muy problemático. No de momento. Sabían que su fuerza estaba concentrada en otro sector, así que los ballesteros de la guardia se entretenían de vez en cuando asateando a alguno. Malditos aficionados...

De ese modo supieron que no era tan fácil matarles. Matar a un muerto es complejo, ciertamente, por que no sienten el dolor. Pero lo que funcionaba con un humano, funcionaba también con ellos. Morían desangrados, si se les alcanzaba en los órganos vitales o se destruía el cerebro. Quizá por eso de éstos muertos andantes, solo se alzaban quizá los hubieran muerto de enfermedad, y no desangrados o por muerte violenta. Esos estaban "realmente muertos". Rematados, por así decirlo. Y consecuentemente, se dió órden de que los cadáveres que se lanzaran al foso dispuesto a tal efecto, se les rematara con un golpe de pico en la cabeza.

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19/09/2015, 02:58
Sverg Gisler

El capitán se rascaba la barba de dos días, mirando a la campiña y luego a sus hombres. Sus hombres le importaban más que los muertos. Mantenerlos unidos, dispuestos a luchar, incluso en aquel caos. Pero justamente por eso, había pocas alternativas: luchar o morir. Y si morían, el ejército del mal atravesaría los pasos de los Alpes, derramándose sobre su patria suiza como una maldición. Matando a sus madres, hermanas y parientes. Defender Milán era defender la antesala de la Confederación Suiza.

-Todos firmes y en su puesto -dijo, abrochándose la bragueta, pues venía de orinar.

De repente, un clarín resonó en la campiña.

-¡Señor, mire!

El soldado que estaba a su derecha señaló a la vieja vía romana que se alejaba en dirección a los Alpes. Y allí, surgiendo de la llanura padana como una larga serpiente de hombres y caballos, venía un pequeño ejército, con la flor de lys por bandera. Los refuerzos prometidos, a cuya cabeza podían verse las brillantes armaduras de la gendarmería del rey Luis, aproximándose a la ciudad.

Un heraldo a caballo se adelantó, escoltado por dos jinetes ligeros, que le quitaron de encima a los muertos, a lanzadas y golpes de espada.

-¡El señor de la Tremoille ha llegado! -gritó el heraldo- ¡Abrid las puertas al ejército del rey Cristianísimo!

El capitán se giró luego a los que estaban de instrucción, y entre ellos, Urs Stoessel.

-Abrid las puertas y cerradlas tras nuestra. Vamos a despejar la campiña, para que lleguen con seguridad.

No había muchos muertos fuera. Dos o tres decenas en los alrededores. Así que con aquella fuerza de 50 hombres debería bastar.

-¡Conmigo! -dijo, tomando su montante de hoja flamigera.

Los reclutas se quedaron impresionados por la marcialidad de aquellos soldados, y sobre todo por su disciplina. El cabo voceó la órden, en su suizo natal, y echaron pica al hombro, flanqueados por los alabarderos, girando sobre sus talones hasta encarar la puerta, ya liberada de los pesados póstigos. Una puerta que se abrió hacia una campiña silenciosa como la misma muerte.

-¡Escuadra de guardia, adelante... marchen!

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19/09/2015, 10:42
Urs Stoessel

Urs se integró en las filas del la compañía de guardia de forma armónica y la formación se compuso con la fluidez de incontables horas de instrucción repitiendo los mismos movimientos. Con la alabrada descansando sombre el hombro, acompasó sus largas zancadas a la marcha de la compañía haciendo que el susurro del sus ropas acuchilladas al andar se sumase al del resto de la tropa.

Era reconfortante hacer algo mecánico y que estaba tan interiorizado como para evadir la mente de lo que había fuera. El enemigo no parecía organizado al otro lado de la muralla, tan solo algunos "muertos" desperdigados que no deberían representar problemas para las picas y alabardas helvéticas. Aun así, Urs se santiguó tres veces. No temía a la muerte en el campo de batalla, pero la fortuna de convertise en una de esas diabólicas criaturas le atenazaba el ánima y ya había hecho un pacto con algunos de los hombres de su compañía con los que más confianza guardaba, primos y vecinos en su mayoría, para que si alguno era herido de muerte, el resto se aseguraría de que no se levantase de nuevo.

Desde su altura privilegiada pudo ver que su repentina salida se debía a la llegada de un ejército, lo cual siempre era una buena nueva, especialmente si entre sus filas marchaba quién había de pagarles, pues bien era cierto que sin plata no hay suizos. En cualquier caso, aquel monarca iba a tener la oportunidad de contemplar a los cuerpos francos en acción y convencerse de lo importante que era aligerar sus arcas para mantener soldados de tal calidad guardando los muros de Milán.

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19/09/2015, 16:42
Giulia Zatelli

Milán era una ciudad en llamas. No literalmente. No aún.

Los rumores, veraces o falsos, se propagaban con la rapidez del fuego y todos decían lo mismo. El fin estaba próximo. Milán caería, pero de momento se erguía como un faro que atraía con su luz a todo aquel que podía escapar de la devastación y de la muerte. Pero nada era gratis y todo aquel que no pudiera pagar su salvoconducto, acabaría deteniendo sus pasos ante las murallas de la ciudad. Un sino que no haría sino alimentar la desesperanza y con ello el odio de aquellos que deseando salvarse tornarían su deseo en una irracional ansia de que Milán cayera como lo habían hecho otras.

Desde su ventana, había visto el ir y venir de los que carecían de un hogar donde dormir, a los que se echaban a un lado de la calle y con mirada perdida dejaban que el tiempo pasara ante ellos sin más afán que respirar una vez más, a la soldadesca que trataba de establecer orden donde solo podía haber caos. Suspiró quedamente. Los buenos días habían terminado y quizás ya no volvieran, mas de hacerlo dependería de lo que todos y cada uno de ellos pudieran aportar, ayudando en lo necesario, renunciando a un egocentrismo que invitaba a encerrarse entre las seguras paredes del hogar haciendo oídos sordos a cuanto acontecía fuera. Y Giulia ya había tomado su decisión, una decisión anterior incluso a la aparición de los ejércitos demoníacos.

La enfermedad devastaría Milán antes de que tuviera lugar la lucha. Lo sabía. La peste, el tifus, la malaria asolarían la ciudad, diezmando su población, convirtiendo aquello en el infierno que algunos tanto temían y que, sin embargo, no vendría de la mano de Lucifer.

Había impartido órdenes entre su servicio, se había vestido del modo más discreto posible, prescindiendo de joyas y afeites innecesarios y acompañada de su lacayo se había dirigido a la iglesia de San Salvador, uno de lo pocos refugios existentes para los enfermos y necesitados. Cruzó el umbral del templo, hizo una breve y rápida genuflexión santiguándose y entró en aquel ambiente que hedía a humanidad y pobreza. Cruzó la muchedumbre allí agolpada que reclamaba su pan de cada día y se detuvo ante el sacerdote que la interceptó.

-Es posible, padre, es posible e incluso deseable que las armas no fueran necesarias, ni aquí ni en ninguna otra parte. Mas vivimos tiempos convulsos y una mujer necesita de ciertas ayudas si se mueve por la ciudad -dijo con un rostro que pese a su seriedad, era demasiado hermoso como para pasar desapercibido-. Respecto a lo que me trae a este templo de Dios, no es otra cosa que el hombre. El hombre y su enfermedad. No necesito confirmación alguna para saber que muchos de los aquí congregados padecerán de diversas enfermedades que necesitarán de atención, enfermedades que de no tratarse, se propagarán convirtiendo un mal menor en nuestra mayor amenaza. Os ofrezco pues mi ayuda, si sois capaz de ver más allá de mis ropas y de mi sexo.

 

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19/09/2015, 16:48
Vincenzo Tataglia

Vincenzo estaba entrenando a un grupo de reclutas, como solía hacerlo desde que 'voluntariamente' se alistó a la fuerza militar de milán.

Los tenía colocados en parejas de a dos, uno enfrente del otro, la clase de hoy versaba sobre la espada, nada complicado, ataque y defensa básica.

-Che, fila derecha, adoptad una buena guardia, fila izquierda, preparaos para empezar el ataque-

Mientras los reclutas adoptaban las posiciones, Vincenzo se pasó entre los mismos, observando si lo estaban haciendo correctamente.

-Che, Otto, sujeta con fuerza la espada, o se te caerá al primer envite-  Golpeó con una vara de madera que portaba para las clases, la espada del recluta, y en efecto, casi la arrancó de sus manos

-Che, Marius, tienes la guardia muy abierta, por ahí puede entrar hasta el mismísimo Lucifer bailando Pavana- apoyó su argumento lanzando una rápida estocada que alcanzó a Marius en el costado

Terminó por pasar entre medio de las dos filas, dando los diversos avisos y apuntes.

-Muy bien, escuadra Pulcini , en estas tres primeras horas de entrenamiento- En este punta los reclutas se quejaron, pues se avecinaba una clase dura en lo físico

-Veremos los fundamentos necesarios para acabar con uno de esos non morti, como protegernos, y como aprovechar sus debilidades-

-Empezamos con secuencia de marcha y fondo a la cabeza, la fila de la defensa, desvien la hoja y golpeen con la empuñadura el rostro del oponente, no todo va a ser mirar y tocarse la nona- Hubo varias risas generalizadas

-Che!, ¿Que coño es esa risa? venga a practicar patanes!-

-Marcha, fondo- hizo una pausa -Marcha, fondo...-

Continuó como en anterioridad, recorriendo las filas para observar como desarrollaban los movimientos, lo cual sin duda alguna, fue cuanto menos, gracioso. No podía esperarse nada más de reclutas recientes.

-Bien, Wilhelm, el fondo un poco corto, pero buen movimiento-

-Klaus, ve más flojo en la respuesta, no quiero lesionados hoy...-

Se paró ante el que probablemente, era el peor de los reclutas, un tal Jurgen, grande y lento, tanto de cabeza como de movimientos, sus pasos eran un horror y una ofensa a la esgrima en general.

-Santa madonna madre del señor supremo!, che, Jurgen ¿Che cosa stai facendo? pareces un tacchino ubriaco, ¿Por que abres tanto las piernas en la marcha? si pareces una puttana  despues del servicio... venga espabila o daré parte al capitán, por falta de interés-

Esta vez, cuando todos rieron, se lo permitió, pues a veces la vergüenza hacia mella en los aprendices, y se esforzaban con más esmero.

-Che, venga, marcha...fondo...marcha...fondo-

 

...................................

 

El entrenamiento se desarrollaba con total normalidad, habían transcurrido dos horas, entre diversos movimientos y poco descanso. Los reclutas se veían cansados, sudados y con ganas inmensas de acabar.

No era un trabajo que le gustase especialmente, ya que era muy diferente enseñar a alumnos el verdadero arte de la espada, bajo los preceptos básicos del Flos Duellatorum, el verdadero arte de la espada, y el desarrollo de la creciente escuela boloñesa. Vincenzo incluso mantenía correspondencia con el maestro Achille Marozzo.

Pero su trabajo actual consistia en otra cosa diferente, apartado de la esencia de la espada. Para aquellos infelices que tendrían que cruzar armas por primera vez en su vida, ¡y contra los esbirros de satán!, la enseñanza era más tosca, efectivista y sencilla. Fintas, paradas, golpes a puntos vitales, defensa, esquiva...

Todo tosco y nada refinado, aunque Vincenzo siempre intentara meter algo de finura en la preparatoria.

Fue en ese punto, casi al finalizar el entrenamiento, cuando Vincenzo vio el agitamiento de los soldados de la muralla, algo se cocía fuera, y al parecer no era bueno, ya que el capitán parecía dispuesto a formar rápidamente a la tropa.

-Che, Pulcini, descansamos por diez minutos-

Tras abandonar momentáneamente a los reclutas, Vincenzo comenzó a dar largas zancadas para alcanzar al capitan

-Che, capitano, ¿que sucede?-  quizás el demonio había decidido finalmente atacar milán, para arrebatarle su alma de libertino y pecador, pero le parecio poco factible, si no, toda MIlán estaría ahora mismo en pie de guerra. Escuchó por boca de los hombres, mientras el capitán tardaba en responderle, que se acercaban caballeros franceses, la tropa de auxilio prometida por el emperador gabacho.

-Capitano, puedo encargarme de los reclutas el tiempo que esté en la campiña, o también podría acompañarle, las gentes de estilo siempre son bien recibidas por los altos dignatarios-

Le hacía gracia aquel hombre grande y bruto, ya lo conocía de antes, y no precisamente por buenos motivos, aaún así no le quedaba otra opción que acatar sus mandatos, pero claro, Vincenzo no era un tipo al uso, y no perdía una ocasión en la que pudiera lanzar alguna de sus observaciones o chanzas.

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19/09/2015, 20:19
Sverg Gisler

Las puertas se iban cerrando, mientras el capitán suizo miraba al maestro, que venía detrás con intenciones de unirse a la tropa. Pero fuera de las murallas, la guardia de la ciudad, todavía con el entrenamiento sin completar, no haría más que estorbar.

-No -dijo, reteniéndole con la mano- Avisad al gobernador, para que reciba al general francés.

Aquel era su cometido inmediato, y no iba a atender a súplicas. Finalmente, las puertas se cerraron en sus narices, y él se dió la vuelta, mirando hacia las puertas del edificio de la Corte Ducale, en esa misma plaza fuerte, al otro lado del gran patio de armas.

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19/09/2015, 20:24
Padre Bartolomeo Forlani

El párroco la miró un momento, y luego se pasó la mano por la barbilla. Iba mal afeitado, y eso era por que no tenía mucho tiempo para si mismo. En cualquier lugar del mundo, excepto en Italia, la noticia de una mujer ejerciendo la cirugía o la medicina causaría escándalo. Así podía suceder en Milán, donde uno debía formar parte del ilustre colegio de cirujanos para ejercer legalmente la profesión (razón por la que ella lo hacía a escondidas).

Pero el caso es que él sabía de las famosas mujeres de Salerno, y no dudaba de que pudiera resultar más útil que una partera.

-Yo no tengo problema. Pero quizá algunos de los enfermos si. Coordinaos con fray Monetta, que ha estado dando las primeras curas hasta ahora.

Tomó sus manos suaves y delicadas y besó el dorso de una manera muy bíblica y cristiana, dando las gracias a Dios por su providencial presencia.

-Instalaos donde más os acomode.

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19/09/2015, 20:34
Director

La iglesia estaba atestada. Podía notarlo de muchas maneras.

Era incómodo, pero al mismo tiempo reconfortaba. Aquellas personas estaban agradecidas, pues dentro de la iglesia no podía esperarse que sufrieran desmanes, se produjeran pillajes o violaciones. El fin del mundo tenía sus ventajas, y una de ellas era que la fe se ponía a prueba. Si existía el Demonio, de forma tangible y evidente, debía existir también Dios. Así que irse de éste mundo faltando el respeto al Altísimo era un pasaje seguro hacia las profundidades del abismo que se abría bajo sus pies.

Tenía una capacha llena de mendrugos de pan, y los iba repartiendo, uno a la vez. Su lazarillo vigilaba que así fuera, impidiendo que nadie echara mano para coger más de lo que correspondía. No era mucho, pero al menos podían comer algo. Otra mucha gente, allí fuera, en la calle, no tenía que comer. La draconiana política del gobernador así lo estipulaba. Y aunque se hacían periódicamente repartos de comida a las masas, para evitar la inanición masiva, lo que se daba no bastaba.

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19/09/2015, 20:43
Andrea

El jovenzuelo la tomó del brazo, que era lo que solía hacer cuando quería que prestara atención a algo que decía, un obstáculo o cualquier otro suceso.

-Ha entrado una señora muy bien vestida, que dice que sabe de cosas de médicos.

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19/09/2015, 20:46
Director

Con paso firme, la tropa cruzó el puente levadizo hasta salir a la campiña tapizada de cadáveres. Los cadáveres de aquellos que, ciertamente, habían pasado a mejor vida y jamás volverían a levantarse.

Era una imagen algo desoladora, pues los cuerpos, tanto de muertos como de vivos, eran en su mayor parte de hombres y mujeres del común. Aunque también había algún soldado, que ya no necesitaría sus armas nunca más. Lo peor fue la imagen de la mujer muerta con el bebé en brazos, que hasta hacía no mucho había llorado. Ahora su triste cuerpecillo era devorado por unos huesudos y demoníacos perros que les ladraron al acercarse. El capitán los espantó, rebanando la cabeza de uno con el montante.

-¡Soldados, alto!

El pisoteo de los zapatos y los botines se detuvo.

-Descansen... picas.

Apoyaron los regatones en el suelo, manteniendo el asta firme en las manos. Y entonces, contemplaron la escena con más detenimiento. Al fondo, lo que había sido un molino en un pequeño afluente del Ticino, ahora solo eran restos carbonizados con cadáveres entreverados de los que todavía salía humo. El hedor y las moscas, habitual paisaje tras una batalla, se acentuaba con el antinatural olor de aquellos muertos en vida.

De momento, vinieron en un número pequeño, asumible, dando pasos torpes.

-Alabarderos, encárguense de lo menudo.

No merecía la pena formar las picas para unos pocos muertos sueltos. Pero vendrían más, por que ya se estaban congregando en la campiña, oliendo la carne de los vivos.

- Tiradas (1)

Notas de juego

DC 12 para atacar. Si se supera la tirada, se tira el daño con arreglo al cálculo del Reglamento (daño base del arma + daño por éxito + aumento de daño por características o ventajas).

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19/09/2015, 21:00
Antonella Bianchi
Sólo para el director

Mientras bordaba junto a la sirvienta, Antonella pensaba en mil cosas, una más descabellada que la otra pero es que su mente siempre volaba a lugares que ni siquiera sabia si existían, quizá si pero no podía firmarlo en un documento; aunque tampoco es que importara mucho para las cosas que acontecían en la ciudad. Hubiera deseado poder escribir algo al respecto, habría deseado que nada de esa sucediera, que fuera lo que parecía: una pesadilla. Se mantenía ocupada que era mucho mejor que pasar tiempo con la mujer de su padre, no sabía en qué momento había permitido aquello o más bien sí lo sabía, en el momento en que ella se había casado. Un suspiro de melancolía se escapó de sus labios, se preguntaba cómo sería su vida si su esposo no hubiera fallecido pero si algo sabía es que de la muerte no hay vuelta atrás, al menos para los humanos comunes como ella y casi que mejor.

Estaba en ello, extrañando a su difunto esposo, maldiciendo a la mujer de su padre cuando de pronto un grito la sacó de sus pensamientos, su hermano, su querido hermano estaba allí. Dejó a un lado la costura y se levantó de súbito sin pensar en nada más. Quería abrazar a su hermano, saber qué había sucedido para que él estuviera allí con ellos pero mientras se acercaba a la salida se detuvo, tenía miedo, claro que lo tenía. Desde que había empezado todo simplemente había permanecido encerrada y su padre siempre insistía en que no debían estar afuera, básicamente permanecer a la intemperie era una condena de muerte. Se sujetó las manos, miró en todas direcciones, en cualquier momento aparecería su padre e irían juntos a recibir a Tiépolo o bien, su amado hermano llegaría hasta donde ella aguardaba ver su rostro.

El tiempo o la distancia parecían cosas inamovibles, una especie de broma macabra: ¿Quieres algo? Ve por él. ¿No tienes el valor? Entonces espera a ver si a la vida le da la regalada gana de entregártelo. Y así, la joven viuda aguardó porque ella no tenía eso que hay que tener para enfrentar situaciones arriesgadas como aquella, aunque realmente no lo era tanto pero para ella, era toda una osadía. Sin atreverse a dar un paso más asomaba un poco la cabeza, esperando vislumbrar a su amado Tiépolo.

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20/09/2015, 13:59
Giulia Zatelli

Renunció al impulso de retirar las manos cuando el sacerdote las tomó entre las suyas para besárselas y asintió levemente. Al menos su presencia no había sido rechazada. Hizo un pequeño gesto a su lacayo para que la acompañara allí donde fuera.

-¿Dónde puedo encontrar a Fray Monetta? ¿Alguien podría conducirme hasta él?

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20/09/2015, 15:40
Giovanna

Lo peor que hay que temer en esta vida no es la muerte, es el miedo.
El miedo te convierte en el más, implacable, imprevisible, incansable y terrible de los enemigos, incluso de ti mismo. Nada es imposible si tienes miedo. El miedo es el arma preferida del caos y el caos no es otra cosa que el infierno, el desorden, la perversión y el retorcimiento de cuanto natural había en el mundo.
Giovanna no era ninguna intelectual, no sabía leer ni escribir, pero si pensaba mucho, su percepción del mundo sensorialmente profunda la conducía a la meditación y análisis del mismo y tal vez su aún viva parte animal le permitía un entendimiento superior al de muchos, pero lo guardaba para sí, no creía que fuera nada importante más que para su propia supervivencia y la de los suyos.
Hacía mucho que había percibido la abrupta irrupción del infierno en el mundo, cualquiera conectado minimamente con la naturaleza (ese todo armonioso creado por Dios ajeno al bien o el mal) lo habría sentido incluso en la otra punta del orbe, ya no en el movimiento errático de las aves o la migración a destiempo de otras especies si no en el aire, el infierno apestaba, emitía un hedor sobrenatural e insoportable, y ese olor había llegado a su fina nariz desde el primer instante. Así, en esos días, se afanaba en mantener un ambiente amable dentro de la comunidad parroquial, organizaba el trabajo, escuchaba a los dolientes, jugaba con los niños y cantaba por las noches para ayudar a conciliar el sueño porque como dice el refrán “Quien canta sus males espanta” o como al pater le gustaba decir, parafraseando a San Agustín “Quien reza cantando, reza dos veces” y lo que los allí presentes no sabían pero ella sí era que mientras mantenía ese ambiente de paz en la parroquia el lugar olía a “santidad”. Sí, ese perfume que dicen que emiten los santos en su lecho de muerte existe, el opuesto a la pestilencia infernal que inundaba las calles.

El pequeño Andrea la había enseñado a sonreir moldeandole las mejillas con los dedos, decía que la ponía guapa y que hacía feliz a la gente ver una cara bonita sonriente, así que mientras repartía pan entre los parroquianos procuraba mantenerlo, al final acababa por salirle solo.
El lazarillo apretó levemente los dedos para atraer su atención, le llegó entonces el olor de una piel fina, el tintineo de unos pendientes, el rumor del tejido de calidad al rozarse consigo mismo y también había metal, hierro forjado… un olor que le repelía bastante desde siempre, los animales detestan la herrería. Eran dos personas… un hombre curtido y una mujer de clase, su nariz nunca se equivocaba en cuestiones de género. Escuchó –Acercame- le pidió a su hermanito, quien le llevó junto al párroco.
-Pater no se preocupe, yo la llevaré- con delicadeza tomó un par de dedos de la señora –Soy Giovanna, acompáñeme por favor…- giró la cara en dirección al hombre, extendió el otro brazo y alcanzó a rozar con las yemas el arma que portaba -¿El caballero también viene? Le recuerdo que no se permiten armas en la casa del Señor…-

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20/09/2015, 18:43
Director

Se asomó por la ventana y le vió. Allí, tan gallardo con su sayo de seda, el bonete rojo, la capa y la espada. Venía a caballo, guiando una pequeña comitiva de sirvientes escoltados por lacayos armados. Eran tiempos oscuros, así que la prohibición de llevar armas de guerra en la ciudad era soslayada por parte de la nobleza. Todos entendían que era necesario protegerse del populacho, así que la guardia de la ciudad transigía.

Era por eso que la artola tirada entre dos burros, donde viajaba su esposa, estaba vigilada por dos hombres armados con ballestas grandes, que lo mismo se podían utilizar para cazar venados que para ir a la guerra.

El lacayo bajó de nuevo, y ayudó a su compañero a desatrancar la puerta de los carros, que era más fácil de volver a poner en funcionamiento que la principal, que habían asegurado a conciencia. Por allí entró la comitiva, y allí bajó su hermana con la ilusión del reencuentro.

Cerraron las puertas una vez que todos entraron, y los criados que con ellos venían colaboraron en la tarea de volver a asegurarlas. La luz entraba en el patio, por que era a cielo abierto, y cuando finalmente llegó, su hermano estaba siendo recibido por su padre, que había puesto una mano sobre su hombro.

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20/09/2015, 19:04
Filippo Bianchi

-Hijo mío, me alegro de que estés vivo. Habíamos escuchado nuevas poco alentadoras sobre Pavía. Pero ahora que estás aquí, nos animamos más. ¿Ha triunfado el ejército francés sobre los muertos? Hace tres días que vimos partir al general Lautrec con numerosas fuerzas, para tratar de levantar el sitio a Pavía.

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20/09/2015, 19:05
Tiépolo Bianchi

Sobre aquella pregunta no contestó. Al menos no inmediatamente. Pero por su expresión podía entenderse que el motivo de su llegada no era la victoria del ejército cristiano.

Su esposa estaba bajando ya de la artola, y tras de ella venía un ama de cría, que sujetaba a un pequeño infante que no tendría más de un año. Pero en cuanto él vió a su hermana, no pudo fijarse en otra cosa. Así que se acercó con una gran sonrisa, y la abrazó muy fuerte.

-Nella, estás bien. Gracias sean dadas a Dios.

Se separó lo justo para mirarla.

-Ya estamos todos juntos. Aunque he tenido que vender todo el grano y los animales de nuestras tierras a la ciudad, para que nos dejen entrar.

Los criados comenzaban a bajar el equipaje de los mulos. Entre él, había cajas con capones vivos y un par de crías de lechón, y fardos con grano y hortalizas.

-No todo, claro. Con éstos animales tendremos para una temporada.