Partida Rol por web

Nada cambiaba nunca en La Arpía.

Los prisioneros tenían la sensación de llevar viajando una eternidad a bordo del navío esclavista. La furia que habían sentido al principio se había aplacado hasta quedar reducida a un rescoldo humeante; el deseo de escapar se había tornado en desesperación. Los días pasaban, y la libertad cada vez se antojaba más lejana. Diggins, el segundo patrón de La Arpía, atajaba con la crueldad de su látigo-daga cualquier atisbo de rebeldía.

Los prisioneros Llevaban varios días sin comer, y apenas les habían dado agua para sobrevivir. Habían escuchado comentar a los marineros que Maldrek, el malvado tiefling que capitaneaba La Arpía, planeaba desembarcar en Athkatla en unos días. Allí serían vendidos a algún amniano con mucho dinero y pocos escrúpulos. Pero una vida de esclavitud parecía un destino mejor que un día más a bordo de La Arpía.

Aquel día, como cada día, se pudrían en sus celdas, cargados de cadenas. A aquellos sospechosos de lanzar conjuros los tenían amordazados. El aire hedía a la orina y excrementos acumulados en las jaulas, y, por encima de todo, el penetrante olor a enfermedad que provenía de la celda de un prisionero que había dejado de moverse la noche anterior. En la penumbra de la bodega sólo se oía el envite de las olas contra el casco del barco, el crujir de la madera al moverse los marineros en cubierta, dos pisos por encima de sus cabezas, y el sollozar entrecortado de Lurina, una humana que amamantaba a su bebé.  

Una marinera bajó a la bodega. Todo el mundo la llamaba "Ópalo". Parecía a punto de abordar otro navío, con las dos espadas cortas y las dos extrañas armas de fuego pendiendo del cinturón. Pero a diferencia de la mayoría de la tripulación, en el cinto de aquella mujer nunca tintineaban los grilletes de hierro. 

La mujer no dedicó a los prisioneros ni una mirada, sino que se puso a recolocar el cargamento, sujetando los barriles con cuñas en los extremos para que no dieran tumbos. 

El capitán Maldrek bajó a los diez minutos. Era un tiefling esbelto, de músculos compactos y abdomen plano. El capitán de la Arpía prefería dos kukris curvos, con los que se contaba que era letal. Maldrek soltaba chispas, y ladró a Ópalo desde la escalerilla.

¿Qué diablos estás haciendo en la bodega, mujer?

Ópalo se giró.

Reordenando la carga.

Se quedó de pie, con la espalda muy recta, frente a aquella mirada que le traspasaba.

A bordo de un barco uno debe fijarse en lo que tiene que hacer, y hacerlo. La tripulación estaba jugándose el tipo sorteando los fardos en cubierta. Y encima, la tormenta tardía de anoche empapó y echó a perder la mercancía. He desechado todo lo que no servía, y he guardado en la bodega lo demás, junto al guiralón. Además he recolocado las barricas de vino y de licor lejos del pantoque, y si no se han echado a perder todavía a causa de los tumbos, podremos venderlos cuando lleguemos a Athkatla. 

El tiefling parecía furioso ante el hecho de que ella pudiera tener razón. Cruzó la distancia entre ambos de un par de zancadas. Antes de que Ópalo tuviera ocasión de retirarse, la fuerza de su bofetada la hizo caer al suelo de bruces. Maldrek la levantó del pelo y le escupió las palabras a la cara.

¡Me importa una mierda que fueras la capitana del Tridente de Panzuriel! En la Arpía yo soy el capitán, y el capitán es el que ordena cómo quiere que se coloque la carga. Es la última vez que actúas a mis espaldas y contradices mis órdenes, Ópalo. La próxima vez no te perdonaré la piel de la espalda. 

La arrojó al suelo de un empellón y regresó a cubierta, subiendo los escalones de dos en dos.

Ópalo se levantó, tratando de recuperar su dignidad perdida. Y cuando estuvo segura de que había subido a cubierta se llevó la mano a la mejilla, ahí donde la había golpeado.

Hijo de puta -murmuró.

La bestia peluda que yacía en una des jaulas, cargado de cadenas, apenas pareció percatarse de la escena. Hacía días que parecía estar muriendo, a pesar de no mostrar heridas de gravedad a la vista, parecía terriblemente afligida. Tumado en un rincón, con una infinita tristeza y agonía en su midrada.

Estaba amordazado, con las manos atadas a la espalda, abandonado en ese sitio pútrido y lejos del hogar. ¿Acaso se podía estar peor? ¿Peor que ser una alimaña tan cercana a la muerte y tan lejana a la vida?

Mis párpados se abrieron con dificultad. Me dolían de tanto dormir, o intentar dormir, en las más incómodas posiciones, para matar un poco el tiempo que aquella eternidad de torturas arrojaba sobre nosotros.

Los ojos se me abrieron completamente cuando se me aclaró la vista y pude contemplar a Lurina. Escuché sus sollozos y me odié. Me odié por ser incapaz de sacarla de aquí. Me odié por ser el culpable de todo esto. Si algo le pasaba, a ella o a Igan, mi pequeño sobrino, no sabría que hacer. Me volvería loco irremediablemente. Pero no podía continuar pensando en ello o mi mente se convertiría en una cárcel horrible, incluso peor que la bodega de aquel lúgubre barco.

Para colmo: la mordaza. Tenía la lengua dormida, la boca seca y la mandíbula tiesa. No podía gesticular palabra alguna, ni siquiera poder hacerme entender por lenguaje de señas, ni llamar la atención golpeando los barrotes. 

La mujer de pelo carmesí observó la escena, quieta, agazapada, evaluando la situación. Traicionada por uno de sus camaradas de la orden del fuego, había sido condenada a la esclavitud confinandola en el arpía.

A pesar de estar magullada y golpeada, esperaba su oportunidad de vengarse. Siguio mirando la escena, fijandose en el hombre bestia y un humano amordazado al igual que ella, que miraba con preocupación e impotencia a la mujer que amamantaba el bebe.

La marinera llamada Opalo seguía allí, maldiciendo el nombre del Capitán.

Kara, no confiaba en nadie. Quizas fuera pronto para intentar escapar.- medito.

Las olas en el exterior golpeaban al navio embestiandolo, invitandolo a una danza mortal, mientras que los rayos sacudian  los cielos.

Kara esperaría a que se marchará Opalo para utilizar un poder que dormitaba dentro de ella y que sería su baza para salir de allí.

Mi idea es cubrirme de llamas y atacar la mordaza y las cadenas que me oprimen, para liberarme y comenzar a ayudar al resto.

Ha esperado a la noche perfecta!

a) Tormenta y posible naufragio.

B) Posible revuelta.

C) Se supone que si ardo y le causo puntos de daño a los grilletes, estos acabaran rompiendose o deformandose.

D) invocaria martillo espiritual y romperia los barrotes con energía.

e) Ya entre todos hariamos piña y buscariamos armas o algo en la bodega. Podría hacer zozobrar el navio quemandolo.

f) Podría invocar summon monster III.

Por ideas, me asaltan! :)

Puedo ir gastando cargas de expulsión, 2 por uso tras el primero para romperlos.

Voy a mirar que puedo hacer sin mordaza, que conjuros puedo lanzar. Arma espiritual?

Tendria que mirar que conjuro no es somatico.

Solo se me ocurre orden imperiosa, de momento.

"Liberame!!"

Preparar varios e ir diciendo!

Se escuchó una risa particular, divertida pero como si escondiera algo más. El capitán del barco, aquél tiefling desalmado se acaba de ir, y el sonido provenía de una de las celdas del fondo. Allí, agazapado y con los ojos cerrados, había un joven que apenas había hablado desde que le habían encerrado...

Era otro día y apenas recordaba ya cuantos habían pasado, el tiempo que llevaba encadenado y enjaulado como un animal. La espalda le ardía debido a los latigazos, aún sin curar, del principio, cuando había descubierto que si quería escapar de allí no sería a base de enfrentarse a sus carceleros. Había sido necio e impulsivo, y eso había supuesto un dolor innecesario con el que cargar en su prisión. Tenía que haberlo supuesto, haberlo previsto, pero no lo había hecho. 

En cierto modo, se culpaba a sí mismo por estar en esa situación, más que a la tripulación de la Arpía. Aquellos hombres y mujeres eran parecidos a como había sido él desde que lo había perdido todo. Los esclavistas no dejaban de ser como los piratas de Luskan para los que había trabajado, o como la red de espías y asesinos a la que se había unido en Calimshan; eran gente que buscaba riqueza y poder, solo que en vez de sedas o información, la mercancía era mano de obra, pobres desdichados que habían estado en el lugar menos indicado en el momento menos propicio.  

Lo que no lograba aceptar es lo de aquella mujer y el que a todas luces era su hijo. Los berreros continuos del bebé le ponían nervioso, y más de una vez se había descubierto con la idea de matarle de buscar alguna manera de matarle. No era por pura maldad, iba incluso más allá del egoísmo, simplemente sentía que sería más piadoso. Falta comida y el agua escasea, ese niño solo logrará morir y matar a su madre en el proceso... Ese pensamiento se repetía una y otra vez cada vez que el pequeño lloraba. 

Lo peor es que veía, incluso desde allí, el sentimiento de culpa de uno de los hombres amordazados. Cuando abría sus ojos rojos y observaba a aquél humano desesperado por ayudarla pero sin poder hacer nada, imaginaba a su propia hermana allí prisionera. Eso era, al final, lo que le mantenía con la mente despierta. Había ido hasta allí con una misión, y aquellos estúpidos, sin saberlo, le habían dejado la puerta abierta para cumplirla. 

... Eso era lo que pasaba por la cabeza del hombre que se reía con voz débil pero cristalina ante lo ocurrido con la que llamaban Ópalo. Pero contrario a lo que pudiera parecer, no era ella el objeto de su diversión, sino más bien la herramienta que cumpliría lo que tanto le hacía gracia. 

Sólo tenía que acercarse a su celda, hablar con él, y ella lo vería con tanta claridad como tenía que ser.