—Muchas gracias. Lo tendré en cuenta. Aunque no permitiré que esto me distraiga de mi trabajo, claro. —Cuando me habló sobre guardar las pruebas y los análisis de Lycius, por unos instantes casi imperceptibles mi sonrisa quedó paralizada, pero enseguida respondí—. Por supuesto. Nada saldrá de aquí, se lo aseguro —dije con gravedad—. Me gustaría que, cuando le venga bien, me describa el material del que disponen.
Afortunadamente, los médicos habían dejado allí los resultados de sus investigaciones. Eso facilitaría mi trabajo, aunque también querría realizar mis propios análisis. Quizás comenzaría a revisarlas esa misma noche.
Arqueé las cejas, realmente sorprendida cuando mencionó a su mujer. Tanto su voz como sus expresiones faciales transmitieron un enorme pesar en esos momentos. Era evidente que el fallecimiento de su esposa lo había impactado profundamente y aún lo atormentaba, incluso cinco años después. El hecho de atreverse a sacar el tema a colación por iniciativa propia demostró un gran valor. Probablemente a él también le convendrían algunas sesiones de terapia.
—Es posible que el rumor de la incurabilidad de la condición de su hijo se haya divulgado entre la comunidad científica. Aun así, resulta extraño que no mostrasen un mayor afán por encontrar una solución, ya que eso probablemente les otorgaría un gran prestigio. Por mi parte, me gustaría tomar grabaciones de la reacción de su piel ante la luz, ya que eso me facilitará examinarlas con detalle.
Cuando comenzó a explicar los motivos por los que había decidido acudir a mí, una sonrisa sincera se dibujó lentamente en mi boca. Me llenaba de orgullo oír a alguien alabar mi forma de buscar respuestas más allá de los límites. Aunque entorné un poco los ojos ante la palabra «moral».
—Me complace enormemente que haya alguien que comparta mi forma de buscar la verdad y de cuestionar las leyes establecidas. Creo que la gente de hoy en día se deja llevar por la consciencia colectiva y no es capaz de mirar más allá y encontrar sus propias creencias. Yo le prometo que no pararé hasta encontrar una respuesta a lo que le ocurre a su hijo. Por otro lado, le aseguro con certeza que mis métodos son correctos moralmente. —Mi sonrisa abandonó mi rostro al mencionar esto último.
Aquella última revelación me dejó completamente sin habla. Yo ya me había percatado de que la muerte de su esposa lo afectaba profundamente, pero… sus palabras dejaban entrever algo más. Me hacían pensar que me veía a mí como la única capaz de ayudarlo a ese respecto. ¿Por qué?
—Algunas personas dejan un profundo impacto en nuestra sangre incluso después de haberse ido, lo cual demuestra la importancia que han tenido en nuestras vidas. Si cree que necesita apoyo para afrontar estos sentimientos, yo puedo ofrecerle mi ayuda. Recuerde que soy una reputada psicóloga, además de médica —dije con seriedad y profesionalidad, esperando que me diese algo más de información.
Me pareció notar una sombra en los ojos de Lycius y supuse que él también se había dado cuenta de lo que no decían mis palabras, de esa promesa que había perdido la validez un año antes de ser pronunciada. La culpabilidad se hizo un poco más fuerte entonces y por un momento creí que me lo iba a reprochar. No lo hizo y lo miré con gratitud por permitirme mantener ese castillo en el aire, como si tuviera derecho a prometerle que podía contar conmigo después de haber estado a punto de abandonarlo.
Me aferré entonces a sus palabras, a la ligereza de sus ojos en blanco y a sus bromas insinuadas para dejar atrás esa sensación en la que no quería centrarme esa noche. Con el guiño de su ojo mis mejillas tomaron algo de color que enrojeció su palidez habitual y se apretaron en una sonrisa contenida, como si guardase un secreto.
—No pienso decirte lo que hago en mi cuarto, Lyc. —Negué con la cabeza y me reí bajito—. Bastante tengo con las rapaces que me acechan todo el día. —Él debía saber que me refería, básicamente, a todos los adultos del palacio.
Fui yo la que puso los ojos en blanco, imitando ese gesto tan de Lycius, cuando mi hermano llevó el drama al extremo de ver su cerebro frito en una jaula.
—Si intentan hacer algo de eso, se las tendrán que ver conmigo. Nadie va a enjaular a mi hermanito favorito que, por otra parte, es el único que tengo. —Sonreí, traviesa por un instante, pero luego suspiré entre dientes—. Ya sabes lo que te harán. Lo de siempre. Análisis de sangre, exploraciones, quizá quiere sacarte alguna radiografía… —Me encogí de hombros con resignación—. Lo de siempre.
Una parte de mí quería decirle que mantuviese la esperanza, que quizás esta vez sería distinta, que quizás esta doctora sería capaz de hacer un diagnóstico y, con una pizquita de suerte, de curarlo. Pero eso se lo había dicho ya demasiadas veces, tantas que esas palabras me sonaban falsas en mis propios oídos y sabían a papel mojado en mi garganta. Entendía el sentimiento de Lycius, incluso lo compartía, y estaba cansada de darle esperanzas que nunca se cumplían. Así que, con honestidad, me tragué la bola de papel antes de llegar a pronunciarlas, y al llegar a la puerta, en lugar de atravesarla, le pasé un brazo por encima del hombro y lo atraje hacia mí para darle un beso en la sien.
La canción me había hecho gracia y me amplió la sonrisa, pero no me reí. No me reí porque en el fondo entendía la amargura que había tras la cantinela. Lycius, encerrado en la oscuridad, anhelando salir; y yo, escondiéndome del exterior en la luz ambarina de mi cuarto. ¿Habría alguien que no estuviese roto en nuestra familia?
Dejé esas ideas dentro del invernadero, para que siguieran creciendo si querían, pero lo hicieran lejos de mí. Imaginé toda la oscuridad de mi interior aovillándose en una crisálida y le di la espalda. No quería ver cómo crecía poco a poco, quería aferrarme a la luz de «¡Mañana!».
Sin soltar a Lycius pisé las hojas anticipando el crujidito cálido y familiar. Inspiré por la nariz y giré el rostro para mirarlo.
—Está todo lleno de hojarasca, está precioso. ¿Quieres que demos un paseo antes de ir a ver a la doctora nueva? —Arqueé las cejas y bromeé un poco—. Con un poco de suerte nos caemos en un pozo tapado por las hojas y nos perdemos la cena.
Las palabras de Laura caían como un jarro de agua fría en una noche helada. Y lo peor es que lleva toda la razón del planeta. Apenas quería pensarlo puesto que el exceso de dramatismo se traducía en la necesidad de no mostrar lo cerca que estaba de sentirme decepcionado, nuevamente. Era infinitamente más sencillo poder exagerar una reacción y saber que con los mismos procedimientos se llegaría a las mismas conclusiones acostumbradas.
Una velada mirada torva, le dió la razón a las palabras de Lala, sabiendo, que poco más que una toma de muestras, acostumbrada y una exploración, harían salir pitando a la doctora, en cuanto comprendiera que la respuesta mediática que pensaba conseguir, se volatilizaría más rápido que el hielo junto al Etna.
— Mismo perro, distinto collar — musité pragmático, sorprendido por el beso de mi hermana en la sien.
Como buen adolescente, mi mejor reacción debió haber sido, el apartarme y poner cara de fastidio. Pero en este lugar no había ojos extraños. Solo antenas amigas y mi hermana. Negar que me agradaba el contacto con ella y sentir su preocupación, sería como tirar piedras candentes a un propio tejado de paja seca e inflamable. Nadie me haría hallarme más seguro y cómodo que las muestras sinceras de afecto de la joven.
Tampoco continué con la mascarada de cinismo que me había autoimpuesto, aunque debido a la cantinela, un silbido con la tonadilla de la canción, nos acompañó un buen trecho, al ritmo de los crujidos de las hojas secas al despedazarse.
— No vamos a tener esa suerte, se realista. Seguramente papá habrá ordenado al jardinero y a la señora Perrodon, que tapien todas las bocas, para que no hallemos apenas excusa que nos exima de tener una encantadora y tensa velada con Miss busco publicidad gratuita — inspiré el olor a crepúsculo y humedad del atardecer — Paseemos, si, es bueno para abrir cualquier tipo de apetitos — como el de desafiar incesantemente.
El móvil terminó en el bolsillo y las acuarelas con el bloc, en la mano derecha, puesto que prefería mantener la mano buena, libre para cualquier reacción.
El chirriar de la puerta al clausurar los miedos y mis mariposas dentro, me encontró observando fijamente a mi hermana y a lo que dejaba detrás. Cada uno embotellaba una parte del cristal hecho añicos de su alma, como podía, enterrándolo, en este caso, en esa estructura de policarbonato y acero oxidado a trozos.
— ¿Cuánto crees que durará esta vez la visita, Laura? — y alejado de la descarada careta de insensibilidad, temía las palabras, más que la caida de la guillotina francesa.
Asentí, dándole la razón a mi hermano en su ataque de pragmatismo. No me gustaba, pero a esas alturas y con la cantidad de visitas de médicos que llevaba Lycius a sus espaldas, no creía que esta doctora fuese a ser diferente. Eso no significaba que yo quisiera dejar de intentarlo, simplemente no podía evitar una especie de desilusión preventiva ante la decepción segura que vendría. Al menos, eso era lo que decía la experiencia.
La tonadilla que silbaba Lycius se había incrustado también en mi cerebro y la tarareaba en mi cabeza haciéndole eco. Supe con total seguridad que no me la iba a sacar de encima en lo que quedaba de día, pero si esa era toda la protesta de mi hermano, bien podía aceptar que esa melodía se mezclase intrusa entre mis pensamientos.
—Bah. Si puede haber pasadizos secretos, también puede haber pozos ocultos que solo se abren si se pisa de determinada manera. Y espero que tengas hambre, porque seguro que se han lucido con la cena para impresionar a la invitada.
Dejé que la calma del atardecer se colase por todos mis poros y una sonrisa se fue instalando con placidez en mis labios. Me gustaba estar así, paseando con Lyc como si todo estuviese bien en el mundo. Y no necesitaba hablar para ello, el silencio compartido me parecía también muy grato, pero su pregunta, lejos de incomodar la paz que nos rodeaba, se deslizó hasta formar parte de ella. Lo miré con la gravedad debida, pero sin perder la sonrisa tranquila.
—Supongo que se quedará como mínimo dos semanas. Como mínimo. Si se va antes podría parecer que no ha hecho todo lo posible, algo que no sería bueno para su reputación. Y si encuentra algún hilo del que tirar puede que se quede más, quizás un mes. En todo caso, no creo que se quede más de un par de meses, eso como máximo.
Hice una pausa y caminé en silencio durante algunos pasos, con el crujidito de las hojas mezclándose en mi cabeza con la cantinela de los elefantes-doctores. Tras esos segundos, volví a mirar a Lycius.
—¿La has buscado en internet? Yo sí. —El modo en que la comisura derecha de mis labios se estiró ya anticipaba que iba a decir algo divertido, al menos para nosotros dos—. Parece tan rarita como papá, si es que eso es posible.
El silencio a nuestro alrededor, tras la caída del sol, era reconfortante. Permitía al más tímido de nuestros pensamientos, gritar alto y claro las necesidades. Apenas se veía roto por el crujir de hojas muertas al paso firme de Laura o al jugueteo de los míos y a la tonada que uno y otro teníamos en la base de la nuca, acompañando a esa aplastante sensación de que las cosas estaban a punto de hacer uno de sus giros de tuerca.
Se había adivinado, veladamente, ese espacio en mi subconsciente donde no había dejado de sentirme un maldito conejillo de indias de una eterna investigación infructuosa. Y tras esa punzada de desnudez, podía volver a ponerme el antifaz de indiferente cinismo, con total libertad y con premeditado ensayo para lo que aún quedaba por venir.
— Eso quiere decir que si se han esmerado, no podremos usar la coliflor como proyectil ¿Cierto? — con fingido fastidio — ¡Qué inconveniente sería!
Aparte un mechón de pelo que cosquilleaba mi nariz, con la mano libre y tras el comentario, de nuevo nos envolvió la calma de un crepúsculo tibio, donde aún nuestras estrellas no habían comenzado a brillar con su mayor fuerza. Y tampoco las del cielo.
— Pues lo mismo sería conveniente que no encontrase muchos hilos de los que tirar. Puedo soportar las agujas, las radiografías, las muestras de orinas y las de piel. Lo que no aguanto, es que vengan a tratarme de nuevo, con la condescendiente pena recubierta de una acaramelada promesa de mentiras. No quiero más loqueros, matasanos, gurus experimentales y metafísicos de Schrödinger donde podría y no podría salir ardiendo a lo Bonzo la próxima vez que alguien decida exponerme a los traumas – con un tonto tan lúgubre mientras la mirada escrutaba con fijeza, la ventana del edificio que dejaba ver el salón — Antes prefiero depilarme el pecho, con brea ardiendo — agregué algo humorístico de cara a reducir la tensión que me producía la posibilidad de tenerla pululando más de media luna.
Tenía que buscar una manera de mantener la mente de la Doctora Frankenstein ocupada en otras cosas, como tararear alguno de los últimos éxitos de moda hace cincuenta años. Con Laura y conmigo había funcionado, a juzgar por el tarareo que a ambos se nos escapa a entre dientes.
— Algo he visto — musité como respuesta, reconociendo que me había hecho una idea de la clase de mercachifle que se iba a alojar bajo nuestro techo — Y si — confirmé contundente— Es igual de rarita que tu padre — con hincapie en el determinante posesivo.
Una idea fugaz se coló por mi cabeza, como si un viento de picardía entrase por un oído, revolviese las hojas sobre la mesa de mi cerebro y se marchase, tan contento, dejando tras de sí un caos desatado y una mirada de ojos abiertos precediendo a una sonrisa carismática y juguetona.
— ¿Y si los encerramos a ambos en el maldito despacho de papá y le quitamos las llaves? Que se entretengan entre ellos allí — concluí.
Claro que sí estaban hecho como hormas de zapato, no quería que se les pasase por la mente , extrañas ideas peregrinas. La sola posibilidad de que pudiera convertirse en la futura madrastra malvada, me hizo recular.
— Lo mismo, mejor les encerramos en sus habitaciones. Solos. Y aislados — y tranquilitos. Sin mezclar ni agitar
La luz iba menguando a cada pasito que dabais por la crujiente hojarasca, como si ese sonido se levantara suavemente desde el suelo y tiñera los alrededores con su oscuridad otoñal poco a poco. Acompañando a ese aumento de la oscuridad, también el aire se hizo un poco más fresco. En mitad de esa creciente penumbra, cada vez se percibían con más fuerzas las luces del interior del Schloss que, aunque débiles, empezaban a ser más intensas que la luz del crepúsculo que bañaba el bosque. En esos momentos, parecía que el palacio quisiera convertirse en una resistencia contra la oscuridad circundante, aunque la lobreguez del propio castillo era una manifestación de que carecía de la fuerza espiritual para esa resistencia.
Vuestras palabras, deambulando en el filo que separaba la alegría juvenil de la cínica resignación por los duros golpes de vuestra corta vida, resonaban muelles en aquel entorno, haciendo eco con el trinar de las aves nocturnas —cuyos ululares ya empezaban a vencer a las aves diurnas.
En aquella sinfonía de voces juveniles y trinos de pájaros, sin embargo, empezasteis a escuchar de pronto los ladridos de Schmetterling. Visteis aparecer al perro tras una esquina del palacio, lanzándose hacia adelante y luego volviendo hacia atrás sin dejar de ladrar. La dirección de sus ladridos y su mirada estaban puestas en el bosque y los movimientos del pinscher austriaco parecían indicar cierta inquietud. Bernhard no debía estar cerca, pues nadie respondió a sus ladridos.
Se me escapó una risilla por debajo de la nariz al escuchar el inconveniente de la coliflor. No era posible contar la cantidad de veces que mi coliflor había acabado en el plato de Lycius y aún no entendía por qué alguien podía considerar que eso era comida. Estaba segura de que esa noche no habría coliflor en la mesa, nada de eso. Habría algo especial y rico para agasajar a la invitada. Y eso que, en realidad, de invitada no tenía nada. A saber cuánto le iba a pagar nuestro padre para que perdiese su tiempo y el de mi hermano. Pero había otras invitadas que sí lo eran de verdad y al pensar en ello, la sonrisa se instaló con más firmeza en mis labios.
La amargura que imaginaba eran el motor tras las palabras de Lycius enumerando lo que podía soportar y lo que no, me arrancó un suspiro de la garganta. Sin embargo, hubo algo en lo que dijo que me hizo mucha gracia y lo miré de lado mientras empezaba a reír.
—Pero qué te vas a depilar tú el pecho —dije entre risillas, metiéndome un poco con él para devolverlo (devolvernos) a la normalidad—. Para depilarte primero tendría que salirte pelo.
La risa no me duró demasiado, pero fui yo la que alzó entonces las cejas con fingida indignación cuando escuché ese posesivo tan deliberadamente pronunciado.
—Ah, no. Ya sé que te encantaría ser adoptado, pero no te vas a librar tan fácilmente. Yo estaba ahí, ¿recuerdas? Vi la tripa de mamá y te fui a visitar al hospital cuando eras un moco rojo y arrugado. Te aguantas. Richard es tan padre mío como tuyo. Y no sé si quiero que se entretengan juntos. —Fruncí la nariz con disgusto mientras él mismo llegaba a la misma conclusión y se desdecía—. Qué asco, Lyc. Mejor que esa mujer haga lo que tenga que hacer y se largue rápido. En esta casa solo cabe un rarito y el puesto ya está ocupado.
Los ladridos del maldito perro me sacaron de aquella conversación que se estaba poniendo cada vez más entretenida. Miré en su dirección y torcí los labios. No me gustaba ese bicho, hacía demasiado ruido y olía mal. Además, estaba haciendo cosas raras. Precisamente esa actitud extraña me hizo consciente de golpe de la poca luz que quedaba fuera; de las sombras que se arremolinaban en el bosque; del poco resguardo que teníamos en el exterior, tan lejos de las paredes protectoras del palacio. Por instinto, alargué la mano y agarré el brazo de Lycius en un gesto que en parte era protector y en parte me daba seguridad.
—¿Qué crees que le pasa a Schmetterling? ¿Por qué no se calla? —Miré hacia el bosque con recelo y entrecerré los ojos, intentando ver más allá sin tener que acercarme—. Debe haber algún bicho en el bosque. Deberíamos volver dentro.
No estaba seguro de si había escogido las palabras correctas o, siquiera, si había elegido a la persona correcta. Las dudas, tan solidificadas en mi interior, se mostraban de todas las maneras posibles incluso en aquellas cosas bajo las cuales parecía tener el control. Sonreí ante su asentimiento sobre nuestra forma de ver las cosas y mi expresión se tiñó de una incómoda vergüenza ante el cambio de su semblante al comentar sobre sus métodos.
—Por favor, doctora, discúlpeme, no pretendía hacer ningún juicio sobre sus actos, no me malentienda. Quizá son las palabras de un hombre más desesperado de lo que debería; pero, sinceramente, a estas alturas ya no me importa parecer tal como me siento... excepto delante de ellos y del servicio del castillo.
Por supuesto, había alguien que sí estaba al tanto de mi estado, pero era irrelevante comentar nada al respecto.
—Mis puntualizaciones sobre lo que es correcto, etcétera, vienen debido a que ya no espero que las formas "correctas moralmente", como comenta, vayan a servir de utilidad. Créame que he buscado todas las maneras posibles de obtener resultados por todas las vías "correctas" y, cuando le digo que su material me parece fuera de lo normal, no la estoy juzgando sino elogiando. Necesito a alguien que pueda ver más allá, tal como me transmite. Igualmente, las decisiones profesionales siguen siendo suyas y, como ya le he afirmado, la haré disponer de todo cuanto necesite.
No sabía muy bien cómo excusarme por mis críticas, aunque fueran sin querer, hacia su material y sus formas. Mi hijo no era ni es un conejillo de indias, desde luego, pero hasta ese momento nada había dado resultado y quizá iba siendo hora de mirar la parte sumergida del iceberg.
Suspiré sonoramente, no podía ocultar mi cansancio ante el ofrecimiento de la doctora sobre aprovechar sus capacidades de psicoterapeuta.
—No necesito apoyo psicológico... no aún, supongo. Pero no me gustaría ahondar en mi in... —me corregí—... terés cuando todavía no ha tenido la oportunidad de conocer a Lycius. Confío en que encontrará la manera de hacer que su vida sea más fácil e, igualmente, espero poder mantener una conversación en mayor profundidad con usted una vez haya mantenido su primer encuentro con él.
Tras esto retomé la conversación a partir de los puntos que no había respondido ya que necesitaba asegurarle a la doctora que podía trabajar con la seguridad que los muros del castillo le ofrecían.
—Ciertamente a mí también me parece de lo más extraño que los diferentes profesionales que han acudido antes que usted a mi llamada no hayan mostrado mayor interés. Desde luego, mis ofertas no eran precisamente pobres y el prestigio, como dice, sería inmenso para quien pudiera solucionar un problema como este. Más de una vez he pensado que hay gato encerrado en el asunto, pero ninguno de esos médicos ha llegado a darme indicios sobre ningún tipo de conspiración. Puede realizar todas las grabaciones que requiera, pero si encuentra algo de mayor interés me gustaría verlo acompañado de sus expertas observaciones.
» Así es... la gente hoy en día se esfuerza por mantener una fachada de normalidad facilitada por esa consciencia colectiva, esa mente colmena que lo hace todo más sencillo: justificar los errores propios como algo inevitable y crear monstruos, aunque no tan horrorosos como antaño, para evadirse de las responsabilidades. ¿Cree que alguno de esos monstruos puede ser real, doctora? ¿Cree que esa "consciencia" puede tener algo de razón cuando habla sobre criaturas que se esconden de la luz y viajan a través de las sombras? ¿Qué sería más real, en este caso, el monstruo del pasado o el actual, tan minimizado?
Me mantuve observándola directamente mientras le hacía aquellas preguntas, analizando sus gestos cual si estuviera trabajando como entrevistador de recursos humanos... algo sobre lo que tenía bastante experiencia.
Paso a paso, pasaba el tiempo, como un cadencioso tic-tac, acompasando el ritmo de nuestro pisar de hojas. Tras varios años habitando el Schloss, la cantidad ingente de ruidos extraños creados por la naturaleza, empezaban a disminuir su capacidad de terror en nosotros . Y nada de esos ruidos, consiguió apagar la carcajada que solté ante el comentario de mi hermana. Obviamente, algo la había puesto de buen humor y ya fuese bien mi jocosidad o algún errático pensamiento, el resultado me valía
— ¡Oye! Claro que tengo pelos en el pecho. ¡Dos! — gesticulando enfático con el índice y el corazón, totalmente convincente y convencido — ¿Qué te crees? — bufé, sabiendo y fastidiándome que esa etapa se estuviera retrasando. Si peinase un buen bigote, a ver quien era el guapo de tratarme como un niño. Lo mismo Mina... no.
Y al darme cuenta de ese hecho, fruncí el ceño pensativo, en otra de esas ideas que atormentaban la mente, esta vez sin revolotear papeles o dejar tras de si, el caos de un huracán emocional, solo las grietas abiertas y supurantes de un terremoto en activo. ¿Tendría algo que ver con esta extraña afección al sol con que mi piel fuese incapaz de expeler una ligera capa de adultez por todos sus poros?
Hablando de exageraciones, la de mi hermana me pilló con una ceja levantada tras su acostumbrada desfachatez de pensarse que era muchísimo más mayor que yo; porque lo de moco... lo de moco era algo escuchado, especialmente cada vez que tocaba sus cosas.
— Lala.... — comencé cauteloso — Si ni siquiera eres capa de acordarte de lo que cenaste ayer ¿Por qué crees que esa imagen no es más que una implantación de Matrix en tu cerebro? No estas aquí... — moví los dedos tenebroso en un juego macabro — ... lo mismo aún eres tu ese moco rojo y sangrante saliendo de un vientre — inspiré. La idea de ser adoptado era tan agradable. Seguro que Laura se lo planteó más de una vez, cuando me colaba furtivamente a ver las fotos de sus compañeras — Lo más probable, es que fueses una mocosa desdentada, agarrada a las faldas de TU padre, asustada al ver al moco rojo y arrugado — y tras eso una límpida carcajada y una ligera carrera, evitando el futurible cogotazo que me iba a ganar
Me volví, enfrentándola con un aspaviento sardónico, sabiendo que de algún modo, había hecho alegrar a mi hermana.
— Un raro, dos raros, tres raaaaros..... — canturreé de nuevo sabedor de que la tonadilla se solaparía a la anterior, combinándose en un esperpento de despropósitos — Esta casa de locos donde viiiiiivo yooooo — rematé desafiante
Esperé que me alcanzase y ya a mi lado chasqueé los labios.
— Quizás tendremos que ocultar las rarezas de papá para que no se fascinen el uno con el otro. El cupo en esta familia está cubierto — sin dejar claro si era solo por el progenitor o sus vástagos.
Los sonidos a nuestro alrededor, a los que estabamos familiarizados, envolvían nuestro paseo, en una burbuja de paz, rota solo por los gemidos desesperados de mi (nuestro) perro lanzándose a ladrar como un descosido. Chisté soliviantado, llamando la atención de la mascota
— ¡Schmetterling, aquí! — autoritario, esperando que el can se pusiera a nuestra altura — Es raro Laura. No suele ponerse así — sabiendo que no fue idea suya tener al bicho purulando por la casa
Mientras la joven escrutaba el bosque, yo masqué las últimas palabras que dejó caer, encontrando en ellas un significado retorcido.
— Más me temo que los bichos no estén ahí fuera — de nuevo con la atención fija en la puerta de la mansión dubitativo ante la aplastante revelación.
No las tenía todas conmigo sobre si estaríamos mejor dentro.
Al escuchar la llamada de Lycius, Schmetterling miró al chico un momento, pero luego siguió ladrando hacia los bosques con la misma inquietud. Su mirada, entre un ladrido y otro, viajaba hacia Lycius, como si realmente tuviera intención de responder a aquella orden, pero su instinto de ladrar hacia el bosque fuera más fuerte que la obediencia, o quizás como si el perro estuviera tratando de comunicar algo al joven con sus ojos y sus siguientes ladridos.
Schmetterling era un perro guardián bien entrenado y, por ello, era obediente e incluso afectuoso con los habitantes de la casa, especialmente con Bernhard y con los que hubieran pasado más tiempo con él. Por eso, el hecho de que no obedeciera la orden de Lycius en el mismo momento en que fue pronunciada os resultó elocuente: era el tipo de comportamiento que Schmetterling mostraba cuando, en sus labores de guardián, sentía alguna presencia extraña o inesperada.
Mientras conversabais, la oscuridad fuera de las ventanas del despacho del señor von Galler se iba haciendo un poquito más presente, ganándole terreno a la luz. La tenue iluminación del despacho ya empezaba a ser más intensa que la decreciente luz del crepúsculo en el exterior.
Había pasado un rato cuando pudisteis escuchar los ladridos inquietos de un perro fuera de las ventanas. La doctora Vordenburg no reconocía esos ladridos —al fin y al cabo, ella tan solo acababa de llegar al Schloss—, pero a Richard no le fue difícil percatarse de que esos eran los ladridos de Schmetterling, el pinscher austriaco que hacía las labores de guardián en la casa. Era un perro cercano y obediente con los habitantes de la casa, bien entrenado para proteger el hogar de personas extrañas e inesperadas. Por ello, Richard identificó la inquietud que se percibía en esos ladridos como los típicos ladridos que emitía el perro cuando percibía algo fuera de lugar.
Las risas volvieron cuando Lycius reclamó la existencia de sus ¡dos! pelos en el pecho. Sabía que algún día eso sería cierto, que se le llenaría todo de pelo y le ensancharían los hombros; crecería hasta sacarme un par de cabezas y dejaría de tener esa carita de rasgos dulces para tener una barba rasposa. Quizás hasta se quedaría calvo. Pero esas ideas que involucraban a mi hermano creciendo hasta convertirse en un hombre me resultaban muy ajenas. Me había dado cuenta del cambio que se había producido en él después de estar un año sin verlo, pero no era suficiente como para asimilar todo lo demás. A mis ojos siempre iba a ser mi hermanito, y dudaba que eso fuese a cambiar, incluso cuando los dos tuviéramos ya arrugas y el cabello blanco.
Pero volví a centrarme en la conversación cuando el hombre-peludo-en-proceso, Lycius, se puso a hablar de Matrix. Lo miré con escepticismo y me reí otra vez al verlo escapar. Bien sabía que se había ganado una colleja, pero por esa vez se la iba a perdonar. Además, quería provocarme, eso saltó a la vista cuando se giró para mirarme con esa cara. Entonces fue cuando decidí que no le iba a dar el gusto de caer en su provocación. Estaba de tan buen humor que, como mucho, le haría un ataque de cosquillas cuando se me pusiera al alcance.
—No creo que podamos ocultar las rarezas de papá —dije, negando con la cabeza con una exagerada inevitabilidad—. Las mostrará por sí mismo. No lo puede evitar.
Y habría seguido metiéndome con nuestro padre, de no ser porque el perro apestoso seguía montando su escándalo, ignorando la orden de Lycius. Su insistencia con el bosque me ponía nerviosa a un nivel más instintivo que racional. Mis dedos se marcaron más en el brazo de mi hermano y tiré un poquito de él para mantenerlo cerca de mí.
—Tiene que haber algo ahí, mira qué nervioso está.
Miré hacia el castillo, comprendiendo las palabras de Lycius sobre los bichos que había dentro, pero no me parecía momento para ponernos metafóricos cuando podíamos estar en peligro ahí fuera.
—¿Y dónde está Bernhard que no se encarga de él?
No quería, de verdad que no. Algo en mi interior se resistía y tiraba de mí para mantener mis ojos lejos del bosque. Porque ni siquiera estaba segura de si era mejor ver algo o no verlo y saber que estaba ahí. Era como cuando despertaba en la noche con la sensación de estar siendo observada mientras dormía. Sentía las sombras acecharme desde los rincones, revolverse en la oscuridad y recoger esas uñas afiladas con las que no podrían tocarme mientras me mantuviese cerca de la luz… no las veía, pero estaban. Lo sabía. Las sentía. Y, como en ese momento con los ladridos de Schmetterling, era peor saberlo pero no verlo.
—Vamos dentro, Lyc —insistí con más firmeza, tirando ahora del brazo de mi hermano hacia el palacio con una fuerza que no admitía una negativa—. No sabemos qué puede haber ahí y podría ser algún animal peligroso. Entramos y buscamos a Bernhard. Que salga él a mirar.
Estaba altamente orgulloso de mis dos pelos de pecho, tanto que observaba todos los días durante bastantes minutos el labio superior buscando la pelusilla del bozo que debería de amenazar con aparecer en breve. Pero eso no dejaría a Laura chotearse de ello, a pesar de darme cuenta, de lo mucho que habíamos cambiado ambos en este año alejados. Lo que no había variado, es esa esencia de mi hermana, tan asertiva y peculiar, que lograba apaciguar hasta al más pintado de los iracundo. Excepto a Schmetterling.
¿Qué le pasaba hoy a este perro? Una vez a su altura, me agaché palmeando bajo las orejas en un intento de congraciarme con él y un par de otros toques en el vientre.
— ¿Qué pasa, chico? — tratando de distraer la atención del animal, de aquello que fuese, lo que se movía furtivamente entre la espesura del bosque.
Las bromas habían pasado a un muy alejado segundo plano tras la consciencia de pensar que algo había acechando entre las sombras.
— ¿Por qué no entras tú y buscas a Bernhard? — a sabiendas que Laura no haría eso, mientras mi brazo notaba la insistencia de sus manos.
No era la oscuridad la que me aterraba. Al contrario. Vivía y sobrevivía en ella, a diario, acompañándome y arrullándome por cada esquina que pasaba, acunándome en mis delirios y mis martirios. Pero mi hermana era diferente.
Aún tenía en la base de la nuca, la sensación de peligro patente, erizándome todos los vellos del cuerpo, incluidos los dos del pecho, dando igual si eran las tinieblas las que querían absorberme. Pero no quería que lo hicieran con Laura. También resonaba en mis oídos sus palabras sobre esa la sensación de que la oscuridad se la tragaría. ¿Cuántas veces no había tenido yo esa misma corazonada, en la que la luz me tragaba, haciéndome arder hasta estallar en llamas? Casi podría decirse, que Laura y yo eramos las caras opuestas de la misma moneda mal forjada en latón y temor. Y ese metal, sentía la persistencia física de la joven, tirando de mí, hacia refugio falsamente seguro
Me incorporé con la mano aún sobre la cabeza peluda del perro, escrutando mi alrededor y valorando el estado mental de mi hermana. No era cuestión de acrecentar los terrores de Lala, pero esos crujidos en la distancia, atraían mi atención, más que la luz a las polillas. Mucho más que los monstruos que habitaban en la mansión, con sombras acrecentadas, unas de conato autoridad y otras de una adulterada sabiduría insegura. A los engendros de ahí fuera, no los conocía aún. ¿Qué mal mayor podría hacer?
Cuanto más se resistía mi hermano, más crecía mi inquietud, como si la noche incipiente estuviese echándose sobre nosotros, cercándonos con sus tentáculos de oscuridad cuando no los mirábamos.
—No pienso dejarte aquí solo —declaré con seguridad—. Te vienes dentro conmigo ahora, Lycius von Galler —pronuncié su nombre completo con seria autoridad de hermana mayor.
Tiré de su brazo de nuevo, consciente de que en fuerza estábamos parejos a pesar de mis tres años extra. Si él no quería, no podría obligarle a entrar. Por otro lado, no tenía ninguna intención de entrar sin él. Apreté los labios y miré al perro con disgusto, el culpable de que estuviéramos en esa situación, con Lycius tratando de calmarlo mientras yo a esas alturas ya solo quería refugiarme en la luz cálida del interior del castillo, dentro de ese círculo de ámbar en el que las uñas afiladas no podrían tocarnos.
Del perro, mi mirada se fue hacia el castillo. Cualquier lugar salvo el bosque parecía bueno para poner mis ojos. Cuando volví a mirar a Lycius había un toque de angustia en ellos, mezclada con la urgencia creciente por apartarnos del peligro que ladraba el chucho.
—No sabemos qué hay ahí, podría ser un lobo o un oso o un ladrón asesino —enumeré, nerviosa—. Como no entres ahora mismo conmigo, voy a empezar a chillar —le advertí sin ápice de broma—. Y si chillo sabes que tu padre y su invitada estarán aquí en medio segundo. Así que vamos dentro y avisamos a Bernhard para que salga él a comprobarlo.
Dicho eso, tiré una vez más de Lycius, completamente dispuesta a cumplir mi amenaza si no cedía y venía conmigo al refugio seguro que eran los muros del palacio.
Tras dos palmetadas amables a Schmetterling en el cuello , conseguí mirar a los ojos turbulentos de mi hermana. Que yo viviera perennemente en la oscuridad, no hacía que otros la no temiesen más que a una vara verde. Al fondo de ellos, en ese lugar que había celado tanto en este último año largo, comenzaba a intuirse y despertarse ese monstruo hecho de miedos peludos, temores afilados y pesadillas húmedas, en una noche fría. En definitiva, esa quimera de la que se alimentan nuestros más pérfidos horrores y que en Laura estaban muy recientes. Tanto que escuchar mi nombre completo en su boca, activó una señal de alarma mas horrenda, que el sonido asignado para el alba.
Las dulces manos de Laura, que me acunaban, arrastraban de mí hacia un lugar que a ella se le antojaba más seguro que el bosque, mientras otro lado de mi ego se moría de curiosidad por descubrir un engendro mayor que los que habitan entre las paredes grotescas del Schloss
— Vale, yale, Laura — cedí, sabiendo que mi mayor aliado en este momento, era Lala, en sus plenas facultades, no ese guiñapo que me dejaron ver en las escasas visitas al sanatorio — Entramos y buscamos a... alguien — tomando el collar del guardián cobarde peludo, para introducirlo entre el recinto cerrado. No dejaría a un miembro de la familia a su ventura y tras eso, un pensamiento cruzó mi mente. ¿Mina?
Con cierta ansiedad, oteé a mi alrededor, temeroso al pensar, que la mujer aún se encontrase a descubierto, pero el tiempo pasado, debió de haberle dado tregua para acicalarse.
— Pero no chilles — susurré finalmente dejando laxo mi cuerpo en un abandono consensuado — Dentro — escueto con el comienzo de mi deambular encaminado en dirección a la entrada, como el destino de un preso que recorre la última milla del corredor de la muerte, si haber podido degustar su última cena.
Y quizás, reflexioné tras la renuncia, escucharla gritar, hubiera sido lo más humano y reconfortante en estos tiempos. Habría exhalado esa rabia y ese tormento que le llevaron hace un año a no ser capaz de ver más allá de la negrura en la que se había anclado su alma. Quizás.... debería dejarla hacerlo.
Todos tendríamos que tener derecho a ello.
Schmetterling, aunque agarrado del collar por Lycius, seguía ladrando con inquietud en la misma dirección. Ni las palabras ni las caricias del muchacho parecían tranquilizarlo y esos ladridos habían empezado a hacer eco en vuestro interior. Incluso, cuando Lycius tiró del perro para entrar, este parecía resistirse y el joven tuvo que hacer más esfuerzo de lo habitual para conseguir moverlo, algo que hizo a duras penas.
Entonces, entre el ruido de los ladridos y vuestra conversación, escuchasteis algo más: ruidos procedentes del bosque. Primero sonó como un quejido ahogado; después, una especie de chillido animal amortiguado y, finalmente, un golpeteo como de pasos o patadas, no muy diferente del sonido que habrían hecho los cascos de un caballo encabritado, pero un poco más ligeros.
Se hizo el silencio después. Incluso Schmetterling dejó de ladrar, aunque sus labios se abrían para dejar ver sus colmillos mientras en su garganta burbujeaba el inicio de un gruñido sordo. Los pájaros habían dejado de piar y ulular; ya ni las aves diurnas ni las nocturnas se dejaban escuchar. Aquel silencio se os introdujo bajo la piel como si fuera un frío gélido.
—Es habitual que la gente cuestione mi metodología. Actualmente incluso circulan falsos rumores afirmando que he cometido actos horribles. Comprenderá que estoy hastiada de oír comentarios acerca de la moralidad de mis procedimientos —expliqué con seriedad, pero con calma—. Le agradecería que no hiciese comentarios que pudiesen interpretarse de tal manera. —No obstante, su disculpa me hizo sentir mejor.
Su posterior discurso hizo que mi rostro abandonase toda expresión. Mi mirada inexpresiva se clavó en sus ojos, intentando discernir si había entendido correctamente lo que había querido decir sobre las «formas correctas moralmente».
—Discúlpeme. No estoy segura de haberlo entendido correctamente. ¿Está diciéndome que está dispuesto a someter a su hijo a cualquier tipo de práctica, aunque sea moralmente incorrecta? —Estaba completamente incrédula. No podía creer que un padre estuviese dispuesto a hacer algo así—. Como le he dicho, mis prácticas, aunque poco habituales, en todo momento han respetado los límites de la ética. —Quizás debería haberme mostrado indignada ante tal propuesta. Sin embargo, mostraba un semblante relajado, aunque sorprendido.
Su negativa a recibir apoyo psicológico por el momento añadía aún más desconcierto a la situación. Si bien era lógico que quisiera que comenzase primero a tratar a su hijo, tenía el presentimiento de que me ocultaba algo. Sus inflexiones de voz eran irregulares y su lenguaje corporal denotaba una lucha interna. Era como si quisiese decirme algo importante pero se estuviese conteniendo a duras penas.
—De acuerdo. Hablaremos de esto más adelante, una vez haya comenzado a trabajar con su hijo —afirmé con semblante serio, a la vez que mis ojos lo examinaban atentamente.
A continuación, continuó hablando sobre la actitud de los doctores que habían atendido con anterioridad al chico, e incluso mencionó la posibilidad de una conspiración, lo que captó inmediatamente mi interés.
—Es algo cuanto menos curioso, sin duda —comenté pensativa—. Como supongo habrá podido observar, en mis vídeos suelo exponer mis sospechas acerca de un posible interés por ocultar información sobre enfermedades inexplicables y criaturas sobrenaturales. Eso significaría que podrían haber estado presionando a los doctores para que no investiguen este caso —expliqué, entornando los ojos y manteniendo una mirada perdida por unos instantes.
El señor von Galler continuó hablando, y esta vez volvió a pillarme desprevenida.
—No estoy segura de a qué se refiere con «crear monstruos» —dije visiblemente confundida—. Yo creo en la existencia de vampiros y otros seres sobrenaturales, si es eso a lo que se refiere, y creo que se ha hecho un esfuerzo por ocultar su existencia al público. En cuanto al «monstruo del pasado» o el «actual», me temo que no comprendo a qué se refiere. —Lo observé con incomprensión, pero con interés. No era habitual que me hiciesen perder el hilo de una conversación, pero ese hombre lo estaba consiguiendo.
Mientras tanto, en el exterior, las últimas luces del día iban desapareciendo, dando paso a la noche. A lo lejos, se oían los ladridos de un perro, los cuales no me parecieron nada fuera de lo normal.
Había algo desconcertante en las palabras de la doctora Vordenburg. Al hacer tus pesquisas sobre ella, te habías topado con esos rumores acerca de su expulsión no solo de la universidad, sino también de algún centro médico en el cual había trabajado con anterioridad. Sabías que los motivos que se daban para estas expulsiones, especialmente la de la universidad, habían tenido que ver, según se había comentado, con rupturas del código de ética médica de investigación.
El hecho de que negara de forma tan tajante toda sospecha acerca de su ética no parecía encajar con lo que sabías de ella. ¿Qué habría detrás de los rumores acerca de la doctora? ¿Serían completamente falsos? En tal caso, ¿por qué la habrían expulsado? O quizás escondía algo. ¿Estaba diciendo la verdad o estaba mintiendo? ¿Qué entendería ella por ética? Fueran cuales fueran las respuestas a esas preguntas, el caso no podía dejar de llamar tu atención.
El alivio al ver que Lycius cedía a lo que me parecía el sentido común más puro me duró poco. Muy poco. Apenas estaba empezando a aflojar el agarre de mis dedos en su brazo cuando los ruidos del bosque nos alcanzaron y volví a apretarlo con mucha más fuerza. Tanta y tan desmedida, que quizás mis dedos dejarían una marca rojiza en la piel pálida del brazo de mi hermano.
Mis pupilas se dilataron y ahora sí que no pude evitar que buscasen el bosque. No podía ver nada, pero mi imaginación era capaz por sí sola de llenar ese vacío con infinidad de imágenes aterradoras, los tentáculos de sombras retorciéndose alrededor del cuello de algún animalillo, olfateando, acechando, buscando una nueva presa. El silencio que sobrevino a aquellos sonidos animales fue mucho peor que estos, y cuando me quise dar cuenta me estaban temblando los labios y las rodillas.
—Vámonos —murmuré en un susurro ahogado—. Vámonos ahora mismo.
El frío se extendía por mis venas, impulsado por mi sangre que se congelaba milímetro a milímetro. Un frío abismal y palpitante, que punzaba con agujas de hielo en cada latido. Un frío que me trasladaba de inmediato al despertar en la noche, al quejido enmarañado en la garganta, a la tela mojada junto a mi mejilla. Ese silencio helado era el mismo que me perseguía en mis pesadillas.
Tragué saliva mientras tiraba de nuevo de mi hermano, con miedo y prisa, pero también con urgencia por ponerme a salvo y por proteger a Lycius.
La mano sobre el cuello del collar tiraba en dirección a la edificación en la dirección opuesta a la que se remitían mis ojos. El agarre de Laura comenzaba a remitir, cuando el silencio atronador, hizo detonar una chispa de locura en la mente maltratada de mi hermana, provocando que su aprisionamiento, crease un gesto de dolor mudo. Abrí la boca , sin articular el esperado grito, como si hubiese podido salir de la garganta y en la misma salida, tímido, decidiese retornar al interior para ir a morir en lugar donde había nacido. Alertar a los monstruos que pululaban sueltos al raso y a cubierto, no era mi idea de prudencia.
La palidez de Laura, manifestaba el horror que atravesaba por delante de sus pupilas, conminando a la parte racional y empática de mi yo rebelde, a proveer a la muchacha del amparo imperioso necesario, frente a ese otro yo fisgón y ansioso, que moría por saber qué deparaba la oscuridad a nuestro alrededor. Ese otro yo imprudente y ávido de emociones fuertes, se vio subyugado por el temblor de labios de su hermana
Los jadeos de Schmetterling se mezclaban con el castañeteo de mis labios armónicos con mis respiraciones agotadas en la carrera hacia la entrada, aunque con miradas furtivas hacia la espesura de la vegetación.
— Adelántate y pega — tirando del cachorro que su inquietud le hacía resistencia — Alguien más ha debido oír los ruidos ¿no crees? — no habían pasado desapercibidos en la quietud de la noche — Lo mismo están sobreaviso.
Si mandábamos a la doctora, lo mismo terminaba haciendo migas con el animal de ahí fuera, lo que me dejaba en la disyuntiva de si sería apropiado mandar también a papá. "Entre raritos andaba el juego" pensé cínicamente tratando de alejar el temor a lo desconocido, preocupado por que lo que nos causase escalofríos, no fuese precisamente un ser que habitase en la noche, sino en la falsa y engañosa luz