Partida Rol por web

Al llegar a la puerta del sótano, el valor de Facu descendio a sus valores normales... nulos. No tenía la más mínima intención de descender. Con su piqueta en la mano parecía más valiente de lo que era, y decidió corregir esa sensación colocándose a un costado de la puerta, fuera de la vista de quien pudiera querer salir y preparándose para defenderse de lo que viniera

Sus ojos miraron al resto mientras meneaba la cabeza - No pienso bajar a la oscuridad... hagámoslo salir - explicó sus planes - O alguno quiere entrar allí? - preguntó señalando la abertura con el extremo de su arma - Quizás la que debería llamar al lobo ese es Henar? - se le ocurrió de repente mientras la miraba - Y si no lo quiere hacer la tiramos por la escalera para que vaya a buscar a su hijo - Estaba claro que no era una postura muy heroica... pero eso no le preocupaba, solo quería sobrevivir y si eso implicaba arrojar a la mujer por las escaleras estaba dispuesto a hacerlo.

Un ridículo y miserable rayito de luz cruzó por el atolondrado cerebro de Camestres. Muchas cosas no le cerraban (y no era la menor de ellas el propio cierre del pantalón, arruinado irremisiblemente cuando aún se encontraba bajo el efecto de los tranquilizantes), pero recién ahora había tenido el tiempo suficiente como para hilar algunos cabos.

- ¿Cómo que el “hijo” de Henar? – dijo en un quedo susurro. - ¿Y entonces quién era el que sacamos cagando recién? Ese que los venía siguiendo. – concluyó indagando con la mirada a Diego y al Profesor.

- ¿O me van a decir que la bestia esa que quería comerse a Ernesto es el mongui que antes lo atacó con un cuchillo? Yo no entiendo nada…

- Y otra cosa. ¿No tenían una linterna ustedes? Había una luz dando vueltas por la casa, pensé que eras vos. – le dijo a Facundo con una expresión de absoluta confusión desdibujando sus facciones.

Diego hace un gesto de silencio bastante sobre actuado, asoma su oreja por la boca del sótano y trata de oír algo.

-ERNESTO?!

Y luego guarda silencio nuevamente esperando una respuesta

Nadie responde al grito de Diego. El silencio que sale del interior del sótano es preocupante pero más aún lo es el sonido que por fin os llega.. a vuestra espalda. Es un grito de agonía, de dolor, la voz de Ernesto, juraríais. No viene del interior de este sótano sino del otro lado de la valla, de la casa contigua, donde os atacó el monstruo cánido. Suena ahogado, hueco, reverberante. Como si viniera de un sótano, en efecto pero no de este.

- Pe... pe... pero porqué allá? - las palabras surgen de la boca del locutor sorprendido por el origen del grito - Si me dijo que estaba en el sótano de la casa de la luna - murmura antes de darse cuenta que esa descripción abarca a todos los sotanos.

- Vamos! - exclama girando y dirigiéndose hacia el portón que da a la calle y sin contestarle a Raul... Despues de todo ES solo Raúl. Y lo cierto es que no tiene respuestas para darle

Camestres siguió al grupo, procurando no quedarse demasiado atrás. Su corazón permanecía aún inflamado de aquella furia vengadora, pero comenzaba a desinflarse de a poco. Aquella vocecilla molesta que lo conminaba a abandonar de inmediato el lugar volvía a cobrar fuerza, y al intrépido asistente le costaba cada vez más desoír sus ruegos.

- Ehh... chicos... - comenzó en un dubitativo murmullo. - El destino es sabio... sabe por qué hace las cosas ¿no, Profesor? Si estamos en esta casa es por algo... deberíamos quedarnos acá, en este sótano. Seguro que Ernesto está bien...

El grito de Ernesto rompe la tensa calma que se ha generado con el acercamiento de la bestia. El dolor no es comparable con nada que haya sentido antes. Nada parecido a las descargas eléctricas ni a los golpes de puño, ni a los clavos ni a la culata de las armas. La sangre empieza a fluir desgarradoramente, tras el crujido que anuncia el comienzo de la muerte. Todo el cuerpo, gran cuerpo del hombre se estremece en un solo impulso nervioso, una reacción automática y primitiva. Se agita intentando soltarse, con un ataque de adrenalina y terror, y una fuerza que sólo es comparable con la de ciertos personas en medio de un ataque de locura. Sus brazos, fuertes en comparación con la mayoría de los hombres, son sólo palillos en comparación con las agarras que lo buscan. Su propio y voluminoso torso es suave, pequeño y frágil al lado de la enorme constitución de la bestia. Pero el cuerpo reacciona antes que la mente, y el instinto mucho antes que la razón. No registra el revólver aún en su mano, ni su bolso, ni su móvil: sólo intenta zafarse y correr, alejarse de aquella bestia, escapar, respirar y tomar coraje de nuevo. Sobrevivir.

Golpes, patadas, arañazos, empujones, cabezasos. No sabe exactamente lo que hace. En la oscuridad sólo siente los cabellos de la criatura contra su piel, sus dientes hundidos en la carne, y el ambicioso latido del enorme corazón del licántropo contra su propio pecho. Está a ciegas, como en los viejos tiempos. Pero esta vez, no es una venda que cubre sus ojos, y que con un movimiento podrá quitársela para mirar. Esta vez, la oscuridad es la que genera la impunidad. La sangre caliente le quema empapando su ropa, y sólo tras ese acceso violento intentando soltarse, intentando esquivarlo, salir de allí, alejarse, sólo luego de perder los segundos más decisivos de su vida intentando que la criatura no encuentre más asidero en su cuerpo, sólo allí, Ernesto toma conciencia de nuevo del frío metal aún aferrado en la palma de su mano. Metal golpeando con rabia, hielo.

Segundos...

El anciano corre a la cocina y busca el bote de sal y lo carga con él, sin soltar ni un instante la escopeta que requisó a la Benemérita.

Para acto seguido ir tras los demás hacia la otra casa en busca de Ernesto.

Dejando a Frantisek atrás buscando sal en la cocina, os movéis través del jhardín hasta la carretera de nuevo y de ahí a la entrada de la finca contigua, pasando junto a los dos vehículos averiados.

Los movimientos sincopados de Ernesto logran zafar su cuerpo con un desagradable crugido. Tan pronto las manos del periodista tocan la tierra húmeda lo suficiente para darse cuenta de que está libre..

Al llegar a la puerta del sótano correcto, o eso esperaba, Facu se ubicó, casi sin pensarlo al lado de ella, asegurándose que nadie que saliera por esa puerta pudiera verlo - Espero que esto sea una buena idea - murmuró mientras aferraba la piqueta con ambas manos y esperaba no tener que usarla - ERNESTO! - gritó con fuerza mientras hacía señas a sus compañeros que también se ocultaran - ESTAS ALLÍ? -

Tocar el cielo con las manos, se le decía a alcanzar el paraíso. También tocarle las bolas a Jesucristo. Ateo empedernido, o al menos religioso absolutamente descreído, Ernesto jamás había entendido cómo alguien podía asociar el tocar algo así al éxtasis o a la máxima superación. Nunca, hasta el momento en que sus manos dejaron de sentir pelo en las palmas, sangre y carne bajo las uñas, y pasaron a tocar la desigual, desnuda y desgraciada tierra del piso del sótano. El nuevo crujido podía haber significado muchas cosas, incluyendo un brazo menos, o el esperable quiebre del cuello. Pero aquella textura llena de pequeñas piedras filosas, clavándose de a miles en su piel, sólo podía significar que había caído de su agarre: había conseguido soltarse.

En otra vida, hubiera llorado de felicidad y hubiera experimentado un latigazo de nueva esperanza azotándole el cuerpo. En la que le había tocado vivir, la caída devuelve a Ernesto a su pasado. El cuerpo cae como una bolsa de papas luego de la pausa en la tortura. Sus dedos arañan la tierra húmeda, barro de sangre y agua. Aturdido, tiene que realizar un esfuerzo para no perder por completo el equilibrio. Sólo tiene un segundo, o menos que eso. Logra detener en vilo la caída, apoyándose en uno de los brazos. Siente las venas abiertas y la sangre de sus arterias saliendo a presión, manchando su cuello, su hombro, el sótano, todo su pecho. La mano del revólver ha quedado en el suelo.

Desde esa posición, no tiene muchas alternativas. Tampoco tiene tiempo para pensar. Su única mano libre pende de un brazo que aún parece responderle, escasamente, por el aturdimiendo o porque los nervios cortados a colmillo afilado no trasmiten las órdenes. La otra lo sostiene, impidiéndole caer por completo, y así quedar más expuesto de lo que ya está. Entonces, Ernesto mueve los dedos, ruega que le respondan, ruge de adrenalina porque está seguro de que lo harán, y aprieta los botones que recuerda de su teléfono. Ni siquiera sabe si el aparato volverá a sacar el flash. No puede saberlo, pero debe intentarlo.

Intentar eso, intentar aturdir a la bestia un momento, mientras intenta escapar...

Cuando entiende que no están en el sótano correcto, Diego, con su mano libre, golpe su frente sonoramente.

-Este pelotudo de Facundo nos indico el sótano equivocado

Siguió a grupo con un trote rápido, hasta la puerta del otro sótano, cuando iba a gritar el nombre de Ernesto, Facundo se le adelanto, asi que espero una respuesta provenir de la densa oscuridad que emanaba el sótano

Al volverse hacia su víctima, la bestia es saludada por el tembloroso flash de la cámara. Las pupilas se ensanchan y emborronan la vista, pero no va a detenerse por eso, ahora no. Se sabe ganador y aun a tientas procura buscar con sus fauces y garras por delante el cuerpo del adversario.

Pero aún no. Ernesto logra llegar hasta la puerta que conecta ambas salas y atravesarla a rastras pese al inmenso dolor en su hombro derecho que parece confirmar la rotura de la clavícula y del ahogo que provoca el intenso olor a sangre caliente.

¡ERNESTO! ¿ESTÁS AHÍ? escucha de repente tras de una luz que asoma por la puerta de salida, a unos doce metros de él. ¿Quién es? Deben estarle viendo. Él no los ve a ellos.

Al asomaros por la portezuela que da al sótano veis un flash de luz, apenas un brillo atenuado insonoro que proviene del vano que divide las dos salas de este sótano. Antes de que reaccionéis escucháis un rugido inhumano claramente proveniente de la sala que no veis. Y de seguido, un cuerpo asoma por la entrada, un cuerpo humano, con las ropas llenas de barro y una descomunal hemorragia surgiendo de su hombro derecho, aparentemente destrozado. El brazo de ese lado se arrastra inerte sujetando una pistola mientras que se arrastra como puede con el brazo izquierdo en el que sujeta con fuerza una cámara de fotos. Un nuevo rugido os confirma que algo le sigue desde el otro lado. Ernesto, con el rostro demacrado de dolor y sangre alza la mirada hacia la luz que proyectáis, cegado por ella.

- Espero que tuvieras razón - murmura Facu pensando en lo que le ha dicho, hace apenas unos minutos (aunque parezcan horas) el cámara

- Que vea a Henar - indica mientras busca donde puede encontrar un sitio donde desaparecer en las sombras - BICHO FEO! - grita tras sus instrucciones - TENEMOS A TU MAMITA! VEN A BUSCARLA! - insiste sin saber si la suya es una buena idea. Con la enorme piqueta en sus brazos busca un sitio donde poder descargarla sobre el lobo, si este sale del sótano mientras le comenta al cámara - Tirásela encima si sube -

¿Viste? Yo palmé en un lugar igualito a este. Pero solo como un perro. La última persona que dijo mi nombre fue el que me metió en el Falcon y me trajo hasta acá.

La voz perenne de su compañero de encierro le acompañaba mientras se arrastraba intentando dejar a la criatura atrás. Los dos estaban ciegos, pero sin duda alguna Ernesto no era quien llevaba las de ganar. Su olfato era una porquería y siempre había tenido un oído de madera. Ni siquiera la adrenalina le permitía acercarse a esa sensibilidad animal que ayudaba a la criatura a pegar zarpasos como si le dibujara el contorno, a acercar mordidas a centímetros de su carne. Ni por casualidad tenía, entero, una destreza que le permitiera escabullirse o una fuerza comparable que le permitiera golpear: y herido, desangrándose, mucho menos.

Le resultaba milagroso, peligrosamente milagroso, el haber conseguido alcanzar la abertura divisoria.

Ernesto se arrastra con más rapidez de la que se creía capaz. Las rodillas agregan más sangre a la tierra ya cubierta y empapada, pero no le detienen. Siente tan nítida la presencia de la criatura a sus espaldas que incluso siente la necesidad de gatear de forma invertida, dándole la cara, para evitar que le apuñale desde atrás con aquellas garras mortales. Morir a traición, morir como un cobarde. Pero la cobardía no es su mayor preocupación mientras se sigue arrastrando, apoyando las palmas, sosteniendo revólver y móvil un poco más arriba del ras del suelo. Si ha conseguido llegar hasta allí, hay alguna posibilidad de que llegue a la puerta del sótano. La hay, sí. Luego, al salir, no hay sitio para correr: pero la hay.

La repentina luz le ciega por completo, más de lo que lo había la oscuridad. Y la voz...

Alegrate, Tano, de que no te vas a morir sin haber escuchado que alguien te llama, y te viene a buscar, y no es el oficial. Alegrate, flaco, porque vos zafaste y parece que vas a zafar una vez más. Tenés más culo que Isabel Sarli.

Ernesto siente que se va a desmayar, de la sorpresa y la imposibilidad de que eso esté sucediendo. Quizás alucina...

- ¡¡ESTOY ACÁ!! -  grita, y su voz que no pierde la profundidad se escucha nítidamente alterada y débil, como si estuviera haciendo un esfuerzo que no puede hacer - ¡¡AYÚDENME POR FAVOR!!

Diego, empuja violentamente a Henar hacia Facundo para que la atrape, baja las escaleras sin dudar ni tiempo que perder y desde el ultimo escalón, estira la mano para agarrar fuertemente a Ernesto por el saco, usando su fuerza sin mucho cuidado comienza a estirar para ayudar a levantarse y caminar.

-Dale pelotudo... jejeje que nos come

Dice entre risas por la situación tan tensa

- Que? - el locutor aferra a duras penas a la mujer y duda si tirarsela a Diego a su espalda "Adiós mi plan de atacar por sorpresa" se plantea a si mismo. Acercándose a la escalera intenta mirar hacia abajo, dispuesto a arrojarla a Henar sobre quien suba.

Sin embargo, un dejo de respeto por Ernesto lo hace detenerse un momento "Después de ellos" se dice mientras suelta la piqueta, incapaz de sostenerla junto con la mujer