Danlai os guio al interior del edificio central que dominaba los terrenos de la cuadra. Pese a la austeridad del exterior, poco más que un bloque alargado de piedra caliza local, se trataba casi de un palacete de un príncipe del desierto en el interior. O al menos, lo que vosotros imaginabais que sería un palacio de uno de los Reyes Púrpura de Utuma1. El fuerte olor a animal del exterior se transformaba aquí en el agradable olor a jazmín y azahar del patio interior. A través de él os guio a una fresca sala de invitados, sumida en una agradable penumbra en la que apenas entraban los rayos del sol matutino, en haces, a través de una profunda celosía. Se oía, en alguna habitación cercana, el canturreo de una fuente. Había ricas alfombras y bellos tapices, y una mesa baja rodeada de mullidos cojines rojos en la que os invitó a sentaros.
Vuestro anfitrión se tomó su tiempo en preparar el té prometido. No se trataba, empero, de lo ceremonioso de un ritual del té drache, sino de la paciencia y el esmero de alguien que se esfuerza genuinamente en lo que está haciendo. Sirvió la bebida, de color rojo y aromática, que tenía una grata textura terrosa en la boca, y la acompañó de unos pastelillos de masa muy fina y crujiente, rellena de pistachos y almendras y cubierta de miel. Solo cuando se terminó el té y disteis cuenta de los dulces, accedió el utumi a hablar de negocios, redirigiendo una y otra vez la conversación a las nuevas de la ciudad y cotorreos locales.
—Aquí criamos alazanes y palominos —dijo al fin—. Buenos caballos, muy rápidos. Criados por mi hija y adiestrados por un servidor personalmente. Para vuestro amigo tengo algo especial, un purasangre kathiawari, uno de esos caballos de guerra que utilizan los del Pacto Llameante. Si puede con un say'tur, podrá con vuestro amigo. Su dueño era un paladín de Mehr, que lo dejó temporalmente aquí para que lo cuidáramos mientras resolvía unos asuntos en la ciudad. Mucho me temo que no va a volver, murió en un enfrentamiento con unos matones de los Dragones del Loto.
Lo que siguió fue un regateo por los precios de los animales, en el que Dalai desplegó sus dotes para el teatro, aunque sin intentar estafaros. Cuando estuvisteis satisfechos con el precio, salisteis al calor húmedo del exterior y vuestro anfitrión pidió a su hija y a sus ayudantes que prepararan vuestros caballos.
—Este es Atrevido, las yeguas se llaman Canelita y Buenaventura. El kathiawari es llama Victorioso —dijo palmeando con afecto el costado Canelita—. Cuidad de ellos y ellos cuidarán de vosotros.
El dueño de las cuadras y su hija os acompañaron a la entrada y se despidieron de vosotros. Dunlai os pidió que volvierais a visitarle pronto, y su hija, le guiñó un ojo a Arin con coquetería. Tras perder diez minutos explicándole a una patrulla de Hijos de la Luz qué hacía una pantera acostada en el tejado, os dirigisteis a la salida oeste de la muralla donde habíais quedado con el resto del grupo.
1: los gobernantes de las ciudades estado del noreste de Utuma, llamados así por el color de los tintes con los que hacen su fortuna.
Seguimos aquí.
Os despedisteis de vuestros compañeros y os dirigisteis hacia el oeste. Cruzasteis uno de los dos puentes sobre el río Tepitik que quedaban en pie tras la guerra, hacia la Ciudad Alta. Por las calles de esta parte de la ciudad aún se podían ver caminado y charlando a muchos de los escribas, filósofos, juristas y magos que componían las clases altas de la sociedad chardaukana. Las casas-patio que conformaban el distrito eran muy antiguas, algunas tenían incluso cientos de años, pero habían sido reparadas, pintadas y reacondicionadas con esmero y respeto por los chardaukanos.
Os dirigíais a Las Maravillas de Esmeria, la tienda de objetos mágicos más importante de todo Marennes. Estaba regentado, como no podía ser de otra manera, por una ésmer. Tenía media cabeza rapada, y se peinaba la otra mitad de la cabellera hacia un lado. Era bonita, si a uno le gustaban las mujeres realmente altas1, delgadas y de piel azul. Se llamaba Ilzanyn, y tenía fama de ser bastante amable para ser una ésmer. Era una artífice de talento, pero ese no era el quid de la importancia de Maravillas de Esmeria en toda Ezora. Era de sobra conocido, especialmente entre aventureros, que las tiendas y los talleres estaban conectadas por cámaras de teleportación. Si un objeto era común en Ezora, podía comprarse inmediatamente aunque tuvieran existencias en la otra parte del globo. Si era algo extraño, seguía siendo probable que alguno de los artífices pudiera fabricarlo y tenerlo listo en unos días. Por un módico precio, claro está. La seguridad en aquellas instalaciones era, por supuesto, bastante alta. Ya solo en la parte pública había media docena de autómatas, y se decía que en los almacenes había enjambres de tópteros dotados de veneno adormecedor, más autómatas armados hasta los dientes y hasta uno o dos gigantescos mecatitanes.
Ilzanyn os recibió con una sonrisa. Tras haber tratado con Sagavr, habríais dicho que la sonrisa era un gesto fuera del alcance de la musculatura facial de los ésmer y, sin embargo, allí estaba. Su homúnculo, un perro autómata, hizo cabriolas a vuestro alrededor. A diferencia del gato de la embajadora, esta criatura mecánica sí que se comportaba como su equivalente de carne y hueso, y hasta se acercó para que le rascarais las placas de oricalco reforzado.
—Tenemos el producto en inventario. Es muy popular entre las escuadrillas de Hijos de la Luz que van y vienen por la jungla ¿sabéis? Tendré vuestro pedido en una media hora, aproximadamente —dijo Ilzanyn—. Podéis esperar aquí o daros un paseo y volver en un rato, como queráis.
¡Y volvió a sonreír! Pese a que acababa de invitar a marcharos, se acodó en el mostrador con la cara entre las manos y os entretuvo con un rato de cháchara. No era el soliloquio impaciente de Sigyl, sino el toma y daca de alguien que escucha con atención y habla con mesura. Os preguntó por vuestros orígenes, que le parecían muy exóticos, y a cambio ella os habló de su trabajo y de cómo funcionaba la tienda.
—Así que ya sabéis, venid a verme para cualquier cosa que necesitéis. ¡Si no lo tenemos, os lo fabricamos! —enfatizó aquellas palabras en un tono animado, como recitando un eslogan—. Y si no necesitáis nada, pasaros también a verme. Me vendría bien salir de aquí y descansar, conocer gente nueva. Cuelgo el cartel de "cerrado" y nos tomamos algo juntos, ¿vale? Me muero por volver a probar los fideos picantes de las Linternas Amarillas, o por asistir al espectáculo de baile en las Cortinas Rojas, pero me da mucho corte ir yo sola.
Os despedisteis de Ilzanyn y os dirigisteis a la salida oeste de la muralla donde habíais quedado con el resto del grupo.
1: los ésmer son una de las razas humanoides con más estatura de Ezora. Son incluso más altos que los hiperbóreos, aunque de una complexión mucho más ligera. Ilzanyn, ni más alta ni más baja que una mujer cualquiera de su raza, supera los dos metros.
Seguimos aquí.
Tyag observó al hombre mientras preparaba el té para ellos y decidió que, pese a todo, había algo en él que le agradaba, más allá de que pareciera entender el mundo sin el apremio tan común entre los habitantes de las ciudades. Podría no obrar con sus caballos como a él le gustaría, pero quizá haría las cosas de otra manera si tan solo supiera comunicarse con los equinos.
Aceptó la taza de té que le servía el criador —no era santo de su devoción, pero seguía siendo agua, solo tendría que esperar a que se enfriare—, pero declinó cortésmente las pastas:
—No rechazaría este alimento si no me resultase indigesto, amigo. Solo puedo comer carne, aunque estoy seguro de que quienes me acompañan sabrán degustar sus dulces —miró a Arin y Sigyl, como si esperara que secundasen sus palabras.
Escuchó en silencio la charla sobre la procedencia de algunos de los ejemplares y aguardó pacientemente a que quienes lo acompañaban terminaran de acordar el precio.
Cuando iban a salir, se acercó a Danlai.
—Gracias. Y no solo por su recibimiento. Aprecio que no maltrate a los animales —comenzó alabando sus virtudes—. Si me lo permite, cuando vuelva de este viaje podría enseñarle algunas palabras ante las que seguramente reaccionarán mejor que a los métodos convencionales.
Conforme terminó sus palabras, emitió un par de chillidos que sonaron increíblemente extraños en las fauces de un tigre. Acto seguido, un par de ratones salieron de no se sabe dónde y treparon por la cola del nacatl y continuaron escalando hasta alcanzar sus hombros, donde parecieron decirle algo en su lengua.
Tras sonreír al utumi, Tyag añadió:
—Me los llevaré a otro lugar como gesto de buena voluntad. Así no tendrá que vigilar que proliferen y se coman sus dulces o el grano. Y… no estaría mal que tuviera por aquí algunos gatos —añadió, pues no había visto felino alguno durante su estancia—. Le recomendaría también serpientes, pero creo que los caballos no serían tan dóciles.
Le puso una mano en el hombro como gesto de buena fe y siguió a sus compañeros hacia el exterior.
Podéis sobrevivir un par de campanadas sin el tigre, dijo a sus dos compañeros cuando vio sus morros fruncidos y sus miradas lastimeras hacia Tyag.
A Myrkvar tampoco le agradaba la forma en la que Sigyl daba órdenes. Para él, que había sido un siervo, un esclavo, durante una década, dejarse conducir era cómodo, natural. Pero la ésmer no lo había encontrado cuando apenas había abanadonado la sombra del Zorro Rojo, sino después de meses de vivir por su cuenta en Marennes.
Le sujetaremos la lengua y los pies cuando sea necesario, aseguró a Kajsa. Por nuestro bien. Y también por el suyo.
El hiperbóreo guio al nacatl y su compatriota por las calles de Tarmulín, donde dos formas de entender la arquitectura y la ordenación del espacio convivían y chocaban. Los revraínos se habían apresurado en rehacer la ciudad a su imagen y semejanza, pero de momento, solo eran predominantes en el vecindario de la Luz de Celestar. Conforme se adentraban en los barrios bajos, resurgía la Tarmulín original, y uno casi podía imaginar cómo vivían los nativos antes de que las naves revraínas vomitasen a los guerreros de Celestar sobre la ciudad. Unos pocos nativos, se recordó. Las edificaciones de ese distrito eran casas solariegas centenarias que pertenecían a la flor y nata de la sociedad chardaukana. Los nativos con los que se cruzaban no eran los que se dejaban ver en los mercados de los Barrios Bajos y el Puerto, sino magos, sacerdotes y profesionales de prestigio; el tipo de gente que podía recitar un linaje de siglos.
Todo el mundo conocía el nombre de la tienda, pero Myrkvar solo sabía de la existencia de una sucursal en Tarmulín por terceros. Tuvo que parar a un joven chardaukano para pedirle indicaciones. Lo hizo en la lengua propia de aquellas gentes, pues pocos la mayoría no hablaban más que un puñado de palabras de revraíno o imperial. El muchacho tuvo que tragar saliva varias veces, tal vez por la sorpresa, tal vez por temor al extravagante trío, antes de encontrar la voz para señalarles el camino.
Habían decidido gastar a lo grande. Una inversión para el futuro que, de forma imprudente, ataba a Myrvar a sus nuevos compañeros, pues el pago adelantado de Shagavr no era suficiente y sus fondos, aunque suficientes para vivir cómodamente una larga temporada en Marennes, no bastaban para cubrir la parte que le correspondía aportar.
¿Compráis mercancía de este tipo también? preguntó a la ésmer que los había recibido. La mujer era demasiado agradable en comparación con los otros de su especie que había conocido, todos impasibles como sus autómatas o raritos, como Sigyl o Melocotón. Aunque, suponía, cualquiera que hubiera sobrevivido a una herida de hacha como la que daba el apelativo al último tenía motivos para ser extraño. Por otro lado, no eran más de una docena, y solo había podido intercambiar más de unas palabras con la mitad de ellos.
El comentario casi le hizo cancelar el pedido. Si bastaba con seguir a una patrulla de revraínos y emboscarles en la jungla para conseguir ese tipo de cajas, podían ahorrarse unas buenas monedas. Pero el trabajo de los ésmer requería urgencia; no podían desperdiciar tanto tiempo. Además, aunque no temía a sus guerreros, sabía que los sacerdotes revraínos eran combatientes temibles, y no estaba seguro de querer ponerse a prueba con tipos que podían hacerse dos cabezas más altos que él con una plegaria.
No hemos coincidido en las Linternas, dijo. Lástima. Me acordaría. Estaremos fuera de la ciudad unos días, pero volveré por aquí.
Azzuri había acompañado a los demás hasta la salida del barrio revraíno, en tensión y con el pelaje erizado, más pendiente de su alrededor que de los demás, flexionando una de las garras y mirando a cada Hijo de la Luz como si fuera una presa a la que estuviera a punto de saltar. Solo cuando se encontraron ya fuera, pudo respirar con más calma y relajar sus músculos. Para entonces, con su otra zarpa, cerrada en un puño, había aplastado las flores naranjas que inconscientemente había aceptado pero no usado, y que en esos momentos intentó rescatar para librarse de la tinta; hizo su trabajo a medias.
Como fuera, era hora de ponerse en marcha. Caballos —cosa que a él no terminaba de convencerle— y comida, esperaba que mejor que esa cosa que les habían puesto para el desayuno; después de solo haber comido hebras de pescado, notaba el acuciante apetito ir en aumento. Estaba a punto de seguir a Tyag, que seguía marchando a un paso que lo mantenía lejos de todo y de todos, cuando la ésmer propuso separarse, y a él le metió en el mismo saco que al gigantón con olor a sal y la escuálida que hedía a muerte. De haber tenido la sonrosada piel de los humanos, seguramente hubiera palidecido; en su caso, simplemente se encrespó. Esperaba que el druida dijera algo, que la manada debía permanecer unida, que no podían separarse, pero no fue así. Siguió andando, como si no importara, y Azzuri se quedó paralizado, observando como se marchaba. Tal fue su desánimo, que cuando enganchó a Kajsa —que por supuesto pretendía seguir, como siempre, al druida—, lo hizo sin bufar ni hacer ademán de hacerla daño; la bruja debió sentir algo parecido a él, pues se encogió en el sitio, muy parecido a como la habían encontrado en la selva, pero no hizo ademán de seguirle de nuevo. En ese momento, por un instante, vio algo de humanidad en ella, e incluso sintió una compasión compartida, que ya era más que el desprecio habitual.
—Sera mejorrr que acabemos cuanto antes —respondió al enorme y acorarazado norteño, con un ronroneo sostenido mientras hablaba, en cuanto se repuso un poco—. Tú nos guías, Myrrrkvar.
El hiperbóreo se conocía bien aquello, y les llevó sin perderse entre las calles de Tarmulín, dónde la mano de los invasores fue perdiendo predominancia hasta casi quedar en nada; allí, por momentos, uno podía imaginar como era la ciudad antes de todo, antes de la conquista.
Aunque habría quedo ir a ver a los hábiles pescaderos que exponían su género y lo preparaban en salazón, a modo de raciones de viaje o alimento para el día —lo que debía ser, sin duda, todo un proceso que se habría quedado observando con pasmo, sorprendido de como descamaban, cortaban con maestría las piezas y separaban las espinas, dividiendo todo en pequeños paquetitos que, imaginaba, separarían en dos montones: la carne envuelta en su propia piel para comidas más consistentes, y lo demás para caldos más ligeros—, su avezado guía les dirigió por otro camino, lejos del olor a pescado y mar, hacia una zona que los chardaukanos aún podían considerar suya. Sin embargo, no se detuvo allí, sino que fue directo a una tienda que rompía con aquella ilusión, demostrando que tarde o temprano nada quedaría del pasado.
Las Maravillas de Esmeria, en cualquier caso, merecía la pena. La tienda tenía todo lo que uno pudiera imaginar, y cosas que, a él al menos, jamás se le habían pasado por la cabeza. Inclusive, que era casi lo más extravagante, una ésmer amigable y dicharachera, que en seguida les hizo sentirse cómodos.
Cómo no tenía ni idea de qué buscaban exactamente, dejó que fuera el humano quién llevara el peso de la conversación, mientras él se limitaba a mirar todo y asentir a cada palabra, respondiendo de vez en cuando a las preguntas que le dedicaban a él. Le cayó tan bien que, cuando el grandullón dijo que volvería, hizo lo propio—. Yo también. No sé que es ese baile de las corrtinas, pero seguro que merecerá la pena —dijo sonriente.
Cuando terminaron las negociaciones Arin siguió a los demás afuera para recoger a los caballos. Eran hermosos animales y estaba seguro de que le iban a servir bien, aunque casi se sentía culpable de llevarlos de expedición a la selva, entre los insectos y el terreno irregular y traicionero, en lugar de usarlos para pasear por las calles o paseos por campos abiertos. Aunque no hubiese tenido mucho tiempo para esa clase de entretenimiento, y viendo el cuidado con el que trataban a sus animales, estaba seguro de que la gente de este establo no se los hubieran vendido si estos caballos no pudieran aguantar bien estas expediciones.
Aún estaba examinando los caballos, y dejando que se familiarizaran con él y su olor mientras se despedían, y notó que la hija de Dunlai le dedicaba especial atención a él en particular. Despues de volverse y mirar atrás, para asegurarse de que no había nadie más a quien pudiera estar dirigiéndose, le dirigió una sonrisa y una despedida con la mano, no sin sonrojarse ligeramente.
Pero ahora era hora de irse. Recogió a Edel y ató los caballos entre sí para poder llevarlos a todos a la vez* y se dirigió con los demás a reunirse con el resto del grupo.
*https://www.youtube.com/watch?v=5TPIkZQI4wA