Partida Rol por web

- ¡Vamos, acabemos con la Santa! - Gritó Tallabar.

Sus ataques serían inútiles contra aquella criatura no-muerta, aunque quizás, el poder de la curación afectase al dragón... si lograba acercarse lo suficiente, intentaría que el poder del bien dañase a aquella cosa, aunque tampoco tenía claro que pudiera siguiera, acercarse lo suficiente como para tocarlo. 

Aunque el arquero silvanesti había podido dar aviso de la llegada del inmenso dragón espectral y de su jinete a pesar de encontrarse entre las nubes, su capacidad de disparo a través de la niebla resultaría un impedimento más que considerable. Así las cosas, sólo cabía una posibilidad: abandonar la seguridad de la nube y emerger para poder colaborar en la titánica batalla que acababa de iniciarse.

Acelerado como estaba, el hechizo de volar resultaba todavía más efectivo, en especial si lo que se hacía era ir hacia abajo. Sólo unos segundos después de iniciar el descenso el arquero arcano asomaba más allá de la nube y podía localizar con absoluta certeza al enemigo: un dragón espectral. Según indicaciones de Ailas, a su jinete no debía atacársele, no había que perder el tiempo con ella, a pesar de ser el más mortífero de los dos, pese a las apariencias.

Consciente de la importancia de aquel enfrentamiento y la velocidad a la que se desplazaban los contendientes, Elaris concluyó que, hasta que viera el tipo de aliento del dragón¹, debía mejorar sus posibilidades de éxito contra él, decidiéndose por un relativamente simple hechizo: Gracia felina. No sólo le ayudaría a acertar con sus proyectiles, además podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte si aquella bestia espectral decidía utilizar su aliento contra él.

Sin la barrera que nos protegía a Shilara y a mí, ahora estamos nuevamente a merced del espectral wyrm y su mortífero aliento, pero he recuperado mi magia y la comunicación con mis compañeros.

«Gracias por vuestra ayuda, llegáis justo a tiempo —les agradezco su providencial intervención para librarme de mis perseguidores, antes de informarles de lo poco que he descubierto sobre nuestro enemigo común—. La bestia posee el mismo aliento corrosivo de los dragones verdes, así que probablemente lo fuera en vida, cuidaos de él.»

Ya he visto lo deprisa que puede volar esta criatura de pesadilla, así que insto a mi emplumada amiga a acrecentar tanto como pueda la distancia que nos separa, al tiempo que yo dedico mi atención a tratar de destejer todos los conjuros que puedan estar afectando a nuestro cazador convertido en presa.

Tras el tajo, Harkon soltó la espada con la izquierda y volvió a asir la gruesa correa que hacía las veces de tiendas, al tiempo que clavaba los talones para hacer girar al dragón plateado y obligarle a enzarzarse junto a él a un combate absolutamente desequilibrado.

—¡Vamos! — arengó al dragón plateado — ¡Que sea más grande sólo significa que tiene más lugares por donde atacarle! ¡Utiliza tu tamaño!

Y apretando las rodilleras de acero negro, volvió a empuñar la espada a dos manos mientras los dragones se retorcían en el aire, buscando atacar al otro. Harkon, sujeto por las correas, se movía zarandeado de un lado a otro, tratando de alcanzar con su acero el cuerpo de la bestia fantasmal. Pero los movimientos erráticos y bruscos de su propia montura resultaron en golpes poco precisos y no lo suficientemente fuertes.

Siguiendo las indicaciones de lord Tallabar, la hembra plateada se lanza sobre Leodinia y le asesta una dentellada. Sin embargo, paga cara su osadía pues el dragón fantasmal aprovecha el temerario acercamiento para ensañarse con ella, haciendo que la dragona ruja con cada zarpazo a causa de un dolor que va más allá de la herida recibida.

El prior de los Caballeros de la Espada invoca entonces el poder de Kiri-Jolith para castigar a la bestia, en un intento por apartar la atención de su valerosa montura, pero sus guanteletes no logran asir más que niebla al tratar de tocar al despiadado monstruo.

Visiblemente impaciente por vengarse de los ataques recibidos y por librarse de quienes estorbáis su persecución del odiado Ailaserenth, Leodinia impone su mano sobre las plateadas escamas de la joven hembra y una negrura sobrenatural comienza a extenderse por ellas mientras los rugidos de la infeliz se vuelven desesperados y agónicos.

Unos rugidos que hacen que Elaris descienda de entre las nubes de tormenta atraído por ellos y también que el vidente silvanesti se dé la vuelta y, sin dejar de alejarse de la batalla, lance un conjuro para disipar todos los sortilegios que envuelvan al dragón espectral. Quizá con la esperanza de desconvocar al dragón mismo, aunque tal cosa no sucede.

Por su parte, viendo a su hermana en peligro mortal, la montura de Harkon describe un giro de ciento ochenta grados para encarar de nuevo a vuestros espectrales enemigos, exhalando su gélido aliento al tiempo que bate sus alas con fuerza para acercar nuevamente a su jinete hasta ellos.

En cuanto los tiene una vez más al alcance de su temible Lengua Negra, el ex-capitán del Lirio golpea una y otra vez con sobrehumana velocidad al dragón fantasmal. Aunque no demasiado precisos, sus golpes no encuentran duras escamas que atravesar y dejan una estela de niebla allí donde impactan.

Su intento por dañar al dragón espectral había sido una total perdida de tiempo y más allá de eso, también había servido para poner en peligro de muerte a la dragona plateada sobre la que surcaba los cielos. 

- ¡No! - Exclamó al ver el destrozo que el dragón no-muerto le había ocasionado. 

Lord Talla ar impuso sus manos sobre el lomo de la dragona e invocó de nuevo el poder de Kiri-Jolith, está vez si, para curar las heridas de un tercero, con la esperanza de que la dragona sobreviviera a aquel combate, aunque el desánimo empezaba a apoderarse de él. 

- No saldremos vivos de ésta... - Pensó con gran pesar.

Incluso con la distancia que nos separa, los atormentados rugidos de la wyrm Plateada resuenan en los cielos y me resultan imposibles de ignorar.

Mientras Shilara vuela directa hacia la Torre del Sumo Sacerdote, yo me giro para mirar lo que ocurre a mis espaldas y descubro con horror la sangrienta batalla que mis compañeros libran para cubrir mi retirada.

Intento convencerme a mí mismo de que yo he cumplido con mi parte al conseguir atraer a Leodinia hasta aquí y que ahora les toca a ellos acabar con su terrible montura pero, ¿cuántos de ellos morirán intentándolo? Y, lo más importante, ¿cómo podré mirarme al espejo si no hago cuanto esté en mi mano por ayudarles, por mucho que mi vida valga más que las suyas?

—Media vuelta, querida mía —le pido a mi leal compañera tras haber usado mi magia para tratar de desbaratar las defensas arcanas del wyrm espectral—. Tenemos que mantenernos a una distancia prudencial.

En realidad la única distancia verdaderamente prudencial sería regresar al Bastión de la Magia, pero mis conjuros tienen un alcance limitado.

El dragón plateado agitaba sus poderosas alas manteniendo a Harkon a una distancia en la que poder asestar endiablados golpes con la espada negra, convertida gracias a la magia de Elaris en un frenético borrón oscuro que hendía una y otra vez el vientre del incorpóreo dragón, pero tan sólo arrancando jirones de niebla.

Peor todavía que la maldición de los magos por usar su poderosa magia era la maldición de no poder hacerlo todo a la vez. El inexperto túnica blanca hubiera querido lanzar 3 ó 4 hechizos simultáneamente, pero no podía. No podía porque ninguno de sus compañeros o aliados estaba logrando herir al dragón de Leodinia y sin que éste cayera el plan se desmoronaba como un castillo de naipes.

El pánico encontró un campo abonado en el arquero arcano. Miedo a no ser capaz de herir él tampoco al enorme dragón espectral, miedo a herir a sus compañeros accidentalmente, miedo a simplemente errar sus disparos. Y tal falta de seguridad, de confianza en sí mismo hizo que sus flechas, pese a estar aceleradas por su magia, fueran crecientemente menos precisas, menos efectivas, menos mortales. ¿Servirían de algo, acaso?

La desesperada y agonizante hembra de Plata logra zafarse de su enemigo y trata de escapar de él lanzándose en picado para evitar que tanto ella como su jinete terminen precipitándose en una mortal caída de docenas de metros que seguramente acabaría con la vida de ambos. Alineado con tan razonable objetivo, lord Tallabar apela a la compasión de Kiri-Jolith para que los socorra a ambos mitigando el dolor que padece su montura a causa de las graves heridas recibidas.

Sin embargo, el dragón espectral no parece dispuesto a dejarles marchar y los persigue con saña, cayendo sobre la joven plateada y desgarrando su costado. Solo gracias a la intercesión divina convocada por el caballero de la corona, consigue mantenerse en el aire a pesar del lamentable estado en el que se encuentra.

A lomos de su grifo, Ailaserenth trata en vano de darles alcance, pero los dragones son más veloces que Shilara y sus proyectiles mágicos se desvanecen antes de llegar a alcanzar su objetivo.

Los disparados por el arco encantado de Elaris, en cambio, pueden llegar hasta donde ningún otro puede y llueven sobre el fantasmal dragón situado más de doscientos metros más abajo.

También Harkon y su plateada montura se afanan por alcanzar y detener al monstruoso muerto viviente antes de que logre derribar al solámnico pero, al acercarse, la espectral Leodinia abandona su cabalgadura para volar hacia ellos e introducirse en el intrépido espadachín mercenario.

Como un pasajero de su propio cuerpo, Harkon ve cómo sus manos se tiñen de sangre al acuchillar una y otra vez con la sacrílega espada de su abuelo a su joven montura, que ruge de dolor y sorpresa al sentirse traicionado por su jinete.

¡Elfo, entrégame el Sudario de Takhisis! —ordena la voz de Leodinia Markenin, atronando ensordecedoramente en el interior de vuestras cabezas. En todas, salvo en la del prior de la Orden de la Espada—. No te prometo que tú y tus amigos viviréis si lo haces, pero sí me comprometo a no condenaros a una eternidad como siervos de Chemosh. Una propuesta generosa, teniendo en cuenta que ese es un tormento al que tú y los tuyos me condenasteis despiadadamente.

Horrorizado e incapaz de hablar siquiera, Harkon se vio a sí mismo apuñalando a su montura hasta la cruz de su espada con un ensañamiento frío. Una fuerza incontenible movía su cuerpo como si no fuera más que una marioneta a manos de poderes mayores. Harkon intentó detenerse, pero su resistencia era fútil. 

En su cabeza, aún así, escuchó la voz de Leodinia. El Sudario de Takhisis... ¿en posesión del vidente?

Saber de la existencia de aquel artefacto removió sus viejas creencias y los juramentos que rompió al escapar de Kalaman. Aunque ahora era un mercenario, sabía las implicaciones y el valor que tenía aquel sudario. Por desgracia, la situación le obligaba a hacer otras cosas, o al menos a intentarlo.

Se alejaban, el combate y su objetivo estaba cada vez más y más lejano. Sin embargo ni mucho menos más allá del alcance de sus flechas. Sólo tenía que poner más atención y concentrarse más.

De nuevo el arquero arcano reunió sus energías mágicas y las imbuyó en sus flechas, impregnádolas de potencia mortal. Una a una pero en una sucesión fantásticamente veloz, las flechas abandonaron su arco en dirección al dragón espectral. Aún a aquella distancia las flechas seguían su trayectoria, prediciendo su localización con asombrosa precisión.

Desde la distancia a la que me encuentro, me cuesta apreciar los detalles de lo que está ocurriendo más adelante. Que la voz de Leodinia resuene en mi cabeza sugiere que ha sido capaz de tomar posesión de alguno de mis compañeros y la única explicación para eso es que el conjuro que debía protegerles haya expirado ya.

«Es a mí a quien buscas, Santa Leodinia. El humano no sabe nada del Sudario, déjale ir —le pido a nuestra espectral antagonista—. Si pretendes descubrir su paradero, tendrás que apoderarte de mi cuerpo y de mi mente, porque de otro modo no lo averiguarás.»

Aunque odie tener que hacerlo, necesito acortar distancias el wyrm espectral si quiero poder rescatar a mis compañeros atrayendo sobre mí la cólera de su vengativa jinete.

—Deprisa, Shilara, deprisa.

- ¡No mueras! - Gritó el prior. 

Acto seguido sus manos volvieron a iluminarse con un fulgor dorado y a tocar el cuerpo agonizante de su montura, sus heridas de nuevo, empezaron a cerrar gracias a la intervención divina.

El combate estaba siendo una matanza y no sabía como hacer para poder dañar al dragón, suficiente tenía con tratar de mantener con vida a la dragona plateada. Cosa que no lograría por mucho tiempo más si sus compañeros no conseguían de alguna forma distraer a la Santa o matar al dragón no-muerto.

Entonces, verás a tus compañeros morir uno a uno y alzarse de la muerte como esclavos de Chemosh —asegura la voz de Leodinia en el interior de vuestras cabezas, en respuesta a las palabras del vidente silvanesti.

En su desesperación por escapar, la hembra plateada exhala una nueva bocanada de su gélido aliento, mientras su jinete trata de contener como puede la masiva hemorragia apelando a Kiri-Jolith. Su valeroso esfuerzo es castigado con una nueva dentellada del dragón fantasmal, que le arranca un lastimero rugido de dolor. Sin embargo, durante unos alentadores segundos ese ataque logra detener a su perseguidor y le permite a ella poner algo de distancia entre ambos.

Al límite de la consciencia, la infeliz montura de lord Tallabar pierde altura, con sus fuerzas totalmente mermadas y sus oscurecidas escamas desprendiéndose a puñados de su cuerpo. Gime y jadea con cada penoso aleteo y parece incapaz de remontar nuevamente el vuelo. Únicamente su fuerza de voluntad y los desvelos del prior solámnico consiguen evitar que se dé por vencida y se precipite al vacío en una caída mortal.

Entendiendo que su presa ha sido derrotada y no se encuentra en condiciones de seguir combatiéndole, el dragón fantasmal centra su atención en el segundo Plateado. No solo es más grande, sino que no da muestras de acusar cansancio o dolor y no tarda en dar alcance a su nueva presa vomitando sobre ella un mortífero chorro de ácido que abrasa por igual a la joven montura argentada y a su poseído jinete. 

En un enérgico esfuerzo alentado por su jinete elfo, la hembra de grifo trata de llegar al frente de batalla, pero éste no permanece inmóvil y todavía se encuentran demasiado lejos como para que la nueva andanada de proyectiles mágicos disparada por Ailaserenth consiga alcanzar al dragón espectral y apartar su atención de sus condenadas víctimas.

Quien sí logra alcanzarle con sus llameantes saetas es Elaris, disparando como un auténtico francotirador desde una distancia imposible para cualquier otro arquero. Sus proyectiles alcanzan a su enorme diana y ésta, repentinamente, se desvanece silenciosamente como una niebla arrastrada por el viento.

No habéis conseguido nada —proclama con desprecio la voz de Leodinia—. Nadie escapa de la esclavitud de Chemosh y la Sombra de la Muerte se alzará de nuevo. Puede que lo haga en un par de días, o en cinco o en ocho tal vez, pero regresará como regresaría yo si lograseis derrotarme.

A pesar de las terribles quemaduras causadas por el corrosivo vómito, el enloquecido Harkon continúa asestando brutales estocadas a su propia montura. Moribundo y tan desesperado como su hermana por su propia supervivencia, el Plateado exhala su aliento glacial contra su atacante, pero sus poderoso intento no basta detener los terribles golpes de la espada sacrílega. Uno de ellos logra destrozarle el ala derecha y el joven dragón se precipita hacia el suelo en barrena.

Solo entonces la cruel Leodinia libera al ex-capitán del Lirio, abandonando su cuerpo y permitiéndole recuperar el control de sí mismo mientras desciende a toda velocidad, atado a la silla de su montura, en una angustiosa caída de cientos de metros.

- No... - Pensó apesadumbrado Tallabar al ver como el otro dragón caía en picado desde los cielos. 

Aquel ataque estaba siendo un completo fracaso. Iban a morir todos, y sus almas se unirían a las filas de Chemosh, como la Santa no cesaba de proclamar con aquella voz fría y triunfal, que se clavaba en lo más profundo de su cerebro. Él era incapaz de dañar al dragón espectral. Lo único que podía hacer era retrasar lo inevitable, que no era otra cosa que retrasar la muerte de su montura… y la suya propia.

Pero no se rendiría.

 ¡Mientras viva habrá esperanza! - Alzó la voz. -  ¡Kiri-Jolith no abandona a los que luchan con honor! ¡Mientras una espada se alce contra la tiranía, mientras un corazón lata por los inocentes, la luz no se apagará! ¡Chemosh reclama cadáveres, pero nosotros somos guerreros vivos! ¡Y mientras respiremos, lucharemos… y mientras luchemos, venceremos!

Tallabar apretó los dientes, enderezó su espada y con un rugido que nació del alma más que de los pulmones, cargó de nuevo hacia la Santa, por tal de centrar su atención en él y no en Ailaserenth.

- Vamos, un último esfuerzo... - Le pidió a la dragona.

─¡Harkon! ¡No! ─exclamó el arquero mientras iniciaba un descenso en picado tan veloz como era capaz.

Elaris disfrutaba de una visión privilegiada del campo de batalla desde la distancia gracias a su aguda vista y entrenamiento. ¿Qué sería de un arquero si no tenía esa capacidad para juzgar distancias y movimientos? Seguramente tendría una vida corta. De humano. Pero él era elfo y había seguido los acontecimientos de la batalla con atención. La súbita desaparición del dragón espectral, no obstante, le sorprendió. Entre otras cosas estaba bastante seguro de que éste no se había vuelto invisible, pues en previsión de algo así se había lanzado un hechizo de Ver lo Invisible. Más bien parecía haber vuelto a su propio plano.

Libre de la tensión de seguir los progresos del dragón espectral, pudo tomar conciencia de la caída del segundo argénteo, el que servía de montura a Harkon. El guerrero humano lo había aniquilado con su mortífera arma, poseído por Leodinia. La sicaria de Chemosh acababa de abandonar su cuerpo, seguramente convencida de que la vida de Harkon estaba sentenciada al acabar con su montura voladora.

Pero Harkon aún contaba con él. Acelerado y volador. ¿Podría darle alcance y lanzarle un Caída de Pluma a tiempo?

Impotente, Harkon resistió el doloroso aliento de hielo, y vio con horror como el filo negro destrozaba sistemáticamente las alas del dragón. Aterrado por la caída, y seguro de su final, recuperó el gobierno de su propio cuerpo, que sintió mancillado y frío por la ocupación espectral.

Se agarró con desesperación a las correas del dragón muerto mientras el suelo se acercaba a él a una velocidad pavorosa. El viento se colaba por las rendijas de su yelmo produciendo un zumbido ensordecedor, pero que no le impedía escuchar en su mente los pensamientos proyectados de Elaris.

Intentó mirar hacia arriba, pero sólo vio su capa oscura sacudiéndose con ferocidad. El elfo le insistía una y otra vez que se soltara de los arreos y se pusiera en horizontal, estirando los brazos, que le alcanzaría. Harkon dudaba de que aquello sirviese de algo, pero tampoco tenía muchas más opciones. Y confiaba su vida en Elaris después de todo lo que habían pasado juntos, como para no hacerlo en ese momento de absoluta desesperación.

—¡No, Elaris! ¡No te condenes tú también! — pensó con angustia.

Pero envainó la espada, la aseguró con la corre para no perderla y sus guanteletes buscaron las hebillas que sujetaban con firmeza sus piernas a la silla de montar mientras caía en barrena.

Veo al wyrm espectral desvanecerse frente a mis ojos, pero no estoy del todo seguro de si ha huido a causa de las heridas recibidas, si ha sido totalmente destruido o si se ha tornado neblinoso para atacarnos a traición.

Comoquiera que sea, lo cierto es que la mayoría de mis esforzados camaradas no se encuentran en condiciones de enfrentarse a Leodinia. El solámnico y la hembra plateada que lo transporta pierden altura de forma inevitable en tanto que el mercenario amigo de Elaris y su montura se precipitan de forma imparable hacia una muerte segura sin que yo pueda hacer nada para evitarlo.

Lo que sí puedo hacer es honrar su heroico sacrificio y, aprovechando que Leodinia se halla aparentemente sola, volar hacia ella antes de que pueda hacer daño a alguien más o consiga escapar en busca de refuerzos a los que no podamos derrotar.

—Leodinia de la casa Markenin, en el nombre sagrado de Solinari y del panteón al completo de los dioses de la Luz, yo te libero de las cadenas que te atan a tu amo y te redimo de las atrocidades cometidas bajo su yugo —proclamo para, a continuación, llevarme el repugnante cuerno a los labios y hacerlo sonar con todas mis fuerzas.

Gracias a los esfuerzos de lord Tallabar, las mortales heridas de la hembra Plateada comienzan a restañar y la sangre deja de manar de ellas como un río carmesí. Sin embargo, las secuelas de la batalla contra Leodinia y su dragón espectral todavía son visibles en su cuerpo ennegrecido y quién sabe si no le dejarán secuelas permanentes.

Debilitada e incapaz de remontar el vuelo, la dragona describe amplias espirales descendentes para amortiguar el impacto de la caída y logra aterrizar de forma bastante accidentada en las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote. Allí, los caballeros de Solamnia combaten con denuedo a los muertos vivientes que tratan de asaltarla.

Mientras su destrozada montura adopta forma humana y se retira cojeando visiblemente, el prior de la Espada no duda en unirse a sus camaradas de arma en defensa de la fortaleza sagrada de su orden, infundiendo a los defensores nuevos ánimos con su coraje en batalla, blandiendo su poderosa espada y obligando a retroceder a los no-muertos con el poder de su fe.

En cuanto a Harkon y su involuntaria víctima plateada, ambos se precipitan hacia el suelo a toda velocidad, dando vueltas sin control.

A duras penas y siguiendo las indicaciones de Elaris, el ex-caballero de Neraka consigue liberarse de los correajes que le atan a la silla de montar del inerte dragón. Eso no solo no ralentiza su caída, sino que la precipita; puesto que el amplio cuerpo de su montura ofrecía una mayor resistencia al aire que su propio cuerpo vestido con armadura completa.

Cientos de metros por encima de su cabeza, su amigo silvanesti trata de darle alcance descendiendo en un vertiginoso picado. El aire sacude su cuerpo con una fuerza inmensa, le comprime las extremidades, le aplasta la ropa contra su torso, le deforma las facciones de la cara y le dificulta la respiración. Pero Elaris se niega a decelerar a pesar de que, entre las lágrimas que corren incontenibles por sus irritados ojos, puede ver el suelo acercándose rápidamente hacia él.

Para Harkon la situación es todavía peor. Él no sabe dónde está arriba y dónde está abajo. Zarandeado sin piedad por el viento, el mundo gira enloquecedoramente a su alrededor, ofreciéndole visiones fugaces y aterradoras del dragón alejándose y de la tierra cada vez más cerca. Los segundos le parecen horas, mientras su corazón late desbocado y mil pensamientos cruzan su mente.

Con sus agudos reflejos aumentados por medio de la magia, el arquero arcano logra evitar impactar contra el cuerpo del dragón plateado y acortar distancias con su amigo humano. Docientos metros, ciento cincuenta, cien... El suelo está ya peligrosamente cerca de ambos y Elaris sabe que si no cambia su ángulo de vuelo de inmediato, él también se estrellará inevitablemente y se matará en la caída.

Estira ambas manos hacia Harkon en un desesperado esfuerzo por alcanzarle. Harkon también lo intenta, pero solo agarra aire. Les separan veinte metros, quince tal vez. Están tan cerca el uno del otro... pero a todos los efectos es como si les separarle un mundo.

La fuerza del viento le dificulta a Elaris la respiración y mucho más pronunciar con claridad las palabras del sencillo sortilegio que tantas veces a recitado. ¿Las habrá pronunciado con suficiente claridad? La idea de no haberlo hecho le horroriza y cierra los ojos para no ver cómo su amigo humano se destroza contra el suelo, mientras obliga a su cuerpo a describir un arco ascendente para no reventarse también.

El arquero arcano pasa rozando extremidades armadas de muertos vivientes que tratan de acabar con él. Algunas lo consiguen, alanceándole en el estómago y en una pierna, antes de que logre ganar un par de metros de altura adicionales. Su aguda vista élfica busca y localiza el cuerpo de Harkon rodeado por los zombis.

En su caída, el corpulento mercenario humano ha arrollado a algunos de ellos, pero una veintena de no-muertos avanzan hacia él en todas direcciones. La situación es desesperada pero, mientras desenvaina la terrible espada de su abuelo, Harkon sonríe porque sigue vivo contra todo pronóstico. Parece que, después de todo, Elaris y él tendrán que abrirse paso hasta la Torre del Sumo Sacerdote peleando juntos. Como siempre lo han hecho.

El dragón plateado se estrella unos metros más allá cuatro segundos más tarde, despanzurrándose contra el suelo, rompiéndose el cuello y aplastando a un puñado de muertos vivientes bajo el peso de su escamoso cuerpo.

Arriba, en el cielo, muy lejos del alcance de cualquier mirada mortal, Ailaserenth cabalga hacia la espectral Leodinia Markenin mientras ella también vuela hacia él, dispuesta a acabar con su vida de una vez por todas y a recuperar la reliquia que el elfo le arrebató de sus fantasmales garras unas semanas atrás.

Prácticamente han conseguido llegar la una hasta el otro cuando el túnica blanca hace sonar estruendosamente el cuerno de Chemosh, ahora bendecido por los dioses de la luz. Una única y prolongada nota retumba en las alturas, sobreponiéndose momentáneamente incluso al tronar de los cielos. Y un tímido rayo de sol logra abrirse paso a través de las nubes de tormenta e iluminar a la redimida Santa Leodinia.

—Cuando la Luz avanza, la Oscuridad se retira —proclama con devoción—. Alabado sea Paladine y su panteón divino. Regocijaos, porque los dioses impíos huyen ahora a las sombras y se reúnen, asustados del porvenir. Por separado han sido derrotados y juntos confían en ser capaces de volver las tornas de nuevo. Que sus negros corazones tiemblen de miedo sabiendo lo que les aguarda. Benditos sean quienes los persigan y cacen sin tregua, porque ni con todas las reliquias, ni aun con Takhisis misma revivida podrán escapar del justo castigo que les aguarda.

Y con estas palabras, quién sabe si proféticas o tan solo hijas de su fanática fe, Leodinia Markenin se desvanece en la luz. 

Su repentina desaparición deja huérfanos de su influencia a sus comandantes, provocando que unos pocos de ellos dejen de comandar a los nigromantes bajo su mando y estos, a su vez, debilitados, se vean obligados a aflojar su férreo control sobre sus huestes. 

En tierra, muchos muertos vivientes menores miran hacia arriba y quedan paralizados a medida que la rígida estructura jerárquica de las legiones de Chemosh se tambalea, aunque sin llegar a desmoronarse. Sin embargo ahora, por primera vez en meses, hay cabida para la esperanza.

Los grandes portones de la Torre del Sumo Sacerdote se abren de par en par y el pesado rastrillo se levanta para dejar paso a una veintena de jinetes sin emblemas ni blasones; los caballeros juramentados del Señor Sin Signo desde que éste se alzó como lord mariscal durante las guerras de unificación del imperio. Y, junto a ellos, como punta de lanza, su comandante en jefe: Jaymes Markham.

Picando espuelas, los jinetes Libres se lanzan como uno solo en una atronadora carga de caballería, con las lanzas en ristre y con el propio emperador a la cabeza. Tras ellos, no queriendo ser menos, los caballeros de Solamnia salen de la fortaleza y cabalgan también a galope tendido. Muchos encontrarán la muerte hoy en el campo de batalla, pero ganarán fama imperecedera.

Est sularis oth mithas.