Partida Rol por web

Está a punto de salir la luna, y su luz se insinúa ya entre negros jirones de cielo que avanzan hacia el este como ejércitos en desbandada, vencidos. En la buhardilla situada bajo la bóveda de una iglesia, en una pequeña aldea, apenas puedo contener la tos mientras tirito bajo mi jubón y la gorra de fieltro que llevo calada hasta las cejas. En el fondo se que no es la fiebre sino el miedo. Varios gavilanes rotan en torno a las almenas de una fortaleza próxima mientras, ahora sí, en el horizonte se perfila la silueta de una gigantesca oblea de color perla.

Me acerca a la ventana. Trazo una cruz en el cristal con mi dedo índice, enhiesto y tembloroso. La superficie del vidrio, empañada por la humedad, emite el chirrido del ratón cuando se sabe acorralado. Mi rostro se aproxima un poco más para mirar, pues las últimas luces del atardecer aún le permiten distinguir el paisaje hasta el horizonte. Aquejado de gota y de pleuresía, no me hacen falta médicos ni curanderos que me confirmen que me resta poco de vida. Mis ojos, hundidos en el cráneo por la edad y las dolencias que me corroen, vuelven a quedar estáticos en esa pequeña cruz que he dibujado con el dedo. La cruz me da fuerzas para afrontar la emoción y la inquietud que me embargan. Tengo un duro trabajo por delante. Debo hacerlo y dejar testimonio de aquello que vi, de aquello que se y que viví junto al errante caballero sir Mangel.

Afuera los abetos son como agujas recortadas sobre las blancas colinas de las estribaciones de los montes. Parecen aguardar algo, al igual que los altos abedules. Y no. Han estado ahí desde siempre. Envejecido y débil, camino por la angosta estancia, encorvado entre anaqueles poblados de libros. Me ha puesto sobre los hombros una gruesa manta de lana hecha con piel de oveja. Ni el lar de fuego, cuyos troncos crepitan de vez en cuando como si se quejasen o buscaran cambiar de posición entre las brasas, ni siquiera la gruesa prenda de abrigo consiguen librarme de un frío que viene de muy adentro. Esa helada arborescente crece y crece en mis huesos, en mi carne, en mi cerebro, conforme voy dejando que me posean las imágenes que proyecta mi memoria dolorida. Pasé mi infancia y parte de mi juventud bajo el mando de sir Mangel, dueño y señor de Laverstock.

Nieva de modo incesante, como si, resquebrajándose los cimientos del cielo, éste descargase sobre la tierra un diluvio de muerte lenta, indolora y blanca. Es un alud que, aunque no lo empapa, va ahogando el paisaje por momentos. Hacia el este, está descargando una fuerte tempestad, pues se ven fugaces rasguños de plata que por un breve instante, lo que dura un parpadeo, penden anárquicamente del firmamento. En los bosques cercanos se confunden los aullidos de los lobos con el bramido del viento. Coronando sus cimas las nubes, negruzcas y abigarradas, avanzan en dirección al oeste como un rebaño de gigantescas ovejas grisáceas o, si se filtra algo de claridad entre ellas, aquello que le pareció ver antes: un desfile de guerreros con armaduras de acero, ya oscurecidas por el uso tras haber dejado a su paso una estela de destrucción.

En el este Año de Gracia, en la última semana del mes de febrero, yo, escudero retirado y viejo del ya difunto sir Mangel, me apoltrono en el escritorio y mojo con cuidado la punta de su plumón de ánsar en el tintero de cobre y, luego de observar de nuevo la pequeña cruz del cristal, que está ya casi borrada, entorno los párpados unos instantes y suspiro. Me encomiendo al Buen Dios para que me dé lucidez y arrojo en mi tarea, tantas veces iniciada y finalmente pospuesta, por difícil que ésta sea.

Pues me hallo en labor y momento de redactar las  dignas memorias de Sir Mangel, destacado y noble caballero cuyo renombre y gloria han de ser recordados por los siglos de los siglos gracias al puño y letra de este servidor que ahora escribe...

...Recuerdo bien aquel día. Habíamos estado de cacería, sin aves ni perros de presa, sólo mi señor sir Mangel y yo. Andábamos persiguiendo algo grande; no recuerdo bien si se trataba de un oso o un león, pues el animal, esquivo, no se dejó si quiera ver. Lo cierto es que nos entretuvimos, y de vuelta al señorío de Laverstock nos cogió la anochecida.

El trote de vuelta era más ágil que el de ida. Aun así, cuando divisamos el caserón, tanto mi señor como yo estabamos cansados y doloridos. La cálida luz amarilla que se derramaba por las ventanas era tan acogedora que sir Mangel fue incapaz de pasar de largo.

Mientras desmontaba le dije: -Mi señor, despreocuparvos por las monturas, pues cuidaré de aquestas como est menester. Les daré cepillado et proveerélas de avena. Quedad tranquilo. Et a la noche, si deseades, limpiaré la vostra armadura. -Por aquel entonces aún era yo enclenque y paliducho.

La casa era un caserón de aspecto noble, con un portón que daba, tras la transición de un zaguán, a un patio ancho y capaz donde se encuentraban las puertas que conducían a los alojamientos de las bestias. Me dirigí entonces, con las monturas asidas de las riendas, a proveer en dicho lugar los cuidados dignos a las bestias. Sir Mangel, entretanto, se dirigió a la puerta del caserón con intención de pedir allí hospicio.

Recuerdo que unas escaleras adornadas y entoldadas con piedra conducían al piso superior y principal, donde se debían aloja los amos, que era cosa cabal que los de arriba estuvieran arriba, y los de abajo, abajo, que sólo los iguales se mezclan.

un exito para empezar.

Una vez el escudero coge camino a los establos a fin de satisfacer a las monturas en lo que a sus necesidades se refiere, decides llamar a la aldaba de aquella digna puerta. Un criado os abre, y tras guiar vuestros pasos al interior, es el dueño de la casa; Maese Emmanuel, quien os recibe en un salón bien aposentado, en el que no faltan escabeles para sentarse, ni mesa dispuesta con picheles para recibir el vino de la jarra que se os ha prometido. Es el tal Emmanuel hombre más alto que bajo, de pelo largo y algo rizado, barba corta y voz profunda, como si le naciera del fondo del estómago en lugar de en su os recibe en un salón bien aposentado, en el que no faltan escabeles para sentarse, ni mesa dispuesta con picheles para recibir el vino de la jarra que se os ha prometido.

-¡Un noble cavallero! ¡Paresçe que por fin el Altísimo ha escuchado las plegarias!. -Espeta, sin más, a modo de saludo. -Perdonad aquestos modales meos. -dice extendiendo el brazo a modo de saludo: -Emmanuel mi nombre est. Fabladme, insigne cavallero; ¿que vos trae por aquestas tierras en hora tan tardía?.

Luce túnica amplia y oscura, de buen paño y con el cuello y los puños de las mangas forrados de armiño, todo ello rematado con un colgante en forma de crucifijo, lo que denota a las claras que es cristiano.

Si el vuestro Dios, el mismo que el mio, anda en tratos de cacerias y cansancios desos, entonces él nos ha traido acá, puesto que eso, el cazar es lo que nos trujo a aquestas tierras.

¿Andais de plegarias buscando caballeros? ¿ qué se os ofrece porque aqui  hay un dellos, y en el establo el mi escudero'

Fabad pues, mientras nos dais cobijo y nos quitais hambre, puesto que los juicios de la mente y de las entendederas se    hacen mejor con el gobierno de las tripas resuelto et lleno et saciado.

-¡Claro que vostro Dios est el mesmo que el meo! -responde entusiasmado. -¡Busco cavallero, bondadoso et también valiente! ¡empero pasad, pasad, et sentarvos acá!- dice señalando una buena mesa de recia madera. -que larga la historia est que vos fabré de relatar.

Y en aquel momento entro, timorato, un mocoso copero servidor del buen vino.

Saludó éste al caballero, y tras servir las viandas y bebidas, conservar las formas de no sentarsa hasta que no hico lo propio el caballero. Esperabá así sentado, algo alejado de su señor y dueño el anfitrión y del noble caballero invitado, acatar cuanto mandato que desearan éstos encomendar.

No parece que abunden los caballeros por aquestas tierras. Asi que sus tendreis que conformar con aqueste que viste et calza.

Fablad pues si teneis mucho que de fablar.

Una vez se hubo servido lo que habría de ser comido y bebido, y el caballero presentó su nombre como es debido, comenzó con grandilocuencia el tal Emmanuel su relato:

-Noble sir Mange, responderé a vostra pregunta, empero para ello primus de presentarme he, nasí que lo faré: maese Emmanuel me llaman, et tal soy, nin más nin menos, que carezco de apellidos ilustres, por ser la mi casa bajuna. Por mercader me tengo, et negocios fago, pero siempre a la buena vera del Señor, que non practico la usura nin tampoco fago negocio de lo ajeno.

El vino servido era expléndido, pues era aquella tierra y región famosa por ello.

-Buscando negocio fijéme en torre vieja, casi en ruinas, que hallábase aquesta en las cercanías, junto a un riachuelo que podría agrandarse con escaso esfuerzo. Olfateé oro, pues bien fácil que sería de convertir tal torre en molino d'agua uniéndole un aspa de madera que el río moviera et una rueda de moler en el su interior. Tan fácil, que me extrañó que nadie hubiéralo fecho antes. ¡Iluso de mí! Siendo como son aquestas tierras de Broughton, a su señor feudal sir Edward me fui, et previo pago de una cuantiosa donación para la sus causas conseguí permiso para levantar molino et moler farina, quedando entendido que el quedaríase con una parte de la mesma, pues bien sabedes vos, que los molinos son propiedad feudal, et nunca se venden, siempre se arriendan.

El vino iba y venía. Sabroso, especiado, ¡digno y delicioso se mostraba cuando por la garganta bajaba!^[1].

Ya paresçíame que lo más difícil del negocio estaba fecho cuando, ¡pobre de mí! Encontréme con algo que, forastero que sode en aquesta tierra, desconosçía: los del lugar temen las ruinas de la torre por considerarlas malditas, et ni a fuerza de todos los dineros del mundo lograría yo que se acercasen a trabajar para convertirlo en molino, et mucho menos que me vendiesen el grano o me comprasen luego la harina que allí fabricárase. Caía en la desesperación cuando supe que había forasteros como yo, que no temen las supersticiones del lugar. Pues puedo jurarles que por mucho que he recorrido las ruinas, tanto de noche como de día, no he encontrado fantasma alguno, y sigo sano y salvo.

Necesito de un omne valeroso, de renombre, a quien la gente escuxe, que demuestre que tal superstición falsa et infundada est, et ansí se lo haga ver a los naturales del lugar. ¿Estaría vos diespuesto a brindarme tal ayuda?. ¡Vos recompensaré como merecede tan insigne cavallero como mostrades de ser vos!.^[2]

Mientras me fablabas bien pensaba que buscabas molinero et no caballero, pero agora que fablas et pides uno caballero, hede aqui estoy.

Llevadme a esas ruinas, o marcarme el camino et echemos luz a aqueste misterio que os asola.

Placeme aqueste vino, pero no tomaré más del.

Aquella tarde el vino, aunque excelente se saboreaba, no hizo mella en mi señor. Gustaba el de buena compañía, pero bastante frugal se mostraba no dejando que los vapores que tal bebida producían mellara su sesera ni tampoco su entendedera. Así, cansado pero aún bien puesto, continuo aquella conversación con el adinerado comerciante...

3 tiradas 3 exitos esto no es normal pa mi.

Olvide la tirada previa.

-Yo he estado en tales ruinas, tanto en día como en anochecida, et ningún terror, fantasma, o maldición han visto aquestos ojos que vos miran. Sólo necesito, insigne cavallero, que fablades con las gentes de Broughton et fagades que dejen sus temores et supersticiones para con el lugar del mi molino.

Un suspiro marca una breve pausa en las indicaciones de Emmanuel.

-La torre se encuentra al Este de Du Plan, a pocos minutos del pueblo, llegando al río et cruzando un bosquecillo que se encuentra cerca. Una vez travesados los árboles, bien que se ve. Non habe pérdida alguna.

Stephen, el criado, había salido momentos antes al exterior. No te habías percatado, pues el vino y la charla habían acaparado toda tu atención. Te sorprendió, por ende, verle entrar junto a tu escudero.

-Sir Mangel, las cabalgaduras están provistas et listas como fue encomendado.

¡Stephen!, -espeta Emmanuel. -prepara digna estancia para los nuestros invitados. -¡que se note nuestro buen fazer et hospitalidad!.

El anfitrión te mira, expectante, sin duda esperando respuesta sobre el favor que te ha pedido.

Enmanuel se fará como dijierais, pero si los plebeyos hacen oidos sordos a vuestras palabras que alejan los fantasmas del castillo, tal vez debiereis decir, que sin que los hay,  et que un caballero ego mesmo o otro, va a limpiarlos de una vez et secula seculorum.