Partida Rol por web

Me agarró por la manga mi cuñada y me chistó al oído:

-Has insistido en verle y aquí lo tienes. Pero no te extrañen sus respuestas, que está el hombre más en el otro mundo que en éste, y a veces es presa de desvaríos...

Y diciendo esto me condujo hasta un anciano de pelo y barbas blancos como la plata, manos sarmentosas y mirada perdida. Su cuerpo quizá antaño había sido fuerte, pero ahora yacía desmanejado en el sillón, que me recordó un bulto de ropas tirado de cualquier manera. Me acerqué más y me fijé en un hilillo de babas que le caía de la comisura de los labios, manchando su jubón. Margarita se lo secó con un lienzo y trató de enderezar un poco su cuerpo, para evitar que se escurriera del asiento y cayera al suelo. Luego fijó en mí sus ojos, con esa mirada de censura que tan bien sabía hacer.

Al ver al pobre hombre en aquel estado, a pesar de todos los artilugios y parafernalia con la que se rodeaba que más que pena dábame espanto, arrepentime de mi insistenciat. Al ver las babas que le caían por la barbilla y el estado de enajenación en el que se encontraba, comprendí el porqué del estado de la casa en general. Incluso pude entender relativamente la dedicación de mi cuñada. La cual, como hacía siempre, no perdió la oportunidad al recriminarme mi insistencia.

Suspiré hondo y pregunteme si sería buena idea seguir en mis trece para sonsacarle algo al hombre o, después de verlo de tal guisa, no sería mejor dejarlo por imposible.

—¿Desde cuándo está así? —preguntele a mi cuñada, tomando la decisión de que, ya que me encontraba allí vestido de lechugino, tenía que intentar hacerme entender con el conde. Quizás la suerte me sonriera y el pobre tuviera un momento de lucidez.

Suspiré, buscando sitio donde sentarme. Por fin encontré una silla en la que logré tomar asiento, tras quitar de encima no pocos trastos, entre los que me fijé, no se por qué, en una copa (que antaño había sido dorada y que estaba adornada de pedrería y con una asquerosidad pegada al fondo). Apenas crujió la silla bajo mi peso, aunque su protesta sirvió para recordarme que mejor no me moviera mucho si no quería acabar con el trasero en tierra. Suspirando, miré al conde, y luego a Margarita, que se colocó tras él, las manos en sus hombros, como protegiéndole de mí. Quizá fuera demasiado protectora, la viudita... Por otro lado, si al viejo le daba un arrechucho no quería yo quedarme a solas con él. Que yo, voacé bien que lo sabe, se más de matar a hombres que de sanarlos...

-Desde hace algún tiempo...

Sentado en aquella precaria silla, como todo en lo que había en la casa, dábale vueltas yo a mi cabeza cómo podría abordar al conde. Empezaba a dudar que poco sacaría de él ya que, desde que había llegado, ni una palabra había salido de su boca, ni queja ni lamento.

Pero habíame empecinado en hablar con él y, bajo la dura mirada de mi cuñada, comencé a abrir la boca. No me importaba que ella estuviera presente pues pensé que quizás pudiera ayudar a interpretar lo que el pobre desgraciado dijera, si es que algo decía. Mas de ella solo salió un quedo suspiro antes de volver a cerrarla. Miré a una y miré al otro antes de coger el valor suficiente para empezar a hablar.

—Señor conde... —dije, intentando ver en él algún atisbo de entendimiento, por pequeño que este fuera—. ¿Recuerda voacé a su siervo Martín? ¿El marido de Margarita? —hice una pequeña pausa para que él asimilara lo que yo le preguntaba, pero no era yo hombre demasiado paciente—. ¿Recordáis vos el encargo que le habíais hecho?

Sabía yo que mis preguntas no dejaban de ser disparos al aire porque, hasta ese momento, poco conocimiento tenía yo de la situación.

Miré al viejo conde, barruntando qué preguntarle.

Tardó unos instantes en contestarme, que se me hicieron tan largos que llegué a pensar que no me había oído o que no le apetecía responderme. Ya empezaba a desesperar cuando me miró como si me viera por primera vez, y le brillaron los ojos mientras me sonreía y me decía:

-¡Álvaro! ¡Mi fiel Álvaro! Mi hijo... ¡El astuto de Álvaro! Él siempre sabe qué hacer... Él devolverá la gloria a la casa de los Peñaranda...

Mi cuñada bufó como una gata:

-¡Ya te dije que el pobre anciano no rige! ¡Déjalo en paz!

Estuviera ido o no, las palabras del conde dejáronme con la boca abierta como un estúpido botarate. ¿Acaso no había oído cómo llamaba a Álvaro hijo? Moví la cabeza negando tal tontería pues, casi con seguridad, el pobre desgraciado se referiría a que consideraba a mi hermano un hombre de su confianza, incluso que le tenía cierto aprecio.

Aunque la actitud tan fiera de mi cuñada seguía escamándome demasiado. Pasé de ella y sus bufidos y me centré solo en el conde. Ya sacaría yo mis conclusiones y si Margarita seguía dispuesta a evitar que yo hablara con el conde, ya me encargaría yo de despacharla con viento fresco.

—Y dígame señor conde —dije, intentando mostrar tranquilidad e incluso suavidad en mi voz, no fuera a espantar al pobre hombre— ¿cómo iba a devolver Álvaro la gloria a los Peñaranda? ¿Tenía algo que ver con el marqués de Villascusa?

Miré al viejo conde, barruntando qué preguntarle.

El viejo conde me miró con ojos llorosos, y estuvo en silencio tanto rato que me temí que se hubiera olvidado de mí, o aún peor, que se me hubiera muerto ahí delante. Ya empezaba a desesperar cuando de repente soltó, con tanta violencia que me salpicó la cara con sus babas:

-¡Enemigos! ¡Sólo hay uno! ¡Luis Gonzaga! ¡Ese bastardo traidor, que no me perdona que yaciera con la tusona de su hermana, y que aún pretende que me case con ella, cuando está más rota que las calzas de un pedigüeño! ¡Dos veces me he batido con él, las dos lo he herido, y ya le dije que a la tercera lo mataré!

Margarita puso los ojos en blanco, meneó la cabeza y me hizo una seña de inteligencia. Luego se inclinó hacia su anciano señor, le limpió nuevamente las babas y le dijo con dulzura:

-Y decidme, mi señor: ¿Dónde está ahora ese mala persona de don Gonzaga?

-¡En el fondo del mar! Respondió al punto el viejo. ¡Que tuvo la decencia de dejarse matar en Lepanto, y bien que lo sé, que yo estaba en la misma galera que él! Peleó bien, bien cierto es. Dijo como si le doliera. Que se llevó a buena parte de la morería antes que lo tumbaran...

No sabía que esperar de aquel pobre desgraciado. Tan pronto parecíame que se había quedado lelo olvidándose de mí como bien creí en algún momento que habíase quedado muerto ante mis ojos. Pero que estaba ido era algo que no podíase dudar pues, tras darme un buen susto con su vehemencia, empezó a despotricar sin ton ni son.

Escuchelo en sus desvaríos pensando que quizás había dado con la tecla apropiada, y en esa ocasión y para mi sorpresa, incluso fui ayudado por mi cuñada. Pero todo fue producto de una ilusión ya que de aquel del que hablaba llevaba ya muerto cierto tiempo... O eso al menos creía yo.

Suspiré resignado mas no me rendí, que aún quedaba algo por preguntar y esperaba que de esas sí tuviera una respuesta más coherente.

—Pues tercero no ha habido ni habrá que no se puede matar al que muerto está —comenté, sin saber si reír o tirarme de los pelos al no haber sacada nada en claro aún—. ¿Y qué me decís del marqués de Villascusa? —pregunté de sopetón esperando ver la reacción del viejo.

Miré al viejo conde, barruntando qué preguntarle.

-De él fue la idea del pleito. De mi hijo. Dios ayuda a los justos, y si la razón no asiste, sin duda lo hace la gracia divina, sí, eso dijo, mi hijo... Ganaremos, y volverá la riqueza a nuestra pobre hacienda, sí, y podré seguir con mi colección, sí, que conozco yo un viejo erudito sevillano que dice tener dientes de dragón...

-¡Ya te dije que el viejo desvaría! Me dijo Margarita mientras me empujaba más que conducía a la puerta de la calle. En vez de perder el tiempo con él, deberías haberle preguntado al marqués de Villascusa. A buen seguro que él te dará las respuestas que buscas.

Y sin más decir mi cuñadita cerró el portón a mis espaldas con algo más de energía de la que debiera, y me dejó en la calle, menando la cabeza y rascándome el culo. Lo malo de hacer preguntas es que a veces las respuestas no son las que esperabas, o bien te hacen nacer en el alma más dudas aún. Cavilé qué hacer a continuación...

Seguía rondándome la cabeza esa insistencia del conde sobre su hijo. Pero a lo que más vueltas le daba era que consideraba a mi hermano Álvaro como a tal... ¿Tal era la locura del pobre desgraciado que creía que su criado era su progenie?

Mas no pude seguir interrogando al conde pues Margarita, pendiente de su amo como si de su padre se tratara, echome de allí con cajas destempladas y vime de nuevo, con más dudas y preguntas que respuestas, de patitas en la calle.

Quedeme delante de la puerta, cerrada en mis narices sin demasiadas contemplaciones, pensando en cuál sería mi siguiente acción. Miré a diestra y siniestra de la calle devanándome los sesos pues aún no sabía qué pleitos se traían el marqués y el conde.

Sabía que, tarde o temprano, tendría que visitar al de Villascusa pero antes quizás consiguiera algo más de información si interrogaba a los criados de las casas vecinas que, como bien era sabido por todos, eran hombres y mujeres que escuchaban y veían más de la cuenta.

Así que, ni corto ni perezoso, acerqueme a la primera puerta para ver si alguno de los criados estaba dispuesto a largar sobre el conde.

...

Desempolvé mis mejores modos, traté a las doncellas como si fueran marquesas y a los mozos de establo como si fueran Grandes del Reino. Al final me dolía la boca de tanta sonrisa, pero cosas hubo que saqué en claro.

La servidumbre de los vecinos del conde tenía cosas que chismorrear, y yo tiempo y oídos para escuchar: al parecer se les quejaban los criados viejos del Conde de Peñaranda, los que habían estado a su servicio toda la vida, que mi hermano se había ido ganando poco a poco el favor y la confianza del anciano, a costa de medrar por delante de criados de mejor mérito y más experiencia. Al saberse la muerte de mi hermano se produjo la desbandada, y la servidumbre del conde se esfumó en la noche... bueno, no todos. Que hay una mocita, hija de una de las criadas y nacida en la mansión, que decidió mudar de oficio, y en lugar de servir como criada ahora ejercía de dama de medio manto en la mancebía de la plaza del Alamillo, como me comentó muy en confianza uno de los sirvientes, que allí acudía a aliviarse de las calenturas... Así que podía asomarme al Berreadero a hablar con la antigua sirvienta, a ver qué me contaba, o probar a llevar mi búsqueda de respuestas hacia otros lares.