Partida Rol por web

Sorprendíame yo de lo espabilado que había salido mi hermano, aunque seguramente Margarita tuviera mucho que ver en el asunto. Que eso de que se ganara la confianza del conde parecíame a mí más cuento de ella que de Álvaro al cual siempre consideré yo un poco mosquita muerta. Aunque hacía mucho tiempo que no lo veía y la gente, ya se sabe, puede cambiar de un día para otro.

Fuera como fuese, Álvaro habíase ganado la confianza del conde y seguramente eso había sido motivo de muchas envidias, aparte de los pleitos que el de Peñaranda pudiera tener con el marqués. Así que el círculo de posibles culpables ampliábase algo más.

Y tras dimes y diretes con los criados vecinos, que vaya como tenían la lengua de suelta, dispuseme yo a encontrar a la antigua criada que había cambiado mansión por mancebía. Y hacia la plaza del Alamillo fue que me fui...

Es la mancebía del Alamillo, por si voacé lo desconoce, la más popular entre el pueblo llano, y en no pocas ocasiones hay que esperar varias horas antes de poder satisfacerse con alguna de las muchachas.

Que aquel lupanar tenía buena fama entre las gentes llanas de la villa y corte era de dominio popular. Y temíame yo que al llegar tuviera que esperar un largo turno hasta conseguir ser atendido y esperaba que, llegada mi vez, la antigua criada estuviera disponible, que no era cuestión de pasarme tantas horas en aquel lugar y, para colmo, sin poder probar el género. Que bastante sufrimiento era tener que mirar la mercancía y no poder disponer de ella.

Por una vez me sonrió la suerte y la mozuela en cuestión, que Tiburcia se llamaba, estaba disponible. Tanteé para mí como abordar a la dama de medio manto, que al igual que hay muchos modos de entrar en una fortaleza enemiga, no menos hay de entrarle a una mujer.

Podía tratar de hacerle hablar por las buenas, por las malas o darle unto a base de sonante, que es mano de santo para despertar a la deshuesada, como todo el mundo sabe. O bien podía dejar correr el negocio, e irme a cobrarle las costas a ese dichoso marqués, de una puñetera vez.

Pocas eran las veces que sonreíame la suerte y aquella era una de esas ocasiones. Tenía que aprovechar la circunstancia que la antigua criada, llamada Tiburcia, no tenía cliente alguno en esos momentos y pudo atenderme sin preámbulo alguno. Ahora solo faltábame saber cómo abordar el asunto que me había llevado hasta allí.

Ir por las malas no era mi hacer, que yo a las mujeres, al menos a la mayoría, guardábales respeto por muy putas que estas fueran. Y dineros... Reíame yo de poder pagarle algunas monedas pues mi bolsa estaba más vacía que la del más mísero de los pedigüeños de los Jerónimos, que esos buen dinero se ganaban.

Opté por ir de buenas, adular a la muchacha o preguntarle directmente, con todo el encanto que pudiera poseer yo que tampoco es que fuera mucho, sobre lo que me había llevado hasta allí. Esperaba que la diosa fortuna, tan voluble ella, siguiera sonriéndome un poco más.

...

Se me cerró en banda la piltrofera, diciendo no saber nada de los negocios entre su antiguo amo y el marqués, y no recordar siquiera el nombre de mi hermano. Mentía como bellaca, pero o bien le sacaba a golpes las verdades o dejaba correr el asunto y me iba a seguirle la pista al marqués.

Pero por muy buena intención que yo tuviera, nada conseguí sacarle a la maldita que, riéndose casi en mi cara, me mintió de manera tan descarada que de buena gana le daría un tortazo, olvidándome de mi buen trato con las mujeres.

Y eso fue lo que hice, que empezaba yo a cansarme de aquel asunto en el que habíame metido la condenada de mi cuñada. Que una cosa era honrar a los muertos y otra muy distinta que a uno le buscaran las cosquillas de aquella forma. Mandé mis principios y mi moral a lo más profundo de mi corazón y arreéle a la fulanilla tal bofetón que su roja cara volteose casi de completo.

—Vas a contarme todo lo que sabes —dije, empleando el aire de matón que me gastaba durante la guerra—. Y no quiero ni mentiras ni burlas.

...

No fue difícil hacer que la mocita se acordase de lo propio y lo ajeno, que mis modales de matasiete le hicieron darse cuenta al punto que, o hablaba, o salía del berreadero con varios chirlos en la cara, que a fe mía que poco iba a ayudarla a hacer carrera como tusona...

-¿La desbandada de los criados del conde? Bien que la recuerdo, claro está. No sé qué os habrán dicho, pero os digo yo, y tenedlo por bien cierto, que no hubo amenazas por parte del marqués, ni se apaleó a ningún criado ni mozo, ni se violentó a sirvienta alguna, que todas estas son cosas que les pasan a quienes a tal hombre le buscan las cosquillas. Si que hubo dos desapariciones: una noche un mozo llamado Hugo y ese Álvaro del demonio no aparecieron a la hora de cerrar las puertas, y la mujer de Álvaro, Margarita, se puso a gritar como loca que sin duda los había matado el marqués, y que nos matarían a todos. Y
eso nos hizo cavilar, que el que Hugo cogiera el portante y se largara de la casa pues que no era tan raro, que siendo aún joven podía irse donde le pluguiera, y en casa del conde ayunaban hasta las ratas. Pero Álvaro, que era un lameculos que le tenía sorbido el seso al amo, no se hubiera ido por las buenas, y como él había iniciado el negocio (pues él había convencido al viejo conde para que se metiera en camisas de once varas con lo del pleito), convinimos en que había recogido finalmente lo que sembró, y como a nadie le hizo mucha gracia lo de acompañarle al Infierno, pues nos dimos por enterados y nos fuimos a todo correr. Allí se quedaron el viejo amo y la recién estrenada viuda, y que les aproveche...

Fruncí el ceño mientras salía del berreadero. No era eso lo que me había dicho Margarita, no del todo, por lo menos... Harto estaba ya de darle tantas vueltas al negocio, así que finalmente me decidí por coger el toro por los cuernos e ir a ver al Marqués.

Era la mansión del marqués de Villascusa palacete de no pocas pretensiones, de factura muy parecida al palacio del duque de Uceda, aunque algo más pequeño. Apestaba a poder y a riqueza, y carecía de esos desconchados y rotos que tan a menudo vemos en las fachadas de las casas, incluso de las más nobles. ¡Con deciros que en las ventanas había no poco cristal, cosa que como bien sabéis es rara, que es el vidrio material carísimo, y los más, aunque sean grandes de España, prefieren adornar sus ventanas con rejas de hierro y contraventanas de madera, o como mucho taparlas con una lámina de pergamino o papel, que tal cosa puede voacé ver en muchas de las ventanas del Alcázar Real. Me retorcí el mostacho, muy valentón, puse la mano en la espada y, a grandes zancadas, me dirigí hacia el zaguán, que bien abierto estaba...

No era el método que más me gustara emplear con una mujer pero había funcionado, que la criadita bien que se acordó de lo sucedido nada más recibir el sopapo. Y a pesar de que aún seguía sin saber cuál era el pleito que esos dos se traían entre manos, si pude barruntar que mi cuñada debía tener mucho más que ver en todo aquello de lo que habíame dicho. Que no solo se había andado con medias verdades sino que parecía, a los ojos de los demás, que todo lo había buscado para quedarse como señora del de Peñaranda.

A qué jugaba Margarita era algo que empezaba a preocuparme casi más que la propia muerte de mi hermano, aunque ambos hechos tenían que estar relacionados. Quizás todo era producto de mi cabeza que nunca había visto con buenos ojos a la ahora viuda, la cual siempre había manejado a su antojo a mi hermano.

Pero estaba claro que, hasta que no hablara con el marqués, si es que conseguía audiencia para ser escuchado, poco iba a sacar en claro. Que el asunto turbio era bastante y empezaba a sentirme no solo salpicado sino hastiado de tanta tontería.

A fin de cuentas qué iba a sacar yo de todo ese jaleo excepto que el espíritu de mi hermano no me torturara desde el más allá. Aunque, si en verdad él había tenido parte de culpa en aquel entuerto pocos motivos tenía para volver de entre los muertos.

Silbé por lo bajo al ver la casa del marqués, que de dineros desde luego no andaba tan escaso como el conde. Iba a ser difícil que me atendiera pero al menos, y gracias al trabajito que había hecho anteriormente, podía presentarme ante el de Villaescusa vestido de manera más apropiada que mi coleto habitual. Que vistos los lujos que se ganaba el marqués, dudaba que fuera a molestarse por un vulgar soldado procedente de los tercios.

Los criados que la puerta del marqués guardaban me miraron con no poco respeto, y se quedaron callados, a la espera de que les dijera qué cosa me traía a la residencia de su amo, como es propio hacer entre los sirvientes discretos, que nunca iniciarán una conversación con sus superiores.

Puede que mi jaez les impresionara, pero la deshuesada me traicionó. Con mi escasa parla y mis torpes maneras pronto vieron que no era el señorón que a primera vista aparentaba, y con malos modos me interrumpieron, diciéndome que, fuera cual fuera el mal viento que me había traído hasta esa casa, sin duda era pedo y no viento, y como tal mejor sería que escampase para que el ambiente se aireara y se fuera el mal olor. Lo cual, no hace falta decirlo, no era escasa grosería. Cavilé entre hacerles caso e irme, que cuando las cartas vienen mal dadas, es mejor dejarlo estar antes de perder más que lo que está ya en la mesa o ponerme bravonel, que ya que me habían visto el hocico de lobo, bien que podía yo enseñarles los colmillos.

Que aunque la mona se vistiera de seda mona se quedaba estaba más que claro, pues aunque llevara aquellos lujosos ropajes yo de noble tenía bien poco. Mi torpe hablar y lo rudo de mis ademanes dejaron a la vista mi poble educación y mi ineptitud para expresarme con convicción. No servía yo para andarme con fingimientos.

Aguanteme la rabia que sentí ante aquel menosprecio por parte de los criados, que me llevaron a apretar los puños con fuerza para no arrearle un guantazo a cada uno de ellos. Que yo no era hombre paciente y mucho menos cuando de insultos se trataba. No en vano me había visto embarcado en aquella mision que yo no buscaba para ahora dar media vuelta con el rabo entre las piernas.

Lo más prudente hubiera sido que me retirara en esos precisos instantes, pero me pudo más recomponer mi orgullo herido y solucionar de una vez por todas aquel asunto, que largarme de allí y olvidarme de lo sucedido.

Así que, con la pose más bravucona que conocía y el gesto más intimidante que podía poner, enfrenteme de nuevo a los criados exigiéndoles que avisaran de mi presencia al marqués.